Christoff Romuald.

       La luna se abría paso entre las nubes grisáceas justo cuando Christof llegaba a lo alto de la colina. El viento de la noche le atravesaba los huecos de la armadura, helando su cuerpo acalorado. Los miembros le dolían como nunca y pedían a gritos un descanso. Pero no había rezado en todo el día y no podía descansar antes de hacerlo.

       Los cruzados de la Hermandad de la Espada debían avanzar sin parar desde el amanecer, persiguiendo a unos bárbaros con armadura ligera que podían marchar más deprisa. Sir Cuthbert sólo les permitió detenerse, y a regañadientes, cuando al caer la noche fue imposible continuar el camino.

       Tras montar las tiendas, los cruzados se derrumbaron agradecidos sobre los jergones de paja. Christof, sin embargo, tenía una necesidad aún mayor que el sueño. Las enérgicas oraciones de fray Bertrand contra los bárbaros eran conmovedoras pero ofrecían poco consuelo a este cruzado de dieciocho años. El Salvador había decretado que los cristianos debían rezar a solas, y Christof había seguido diligentemente dicho precepto desde su niñez. Pero en las tierras baldías de Moravia no había cámaras privadas, por lo que debía subir a la desolada colina azotada por los vientos para disfrutar de un poco de soledad. Christof se detuvo en la cumbre y miró hacia abajo. Desde allí podía ver todo el campamento bajo la pálida luz de la luna. Una docena de hogueras aseguraba el perímetro, protegiéndolos contra los terrores de la noche. La mayoría de los cruzados dormían extenuados tras el día de marcha forzada. Incluso algunos de los vigías dormitaban en sus puestos. Todo estaba en calma a excepción de algunos siervos que corrían por el campamento, transportando sacos de grano, cavaban zanjas que harían las veces de pozo negro y preparaban el desayuno.

       Por primera vez en todo el día, Christof se sentía a salvo. Se quitó el pesado yelmo abollado y lo dejó caer estrepitosamente en el suelo. El viento frío de la noche le agitaba enmarañado pelo largo y castaño, empapado. Se frotó los ojos para secarse el sudor mezclado con la herrumbre y la tierra del camino con el puño enfundado aún en el guantelete. Su armadura estaba llena de abolladuras y era necesario repararla. La túnica blanca que cubría su cota de malla estaba hecha jirones y manchada con sangre reseca de un tono rojo amarronado. Pero la cruz roja que blandía en el pecho seguía tan brillante y orgullosa como el primer día. Sus miembros se resentían de las semanas de marcha, pero Christof aún no estaba listo para descansar.

       Desenvainó la espada ancha, y hundiendo la punta en la tierra seca, se arrodilló frente a ella. Apoyó la frente febril en el puño, cerró los ojos y rezó en voz baja.

       —Padre nuestro que estás en los cielos…

       Pero no pudo concentrarse en la oración. La tensión que se acumulaba en su espina dorsal de guerrero iba desapareciendo poco a poco. Y entonces se desencadenó un torrente de recuerdos nada gratos.

      

***

       A los dieciséis años, Christof aún no había golpeado a nadie con verdadera furia. En su pequeño pueblo francés de St. Claire había competido, había luchado y se había batido en duelo con todos los muchachos y hombres robustos. Había ganado la mayoría de los combates y salía siempre ileso, como si lo protegieran desde lo alto. Hasta que un día un jabalí salvaje atravesó el prado donde se encontraba el pueblo.

       El jabalí arremetió contra los aldeanos, que se dispersaron como gallinas, gritando aterrorizados. Los dos vigilantes huyeron despavoridos y dejaron caer las hachuelas mientras se abrían paso entre los aldeanos. Christof sacó ventaja al verraco con facilidad, pero un grito desgarrador que sobresalía entre los demás lo detuvo en seco. Se volvió y vio que el jabalí había pisoteado a un niño pequeño, que lloraba tendido en el suelo. Una furia incandescente ardió en su pecho. Se detuvo y esperó, mientras los aldeanos más lentos pasaban junto a él. En un instante, en el prado sólo quedaban el niño, el jabalí y Christof.

       El verraco se volvió como si quisiera comprobar el daño causado. Bufó con satisfacción y bajó sus colmillos amarillos para arremeter de nuevo contra el niño que lloraba. Entonces advirtió la presencia de Christof, completamente solo en el prado. Embistió en su dirección para desafiar a esa criatura imprudente que no había huido ante su furia. Christof se apartó rápidamente hacia una choza, esquivando por muy poco al animal. El jabalí pasó velozmente a su lado y se dirigió de nuevo al prado, satisfecho de que Christof se hubiera retirado, para concentrar su atención en el niño que chillaba.

       Christof agarró una estaca afilada de la choza y se acercó al niño. El jabalí bufó con ira, pisoteó la hierba y arremetió contra Christof, determinado a castigarlo por su desafío. Christof se agachó, clavó el palo en el suelo, se colocó frente a la bestia e inclinó la parte afilada hacia la mandíbula que se acercaba.

       Mientras el jabalí lo volteaba y golpeaba su hombro derecho, el palo se rompió como un mondadientes. La bestia gruñó con frustración y exhaló una bocanada de aire caliente al darse cuenta que se había clavado algo en la boca. Embistió de nuevo contra el pecho de Christof y estuvo a punto de hendirle el rostro con los colmillos. Pero el palo le había atravesado la boca y se le había incrustado en las vértebras del cuello. La monstruosa cabeza echaba chispas de impotencia, bramando con incredulidad mientras la luz se desvanecía lentamente de sus ojos.

       Los aldeanos se dirigieron al prado, vitoreando. Levantaron al monstruo caído del cuerpo ensangrentado del jadeante Christof. Los patriarcas de la aldea celebraron un festival durante una semana en su honor, y durante esos siete días fue tan admirado como el rey David.

       —Christof, Dios os ha otorgado el grandioso don de la valentía —dijeron los patriarcas—. ¡Habéis sido designado para una gloria mayor que la de ser panadero o zapatero! Quizás deberíais convertiros en el patriarca más joven del pueblo. Los halagos eran dulces, pero también lo avergonzaban. Las muchachas lo adoraban y prodigaban elogios melosos: —¡Christof, sois el hombre más valiente de toda la cristiandad! ¡Bendita será la mujer que toméis por esposa!

       Los muchachos también lo admiraban: —¡Christof, deberíais luchar por la gloria de Dios! ¡Idos! ¡Marchaos lejos de St. Claire! ¡Unios a las cruzadas y traed gloria a nuestro pueblo!

       Pero Christof apenas los escuchaba. Sólo veía frente a sí el rostro opresivo y enorme de la bestia rozando su cara. Con furia, con odio, con fuego en sus ojos muertos.

      

***

       Christof sacudió la cabeza para disipar el recuerdo y se concentró de nuevo en la oración. Estaba ansioso por acabar y echarse a dormir. Continuó calladamente: —Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...

***

       Christof tenía diecisiete años y aún no había matado a nadie. El sol ardiente se cebaba en él y los gritos taponaban sus oídos, ahogando el choque furioso del metal contra la carne. Las chispas volaban ante sus ojos y la cabeza le daba vueltas cuando el hacha de un bárbaro golpeó su yelmo por la derecha.

       Tuvo la certeza de que había muerto. Rezó para que el Señor encontrase su alma en mitad del campo de batalla y dio a ciegas un último mandoble con la espada. El puño vibró entre sus manos dolorosamente al atravesar la carne y chocar con el hueso. El bárbaro se derrumbó como los espantapájaros en la fiesta de la cosecha y se quedó inmóvil.

       El tintineo de los oídos de Christof se calmó y su visión se hizo más clara. Tiró con fuerza de la espada, que había atravesado el corazón del bárbaro. Pero no se movió. Estaba clavada en la columna y no cedía. Christof agarró con fuerza el puño con ambas manos y dio un tirón brusco. El cuerpo del bárbaro se alzó como si se hubiera levantado de entre los muertos. Las costillas hechas añicos sonaron como los goznes del infierno y se abrieron, liberando la espada. El cuerpo destrozado se precipitó sobre la tierra, se estremeció y quedó inmóvil. Sólo una mano seguía levantada, como suplicando la absolución de Christof.

       Christof miró fijamente los ojos vacíos del cadáver. Las penetrantes pupilas negras le devolvieron la misma mirada acusadora e incrédula del jabalí. Apartó la vista, pero supo que aquella visión no lo abandonaría durante el resto de sus días.

      

***

       Christof intentó librarse de los malos recuerdos y se centró de nuevo en la oración. Pero no podía evitar el malestar, y los rezos no lo consolaban.

       —No nos dejes caer en la tentación más líbranos del...

       Su atención se desvió de la oración, pero no hacia otro recuerdo. Abrió los ojos y observó cómo dormían las tropas colina abajo. El campamento estaba en calma, interrumpida sólo por algunos siervos que estaban terminando sus tareas. Llevaban paquetes que pesaban tanto como las armas y armaduras de los cruzados, pero se esperaba de ellos que trabajaran mientras las tropas dormían. Todo parecía marchar bien.

       Christof estaba cerrando los ojos de nuevo cuando se dio cuenta de que un guarda en el exterior de la tienda de Sir Cuthbert se tambaleaba ebrio en su puesto. Abrió los ojos y observó cómo un pequeño siervo ataviado con una túnica con capucha susurraba algo al oído del enorme guarda. Éste cayó hacia atrás y a punto estuvo de derribar la tienda de Sir Cuthbert. Pero el siervo apartó al gran hombre sin esfuerzo y dejó su cuerpo sobre la tierra. Acto seguido se dirigió al guarda que estaba en la entrada de la tienda.

       Christof levantó la espada del suelo mientras se ponía en pie. Intentó gritar pero no pudo emitir ningún sonido. Se lanzó colina abajo mientras el pequeño siervo derrumbaba al segundo guarda. Los cruzados fatigados miraban malhumorados a Christof mientras pasaba a toda prisa entre ellos. Cuando el siervo desapareció en el interior de la tienda de Sir Cuthbert encontró la voz al fin.

       —¡Alarma!, ¡alarma!— gritó sin aliento, irrumpiendo en el interior de la tienda.

       El siervo se encontraba ya agachado sobre Sir Cuthbert, que estaba acostado sobre el jergón de paja, ciego y sordo al mundo. La espada de Christof brilló a la luz de las antorchas y se estrelló en la cabeza del siervo, donde se hundió profundamente con un crujido. El cráneo cedió, y un montón de huesos y cartílagos salió despedido por la tienda. Pero el siervo no cayó, sino que se volvió y miró a Christof con unos ojos negros inundados de odio. Christof se quedó helado. Durante un instante todo se detuvo mientras el siervo clavaba sus ojos en él. Ojos de muerte. Llenos de odio.

       Entonces, el siervo gruñó y le clavó las uñas mugrientas. Christof no se dio cuenta de que la espada caía a sus pies, sobre el duro suelo, y sintió, de repente, el brazo derecho frío y ajeno. El siervo se detuvo para apartarse de los ojos la sangre que fluía por la herida que Christof le había hecho en la cabeza. Contrajo su rostro ceniciento en una mueca de maldad. Sus finos y secos labios se apartaron para mostrar una ristra de brillantes dientes amarillos. Los colmillos brillaron a la luz de las antorchas mientras se acercaban silenciosamente al rostro desprotegido de Christof.

       La quietud se hizo añicos por el estruendo de las voces y las armaduras de los hombres que irrumpieron en la tienda. El siervo soltó el brazo de Christof y lo empujó contra los cruzados que entraban. Christof cayó hacia atrás, bloqueando el camino. El siervo dejó escapar un alarido agudo y atroz, se volvió y, con un zarpazo con sus garras afiladas, rasgó la parte trasera de la tienda. Saltó por el agujero y huyó derribando a un cruzado que se interpuso en su camino.

       Christof se dio cuenta de que podía moverse de nuevo y persiguió al siervo. Corrió precipitadamente en la oscuridad, entre las tropas aturdidas que se despertaban de su sueño profundo y atormentado. El alboroto se extendió por el campamento. Al final, Christof se detuvo. Escudriñó la oscuridad en vano. La criatura se había desvanecido en el frío de la noche.

       El terror sustituyó al cansancio en el corazón de los hermanos de la Espada, y la esperanza de sueño reparador se desvaneció mientras se propagaba el rumor de la existencia de un demonio devorador de sangre entre los hombres. Dos oficiales de Sir Cuthbert encontraron a Christof tembloroso y lo condujeron de vuelta a la desgarrada tienda que ondulaba en el viento nocturno, a pesar de los esfuerzos de varios siervos para remendarla. La tienda estaba rodeada por varios criados de Cuthbert que discutían entre sí sobre el castigo más apropiado para el siervo cuando lo capturasen. El ayuda de cámara de Sir Cuthbert los apartó y hizo señas a Christof para que entrase. Los criados se retiraron unos pasos para dejar pasar a los oficiales, pero miraron con desconfianza a Christof, que apenas se distinguía de cualquier otro soldado joven de primera línea.

       En el interior de la tienda, el médico de la compañía, un hombre de pelo canoso, estaba examinando a Sir Cuthbert, que parecía fatigado pero sólido como el granito. Al cabo de un rato el anciano anunció de repente:

       —¡Por voluntad de Dios Sir Cuthbert ha sobrevivido al abrazo del diablo! ¡Sigue de una pieza!

       Los oficiales resoplaron con alivio y brindaron por su salud. Pero el impaciente Sir Cuthbert pasó entre ellos y salió de la tienda. En el exterior, las tropas rompieron en vítores. Con un brusco movimiento de la mano, Sir Cuthbert los detuvo en seco y en el campamento se hizo el silencio. Sir Cuthbert examinó a sus hombres durante un momento antes de empezar a hablar.

       —Salvado —vociferó con voz ronca—, ¡por la gracia de Dios! —Las tropas vitorearon nuevamente, con más brío.

       Christof intentó seguir a Sir Cuthbert al exterior de la tienda, pero el médico se interpuso en su camino. El anciano le apartó la malla empapada de sangre del antebrazo derecho y apretó el músculo para restañar el flujo de sangre. Obligó a Christof a sentarse en un tonel.

       —El demonio os ha provocado una fuerte hemorragia en el brazo —lo reprendió el anciano, mientras vertía vino sobre las irregulares marcas de las garras—. ¡Vuestra vida se pierde gota a gota en el suelo sin que se le preste atención! —Enjuagó con cuidado la suciedad de la herida y la vendó fuertemente con lino fresco—. No os quitéis el vendaje —le advirtió severamente. Cuando hubo terminado, le devolvió la espada que aún estaba en el suelo. El anciano frunció el ceño, y entregándole el arma, le dijo—: ¡Cuando os sintáis inclinado a perseguir a un engendro del infierno... no olvidéis llevar vuestra espada! —Justo en aquel momento, Christof creyó ver una sonrisa desdibujada en el rostro agrio del anciano, que debía de haber presenciado demasiada muerte y sufrimiento.

       En el exterior de la tienda, fray Bertrand recitaba: —En nombre de nuestro Señor y Dios Jesucristo, por su Gloria y por la exaltación de su sagrada fe. Amén. Esos perros bárbaros han sentido el aguijón de la cólera de Dios en nuestras espadas y nos temen. ¡Huyen como cobardes! Como no han podido ganar honradamente por medio de las armas, nos han enviado un demonio al campamento para que asesine a nuestro señor y maestro, Sir Cuthbert. ¡Pero el Señor estaba con nosotros en este día y ha alejado al demonio de la presencia de hombres honrados!

       Los cruzados vitorearon de nuevo estrepitosamente; mientras fray Bertrand seguía con su letanía, Sir Cuthbert volvió al interior de la tienda. Se acercó a su ayudante y le dijo: —Dad a los hombres un trago extra de brandy esta noche o no descansarán.

       —¿Seguro que es adecuado? —preguntó el ayuda de cámara—. ¡Tenemos que levantarnos antes del amanecer! Si nos retrasamos más, seguro que la horda bárbara...

       —Hemos perdido a esos chacales —dijo Sir Cuthbert con brusquedad—. Podríamos recorrer estas colinas durante semanas y no encontraríamos su pista. Esos mugrientos llevan armaduras de pelaje que les permiten correr como ciervos y esconderse como ratones. ¡Pero no los protegerán más que a las bestias a las que despellejaron! —Hizo una pausa y se tranquilizó—. No. Dejemos que los hombres duerman un poco más. Les hemos exigido demasiado durante esta semana.

       —¿Adónde iremos tras el amanecer? —preguntó el ayuda de cámara.

       —Al campamento de suministros de los bárbaros Lo buscaremos en estas montañas de Moravia. Sin duda, ése debe de ser el destino de la horda. Y estamos cerca, por Dios, o su amo demoniaco no se habría arriesgado a entrar en nuestro campamento, ni aún de noche.

       —¡Sí, mi señor! —replicó el ayuda de cámara—. ¡Pero intentarán asesinaros de nuevo!

       —Sí. Mi séquito me protegerá, si es la voluntad de Dios. Ahora llevad a los hombres su brandy. Mañana exploraremos estas colinas. Quiero a los hombres vigorosos y con fuerzas cuando encontremos el campamento de los bárbaros.

       —Así será —asintió el ayudante, girando para marcharse.

       Sir Cuthbert miró a Christof.

       —¿Quién es este muchacho? —preguntó a su ayudante.

       —El mismo que hirió al demonio y lo alejó de esta tienda.

       Sir Cuthbert observó a Christof durante un momento y después le indicó que se acercase. Christof dio unos pasos hacia delante, intentando contener el temblor de sus rodillas. Nunca había estado tan cerca del gran cruzado. Envainó torpemente la espada y se arrodilló.

       —¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Sir Cuthbert.

       —Christof Romuald, de St. Claire.

       —Sois un muchacho valiente y leal, Christof Romuald de St. Claire. ¿Amáis a Dios?

       —Sí, mi señor.

       —¿Buscáis la salvación de vuestra alma pecadora?

       —De todo corazón, mi señor.

       —¿Estáis preparado para morir por el reino de Dios?

       —Sí, mi señor.

       —No tendréis que luchar más en las filas. Os uniréis a mi séquito y aniquilaréis a todo el que intente matarme.

       Christof se sintió un poco mareado. —Os obedezco, mi señor —dijo sin aliento.

       —Habéis partido en dos el cráneo del diablo y habéis vivido para contarlo.

       Christof asintió lentamente.

       —Dios os ha sonreído. Os salvó de una muerte segura porque tiene un propósito más grandioso para vos. ¡Así que no temáis en la batalla y dad al demonio su merecido, porque habéis sido bendecido!

       —Sí —contestó Christof aunque distaba mucho de estar tranquilo.

       Christof durmió aquella noche, arrastrado por el cansancio y el vino, y ya no lo atormentaban los ojos muertos del jabalí ni los del bárbaro. Sólo veía los ojos con vida, llenos de odio, de un hombre muerto.