Milune era hermosa. Era la más hermosa de todas. Milune poseía aquella piel blanca y fina, lisa y suave. Milune tenía aquellos grandes ojos grises, de mirada profunda, de pestañas oscuras, de cejas finas. Milune sonreía con aquellos labios rojos, brillantes, suculentos, sugerentes. Milune se peinaba todos los días sus largos cabellos negros, lisos, finos cual seda. Pero lo que más agradaba al Sol de Milune era aquel delicado y sinuoso traje blanco, de tacto suave, de costuras sencillas. Aquel vestido holgado, que rozaba tímidamente la suave piel de la joven, dulcemente, con delicadeza, y que hondeaba al viento en silencio, dejando al tenue aire pasar entre sus pliegues mientras la hermosa Milune andaba pausada entre los campos de verde hierba, mesando sus largos cabellos negros, paseando sus iris grises entre las juguetonas luciérnagas, que habitaban en de su hogar y que cuidaba como si de pequeñas hermanas se trataran.
Pero ese blanco vestido de seda fina, suave y vaporoso, dejó de gustarle a Milune. Ese traje era su cárcel, su prisión, su angustia. El Sol no le permitía nunca quitárselo. Jamás le daba permiso para ponerse encima de sus pliegues ropa de abrigo en invierno, o remangarse la larga falda para aliviar el calor del verano. El traje blanco de Milune le gustaba al Sol, y por eso no deseaba dejar de verlo nunca sobre la figura de Milune.
Y es que el traje blanco era el único. Solo aquel vestido blanco era capaz de resistir la ardiente mirada del Sol. Solo ese traje era capaz de recibir los intensos rayos de luz de Sol. Era el espejo de Sol. Era el espejo del Sol vanidoso.
Días tras días, estación tras estación, Milune escuchaba el mismo reclamo, a través de un susurro entre las cortinas de la ventana de su modesta casa:
- Milune, pequeña Milune, sal fuera con tu fino vestido blanco, que deseo ver mi esplendor una vez más. - Voy, amo Sol, sienta su gran candor en mi vestido.
Pero Milune solo se ponía aquel vestido para cuando Sol la llamaba. Lo odiaba. Acabó por detestarlo con toda su bondadosa y gentil alma. Y por ello, cuando el sol por fin saciaba su vanidad con ella, Milune cerraba sus ventanas y corría las ventanas, impidiendo la entrada al más mínimo rayo de luz solar. Abrigada por la oscuridad, y tan solo guiándose con las tímidas lucecitas de las pequeñas luciérnagas que rodeaban su acogedora casa de madera, se vestía de negro, con un horrible y oscuro traje con capucha que cubría y moldeaba de forma casi blasfema su cuerpo perfecto, y salía fuera.
Abrigaba en su oscuridad individual, con su rostro oculto bajo la pesada capucha y encubierta por sus pequeñas luciérnagas, que velaban por ella y le brindaban la luz que ella rechazaba del odiado sol, Milune escapaba. Huía hacia sus únicos instantes de felicidad, hacia la única razón por la se mantenía con vida.
Everinne la esperaba siempre junto a aquel lago de aguas cristalinas. Sentando junto a los juntos, también oculto bajo un pesado manto de aspecto desagradable. Pero la fea manta no fue suficiente para ocultar la bella sonrisa que Everinne le dedicó al verla llegar apresurada por el monte, ni el cálido amor que desprendían sus almendrados ojos castaños. Milune detuvo su carrera a escasos metros de Everinne, recuperando el aliento, observando aquel cuerpo que la esperaba paciente, con comprensión, oculto bajo la pesada capa. Observando aquellos ojos que la miraban. Que la miraba a ella, que la observaban pese a su terrible manto negro. No necesitaba a aquel traje blanco. Everinne no quería verse reflejado. Everinne solo la quería ver a ella. La quería ver a ella.
Everinne se levantó despacio y le dedicó una cálida mirada. - Milune… -dijo en su susurro. –te he estado esperando. Las lágrimas de desasosiego recorrieron la suave piel pálida de la joven, y con un suspiro se echó a los brazos del joven. Se rindió al calor que emanaba de él, un calor real, no infundido por una luz fría y vanidosa. Se rindió al único ser en el mundo que la amaba de veras, pese a que no llevara su traje blanco, pese a aquella terrible capa negra que la envolvía y destruía sus contornos. Las luciérnagas apagaron sus farolillos, en respeto hacia el afecto furtivo. Callaron sus aleteos, bajaron su vuelo y dejaron a Milune y Everinne solos en nido de candor.
Y así, las horas pasaban, los días acababan y las estaciones se daban paso entre ellas, y el ritual nunca acabó. El Sol le siguió exigiendo a Milune aquel bello traje, y Milune y Everinne continuaron sus encuentros en secreto, ocultos bajo las capas y custodiados por los destellitos de las luciérnagas. Pero un día, mientras Milune se quitaba su odiado traje blanco, uno de los rayos de Sol consiguió colarse en el resquicio de una de las ventanas que Milune había cerrado, y vio aquella terrible capa negra de raso, oscura, fea, que no aceptaba su luz. El Sol entró en cólera al ver aquella atrocidad tocar el bello cuerpo de la muchacha, y tronó de furia. - ¡Milune! –mandó- ¡sal de inmediato! ¡quita esa monstruiosidad que no acepta mi luz de tu cuerp! Milune, aterrada al haber sido descubierta, salió temblorosa de su casa y depositó temblorosa en la hierba la oscura capa. El Sol miró con absoluto desprecio aquella prenda, la tomó con su luz e intentó iluminarla. Pero aquella capa negra no aceptaba ni un resquicio de su resplandor. Lo despreciaba. Se burlaba de él. El sol, rojo de ira, quemó con furia la oscura capa y se retiró, enojado. Nunca antes había sido rechazo. Él, el gran Sol, ¡despreciado!. La ofensa fue demasiado grande, y mientras se ocultaba le dirigió una mirada de furia a Milune, que temblaba encogida, rodeada entre sus fieles luciérnagas, que no se atrevían a encender sus alegres lucecitas.
Cuando Sol se retiró a calmar su enfado, Milune volvió corriendo al refugio de su casa, se aseguró esta vez de que por ningún tipo de rendija pudiese entrar el más mínimo rayo de luz y, con un suspiro de desesperación, se apoyó contra la puerta y se dejó caer lentamente. Ahora, sin su pesada capa, ¿cómo iba a presentarse frente a Everinne? ¿cómo podría ir a verle? ¡no podía abandonarlo! Lo necesitaba. La necesitaba… Milune alzó mirada y se encontró con el destello del fino y sedoso traje blanco. Como lo odiaba. Como lo detestaba… pero en aquellos momentos, tal era su única salida... Milune se levantó, cogió el vestido y lo deslizó suavemente entre su cabeza y brazos y, por primera vez, se miró al espejo para ver como le quedaba aquel dichoso vestido. Y lo que vio la dejó sin aliento.
Belleza.
La única palabra que podría describirla en aquel momento era Belleza. Belleza en su máximo exponente, y aun así dudaba de que la hiciera justicia. Un tímido rubor apareció en sus suaves mejillas, y se sorprendió a darse cuenta de que deseaba que Everinne la viera. Quería deslumbrarlo con su hermosura. Belleza. Esa era la única palabra. Con una sonrisa, Milune se deshizo de su temor y salió corriendo de su casa, en busca de la cándida mirada de Everinne. Se lo imaginó ruborizado, admirándola. E iba tan sumergida en su fantasía que no se percató de que las luciérnagas esta vez no la seguían…
Al llegar junto al estanque, sonrió tímidamente a Everinne, el cual se levantó de golpe, y en lugar de dedicarle su acostumbrada sonrisa, le dedicó una mirada de absoluta perplejidad. Milune se sonrojó al ver la reacción del joven, y se sintió curiosamente complacida. Everinne se acercó a ella tímidamente, casi con devoción, arrastrando su pesada capa oscura. - Mi… ¿Milune? Su mano se alzó para tocarla, para comprobar que aquella belleza divina era en verdad real. Tocó uno de sus brazos, cubierto por la fina tela blanca del traje de seda, y observó con atención aquella esbelta figura que remarcaba el vestido blanco.
Al principio, Milune se sintió feliz. Le gustaba que Everinne la admirase… pero al poco tiempo, se dio cuenta de su terrible error: él ya no la miraba como antes. Ya no la miraba a los ojos. Ya no le sonreía. Tan solo observaba su belleza, la hermosura que le otorgaba aquel traje. Pero no la miraba a los ojos. Ya no la miraba a ella. Ya no. Aterrada y temerosa de haber perdido al único que la había amado por lo que era, levantó el brazo con brusquedad y apartó a Everinne. No quería que la viese. ¡No quería que la viese nunca más con ese odioso traje!. Pero el joven, sorprendido por la reacción de Milune, no soltó a tiempo la fina manga de seda y el brusco empujón hizo que la tela cediera… Y el traje se rasgó. Se rompió. Los perfectos hijos se separaron. El blanco mar de seda se deshizo. Y Milune quedó sin aliento.
Ambos amante se miraron aterrados. El traje se había roto… y Milune no iba protegida bajo su oscura capa. La luz la alcanzaba. Y fue entonces cuando Milune se percató de la ausencia de sus luciérnagas…
Uno de los haces de luz rozó aquella manga desgarrada, y al instante apareció el Sol. Observó anonadado el destrozado traje. Su rabia aumentó. Su ira se hizo incontrolable, y tronó por todo el valle. Las aguas cristalinas del lago se secaron, los árboles ardieron, la fina capa de verde hierba se secó y adquirió un terrible color pardusco. - ¡Milune! –gritó el sol embrabecido. Milune se echó al suelo, temblando y llorando de terror. Everinne se apresuró a colocarse delante de ella, en actitud protectora, y este apresurado movimiento hizo que la pesada y negra capucha que le ocultaba el rostro se hiciese para atrás y mostrase su espesa cabellera castaña, sus grandes ojos castaños, su piel morena. Y la luz lo tocó. - ¡Tú! –chilló el Sol al descubirlo-¡tú has roto mi vestido! ¡tú has ensuciado a mi Milune!
Everinne no se movió, mantuvo la mirada alta y con orgullo. No tenía nada de que arrepentirse. Esta actitud enfureció más al Sol, que realzando su imponente figura, les dirigió un último grito. - ¡Milune es mía! ¡y durante el resto de los siglos, tú, insolente, vivirás viendo como la poseo! ¡pagarás caro el haber mancilla mi adorado vestido blanco!
Y entonces el Sol convirtió a Milune en la Luna, que durante toda la eternidad tendría que reflejar la luz del Sol mientras éste desaparece en el horizonte para descansar. Las alegres luciérnagas, que aquel día no habían acompañado a Milune, temerosas de ser descubiertas por el Sol, se sintieron entonces culpables de haber abandonado a su querida Milune a su suerte, y salieron todas juntas y se convirtieron en las estrellas, que durante todas las noches aliviarían la tristeza y soledad de Milune con sus tímidas luces. Y Everinne se convirtió en el coyote, el astuto animal de pelaje y ojos castaños, del cual aun se cuenta que aúlla cada noche bajo la luna llena, añorando el cálido abrazo de Milune. Añorando a Milune. Pero no añoraba al traje que hacía a la muchacha tan bella. Añoraba a Milune. La añoraba a ella.
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