Raistlin se derrumbó de espaldas sobre la cama. ¡Maldición! Aquel hechizo volvía a resistírsele de nuevo. ¡A él! ¡Al Amo del Pasado y del Presente! ¡Al Señor de la Torre de Palanthas! Con un suspiro, cerró los ojos y relajó los puños, que tenía tan fuertemente apretados que sus uñas se clavaban en la carne de la palma de su mano. Estaba exhausto ya de pasar su mirada sobre las palabras de aquel sortilegio una y otra vez, intentando encontrar el error sin hallarlo. De repente, siguiendo un impulso que hacía mucho tiempo que no sentía, abrió de nuevo los ojos y los clavó en el alto techo de la estancia. Espoleado por algo que se rebelaba en su interior, el mago se incorporó con ímpetu, tomó su capa y su bastón y salió de la habitación con un sonoro portazo.
La oscura figura encapuchada descendía las escaleras a una velocidad de la que nadie la habría creído capaz. El hechicero, sin embargo, no se percataba de ello. Los Engendros Vivientes se apartaban, asustados, al paso de su dueño y creador a lo largo de los lóbregos pasillos de la Torre. Todos se arrastraban hacia las sombras con sus miembros deformes e incompletos, y desde allí observaban con inquietud el revoloteo de aquella túnica, más negra que las tinieblas que aquella torre atesoraba.
Cuando llegó a la planta baja, la pesada puerta de la Torre comenzó a abrirse a una silenciosa orden suya, mas el joven mago no esperó que se abriese por completo. Raistlin siguió caminando sin detenerse y atravesó el umbral cuando apenas estaba abierto a la mitad. Las gruesas hojas se cerraron a su espalda con un golpe sordo que retumbó en toda la fortaleza.
Ya fuera, la luz cegó momentáneamente sus ojos, acostumbrados a otear en la oscuridad. Pero Raistlin continuó caminando veloz y con paso firme, con la mirada fija al frente como visualizando su meta, aunque no supiera, en realidad, hacia donde se encaminaba exactamente. Aquella extraña sublevación interior era la fuerza que lo impulsaba hacia delante, sin exhalar un gemido y sin sufrir ni uno de sus acostumbrados ataques de tos. Tampoco se dio cuenta de esto entonces, obcecado como estaba, tal vez, de alejarse de sus frustraciones.
Enseguida dejó el círculo desprovisto de arbolado que rodeaba la torre y se internó en un denso y brumoso bosque, repleto de árboles de troncos gruesos y retorcidos, adornados con lianas que colgaban desde sus copas y se enroscaban entorno a ellos como preámbulo a su muerte. Siguió caminando por un tiempo, sin sentir agotamiento, clavando su bastón de mago en el pelado y húmedo suelo a cada paso, arropado por la oscuridad de la floresta.
Iba tan ciego que, sin saber cómo, se halló en una especie de claro, formado por un semicírculo de árboles a su espalda y una enorme pared de roca frente a sí. La piedra era de un color gris intenso y aparecía moteada aquí y allá por musgos y líquenes oportunistas que aprovechaban el mínimo rastro de humedad. El mago se irguió, contrariado. Desde luego, no esperaba encontrar un impedimento así en su camino. Movido por sabía Takhisis qué instinto irracional, el mago sintió el mismo impulso de seguir adelante a pesar de lo que sus ojos le advertían. Ni siquiera miró hacia atrás. No tenía intención de dar la vuelta, y nunca le había gustado tener que cambiar sus planes.
De improviso, el mundo pareció retorcerse. Raistlin sintió que el suelo se deslizaba bajo sus pies, lo que hizo que se tambalease. Cuando logró alzar la mirada al frente, se encontró de pie sobre lo que antes era el muro vertical de roca. El suelo del bosque que antes pisaba era ahora la pared, y los árboles salían proyectados desde ella, apuntando con la cúspide de sus copas al desconcertado hechicero. El mago se giró al lado contrario y vio ante sí el cielo, como un telón azul pálido dispuesto antes sus ojos, y no encima. Algo dubitativo, caminó hasta el final de lo que había sido la pared de gris roca y se detuvo al llegar allí. Era tan extraño... Parecía que, si extendía su mano, podría introducirla en la bruma celeste. Le dio por pensar entonces que parecía como si estuviera dentro del cristal de su bastón de mago, que brillaba con el mismo etéreo azul.
En ese instante, un cúmulo de nubes comenzó a formarse justo frente a él, nubes grises que anunciaban una tormenta que no tardó en desencadenarse. Resonó un trueno y las gotas de lluvia comenzaron a salir disparadas hacia él como saetas, impactando contra su rostro y cegándolo. El mago intentaba protegerse de ellas con las amplias mangas de su túnica cuando un estallido hendió el aire y un rayo surgió de la masa nubosa. Raistlin intentó que acudiera a su mente algún hechizo de protección, pero no fue lo suficientemente rápido.
El rayó impactó contra su cuerpo y lo lanzó hacia atrás, dejándolo tirado en el suelo. Aturdido, se incorporó levemente. La lluvia había cesado. De reojo, el hechicero detectó un resplandor que provenía de su cayado, que relucía con una intensidad desconocida para él sin que el mago hubiese dicho la palabra indicada que hacía que su fuego frío se prendiese. Raistlin comprendió que el bastón había actuado en su defensa por sí solo y había absorbido el rayo. Mientras lo miraba fijamente, dentro del cristal comenzó a formarse una imagen difusa. Se trataba de una masa oscura en la que resaltaba algo que parecía una aguja plateada. Cuando los márgenes se hicieron más definidos, el joven se sobresaltó. ¡Estaba viéndose a sí mismo en el cristal! Ahí estaba, empapado, con el pelo revuelto, de pie en la plataforma de roca frente a su bastón. Contemplaba la imagen desde arriba, como si viese lo que un enorme ojo situado en el cenit de la bóveda celeste. Era como mirarse a través de los ojos de un dios.
Poco a poco, sin que él se percatase al principio, el ojo se fue alejando, ampliando su campo de visión. Vio el continente de Ansalon al completo, rodeado de inmensos océanos salpicados de islas desconocidas. El ojo siguió alejándose, y pudo ver el mundo de Krynn al completo, suspendido en medio del espacio. La, al principio, enorme esfera, se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta que acabó fundiéndose con el oscuro tejido del universo, mientras Raistlin se sentía absorbido por la eternidad.
Lo primero que vio después de aquello fue la imagen borrosa del techo de su habitación. Alzó una mano y se frotó los ojos. Se había quedado dormido. Su bastón estaba en el lugar de costumbre, al igual que su capa. Nada de aquello había sido real. Pero el recuerdo del sueño sí lo era, sin embargo, y al rememorarlo comprendió que la próxima vez que se sentase frente a aquel pergamino, conseguiría realizar aquel hechizo. Sus sueños habían querido desvelarle el secreto para controlar la magia.
Extraer de sí su conciencia. Contemplar el fluir de la energía del mundo.
Mirar con los ojos de un dios.
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