MÁS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO
[BEYOND THE WALL OF SLEEP]

Composición y Montaje
©
Henry Armitage



Beyond the Wall of Sleep
[Más allá del muro del sueño] película inspirada en el relato de H.P. Lovecraft ha intentado ser muy fiel al texto original.


Ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera incesante desde entonces. Su nombre, según figura en su historial médico, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región de Catskill Mountain:


uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara degeneración, en vez de progresar con sus hermanos más afortunadamente asentados en distritos con cierta densidad de la población.


Entre esas gentes extrañas, que equivalen justamente al elemento decadente de la «chusma blanca» del sur, no existe la ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de cualquier sector de la población nativa americana. a película comienza con una atmósfera enigmática en la que se muestran profecías apocalípticas, iconos destrozados, cráneos de animales y un pueblo fantasma en una isla desolada.


Joe Slater, que llegó a la institución bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona sumamente peligrosa, no dio muestras de peligrosidad alguna la primera vez que le vi. Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul pálido y


soñoliento de sus ojillos aguanosos, su barba rala, descuidada y amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. Se desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió como hombre de unos cuarenta años.


Por los informes médicos y judiciales nos enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; este hombre, vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus primitivos camaradas. Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabía, que inspiraba temor aun en los corazones de un populacho sin imaginación. No es que su lenguaje fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si


no era en el degradado dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. Por lo general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como sus oyentes, y una hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina, semiafable, como la de los demás habitantes de los montes.


A medida que Slater se fue haciendo mayor, al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas; hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la espantosa tragedia que motivó su detención. Al despertar un mediodía del profundo sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una orgía de whisky, el hombre empezó de repente a proferir unos aullidos tan espantosos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza: una pocilga inmunda donde convivía con una familia tan indescriptible como él. Saliendo precipitadamente a la nieve,


alzó los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una «cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una música lejana y singular». Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular estatura, se debatió con fuerza maníaca, gritando que quería y necesitaba buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó sobre el otro en un demoníaco y sanguinario frenesí, gritando de forma enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría cuanto se opusiera a su paso».


La familia y los vecinos habían huido aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser humano. Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probablemente se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío pero cuando, días después, oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado sobrevivir, y que, de una forma o de otra, había que eliminarle. A continuación se había organizado una cuadrilla de búsqueda que (fueran cuales fuesen sus intenciones) se convirtió en pelotón del sheriff, cuando uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.


Al tercer día encontraron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan pronto como volvió en sí. Les contó una historia muy simple. Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol, se había acostado después de haber bebido en exceso. Se había despertado de pie en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había echado a correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que sin duda había sido su crimen. Aparte de esto, parecía no saber nada más; el experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más.


Al tercer día por la mañana ocurrió el primero de los ataques mentales del hombre. Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que habían contado su familia y sus vecinos. Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él. Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un daño terrible, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza. Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abismos del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpusieran en su camino.


Yo tenía desde hacía tiempo la convicción de que el pensamiento humano está compuesto fundamentalmente de emociones moleculares capaces de convertirse en ondas o radiaciones de energía como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por medio de un aparato adecuado, y en mis tiempos de la universidad había confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes a los voluminosos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había probado con un compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo; luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos, por si me hacían falta más adelante. Ahora, en mi intenso deseo de sondear la vida onírica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a punto nuevamente no perdí ocasión de probarlos.


Dada vez que Joe Slater sufría un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, efectuando constantes y delicados ajustes para distintas e hipotéticas longitudes de onda de energía mental. Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría percibirlas e interpretarlas. De modo que seguí adelante con mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza.
No le puse la camisa de fuerza, como era costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese peligroso, aun cuando


sufriera un acceso de violencia antes de expirar. Pero ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando, contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en el escaso tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, estaba un enfermero, un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió preguntarme qué estaba haciendo. Pasadas algunas horas, le vi inclinar pesadamente la cabeza vencido por el sueño, pero no le molesté. Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiraciones del hombre sano y del moribundo, empecé a cabecear poco después.


El rumor de una melodía lírica y misteriosa me despabiló. Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas resonaban apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados, irrumpía un prodigioso espectáculo de absoluta belleza. Muros, columnas y arquitrabes de fuego viviente resplandecían cegadores alrededor del lugar donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura infinita e indescriptible esplendor. Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo periódicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces visiones de inmensas llanuras y valles graciosos y altísimas montañas y grutas seductoras, todo ello


adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica, esplendorosa y etérea, que participaba tanto del espíritu como de la materia. Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de estas encantadoras metamorfosis pues cada paisaje que se me aparecía era el que mi mente cambiante deseaba contemplar. En medio de estas regiones elíseas, yo no era un extraño, pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro.


Luego se acercó el aura resplandeciente de mi hermano de luz y entabló un coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamientos. Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter desde los cuales podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las esferas? Estuvimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un


leve emborronamiento de los objetos que nos rodeaban, como si una fuerza me llamase a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de mí pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pensamientos más, y supe que el ser luminoso y yo debíamos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez.


Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de perseguir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas, hasta los mismos confines del infinito. Un impacto muy definido separa mi impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi súbito y algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de manera vacilante la agónica figura de la cama. En efecto,


Joe Slater se estaba despertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había tenido. Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apretados, como por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado el paciente. Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza desasosegadamente y con los ojos cerrados.


Joe Slater ha muerto - me llegó la voz paralizadora de un agente de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho del dolor con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban serenamente, y el semblante aún estaba animado por la Inteligencia -. Es mejor que haya muerto, ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad cósmica. Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida planetaria. Era demasiado animal, demasiado poco humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has llegado tú a descubrirme, ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. Él ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres.


«Soy una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo por los valles resplandecientes. No me está permitido hablar al yo vigil de tu ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los vastos períodos de tiempo. Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará dentro de tres mil años. Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno al rojo Arcturus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos-insectos que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡Qué poco conoce el yo terrestre la vida y sus dimensiones! ¡Qué poco, en efecto, debe saber, para su propia tranquilidad!


«No puedo hablar del opresor. Los de la tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... vosotros, que sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en vano enfrentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta noche voy como una Némesis portando justa y abrasadoramente la venganza cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio.


«No puedo seguir hablando, ya que el cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros, cuando el sistema solar haya dejado de existir».


En ese instante se interrumpieron bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador...


cuando uno de los enfermeros empuñó un hacha y destrozó todo el material del laboratorio.


¿El clímax? ¿Qué informe puramente científico puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a vuestro gusto. Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que sea real lo que he relatado.


Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me concedió. Me asegura por su honor profesional que Joe Slater era un paranoico profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir de toscas historias que siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más decadentes.

Las mujeres en la adaptación cinematográfica de la Obra de Lovecraft: Sexo y violencia visual gore.

 

@ 2006