Bibliópolis Fantástica nos ha enviado el primer capítulo de una novela de temática fantástica ambientada en la época Victoriana que está captando la atención de los lectores y la crítica
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La muerte del nigromante[i] Martha Wells
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Las misiones más extenuantes, pensaba Madeline, eran las que requerían entrar por la puerta principal. Y esta puerta era muy impresionante. La monumental fachada de la mansión Mondollot, tachonada de ventanas luminosas, se erguía a la luz del grisáceo claro de luna. El frontón era un gran lienzo pétreo que mostraba un apasionado relieve en que las huestes del cielo y del infierno se enzarzaban en una batalla; las mortajas de los santos condenados y los velos de los ángeles flameaban como estandartes o colgaban grácilmente sobre los doseles de piedra de las ventanas más altas. Un cuarteto de músicos tocaba en un balcón abierto, para deleite de los invitados que llegaban. Las lámparas de vidrio que rodeaban la puerta eran un infeliz añadido moderno; el temblor y el color de la luz de gas sugerían que la puerta era la boca del infierno. [i]No es una elección afortunada, pero la duquesa de Mondollot nunca se ha caracterizado por su discreción o su buen gusto, pensó Madeline, disimulando una sonrisa. A pesar del escarchado aire nocturno y el helado viento del río, otros invitados se paseaban por el ancho pórtico de mármol, admirando el famoso frontón. Madeline hundió las manos en el manguito y tiritó, en parte por el frío, en parte de emoción. El cochero recibió sus instrucciones y azuzó los caballos para alejarse, y su acompañante, el capitán Reynard Morane, regresó hacia ella, con los hombros del gabán espolvoreados de nieve. Made-line esperaba que el tiempo se mantuviera estable. Los desastres de uno en uno, pensó con impaciencia. Primero, entremos. Reynard le tendió el brazo. —¿Lista, querida? Ella le cogió el brazo, y sonrió. —Muy lista, caballero. Se sumaron a la multitud de invitados que se dirigían a la entrada. Las altas puertas estaban abiertas, y la luz y el calor se derramaban sobre los gastados adoquines. Había un criado a cada lado, con los pantalo-nes ceñidos y las levitas con cordones plateados de las libreas de viejo estilo. El hombre que recibía las invitaciones usaba frac oscuro, siguiendo la moda. No creo que éste sea el mayordomo, pensó Madeline. Reynard entregó la invitación y ella contuvo el aliento mientras el hombre abría el sobre de papel de lino. La invitación era genuina, aunque habría acudido al mejor falsificador de la ciudad si lo hubiera necesitado: un anciano casi ciego que trabajaba en un sótano húmedo cerca del Cruce del Filósofo. Notó que algo se movía arriba, en la oscuridad de los aleros, encima de las lámparas de gas. Madeline no alzó los ojos, y si Reynard notó algo no lo demostró. El informador les había dicho que un espíritu familiar del hechicero que protegía la casa custodiaría la puerta, un viejo y poderoso familiar que detectaría los dispositivos mágicos que llevaran los invitados. Madeline aferró con fuerza su cartera, aunque ninguno de los objetos que contenía eran mágicos. Si la revisaban, ningún hechicero digno de ese nombre dejaría de reconocer lo que eran. —Capitán Morane y madame Denare —dijo el hombre—. Bienvenidos. —Entregó la invitación a un lacayo y los hizo pasar con una reverencia. Los condujeron al vestíbulo, donde unos criados recogieron el paletó forrado de piel y el manguito de Madeline y el gabán, el bastón y el sombrero de copa de Reynard. Una tímida camarera se arrodilló a los pies de Madeline para limpiar la gravilla que se había adherido al doblez de las faldas de satén, usando un pequeño cepillo de plata diseñado para ese propósito. Madeline cogió de nuevo el brazo de Reynard y atravesaron la entrada para unirse a la ruidosa multitud de la recepción principal. Aunque habían cubierto las alfombras con retazos de lino y sacado los muebles más delicados, la sala era opulenta. Querubines dorados miraban a los invitados desde las gruesas molduras talladas, y el techo tenía frescos de buques que navegaban por la costa occidental. Se sumaron a la multitud que subía por la escalera doble y traspusieron las puertas de arriba para entrar en el salón de baile. Cera de abejas, pensó Madeline. Deben de haber abrillantado los pisos toda la noche. El aire olía a cera, sándalo, pachuli y sudor. El sudor de la tibia presencia de tantos cuerpos vestidos con elegancia, y el sudor del miedo. Todo era familiar. Notó que clavaba las uñas enguantadas en el brazo de Reynard, y se obligó a relajar los dedos. Él la palmeó distraídamente, escrutando la sala. El primer baile ya había comenzado y las parejas giraban por la pista. El salón de baile era amplio, aun para una casa de ese tamaño. A la derecha, las ventanas con cortinas conducían a los balcones; a la izquierda, había puertas que daban acceso a salas de juego y habitaciones donde se podía descansar o comer un refrigerio. En el fondo había un inteligente arreglo de rosas de invierno en tiestos, ocultando a cuatro músicos que tocaban corneta, piano, violín y violoncelo. Estaba iluminado por candelabros con caras velas de cera, pues se consideraba que el vapor del gas arruinaba las telas finas. Madeline vio a la duquesa de Mondollot, guiando al conde de... De algo, pensó distraídamente. Ya no los recuerdo. No tenían que cuidarse de los nobles, sino de los hechiceros. Tres de ellos estaban contra la pared opuesta, caballeros de edad con frac oscuro y medallas enjoyadas de Lodun. Uno de ellos usaba un broche de rubí y la faja de la Orden de Fontainon, pero aun sin ese indicio Madeline lo habría reconocido. Era Rahene Fallier, el hechicero de la corte. También habría mujeres hechiceras, más peligrosas y difíciles de localizar porque no usarían medallas ni emblemas con sus vestidos de baile. Y la Universidad de Lodun sólo permitía el ingreso de mujeres desde hacía diez años. Si había hechiceras presentes, apenas superarían los treinta años de edad de Madeline. Saludó a algunos conocidos, y supo que otros la reconocían; había interpretado el papel de la Loca en Isla de estrellas, con la sala llena, la última temporada. Eso no afectaría sus planes, pues todas las personas de riqueza o reputación de Vienne y la campiña circundante estarían en esta casa en algún momento de esa noche. Y sin duda alguien reconocería a Reynard... —Morane. —Esa voz desagradable y áspera sonó casi en el oído izquierdo de Madeline. Ella hizo chasquear el abanico y enarcó las cejas con fastidio. El hombre entendió la insinuación y retrocedió, sin dejar de mirar a Reynard, y dijo—: Creí que no te mostrabas en la sociedad elegante, Morane. —Tenía la edad de Madeline y usaba uniforme de un regimiento de caballería, insignias de teniente del Octavo de la Reina, notó Madeline. Ah, el viejo regimiento de Reynard. —¿Ésta es la sociedad elegante? —preguntó Reynard. Se acarició el bigote y miró al interlocutor con aire socarrón—. Por Dios, hombre, no puede ser. Tú estás aquí. El hombre más joven sonrió con desdén. —Sí, estoy aquí. Supongo que tienes una invitación. —Era demasiado incisivo para que fuera una chanza amistosa. Había dos hombres detrás del teniente, uno de uniforme, el otro de paisano, ambos alerta—. Pero siempre fuiste hábil para meterte donde no te llamaban. —Tú lo sabes mejor que nadie, muchacho —dijo Reynard, sin inmutarse. Aún no habían llamado la atención de nadie más en la bullanguera multitud, pero sólo era cuestión de tiempo. Madeline titubeó un instante. Habría preferido no hacerse notar, pero no desperdiciaría esta distracción espontánea. —Excúsame un momento, querido. —Desde luego, querida. Quizá esto te aburra. —Reynard le brindó toda su atención, girándose hacia ella y besándole la mano, como un perfecto acompañante. El joven teniente, un poco incómodo, la saludó con un cabeceo. Mientras Madeline se alejaba sin responder, oyó que Reynard preguntaba con displicencia: —¿Has rehuido alguna batalla últimamente? Madeline se desplazó por la periferia de la pista, dirigiéndose a las puertas de la izquierda. Alguien repararía en una dama que estuviera a solas en el salón de baile sin un acompañante masculino o sin la compañía de otras damas. Si una dama se desplazaba deprisa hacia las habitaciones, se supondría que necesitaba la asistencia de una camarera en un asunto delicado y sería cortésmente ignorada. Una vez que dejara atrás las habitaciones, se supondría que una dama solitaria se dirigía a una cita amorosa, y también sería cortésmente ignorada. Atravesó una puerta que conducía a un pasillo. Estaba en silencio y las lámparas estaban bajas; la luz chispeaba en los espejos, la superficie bruñida de las mesillas de patas delgadas y los floreros de porcelana, llenos de flores de otra estación. Para semejante lujo, la duquesa tenía sus propios invernaderos; las flores doradas que Madeline lucía en su penacho y en el ramillete eran de tela, en deferencia a la estación. Pasó frente a una puerta entornada y entrevió a una joven camarera que se arrodillaba para coser el doblez rasgado del vestido de una muchacha aún más joven, y oyó la exclamación frustrada de una mujer. Al pasar ante otra puerta, oyó un murmullo de voces masculinas, una risa femenina. Las zapatillas de Madeline no hacían ruido en el suelo de madera bruñida y nadie salió. Estaba en el ala vieja de la casa. El largo pasillo se transformó en un puente, a diez metros de altura sobre habitaciones frías y silenciosas, y las gruesas murallas de piedra estaban cubiertas con tapices o con delgadas capas de madera exótica en vez de argamasa y yeso. Había estandartes y armas de guerras de antaño, aún manchadas de herrumbre y sangre, y antiguos retratos familiares oscurecidos por años de humo y polvo. Otros pasillos conducían a sectores aún más viejos de la casa, o bien a pasadizos sin salida cuyas ventanas mostraban una vista imprevista de la calle o las casas circundantes. La música y las voces del salón de baile se alejaban cada vez más, como si Madeline estuviera en el fondo de una gran caverna, oyendo ecos del mundo viviente de la superficie. Escogió la tercera escalera que encontró, sabiendo que los sirvientes aún estarían atareados en el frente de la casa. Se recogió la falda, gasa negra con franjas doradas y mates sobre satén negro, ideal para fundirse con las sombras; subió silenciosamente y llegó al tercer piso sin problemas, pero al subir al cuarto se cruzó con un lacayo que bajaba. Él se apretó contra la pared para cederle el pasamanos, inclinando la cabeza con respeto y discreción, para no ver quién merodeaba por la mansión Mondollot, dirigiéndose obviamente a una cita indiscreta. La recordaría después, pero no había manera de evitarlo. Llegó a un pasillo alto, más estrecho que los demás, apenas tres metros. Tuvo que pasar más giros y recodos, escaleras que sólo subían medio piso, y pasajes sin salida, pero había memorizado un mapa de la casa, preparándose para esto, y hasta ahora parecía preciso. Madeline encontró la puerta que buscaba y probó el pomo con cuidado. No estaba cerrada con llave. Frunció el ceño. Una de las reglas de Nicholas Valiarde rezaba que si uno andaba con suerte debía detenerse a preguntar el precio, porque habitualmente había un precio. Entreabrió la puerta, y vio que la habitación estaba iluminada sólo por el reflejo del claro de luna, procedente de ventanas sin cortinas. Con una mirada cauta miró a ambos lados del corredor, y abrió la puerta para ver toda la habitación. Estantes llenos de libros, un hogar de mármol tallado con una repisa sostenida por cariátides, sillas tapizadas, espejos, un viejo aparador cubierto de plata familiar. Una mesa de abeto con una caja fuerte de metal. Ahora veremos, pensó. Cogió una vela del candelabro de la mesa más próxima, la encendió con el mechero de gas del pasillo, se deslizó dentro y cerró la puerta. Esas ventanas sin cortinas la preocupaban. Ese lado de la casa estaba frente a la calle de Corte Ducal y desde abajo cualquiera podía ver que había alguien en la habitación. Madeline esperaba que ningún criado alerta saliera a fumar una pipa o aspirar aire fresco y por casualidad mirase. Fue hasta la mesa de abeto y vació la cartera junto a la maciza y cuadrada caja fuerte. Escogiendo los artículos que necesitaba en esa profusión de redomas de perfume, joyas que había decidido no usar, y un gastado collar aderassi de abalorios de la suerte, apartó trozos de achicoria y abrojo, un amuleto y un papel enrollado que contenía sal. El hechicero asesor había dicho que la tutela que protegía la mansión Mondollot de robos e intrusiones era vieja y poderosa. Destruirla requeriría mucho esfuerzo, y sería un desperdicio de buenos hechizos. Sortearla provisionalmente sería más fácil y llamaría menos la atención, pues las tutelas eran invisibles para todos excepto para un hechicero que usara polvo de Gascoign en los ojos o los nuevas gafas etéreas inventadas por Negretti, el brujo parsci. El amuleto contenía el hechizo necesario, inactivo e inofensivo, y en su estado actual era invisible para el familiar que custodiaba las puertas principales. La sal esparcida sobre él actuaría como catalizador y las propiedades especiales de las hierbas lo alimentarían. Una vez que todos afectaran al objeto que era llave de la tutela, la tutela se replegaría a la parte superior de la casa. Cuando la potencia de la sal se consumiera, la tutela regresaría a su sitio, quizá antes de que se descubriera la labor de esa noche. Madeline sacó las ganzúas del estuche de seda y se dedicó a la caja fuerte. No estaba cerrada con llave. Halló raspaduras en el pasador y supo que recientemente había habido una cerradura gruesa, aunque no se veía por ninguna parte. Maldición, tengo un mal presentimiento. Alzó la tapa de metal. En el interior debía estar el objeto que ligaba la tutela incorpórea a la masa corpórea de la mansión Mondollot. Un cuidadoso espionaje y algunos sobornos los habían inducido a esperar no una piedra, lo más común, sino un objeto de cerámica, quizá una esfera de gran delicadeza y edad. En el fondo de la caja fuerte, sobre un cojín de terciopelo, estaban los restos triturados de algo que había sido tan delicado y bello como poderoso; sólo quedaba un polvo fino y blanco y fragmentos cerúleos. Madeline lanzó una maldición muy poco femenina y cerró la tapa bruscamente. Algún cabrón se nos adelantó. —Aquí no hay nada —susurró Madre Hebra. Se agachó ante la puerta enrejada, tendiendo las manos. Sonrió y asintió—. En efecto, ni un vestigio de una molesta tutela mágica. Ella debe de haberlo conseguido. —Es un poco temprano —murmuró Nicholas, guardando su reloj de bolsillo—. Pero mejor temprano que tarde. —Las herramientas tintinearon mientras los demás se adelantaban y él bajaba el brazo para ayudar a la anciana a levantarse y apartarse del camino. La llama de la única lámpara fluctuaba en el aire frío y húmedo, la única luz del túnel de ladrillo. Habían sacado la capa de ladrillo que bloqueaba ese viejo pasadizo que se internaba en los sótanos de la mansión Mondollot, pero Madre Hebra los había detenido antes de que tocaran el hierro oxidado de la puerta, queriendo probar si estaba dentro del perímetro externo de la tutela que protegía la casa. Nicholas no detectaba nada inusitado en la puerta, pero no quiso ignorar el consejo de la vieja bruja. Algunas tutelas estaban diseñadas para asustar a los intrusos, otras para atraparlos, y él no era hechicero y no podía diferenciarlas. El túnel estaba asombrosamente limpio, y estaba libre de hedores a pesar de la humedad y el aire enrarecido. La mayoría de los habitantes de Vienne, cuando pensaban en los túneles subterráneos de la ciudad, los consideraban complementos pestilentes de las alcantarillas, inadecuados para nada humano. Pocos conocían los pasadizos que conducían al nuevo sistema de trenes subterráneos, que se debía mantener despejado y relativamente seco para los obreros ferroviarios. Crack y Cusard atacaron las rejas con sierras, y Nicholas hizo una mueca ante el primer chirrido. Estaban a demasiada profundidad para llamar la atención de alguien que pasara por la calle; sólo esperaba que el ruido no resonara en los sótanos de la casa, alertando a los guardias apostados en los niveles superiores. Madre Hebra le tiró de la manga. Tenía la mitad de la altura de Nicholas, una piltrafa andante de trapos sucios; sólo un mechón de pelo gris y un par de ojos pardos y brillantes demostraban que había algo dentro. —Para que no te olvides después... —Oh, no me olvidaría de ti, querida. —Nicholas sacó dos monedas de plata y las puso en la mano pequeña y mustia. Como bruja no era gran cosa, pero en realidad él pagaba por su discreción. La mano desapareció entre los harapos y la piltrafa tembló, al parecer contenta por el pago. Cusard ya había cortado varias rejas, y Crack casi había terminado con su parte. —Carcomida por el óxido, en general —comentó Cusard, y Crack asintió con un gruñido. —No me sorprende; es mucho más vieja que este túnel —dijo Nicholas. El pasadizo antes conducía a otra mansión, demolida años atrás para construir la calle de Corte Ducal, que se extendía a pocos metros sobre sus cabezas. La última reja cedió, y Cusard y Crack se enderezaron para apartar el portón del camino. —Ya puedes irte, Madre —dijo Nicholas. —No, me quedaré por si me necesitas. —La piltrafa se apoyó contra la pared. El pago inmediato había ganado su lealtad. Crack soltó el portón y miró críticamente a Madre Hebra. Crack era una figura flaca y depredadora, con los hombros siempre encorvados tras pasar un período de trabajos forzados en la prisión de la ciudad. Sus ojos eran incoloros y opacos. Los magistrados lo habían llamado un homicida nato, un animal carente de sentimientos humanos. Nicholas había descubierto que era una exageración, pero sabía que Crack actuaría sin vacilación si pensaba que Hebra se proponía traicionarlos. La bruja le chistó, y Crack se encogió de hombros y se apartó. Nicholas pasó por encima de los escombros y entró en el sótano más bajo de la mansión Mondollot. Allí ya no había ladrillo nuevo. Las lámparas revelaron paredes de piedra cortada en bruto, y un techo curvo con columnas gruesas que soportaban el peso de la estructura. Una pátina de polvo cubría todo y el aire estaba húmedo y rancio. Nicholas precedió la marcha, alzando la lámpara. Hasta ahora la obtención de los planos de la casa, guardados en un baúl de documentos familiares enmohecidos en la finca Mondollot del Alto Bannot, había sido la parte más difícil del plan. No eran los planos originales, que tiempo atrás se habían reducido a polvo, sino una copia realizada hacía sólo cincuenta años por un constructor. Nicholas esperaba que la buena duquesa no hubiera hecho reformas en los sótanos desde entonces. Llegaron a una escalera angosta que subía en espiral, perdiéndose en la oscuridad. Crack se adelantó, y Nicholas no se opuso. Quizá intuyera que algo andaba mal, quizá fuera simple cautela. Nicholas había aprendido a confiar en el instinto de ese hombre. La escalera subía diez metros hasta un rellano estrecho con una puerta de madera con duelas de hierro. En el medio una entrada conducía a un espacio oscuro y vacío de tamaño indeterminado, alumbrado sólo por el fantasma de luz reflejada que venía de la puerta o de otra escalera de la pared opuesta. Nicholas mantuvo la lámpara firme para que Cusard pudiera abrir la cerradura con su ganzúa. Cuando la puerta se abrió con un chirrido, Crack se adelantó de nuevo. Nicholas lo detuvo. —¿Algo anda mal? Crack vaciló. La fluctuación de la lámpara impedía ver bien su expresión. Su rostro era cetrino y las arrugas que le aureolaban la boca y los ojos eran obra del dolor y las circunstancias, más que del tiempo. No era mucho mayor que Nicholas, que tenía treinta años, pero podría haber pasado por alguien del doble de edad. —Quizá —dijo al fin—. Un mal presentimiento. Y no le sonsacaremos nada más, pensó Nicholas. —Adelante, entonces, pero recuerda: no mates a nadie. Crack asintió con fastidio y traspuso la puerta. —Él y sus presentimientos —dijo Cusard, echando una ojeada a las sombras del sótano y tiritando exageradamente. Era un hombre maduro y flaco cuyos rasgos de sinvergüenza eran engañosos: era el ladrón más simpático que Nicholas había conocido. Embaucador por vocación, estaba mucho más habituado a ejercer su oficio en las calles ajetreadas que a violar cerraduras bajo tierra—. No te inquietes... ni siquiera tiene las palabras adecuadas para expresar qué le preocupa. Nicholas asintió distraídamente. Se preguntaba si Madeline y Reynard ya habrían logrado escabullirse de la casa. Crack apareció en la puerta. —Todo despejado —susurró—. Adelante. Nicholas atenuó el brillo de la lámpara, se la entregó a Cusard y atravesó la puerta. Aguardó un instante mientras sus ojos se adaptaban. Era una sala vasta de techo alto, bordeada por sombras enormes y redondas. Viejos toneles de madera para el vino, o quizá para el agua, si la casa no tenía pozo. Probablemente estuvieran vacíos. Avanzó, siguiendo el leve susurro de las botas de Crack en la piedra polvorienta. La luz tenue del otro extremo de la cámara venía de una puerta entornada. Vio que la sombra de Crack atravesaba esa puerta sin vacilación y se apresuró. Al llegar, se detuvo, y frunció el ceño. La maciza cerradura de la gruesa puerta estaba arrancada, y colgaba de unos tornillos. Qué diantre, pensó Nicholas. Crack no tenía la fuerza para hacerlo. Entró, y se encontró con su objetivo. Un sótano largo y bajo, modernizado con paredes de ladrillo y mecheros de gas. Sólo uno estaba encendido; la luz revelaba que en las paredes había bóvedas altas, abarrotadas de cajas, baúles o barricas apiladas. Salvo la que estaba a sólo diez pasos, donde se hallaba la mole de una caja de seguridad. También revelaba a Crack, que miraba a Nicholas pensativamente, y al hombre muerto tendido a sus pies. Nicholas enarcó las cejas, y avanzó. Había otros dos cuerpos tirados sobre las losas de piedra, cerca de la caja. —Yo no lo hice —dijo Crack. —Sé que no fuiste tú. —Organizar la fuga de Crack de la prisión de Vienne había sido uno de los primeros actos en la carrera delictiva adulta de Nicholas; sabía que Crack no le mentiría. Nicholas se acuclilló para examinar el primer cadáver. Sobresaltado, comprendió que el charco rojo que rodeaba la cabeza del hombre no sólo era sangre, sino también tejido cerebral. Le habían partido el cráneo con un potente golpe. A su espalda, Cusard maldijo en voz baja. Exonerado, Crack se agazapó para examinar su hallazgo. El traje del muerto era sencillo y oscuro, quizá el uniforme de un guardián a sueldo, y la chaqueta estaba estriada de sangre y suciedad del suelo del sótano. Crack señaló la pistola que el hombre tenía en la cintura. —¿Todos están así? —preguntó Nicholas. Crack asintió. —Salvo que a éste le desgarraron la garganta. —¡Alguien se nos adelantó! —jadeó Cusard. —Nadie tocó la caja —objetó Crack—. No hay rastro de nadie. Pero quiero mostraros algo más. Nicholas se quitó el guante para tocar la nuca del muerto, y luego se frotó la mano en los pantalones. El cuerpo estaba frío, pero el aire del sótano era húmedo y helado, así que eso no significaba mucho. No vaciló. —Cusard, empieza con la caja, por favor. Y no toques los cadáveres. Se levantó para seguir a Crack. Cusard lo miró dubitativamente. —¿Seguimos adelante? —No vinimos aquí para nada —dijo Nicholas, y siguió a Crack hasta el otro extremo del sótano. Nicholas cogió una lámpara, pero no subió la llama; Crack no parecía necesitar la luz. Avanzó resueltamente hasta el extremo del largo sótano, dejando atrás las cajas y paquetes que contenían la riqueza almacenada de la familia Mondollot, y dobló una esquina. Los ojos de Nicholas se habían adaptado a la oscuridad, y vio la tenue luz de adelante. No era la luz amarilla de un hogar, ni grasienta luz de gas, sino un resplandor tenue y blanco, como un claro de luna. Provenía de una entrada abovedada, abierta en una pared de piedra tallada, no de ladrillo moderno. Allí había habido una puerta, una gruesa puerta de roble que se había endurecido con el tiempo hasta adquirir la dureza del hierro, y la habían arrancado de sus goznes. Nicholas trató de moverla; era pesada como una roca. —Aquí —dijo Crack, y Nicholas atravesó la entrada. El resplandor venía del liquen fosforescente que cubría el techo curvo. Era suficiente para iluminar esa cámara pequeña, al parecer vacía salvo por el plinto del centro. Nicholas subió la llama, iluminando la habitación. Las paredes relucían de humedad, y el aire estaba rancio. Se acercó al plinto, le pasó la mano, y se examinó los dedos enguantados. La piedra estaba relativamente libre del polvo y la aceitosa humedad, pero los bordes del plinto estaban tan sucios como el resto de las superficies. Alzó la lámpara y se agachó, buscando un ángulo más favorable. Sí, aquí hubo algo. El perfil era cuadrangular. Oblongo. Quizá una caja, pensó. Con el tamaño de un ataúd, por lo menos. Miró a Crack, que observaba atentamente. —Alguien entró en el sótano, por un camino que desconocemos, tropezó con los guardias, o ellos tropezaron con él, quizá cuando rompió la cerradura del sótano más antiguo para inspeccionarlo. Nuestro intruso mató para impedir que lo descubrieran, lo que habitualmente es el acto de una persona desesperada o tonta. —Nicholas estaba convencido de que el homicidio era siempre el resultado de una mala planificación. Había muchos modos de doblegar a la gente sin matarla—. Luego descubrió esta habitación, derribó la puerta con una fuerza demoledora, sacó algo que había permanecido aquí durante años, y se largó, quizá por el mismo lugar por donde entró. Crack asintió aprobadoramente. —Ya no está aquí. Eso es seguro. —Una lástima. —Ahora era doblemente importante no dejar rastro de su presencia. Si van a colgarme por homicidio, preferiría que fuera un homicidio cometido por mí. Consultó su reloj a la luz de la lámpara, y lo guardó—. Cusard ya debe de haber terminado con la caja fuerte. Trae a los demás y empieza a sacar la mercancía. Yo quiero inspeccionar aquí un poco más. —En el túnel esperaban otros seis hombres cuya ayuda era necesaria para transportar el oro rápidamente. Crack, Cusard y Lamane, que era el lugarteniente de Cusard, eran los únicos que lo conocían como Nicholas Valiarde. Para Madre Hebra y los demás, contratados sólo para este trabajo, era Donatien, una turbia figura del submundo de Vienne que pagaba bien por estos trabajos pero no perdonaba las indiscreciones. Crack asintió y fue a la puerta. —Estoy seguro de que ya no está aquí... —repitió, titubeando. —Pero agradecerías que fuera muy cauto —concluyó Nicholas—. Gracias. Crack desapareció en la oscuridad y Nicholas se agachó para examinar el suelo. La mugre y la humedad de la piedra agrietada revelaban huellas. Encontró las huellas de sus botas y las de Crack, notando que la primera vez que su guardaespaldas había llegado a esa habitación no había cruzado el umbral. A lo lejos oyó las exclamaciones sordas que lanzaban los recién llegados al ver los cadáveres, el rugido de la voz de Crack, una contenida expresión de triunfo cuando Cusard abrió la caja fuerte. Pero el hipotético intruso no había dejado huellas. Arrodillándose para ver mejor, y arruinando la tela tosca de su chaqueta y pantalones de trabajo contra la piedra lodosa, Nicholas encontró tres marcas que no podía atribuir con certeza a Crack ni a sí mismo, pero nada más. Se acuclilló, fastidiado. Estaba dispuesto a jurar que su análisis era correcto. Era indudable que habían retirado un objeto del plinto, y recientemente. Algo que había yacido en esa habitación durante años, en silencio, bajo el fulgor espectral del liquen fosforescente. Se puso de pie, dispuesto a examinar mejor el suelo que rodeaba los cadáveres de los guardias, si los demás no habían borrado ya las huellas al sacar el oro de la duquesa. Dejó atrás la puerta destrozada, y algo le llamó la atención. Volvió la cabeza abruptamente, hacia el extremo opuesto del corredor, que se alejaba de las bóvedas en una curva y entraba en las viejas bodegas. Algo blanco aleteaba en el extremo de ese corredor, nítido contra las sombras. Nicholas alzó la lámpara, disponiéndose a llamar a Crack. Al instante un golpe lo dejó sin aliento. Se lanzó sobre él más rápido que el pensamiento, y entre su primer atisbo y su siguiente latido lo tuvo encima. Un empellón lo tumbó de espaldas y la criatura se echó sobre él. Los ojos, desorbitados porque la piel que los rodeaba se había desmigajado, lo miraban con odio negro desde un rostro gris como la carne muerta. Desnudó dientes largos y curvos como los de un animal. Estaba envuelto en una mortaja sucia y harapienta que ya no era blanca. Nicholas lanzó el brazo contra ese rostro, sintió los dedos que le rasgaban la manga. Aún aferraba la linterna, aunque el vidrio se había roto y el aceite le quemaba la mano. La lanzó hacia la cabeza de la criatura con una fuerza nacida del terror. Por efecto del golpe o del aceite ardiente, la criatura chilló y se apartó. El aceite había encendido la manga de la chaqueta de Nicholas; rodó, aplastando las llamas contra la piedra húmeda. Crack, Cusard y Lamane lo rodearon de pronto. Nicholas trató de hablar, y se sofocó con la bocanada de humo que había inhalado. —Seguidle —jadeó al fin. Crack se internó de inmediato en el corredor oscuro. Cusard y Lamane miraron a Nicholas, y se miraron entre sí. —Tú no —le dijo Nicholas a Cusard—. Encárgate de los demás. Sácalos de aquí con el oro. —De acuerdo —dijo Cusard con alivio, y se levantó para regresar con los demás. Lamane maldijo, pero ayudó a Nicholas a levantarse. Frotándose la mano quemada, Nicholas siguió a Crack a trompicones. Lamane tenía una lámpara y una pistola; Crack había seguido a la criatura desarmado y a oscuras. —¿Por qué la seguimos? —susurró Lamane. —Tenemos que averiguar qué es. —Es una de esas criaturas semivivas... un gul. —No es un gul —dijo Nicholas—. No era humano. —Entonces es fay —murmuró Lamane—. Necesitamos a un hechicero. La Corte Profana había arrasado Vienne más de cien años atrás, en tiempos de la reina Ravenna, pero para la mente supersticiosa de la mayoría de los habitantes, bien podía haber sido el día anterior. —Si es fay, tienes hierro —dijo Nicholas, señalando la pistola. —Es verdad —convino Lamane, más animado—. Pero es tan rápido que ya debe de estar a mucha distancia. Quizá, pensó Nicholas. No sabía si de veras se había movido con tal rapidez o si le había infligido una especie de parálisis; el ojo de su mente parecía haber capturado una imagen de la criatura rebotando en la pared del corredor mientras acometía; lo cual sugería que el movimiento no era tan instantáneo como parecía. Ése era el nivel más bajo de las bodegas de Mondollot. La luz de la lámpara revelaba toneles de viejas cosechas, algunos cubiertos de polvo y telarañas, otros obviamente recién abiertos. Nicholas recordó que uno de los mayores bailes de la temporada se celebraba un poco más arriba, y los criados, aunque sin duda ya habían subido una importante provisión, pronto regresarían para abrir más toneles. No podía seguir con eso. Crack los esperaba en la pared opuesta, cerca de una pila de ladrillos rotos y piedras. Nicholas le pidió la lámpara a Lamane y la alzó. Algo había atravesado la pared, arrancando los cimientos de piedra más viejos y la capa de ladrillos. Había un pasadizo angosto, lleno de polvo y mugre. Nicholas hizo una mueca. Por el olor, conducía directamente a la alcantarilla. —De allí vino —dijo Crack—. Y por allí se fue. —Gules en las alcantarillas —murmuró Nicholas—. Quizá deba presentar una queja a los concejales. —Sacudió la cabeza. Ya había desperdiciado mucho tiempo—. En marcha, caballeros. Una pequeña fortuna nos espera. Maldiciendo para sus adentros, Madeline cogió otra escalera para bajar al primer piso. Lo habían planeado durante meses; era increíble que alguien más planeara entrar en mansión Mondollot esa misma noche. No, pensó súbitamente. Increíble no. Las demás noches ese lugar estaba custodiado como la fortaleza que era. Pero esa noche se permitía el ingreso de centenares de personas, y ella no podía ser la única que conocía a un buen falsificador. Era un momento ideal para un robo y alguien más había aprovechado la oportunidad. Llegó al salón de baile y se impuso calma, buscando a Reynard entre los bailarines y los corrillos de hombres. Él esperaría su regreso, y estaría donde ella pudiera encontrarlo fácilmente. No se habría sumado a una partida de naipes ni habría... Partido, pensó Madeline, torciendo la boca. A menos que lo obligaran. A menos que se hubiera liado en una riña con cierto joven teniente y le hubieran pedido que se marchara. No podría insistir en esperarla, sin saber en qué parte de la casa estaba, sin saber si había desactivado la tutela. Maldición. Pero sin la tutela podré salir inadvertida, si llego a la planta baja... Madeline vio que la duquesa de Mondollot, una distinguida y encantadora matrona con perlas y un vestido de satén crema, se dirigía hacia ella. Se refugió precariamente tras un alto jarrón lleno de flores y se ocultó la cara con el abanico, fingiendo que se protegía de la mirada lasciva de un inocente grupo de caballeros mayores que estaban frente a ella. Pero la duquesa pasó de largo sin mirarla, y en su alivio Madeline se encontró estudiando atentamente al hombre que seguía a la mujer mayor. Era tan extraño que llamaba la atención de todos. Su barba oscura estaba desaliñada y su traje, aunque de buena cualidad, estaba arrugado, como si no le importaran las apariencias. ¿Y por qué asistía al baile de la duquesa de Mondollot, si no le importaban las apariencias? Era más bajo que Madeline y su tez parecía pálida y enfermiza, aun para fines del invierno. Sus ojos resbalaron sobre ella mientras seguía a la duquesa, y eran intensos, un poco desquiciados. Había algo en él que clamaba «submundo», aunque en el sentido criminal, no en el mitológico, y Madeline decidió seguirlo, sin preguntarse demasiado por qué. La duquesa continuó su marcha por el pasillo, acompañada, como ahora Madeline pudo notar, por una mujer más joven (la sobrina, por lo que sabía) y un lacayo alto. La duquesa entró en una sala, y también los demás; Madeline pasó de largo, procurando no mirarlos, con los ojos fijos en el pasillo como si esperase reunirse con alguien. Llegó a la siguiente puerta cerrada, asió el pomo y abrió confiadamente, dispuesta a sonrojarse y disculparse si ya había alguien. La habitación estaba vacía, aunque un fuego ardía en el hogar y un biombo protegía los divanes y sillas destinados a los invitados que buscaban conversación privada u otros entretenimientos. Madeline cerró la puerta y la trabó. Todas las salas de este lado del corredor formaban parte de una larga suite, y había puertas intermedias que comunicaban con la sala donde había entrado la duquesa. La puertas eran de madera liviana, destinadas a abrirse de par en par para interconectar las salas para grandes reuniones nocturnas. Madeline se arrodilló con un susurro de satén y gasa, y con sumo cuidado movió el pestillo. Procuró no empujar la puerta, y la corriente la abrió apenas, permitién-dole ver la alfombra de la otra sala, y una parte del empapelado bordeado de tulipanes y los paneles de madera tallada. —Es un requerimiento inusitado —decía la duquesa. —La mía es una profesión inusitada. —Ése debía de ser el hombre extraño. Madeline sintió desagrado al oír esa voz; era insinuante y sugestiva, y evocaba al pregonero de un espectáculo erótico. Con razón la duquesa había hecho que su sobrina y un lacayo la acompañaran. —Ya he tratado con espiritistas —continuó la duquesa—, aunque usted parece creer lo contrario. Ninguno me pidió un bucle del cabello del difunto para establecer contacto. Madeline sintió una punzada de decepción. El espiritismo y las conversaciones con los muertos hacían furor entre los nobles y las clases adineradas, aunque en el pasado se las habría asociado con la nigromancia. Eso explicaba la extraña conducta de ese hombre. Se dispuso a alejarse de la puerta, pero el espiritista dijo con voz airada: —No soy un médium común, señora. Yo ofrezco un contacto de una naturaleza más íntima y duradera. Pero para establecer ese contacto requiero algo del cuerpo del difunto. Un bucle es simplemente el artículo más común. Nigromancia, en efecto, pensó Madeline. Había estudiado magia en su juventud, cuando su familia aún tenía esperanzas de que demostrara talento para ello. No había sido una gran estudiante, pero algo recordaba. —Usted requiere un bucle, y sus honorarios —dijo la duquesa con desdén. —Desde luego —dijo el hombre, pero obviamente sólo ahora pensaba en los honorarios. —Tía, esto es ridículo. Despídelo. —La sobrina, aburrida y un poco harta. —No —dijo lentamente la duquesa. Su voz cambió, expresando real interés—. Si usted puede hacer lo que dice... no está mal intentarlo... Yo no estaría tan segura, pensó Madeline, aunque no podía explicar su inquietud ante la idea. —Tengo un rizo del cabello de mi hijo. Lo mataron en la colonia parsci de Sambra. Si usted puede establecer contacto... —¿Su hijo, no su esposo? —preguntó crispadamente el espiritista. —¿Qué le importa con quién deseo comunicarme, mientras cobre sus honorarios? —preguntó la duquesa, sorprendida—. Los duplicaré si quedo satisfecha. No tengo fama de tacaña —añadió, sin duda pensando que él quería regatear. —Pero lo más apropiado sería comunicarse primero con su esposo —dijo el hombre con un tono que intentaba ser conciliador, aunque no podía ocultar su impaciencia. —No quiero hablar más con mi esposo, ni vivo ni muerto ni en ningún estado intermedio —replicó la duquesa—. Y no entiendo por qué le importa a usted quién... —Suficiente —dijo el hombre, exasperado—. Retiro mi ofrecimiento, mi señora. Y usted se atendrá a las consecuencias. —Madeline oyó un portazo. La duquesa guardó silencio un instante, quizá estupefacta. —Supongo que nunca sabré a qué vino todo esto. Bonsard, asegúrate de que echen a ese hombre. —Sí, mi señora. Yo haría más que eso, pensó Madeline. Yo llamaría a mi hechicero, verificaría que mis tutelas estén bien instaladas y guardaría bajo llave las reliquias de mis parientes muertos. Ese hombre estaba furioso, y quería algo. Pero no era asunto de ella. Se alejó de la puerta, aguardó un instante, y salió al pasillo. La caja fuerte había sucumbido a las artes de Cusard, y contenía casi sesenta lingotes de oro sellados con el escudo real de Bisra. Los hombres de Nicholas los habían apilado en trineos y regresaban por el túnel al mando de Cusard. Nicholas, Crack y Lamane los alcanzaron. Nicholas les indicó que no se detuvieran, alzando un lingote con la mano sana para examinar el sello. La duquesa de Mondollot mantenía relaciones comerciales con una vieja familia de mercaderes de Bisra, el tradicional enemigo meridional de Ile-Rien. Este hecho era poco conocido y, precisamente para evitar que se conociera, la duquesa se abstenía de depositar su oro en el Banco Real de Vienne, que era mucho más seguro, como Nicholas sabía por experiencia. Además, el banco habría esperado que la gran dama pagara impuestos, algo que su mente aristocrática no podía concebir. Madre Hebra cloqueó al ver las quemaduras, y le aconsejó que se vendara la mano lastimada con la bufanda. Lamane comentaba algo sobre las alcantarillas infestadas de gules... en una parte tan bonita de la ciudad, nada menos. —¿Qué opinas? —le preguntó Cusard a Nicholas, cuando llegaron al acceso del túnel de mantenimiento, que daba a un callejón al otro lado de Corte Ducal frente a la mansión Mondollot, detrás de un establo público. Los otros hombres estaban subiendo lingotes que depositarían en el compartimiento que había bajo el portaequipajes vacío del vehículo que esperaba. Los chicos callejeros apostados como vigías trabajaban para Cusard, y por tanto para Nicholas, al igual que el encargado del establo. —No lo sé. —Nicholas esperó a que los hombres terminaran, luego subió por la escalerilla curva de metal. El viento gélido lo abofeteó cuando salió de la boca de inspección, y el frío le mordió la quemadura, arrancándole un resuello. La noche estaba tranquila. Los trémulos caballos pateaban el suelo. La voz queda de los hombres, la música distante de la mansión Mondollot y el tintineo del metal contra la madera, mientras guardaban el oro en los compartimientos especiales del furgón, resonaban con extraña nitidez—. De veras no lo sé —repitió cuando apareció Cusard—. Juraría que sacó algo de esa habitación que Crack descubrió. —Bien, no me gusta mucho —dijo Cusard—. Aparte de eso, un trabajo estupendo. Alguien le llevó su gabán del furgón y Nicholas se lo puso con gratitud. —A mí tampoco, te lo aseguro. —El furgón estaba cargado y Nicholas quería ir en busca de Reynard y Madeline. Le dijo a Cusard—: Llévate a los demás y vete a casa; aquí llamaremos la atención. El conductor agitó las riendas y el furgón se alejó. Nicholas caminó por el callejón hasta la calle de Corte Ducal. Una capa de hielo sucio y nieve permitía transitar por los adoquines; habitualmente estaban tan cubiertos de lodo y agua de desecho que los peatones tenían que limitarse a las aceras o usar las piedras provistas para los cruces. Notó que Crack lo seguía. Sonrió para sí. —De acuerdo —dijo—. No nos fue tan bien la última vez que te alejé de mí, ¿verdad? Pero esta noche no cazamos más gules. En la boca del callejón, Nicholas se detuvo para quitarse los postizos que le alargaban las patillas y le alteraban el bigote y la barba corta, y se limpió los restos de pegamento de las mejillas. Eso y la tintura gris añadida a su cabello oscuro daban la impresión de un hombre que tenía mucho más de treinta años. Nunca aparecía como Donatien salvo con disfraz; si alguno de los hombres que participaban en estos trabajos lo reconocía como Nicholas Valiarde, podía ser su ruina. Se abotonó el gabán, se ajustó el cinturón, sacó de un bolsillo el sombrero de copa y el bastón retráctiles, y se puso un guante de piel de gamo en la mano sana. Con la otra mano en el bolsillo y la ropa oculta bajo el gabán, salvo las botas y polainas, era sólo un caballero que salía a pasear, seguido por un sirviente mal encarado. Se detuvo frente a la mansión Mondollot, como admirando la fachada iluminada. En la puerta había lacayos que esperaban para guiar a los que llegaban tarde o asistir a los que se marchaban temprano. Nicholas pasó de largo, recorriendo el frente de la casona. Avistó el carruaje, detenido en la esquina bajo un farol de gas, y a Reynard Morane a poca distancia. Nicholas se le acercó, seguido de cerca por Crack. —Nicholas... —Reynard bajó de la acera para salirles al encuentro. Echó una atenta ojeada a Nicholas—. ¿Problemas? —Las cosas se complicaron. ¿Dónde está Madeline? —Ése es el problema. Pude ofrecerle una distracción, pero lo hice tan bien, por así decirlo, que me pidieron que me marchara sin darme la oportunidad de esperarla. —Mmm. —Con las manos en las caderas, Nicholas estudió la fachada de la casona. Una dama que partiera a solas llamaría la atención. Madeline lo sabía mejor que él—. Vayamos al costado. Allí le será más fácil salir inadvertida. La mansión Mondollot estaba flanqueada por paseos comerciales y calles más pequeñas que conducían a otras mansiones, y era posible rodear el lugar por completo. Las tiendas estaban cerradas, salvo por un concurrido cabaré hundido en las sombras, y todo estaba tranquilo. No había entradas en la planta baja salvo por una puerta atrancada, destinada a los carruajes o los criados. Las terrazas y balcones de los pisos altos eran añadidos posteriores: originalmente las casas habían sido fortalezas inexpugnables, y la decoración frívola se reducía a los tejados y gabletes. Dieron una vuelta, regresaron hacia Corte Ducal, volvieron sobre sus pasos. Al llegar al otro lado, Nicholas vio que las puertas de una terraza del piso alto se abrían, dejando escapar luz, música... y a Madeline. —Llegas tarde, querida —le murmuró Reynard—. Te hemos buscado por todas partes. —Oh, cállate. —Madeline cerró las puertas—. Tuve que dejar mi mejor paletó por tu culpa. —Podemos permitirnos el lujo de comprar otro, créeme —dijo Nicholas con una sonrisa—. Y te lo has ganado. Madeline recogió sus delicadas faldas y brincó sobre la balaustrada baja, usó la ornamentación como escalerilla, y aterrizó en un montículo de nieve cuando Nicholas y Reynard se adelantaban para recogerla. Se ende-rezó, se sacudió las faldas, y Nicholas se apresuró a abrigarla con el gabán. —No tan bien ganado. No pude desactivar la tutela, porque alguien se me había adelantado. —Ah. —Nicholas asintió pensativamente—. Desde luego. No me sorprende. —Él nunca se sorprende —se quejó Reynard—. Hablemos en otra parte.
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