Corro veloz por el bosque, en soledad. Disfruto de la caricia del viento, que es el hálito de una madre que vigila siempre mis movimientos y me alienta a seguir caminando. Mi vida transcurre como el deslizarse de los árboles a mi lado, una sucesión de difusas manchas a las que no doy tiempo a definirse. No me detengo. Persigo un rastro intangible por propio instinto, inconsciente al resto del mundo. Sólo existimos el camino y yo, mientras me introduzco cada vez más en la floresta, que se oscurece a medida que la hermana Luna toma el relevo al padre Sol. Pronto mi sombra se funde con la de la noche y el suelo cubierto de hojas húmedas se tiñe de plata y nácar. La noche me envuelve en su capa de oscuro raso y me aisla en su interior.
La carrera continúa. Ahora el camino cambia perceptiblemente. Se muestra repleto de nuevas promesas y mis ojos, por primera vez, se alzan al cielo. Hay una sombra más densa que la propia noche cubriendo las estrellas. Vuela sobre mí, siguiendo mi ritmo. Unas enormes alas, un sentimiento de poder y magia, una señal de reconocimiento. Me detengo al borde del acantilado y el ser alado desciende para rozarme con su presencia. Da vueltas sobre mi cabeza, me muestra toda su hermosura y su grandeza, y en uno de los quiebros deja caer algo delante de mí y de nuevo se eleva. El oscuro cielo parece ocultar su silueta, pero lo noto cerca, con su mirada fija en mí, aguardando. Su existencia me reconforta y transporta mi mente allá donde mis ojos ni siquiera sueñan con ver.
Siento el aroma fresco de una rosa como saliendo de mi pecho. Bajo la vista y ahí está, roja como la sangre contra la nieve. Su color es tan intenso que me ciega y me confunde. Pero su olor es tan dulce... Bajo la cabeza y lo aspiro, y mi corazón quiere estallar de dicha. Intento tomarla con mi boca, tenerla conmigo y poseer su belleza. Pero, al intentarlo, sus espinas hieren mis labios y la sangre se vierte sobre la nieve, junto a ella. Lamo mi hocico herido y comprendo que jamás tendré poder sobre ella. Pero su esencia forma ya parte de la mía.
Me doy la vuelta y veo el camino por el que vine. No quiero volver atrás. No quiero retroceder nunca. Quiero seguir adelante, descubrir lo que la Madre ha preparado para mí. Paso por encima de la flor, tomo impulso y salto al vacío, sin pensar en los metros que me separan del suelo. Siento que desciendo por unos instantes y empiezo a dudar de mi decisión. Pero ahí viene la sombra alada, me toma en sus poderosas garras con infinita delicadeza y me transporta más allá del abismo, hasta el otro lado del precipicio. Me deposita allí con suavidad y se detiene, flotando ante mí, agitando con fuerza y parsimonia sus alas.
Entonces me fijo. La flor brilla en sus fauces. Su piel es dura. Las espinas no pueden dañarla. Me mira fijamente a los ojos por un instante, lo justo para que vea la eternidad en el interior de sus pupilas. Luego se alza, se eleva, me sobrevuela y se aleja del abismo. Lo sigo con la vista hasta que se detiene sobre el horizonte, una sombra difusa que sostiene una roja llama. Espera por mí. Me insta a seguir avanzando.
Mis patas se despegan del suelo en un salto y me lanzo a la carrera. Siento la calidez de la fría luz plateada que acaricia mi espalda y me interno en este nuevo bosque. Quiero ver qué sorpresas me depara. Los árboles son, como antes, sombras indiferenciadas a mi paso, pero ahora me detengo más a menudo. Me quedo mirando fijamente al horizonte y descubro la razón de mi viaje. Ahora corro en pos de una estrella.
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