Al tercer día por la mañana ocurrió el primero
de los ataques mentales del hombre. Tras manifestar ciertos síntomas
de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso
frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para
ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras
con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían
despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias
e incoherentes, que habían contado su familia y sus vecinos.
Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora,
balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos
de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos.
Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa
y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él.
Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un
daño terrible, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza.
Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abismos
del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpusieran
en su camino.
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Yo tenía desde hacía tiempo la convicción de
que el pensamiento humano está compuesto fundamentalmente de
emociones moleculares capaces de convertirse en ondas o radiaciones
de energía como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia
me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer
comunicación telepática o mental por medio de un aparato
adecuado, y en mis tiempos de la universidad había confeccionado
un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes
a los voluminosos artilugios utilizados en la telegrafía sin
hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había
probado con un compañero de estudios, aunque no había
conseguido ningún resultado positivo; luego los había
empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos,
por si me hacían falta más adelante. Ahora, en mi intenso
deseo de sondear la vida onírica de Joe Slater, busqué
estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos
para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a punto nuevamente
no perdí ocasión de probarlos.
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