Dorian

      Tenía un bloqueo. Claro que, en aquellos tiempos, no existían las palabras bloqueo, o miedo escénico, o la favorita actual, "miedo a la página en blanco". En la Italia renacentista tales cosas te convertían en un mediocre, y los mediocres no serían inmortales. Pues tal era mi deseo entonces.

       Mi madre (¡ah! Ahora me doy cuenta que soy incapaz de recordar su rostro) murió cuando yo tenía unos 6 años. Y creo que mi proceso de madurez comenzó entonces, a tan temprana edad para los cánones modernos. Porque estoy convencido de que uno se hace adulto cuando se da cuenta de que va a morir, de que las cosas malas no le ocurren solamente al vecino. Uno se hace adulto cuando comienza a sentir miedos adultos.

       El hecho es que cuando mi madre murió, me di cuenta que más pronto que tarde yo sufriría el mismo sino. Me di cuenta que el frágil consuelo de otra vida no era suficiente para mí. Me di cuenta que quería que mi nombre perdurara, mi memoria continuara viva, ya que a mí me iba a ser imposible.

       Después de mucho divagar y darle vueltas, a los 10 años pensé que no hay nada más perdurable que la piedra, y que aún entonces reverenciábamos y recordábamos los nombre de los griegos, a través de sus obras. No estaba muy convencido de la música ni de las letras, pues la música aunque bella era algo etérea para mis gustos y el papel patéticamente frágil. Quizás con mis conocimientos actuales no hubiera tomado la misma decisión, pero en aquellos momentos me sedujeron la tranquilidad, impasibilidad y robustez de la piedra. Lo decidí entonces, y así se lo comuniqué a mi padre. Sería escultor y arquitecto. Sería artista, y mi nombre sería recordado por los siglos de los siglos, mientras las piedras que yo convirtiera en arte mantuvieran su forma.

       A mi padre no le hizo gracia la idea, claro. Miembro de una burguesía de reciente nacimiento y creciente empuje, quería que su primogénito (a la sazón, mi persona) heredara las riendas del negocio familiar cuando él muriera o quedara incapacitado. En aquellos tiempos los niños de 10 años no tenían el poder de persuasión o la capacidad de convicción que poseen sus contrapartidas actuales, con lo que mi padre me ordenó que me dejara de estupideces, que debía seguir en el negocio de aprendiz, como ya llevaba trabajando dos años. La voluntad de mi padre era inflexible. La mía, audaz. Era joven y estaba convencido de no tener mucho tiempo en el que labrarme un nombre para la posteridad.

       Por supuesto, me escapé. Aguanté otros cinco eternos e interminables años, y cómo ha cambiado la densidad de la arena del reloj de los años desde entonces. Hasta los quince años trabajando con mi padre, aprendiendo el oficio que él suponía que iba a utilizar el resto de mis días para ganarme el pan; y que en realidad olvidé completamente a los diecisiete. Hoy en día, ya no recuerdo si mi padre era mercader de telas o de grano. O quizás fuera en especias. El caso es que huí de mi Verona natal a Florencia, donde estaba la acción.

       Mientras cabalgaba en mi caballo (comprado por mí, no quería deberle nada a mi padre) pensaba en mi plan de acción: sobrevivir con mis ahorros hasta conseguir que un escultor, cuanto más afamado mejor, me tomara como su aprendiz. Por supuesto, y como el lector avezado ya se habrá podido imaginar, en el camino topé con unos bandoleros que me dejaron sin blanca.

       Resumiré los siguientes y penosos 6 meses en una frase: estuve a punto de morir de inanición, hasta que conseguí trabajo como albañil en la cuadrilla que realizaba la iglesia de La Buona Esperanza, en la piazza San Basilio, en Florencia.

       Un día, mientras estaba maldiciendo mi suerte y poniendo argamasa, apareció por allí un viejo, vociferando que era el mejor escultor de la maldita Florencia y que quería trabajo. El capataz bajó a su encuentro y, después de hablar un rato con él, le dio dinero y el viejo se marchó.

       "Peruggio", le dije a mi compañero de andamio, "¿quién era el viejo?".

       "Un chalado", me respondió haciéndome el signo universal de locura, con su dedo índice tocándose la sien. Ciertas cosas no cambian con el paso de los siglos. "Era un escultor, y dicen que no era malo, pero se fue quedando ciego con el paso de los años. El muy chalado, en lugar de vender sus obras las guardaba en un almacén, y cuando vio que no le quedaba vista para hacer más, las destruyó todas en una noche de borrachera. Ahora es pobre como las ratas y va mendigando por ahí, aunque lo que pide siempre es trabajo para el mejor maldito escultor de la maldita Florencia. El patrón siempre le da unas pocas monedas, más que nada para que se largue y nos deje trabajar en paz, pero creo que el viejo debería venir menos, porque al patrón se le acaba la paciencia.

       Ahí lo tenía. Cierto, era ciego y loco, pero era mejor que nada. Y no me cobraría mucho por las clases. Convencí a uno de los bambinos que nos traían agua y comida que siguiera al viejo cuando este volviera a venir a la obra y se marchara, y que averiguara dónde vivía.

       Al muchacho no le resultó muy difícil ni a mí muy caro averiguar dónde malvivía el viejo. Y aquella misma noche fui a visitarlo. Vivía en la minúscula buhardilla de una casa de huéspedes cuya patrona se había apiadado de él. Hoy en día los áticos son muy chic, pero en aquel entonces las ratas eran las únicas compañeras de Pietro, mi maestro.

       Intentó expulsarme, intentó negarse, pero al cabo de casi un mes de presentarme en su buhardilla todos los días con mis tallas de madera, terminó aceptándome como su pupilo. Después supe por qué no quería dar clases, ni quería relacionarse para nada con el Arte; pues le era muy doloroso saber lo que había perdido, pero entonces no comprendía sus rechazos. Conseguí a mi maestro por pura cabezonería y ardor juvenil. Con 18 años (muy tarde para aquella época) comencé mi aprendizaje formal como escultor.

       Por cierto, era el mejor maldito escultor de Florencia. Aún conservo la única obra que se guardó de su noche de autodestrucción, un pequeño busto en madera de un antiguo amor que es, muy posiblemente, la mejor obra de la escultura italiana (y mundial, me atrevería a decir) de todos los tiempos. Ni Miguel Ángel, ni Donatello, ni siquiera yo mismo (y no busques mi nombre en los libros de Historia, ni de Arte) podremos compararnos nunca al nivel de virtuosismo técnico, preciosismo estético, ni calidad puramente humana de las obras de Pietro Castaglione. Y ahora sólo yo lo recuerdo. Descansa en paz, mi querido maestro. A mí me es imposible.

       Afortunada o desgraciadamente, aún estoy por decidirlo, Pietro no fue mi único maestro. Bueno, quizás sería más adecuado decir que fue mi único maestro, pero no mi único mentor. Verás, querido Lector, fui progresando. Resultó que, a pesar de que había entrado en el Arte por pura cabezonería, la musa tuvo a bien concederme talento. Y con mi talento y las enseñanzas de Pietro fui mejorando, hasta que conseguí un trabajo para realizar pequeños bajorrelieves en otra modesta iglesia florentina. No menciono la iglesia porque ya no existe.

       Trabajaba día y noche, por fin en paz con Dios después de tanto tiempo. Y fue de noche cuando conocí a Rafael. No. No me estoy refiriendo al Rafael cuyas obras conocéis y admiráis. A ése lo conocí antes, aunque él no se acordaba de mí, y lo recuerdo como un hombrecillo cuya presunción era tan grande como el Arte que salía de sus manos. El Rafael de quien os hablo tampoco sale en los libros de Historia (al menos, no en los vuestros); era español y se llama Rafael de Corazón.

       Se acercó a mí de noche, y casi me mata. Estaba absorto, trabajando en una nariz especialmente complicada a la errática luz de las velas cuando me dijo muy suavemente que "la proporción es correcta, aunque demasiado detallista para un bajorrelieve". El caso es que, aunque yo estaba en un andamio a cinco metros del suelo, la voz sonó casi detrás de mi oreja. Aún hoy, siendo capaz de reproducir casi todos sus trucos, no sé cómo lo hizo. El susto que me llevé fue tan grande, que tiré la vela al suelo y casi caigo yo detrás de ella. Y quedamos en el exterior de la iglesia, a la pálida luz de la luna, mi mentor y yo. Así, bajo la mezcla de colores azul y blanco lechoso de una noche de Junio en Florencia, que te hace sentir algo miope, vi por vez primera a mi mentor.

       No voy a engañaros. Me enamoré de él sin remisión. Aquí quiero explicar algo, aunque no por un pueril intento de autojustificación. A pesar de que ahora estoy por encima, o más allá, de las barreras sexuales que los humanos os autoimponéis (de forma bastante artificial, creo yo), ni siquiera entonces me hubierais podido clasificar de homosexual. Ahora se dice "gay", y por aquel entonces una palabra algo más gruesa, "sodomita". Había tenido mis aventuras y desventuras con mujeres, aunque aún no había elegido un amor platónico como musa trágica de mis obras: alguien enfermizo que muriera dejándome solo con mi dolor (y mi trabajo), ni alguien casquivana que me abandonara y me dejara solo con mi dolor (y mi trabajo); como estaba en boga en aquellos tiempos. Sencillamente, para mí había algo que estaba por encima de las mujeres, y ese algo era mi trabajo y la promesa de inmortalidad que me ofrecía. Nunca me había planteado conocer a mi amor, y que éste amor me ofreciera una inmortalidad mucho más real y tangible que la mera fama.

       Era bajito, incluso para aquella época. El pelo corto, con unos rebeldes rizos que le tapaban la alta frente, era negro como el petróleo, con reflejos de azul. El contraste de su cabello con su piel marmórea no hacía sino agudizar la enfermiza palidez de su piel. Además, estaba muy delgado, con lo que llegué a pensar que era un moribundo quien había venido a criticar mi obra. Sentí lástima y un amor a su belleza corporal desde el momento en el que lo vi. El primer sentimiento se diluyó pronto, pero el segundo tardo varios siglos en desaparecer. No hablo en sentido figurado. Os debo otra aclaración. Aunque hablo y seguiré hablando de Rafael en pasado, por lo que sé sigue existiendo. No puedo decir que sigue vivo, porque lo nuestro no es exactamente vida, pero sigue en activo. Aunque hace más de 70 años que no lo veo.

       El caso es que, una vez repuesto del susto, le pregunté que desde cuando era incorrecto hacer cuantos más detalles, mejor. Repuso que era una pérdida de tiempo que diera tantos detalles a una piedra que a la mañana siguiente iba a ser demolida. Sentí desfallecer. Me iba a quedar sin trabajo, lo que significaba que ni Pietro ni yo comeríamos mucho hasta que encontrara otro. Pues había pasado a vivir con Pietro, y lo había impedido que siguiera pidiendo en las calles, y ambos sobrevivíamos con mi escaso sueldo. Le pregunté cómo sabía tanto, intentando parecer valiente, y me dijo que él había comprado los terrenos al Obispo, y que la propiedad era suya. Allí se iba a erigir una mansión y no una iglesia. Abatido, me descolgué del andamio y le di las gracias en un tono furiosamente herido. Divertido al parecer con mi animosidad, me interrogó sobre mi situación y, cansado como estaba, y harto de fingir, me sinceré con él. Aún hoy no sé si se apiadó de mí o le hizo gracia mi negro futuro; pero lo cierto es que me ofreció trabajar para él. Y de capataz, nada menos.

       Sin embargo, en aquellos tiempos ser capataz era como ser jefe de bandidos, en el sentido en que un capataz tenía sus propios obreros, y no trabajaba con otros. Al igual que los obreros trabajaban con su capataz, y con ningún otro. Yo no podía reunir una cuadrilla en menos de 10 semanas, y así se lo expuse. Se rió. Me dijo que no era necesario, que él proporcionaría obreros que trabajarían conmigo y con quién él dijera. Comencé a preguntarme exactamente cuánto dinero tenía mi benefactor. Y llegamos a un acuerdo. A la mañana siguiente yo debía presentarme allí para dirigir los trabajos de demolición y limpieza, y mientras éstos duraran me tendría que ir familiarizando con los planos de la mansión que iba a construir en lugar de la iglesia. Todas las noches, cuando no hubiera "estorbos en mi casa" como él mismo los llamó, nos encontraríamos y discutiríamos los planos y los progresos. Y me pagaría el sueldo de una año por adelantado.

       Lamenté en aquél momento haber sido educado en la decencia, pues tuve que rechazar aquella bicoca con un argumento que yo creía definitivo. "No soy arquitecto, señoría", le dije. Se rió con ganas, con una risa que era como un torrente de los Alpes: frío y oscuro. "Como si eso importara", me dijo. "Como si eso importara". Y así, poco a poco, noche a noche, tras muchos esfuerzos, equivocaciones, retrocesos y rectificaciones, aprendí mis primeros conceptos de arquitectura de mi segundo maestro, Rafael de Corazón. Poco a poco, piedra a piedra, la mansión de mi mentor fue erigiéndose. Cuando casi estuvo terminada, mi maestro se acercó una noche y me dijo que quedaba algo por hacer: "Una bagatela, algo artístico para aliviar mis aburridas noches". Al decir esto tenía la sonrisa del gato al jugar con el ratón. Me sentí instantáneamente muy nervioso. "Quiero una estatua, en el patio interior, con el tema que tú elijas. Crea la estatua que tú quieras. Si lo haces bien, se te recompensará." Pronunció esa última palabra de un modo tal que sentí que alguien pisaba mi tumba. Y supe dos cosas: una, que este encargo era en realidad una prueba, y una prueba de una importancia que no llegaba a comprender, pero que era vital; y dos, que él sabía de sobra mis sentimientos por él. Y le divertían. Decidí provocar a mi maestro, a mi jefe, a mi amor platónico. Morder la mano que me alimentaba.

       Siempre he creído que el Arte, el verdadero Arte, debe tener una cualidad subversiva, algo que moleste, aterrorice, confunda, escandalice o estorbe al ojo que lo mira o al oído que lo oye. Como oí decir a un artista hace dos semanas en Nueva York: "El Arte debe tocar las pelotas". Grosera, aunque inequívocamente expresado, y no puedo estar más de acuerdo. Decidí que, ya que mi mecenas parecía querer plegar velas y apartarme de su lado, le daría algo en lo que pensar cuando yo no estuviera. Trabajé como poseído por el Demonio, como efectivamente lo estamos los artistas cuando la Musa está verdaderamente de nuestro lado. Prácticamente no comí, no dormí y no respiré durante quince días hasta que terminé el encargo.

       Un busto. Hice un busto de Rafael de Corazón, mi mecenas tal y como yo creía que sería cuando fuera un anciano. Y no fui amable con él, tal y como el Tiempo no es amable con nadie. Su hermoso rostro, convertido en una colección de arrugas blandas. Ni siquiera lo hice un anciano honorable y sabio, sino un viejo carcomido y destrozado que mira hacia atrás, no con calma de espíritu y ganas de reposar después de una vida plena, sino con ira hacia Dios y envidia a los jóvenes por lo desgraciado de su posición y edad.

       Y a él, como no podía ser de otra manera, le hizo mucha gracia. Le satisfizo sobremanera mi obra, diciéndome que la guardaría "por los siglos de los siglos, y bien satisfecho me sentiré al verla dentro de 400 años y poder decir: 'De la que me he librado'".

       Yo creía que se había vuelto loco. A espaldas de él, mientras así hablaba, sentí el momentáneo e irresistible impulso de salir corriendo, de huir por mi vida. Pero no lo hice, y una enorme cantidad de vidas han cambiado por esa decisión. Aguanté con un simulacro de entereza el momento de la furia de mi mecenas, esperaba ver su cara demudada por la ira; y cuando se dio la vuelta su faz estaba efectivamente demudada, pero no por la ira.

       Me sonreía, con unos dientes blanquísimos y unos colmillos largos y afilados como los de la más terrible gárgola de Nôtre Dame. "Has pasado la prueba, Dorian mi muchacho" me dijo, mientras yo asistía paralizado por el horror al discurso de una criatura del averno. "Has pasado mis dos pruebas: te has convertido en un arquitecto, aunque te queda mucho por aprender, y has realizado para mí una obra de auténtico Arte. Incluso has demostrado valor al intentar desafiarme con algo tan banal para mí como la amenaza de la edad, e incluso de la Muerte. Pero claro, tú no podías saberlo".

       Y continuó hablando, contándome una historia de la que entonces no entendía ni una palabra y que ahora, ay, conozco demasiado bien. La historia de la Raza, de los Vástagos. Y, por supuesto, al final vino la proposición: esa proposición que, si eres uno de los míos y tuviste suerte, recordarás demasiado bien. Esa proposición que, hagas la elección que hagas, te matará. Me convirtió en su Chiquillo, me hizo uno más entre los vampiros. No hay mucho más que contar.

Por Carlos Manuel Pérez Fernández.