Se trataba de seguir caminando, dejando que cada pie siguiera al otro en un interminable desfile de pasos, como la danza macabra de aquel que está poseído por demonios que lo obligan avanzar continuamente en eterna condena. Las caídas no eran sino lapsus de tiempo tan nimios que ni contaban, apenas lo suficiente como para cerciorarse de que aún le quedaba un hálito de vida en ese espíritu atenazado por miedos y torturas, tanto reales como irreales. Lo importante era seguir siempre, buscando a ciegas cualquier cosa que no fuera oscuridad, dolor y muerte.
Pero ah amigos, a veces los pies se cansan y el cuerpo duele demasiado tras las innumerables caídas. A veces el espíritu flaquea peligrosamente y el hálito de vida titila cual llama que agoniza... Y es entonces es cuando se deja de ver incluso la oscuridad, porque ya no hay nada, o a penas nada, que te haga caminar.
Yo sabía que su llama estaba a punto de apagarse y tenía que ayudarle de algún modo... eran ya demasiados gritos mudos salpicados de lágrimas, rabia, sufrimiento y desconcierto. Demasiadas preguntas sin respuesta en una agonía que sólo él podía sentir.
Y se la envié. La manada que nunca tuvo, la manada que llevaba buscando tanto tiempo... o al menos, eso creyó él. Y es que a quien jamás ha visto luz alguna, el sol puede deslumbrarle de modo que, de la ceguera de la negrura, pase a la ceguera del deslumbramiento. Y el lobo perdido permaneció invidente en aquella manada, que sorprendentemente y contra todo pronóstico, había irrumpido con su cegadora luz en su siempre lóbrega y sombría realidad. Y en la cual se esforzó día a día en mantener viva su ilusión de pertenencia y unidad.
Pero llegó el día en que descubrió la verdad fatal y no pude evitarle la desilusión Sabía desde el principio que ello acabaría pasando y, al menos, la manada había cumplido su objetivo y había conseguido levantar al lobo del suelo y curarle heridas demasiado profundas, graves o recientes. Al contemplar y permitir su ceguera, supe que llegaría el día en que el lobo pudiera mirar más allá de su falacia y se daría cuenta de que había estado viviendo una ilusión. Aunque también supe entonces que el lobo seguiría siendo demasiado noble como para dejar de amar a su manada, aunque no fuera exactamente la que él buscaba. Le habían dado mucho, y, aunque él anhelaba algo diferente, acabaría por aceptarlos como los maravillosos amigos que eran, amados y necesarios, aunque quizá ya no como espíritus hermanos.
Y así fue, pues aconteció que el lobo, en uno de esos momentos en los que soñaba despierto planes maravillosos que compartir con su manada, cayó en la cuenta de que los integrantes de su manada no deseaban seguir caminando a su lado, que no lo necesitaban tan cerca como él a ellos, dado que preferían seguir sus propios caminos, que les llevarían, por desgracia, demasiado lejos de él. Y que cuando llegara el momento de separarse, volvería a ser un lobo solitario y dejaría de tener una manada, una unidad, un todo, en el que sentirse uno más, tan valorado y amado como cada uno de sus integrantes.
Lloró amargas lágrimas que se le enquistaron un tanto por dentro. Confiando su dolor a su compañera, a quien había tenido siempre más cerca, la loba con quien descubrió que tenía el vínculo más fuerte y a la vez, diferente al resto. Pero sus ojos se secaron pronto, a pesar de tener ese dolor enquistado, provocado por aquella desilusión, que sería la primera, más no la última. Pues tras esa primera luz del sol que le había cegado, habría más luces que tendrían que cegarle de nuevo, todas las veces que necesitara, hasta encontrar a su idealizada manada.
| |