Las once de la noche del dieciocho de Julio de mil novecientos treinta y cinco. En una oscura celda de un manicomio de las afueras de la ciudad de Valladolid un antiguo capitán del ejército se daba cabezazos contra la pared. Era noche de luna llena, como aquella otra, hacía tantos años y tan pocos días, en la que murió su esposa. Aulló a la Luna. A la bella luna de cara blanca y redonda, como la de su esposa. Era la cara de su esposa. Pero no podía acercarse a ella, unos barrotes en la ventana se lo impedían. Los empujó. Las frías barras de hierro no se movieron. Odio. El capitán odiaba ahora tanto a los barrotes del ventanuco como había odiado durante años (¿o durante días?) al vigilante nocturno. Al maldito vigilante nocturno que se acercaba por el pasillo, como todas la noches, y que ahora abría la puerta para burlarse de él, como hacían todos. Todos se burlaban de él porque unos simples barrotes le habían quitado su esposa. ¡Ya estaba harto! Se abalanzó con furia sobre el vigilante, el intocable vigilante. Pero no le alcanzó. Su odiado y sobrehumano enemigo cerró la puerta y ésta le golpeó cruelmente en la cabeza. La puerta le odiaba, y quería causarle dolor. Pero no le dolió. | ||
Eme A |
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EmeA, 5 de Marzo de 2005
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