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Desde niños, crecemos pensando que en la oscuridad se ocultan todos los seres malignos que habitan libremente nuestra imaginación, nuestras peores pesadillas, nuestros demonios. Monstruos que amenazan con devorarnos al caer la noche, cuando la luz ya no hiende sus febriles ojos. Aún recuerdo cuando me giraba temerosa al pasar ante la puerta de la habitación de mis padres por el pasillo vacío y oscuro, y miraba intentando ver más allá de las sombras, buscando con ansiedad a aquellos temibles seres que no quería encontrar.
Pero luego vamos creciendo, y la lógica se sobrepone al miedo. Al pasar por la habitación, ya no veo bestias amenazantes, porque ya ni siquiera me detengo a mirar. Paso de largo. Mi cabeza está ocupada en cosas más importantes que monstruos de millares de ojos, por norma general.
Y, sin embargo, sigo temiendo a la oscuridad.
Los monstruos del pasado no se desvanecen junto con la ilusión y la energía de la infancia. Desaparecen a nuestros ojos, y dejan que ganemos confianza en nosotros mismos, que nos sintamos invencibles. Permiten que nos riamos de aquellos miedos infantiles, de las noches de verano que pasábamos, sudorosos bajo las sábanas, con la espalda pegada a la pared y los sentidos alerta. El crujido de los muebles, los pasos en el piso de arriba, esa inquietante sombra en la puerta del cuarto... Ah, qué buen tema de conversación para una sobremesa en familia.
Mientras tanto, ellos siguen ahí, tras nuestro muro de pretendida calma y sentido común. Se funden con nuestra alma y crecen con nosotros, invisibles a nuestros ojos. Se vuelven ladinos y silenciosos, y sus métodos se hacen más sutiles y maquiavélicos. Esperan a los instantes de soledad y nos atacan desde dentro, desde las tinieblas de nuestra conciencia, que son siempre las más densas e impenetrables. Aprovechan la noche, el silencio, para extender sus finos tentáculos alrededor de nuestro cuello. Y tiran, tiran de nosotros, ahogándonos, sumergiéndonos en un negro torbellino de asfixiante duda que desaparece con el amanecer...
... para volver a la noche siguiente.
Cuando las tinieblas son especialmente densas, y las barreras de autocontrol que construyo alrededor de mi subconsciente se tambalean, se me aparecen en las sombras como un reflejo de mi misma, un reflejo desfigurado, de ojos vacíos, un reflejo que extiende una mano tensa y fría hacia mí, lentamente, entre quejidos...
Entonces es cuando enciendo la lámpara o la televisión o el equipo de música, o bien aprieto la cara contra la almohada, como de niña, negando la existencia del espectro que creí dejar atrás y que regresa a mí más aterrador que nunca. “No es cierto, no existe”, me digo. Debo centrarme en mi vida, en mis ocupaciones. Debo alejarme de esta quietud, de este silencio, de esta soledad, de la noche... ¡Debo seguir adelante! ¡No puedo detenerme!
¡¡He de huir!!
Dicen que son iluminados los sabios que consiguen el conocimiento verdadero. Nosotros, en nuestra desesperación, queremos lograr esa paz, y corremos tras su estela luminosa, pensando que así espantaremos a esos viejos fantasmas que resurgen de nuestra tinieblas. Queremos compartir con ellos esa hermosa luz que les acuna y les conduce a la tranquilidad, ese fulgor que les guía en la noche oscura, rechazando a los malos espíritus y relegándolos al olvido.
Pero, ah, ahora sé que los sabios jamás buscaron la luz. Jamás corrieron presas del miedo tras el sol cuando anochecía. No. Ellos se sentaron cómodamente en la oscuridad, para recibir con los brazos abiertos a sus temores. Ellos tomaron con la suya esa mano extendida de su reflejo y lo atrajeron hacia sí, mirándolo en el fondo de sus cuencas vacías.
En cuanto a mí, cada vez le aguanto más la mirada y los gemidos ya no me ponen la piel de gallina. Quizás, algún día, le dé la mano a mi fantasma y juntos hagamos luz de la oscuridad.
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