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Autor : Simon Clark Título original : Vampyrrhic Año de publicación original : 1998 Editorial : Minotauro Colección : Hades Año : 2005 Traductor : Rafael Marín Nº de páginas : 452 Precio : 22 €
Es gratuito afirmar que en estos tiempos, después de todo lo que ha llovido, es difícil introducir conceptos originales en una novela. Esto, unido a la necesidad de asentar nuevos caminos, ha provocado que muchos autores estén jugando a la hibridación: la mezcla más o menos genuina de componentes derivados de diversos géneros en una mezcolanza que, cuando se hace en condiciones óptimas, resulta rica y estimulante. Más cuando viene acompañada por una voluntad de subvertir la tradición de la que proceden dichos elementos y un cuidado estilístico no siempre apreciado por los lectores. Ejemplos de esto en la literatura fantástica los hay a patadas. Y de lo más extraños.
¿Alguien pensaba que se podían conciliar con seriedad los mitos griegos y celtas, la tradición artúrica y el Kalevala finés sin rozar lo extravagante? Robert Holdstock lo está logrando en su parcialmente fallido El códice de Merlín. ¿Pueden introducirse en un mismo universo sin chirriar viajes por el espacio, esoterismo elegante, evocadoras ciudades, necromantes demenciales, dioses Lovecraftianos, pistolas de rayos y fuentes de la eterna juventud? José Antonio Cotrina lo consiguió con nota es su Las fuentes perdidas. ¿Es posible conjugar sin estridencias el neblinoso Londres victoriano, alienígenas a lo Jack Vance, marxismo revolucionario, constructos basados en la máquina diferencial de Babbage, demonios del averno y personajes derivados de la fantasía heroica? China Miéville demostró que sí en La estación de la Calle Perdido.
Esta enumeración podría seguir y en cada epígrafe acabaría llegando a la misma conclusión. Independientemente de los éxitos, fracasos, logros a medias,… a partir de piezas preexistentes y genio los autores han erigido una edificación lo suficientemente personal, coherente y vigorosa como para calificarla de flamante. Ahora bien, no todo el mundo obra de la misma manera y su “juego” de construcción puede fundamentarse en una mera capa de pintura a algo que ya habíamos leído; una vulgar actualización, a todas luces innecesaria y, en ocasiones, deslavazada. Se podrían citar innumerables ejemplos, de los que este El ejército de las sombras sería paradigmático. Veamos por qué.
La novela tiene por protagonista a un médico joven, David Leppington, que retorna al pueblo de su niñez, Leppington, tras veinte años alejado de él. Allí conoce a una serie de personajes bastante anormales (los principales son una gótica pasada de rosca, una hotelera sexualmente acomplejada y un chorizo telépata) que, a su lado, se convertirán en el último bastión de defensa frente a una plaga de vampiros que anida debajo del pueblo. Porque en una serie de pasadizos que horadan el subsuelo del lugar, alimentados durante decenas de años por la sangre vertida por el matadero local, existe un grupo de chupasangres que, animados por un nuevo caudillo, está preparado para salir al exterior y cumplir una profecía milenaria. Resulta que tras la penetración del cristianismo entre el pueblo vikingo unos cuantos fanáticos del “antiguo régimen”, auxiliados por sus dioses ancestrales, prepararon una jugada para vengarse del floreciente mundo cristiano: un ejército de no muertos frente a los cuales nadie pudiese hacer frente. Sin embargo las cosas no salieron como planeaban y, tras mil años, están a la espera que el heredero de su linaje tome el lugar que le corresponde para pasarse por los colmillos a todo aquél que se les ponga por delante.
Con este argumento hay que ser rematadamente bueno para hacer una novela de terror seria. Sin embargo Clark no es precisamente Stephen King y tal y como desarrolla su obra, con una aplicación de los mecanismos del terror defectuosa, una voluntad de trasgredir anquilosada, un sentido del humor nulo, una construcción de personajes deudora de los bestsellers rosa más baratos,… lo único que le salva, y medianamente, es su condición de novelita de serie B entretenida.
Todo El ejército de las sombras es un quiero y no puedo que choca por completo con la escasa capacidad (e interés) de Clark por hacer verosímil lo inversosímil. El argumento está tapizado de soluciones argumentales que fuerzan hasta los límites más extremos la capacidad de asumir lo inaudito, como que los vampiros hayan estado todo ese tiempo pululando por el subsuelo del lugar sin que nadie se diese por enterado ni, lo que es más increíble, escapasen a la superficie (están “controlados” por unas verjas y puertas de hierro que han soportado varios siglos incólumes); o que los personajes protagonistas formen una especie de grupo reencarnado predestinado porque yo lo digo a jugar un papel en la función; o que el macarra telépata se convierta por arte de birlibirloque en un Van Damme de campeonato que asume su rol sin chistar un segundo; o tantas otras cosas que se podrían mentar de su desarrollo. La suspensión de incredulidad jamás se rompe, quedando toda la historia como un queso de gruyere con más agujeros de los habituales que hasta el más ingenuo se resistirá a tragar al estar repleto de aire.
No obstante esto no es lo más grave. Lo peor reside en la liviana atmósfera que se imprime a la narración. Leer cómo los personajes se enfrentan a pasillos oscuros, cavidades sin luz, puertas que son golpeadas con furia, pasos en el piso de arriba,… sabiendo que a la mínima algún vampiro puede caer encima de ellos, se hace anodino y nada inquietante. Estamos ante una obra de presunto terror que produce el mismo desasosiego que una revista de punto de cruz.
No me puedo quitar de la cabeza la idea de que Clark no tenía demasiado claro qué es lo que pretendía hacer. Estamos ante una traslación de El misterio de Salem’s Lot a la campiña inglesa contemporánea en la que no se han cuidado ni los elementos propios insuflados en la trama, que destruyen por completo su viabilidad; ni los ingredientes ajenos que intentan crear un vínculo con las referencias del lector, como las menciones a la mitología escandinava o el hecho de que la acción se sitúe a unos kilómetros de Whitby, el lugar donde Bram Stoker situó el desembarco de Drácula en Inglaterra; ni los que debieran inducir a la reflexión. Cualquier intento de encontrar una mínima deriva que indague en las dinámicas de las pequeñas comunidades o la influencia del Mal en el ser humano es circunstancial. Hasta la documentación le juega una mala pasada. El síndrome de Down no se debe, como se dice en determinado momento, a que a alguien le falte un cromosoma en su cariotipo, sino que el desencadenante es la presencia de uno más (concretamente en el par 21).
De ahí que mi opinión sobre esta novela sea negativa. Ofrece una visión de la literatura de terror más próxima a la de los videojuegos de Campcom que a los clásicos modernos del género. Y las diferentes entregas de la serie Resident Evil al menos ofrecen una buena inmersión en sus argumentos y algún que otro susto de calidad. Aspectos de los que El ejército de las sombras sufre una alarmante carencia.
Ignacio Illarregui Gárate
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