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Era la quinta docena de rosas que recibía en lo que iba de mes...casi no se atrevía a alargar la mano para tomar la nota que las acompañaba. Temblorosamente se acerco a la mesa y tomó las rosas. Con cuidado desato el lazo de seda roja que las unía, quizá por miedo a que tan precioso centro
quedase destruido.
Una tarjeta del mas precioso y pulcro papel de papiro escrito con letra gótica, tal vez con una pluma antigua. ¨Cada vez te queda menos tiempo para elegir. Eres mía, recuérdalo.¨
Cerró los ojos con fuerza mientras una lágrima recorría su pálida mejilla, yendo a morir a sus labios, que tenían un ligero temblor. Tomó entre sus finas manos el jarrón del mejor cristal de bohemia y lo lanzo con todas sus fuerzas contra la pared. Cientos de brillantes pedazos de tan preciado cristal fueron a estrellarse contra el suelo, mientras, cada vez con mas asiduidad, las lagrimas afloraban a sus pálidos ojos.
Los criados acudieron con prontitud y, sin pronunciar palabra, recogieron los pedazos de cristal.
Ella se arrodilló en el suelo, acariciando nerviosamente el fino vestido de terciopelo negro que llevaba. En su mente afloraban todas las cosas que ese misterioso hombre decía. Todo comenzaba a encajar, como las piezas de un
misterioso y extraño puzle. Y por primera vez, tuvo miedo. Miedo por perder todo lo que poseía.
Enjuago su llanto y se levanto con dificultad, no iba a dejarse amedrentar por eso, no la habían educado así. Subió las escaleras de la increíble mansión de su esposo hasta llegar a sus dependencias.
La dama de compañía entró casi al mismo tiempo que ella. Y la ayudó a quitarse el corsé que cubría su espalda y su pecho. Eligió para la ocasión un vestido de tul azul oscuro, con encaje en el amplio escote. La capa, negra como la noche, se ataba en el cuello con un camafeo, regalo de su esposo, tan antiguo como valioso. Se contempló en el espejo, la imagen que este le devolvía no le desagradó. Sus ojos castaños tenían una mirada en extremo fría... siempre. Su largo cabello negro le caía sobre los hombros confundiéndose con la capa. La palidez de su piel en contraste con sus oscuras vestiduras. La criada salió tan silenciosamente que casi no se dio cuenta, tan silenciosamente como había entrado.
Dúrsila estaba preparándose para la fiesta que iba a celebrarse. Pero su esposo, en esta ocasión, no la acompañaría. La profesión de médico hacía que no pasara demasiado tiempo en casa, pero no importaba, lo importante era que se amaban, que por una vez, la felicidad había ganado, estaban juntos, pese a todo lo que les había ocurrido estaban juntos.
Decidió que se retiraría en el tercer baile. No le interesaba en absoluto mantener frívolas conversaciones con las arpías de la sociedad de la época; la miraban como si no encajase en ella.
Quizá era por ese brillo en su mirar, por ese color rojizo que se dibujaba en sus ojos. Recordó como de pequeña, su padre, la miraba con ese mismo fulgor, ese destello casi demoníaco que atraía a las personas al mismo tiempo que alejaba a otras.
Salió de la mansión en el carruaje que le tenían preparado. En todo el camino no paró de pensar en la nota. ¿Qué era lo que quería ese tal Lorzac? ¿Por qué tenía esa extraña sensación de que alguien la estaba
mirando siempre que salía a pasear?
El baile transcurrió como había previsto. Al regresar a su casa, presa del hastío que sus ¨amigas¨ le provocaban, mandó retirarse a los cocheros antes de que sus criados abrieran las puertas, necesitaba pasear, respirar aire
puro, y necesitaba hacerlo sola.
Nunca supo con exactitud el tiempo que pasó caminando, a solas por el jardín de su casa. Sólo tiene vanos recuerdo. Recuerda por ejemplo la luna, tan bella, tan inalcanzable...tan...tan...perfecta.
Lo que sí recuerda, algo que nunca podrá olvidar, algo que siempre quedará en su memoria, es el momento en el que entro en la habitación de su esposo.
Lo primero que vio al entrar fue a su marido tumbado en la cama, repleto de sangre. Aguantó las arcadas que eso lo provocaba sin cesar de repetirse que tenía que ser una broma de mal gusto, o mejor una pesadilla. Joseph no podía estar muerto, eso no podía ocurrirle a ella; ella le amaba, tenían toda la vida por delante.
Luego le vio a él, sentado en el diván, con el rostro pálido como la muerte, repleto de sangre, su capa, tan elegante, estaba por completo manchada por la sangre de su esposo... y sonreía. Su sonrisa hizo que su corazón diese un vuelco.
Sus ojos se giraron y miraron de nuevo a su esposo ¡Por fin el puzle tenia sentido! La ultima pieza de este acababa de encajar, pero la última pieza siempre era la mas dolorosa.
Supo que iba a morir, y fríamente miro al hombre causante de todo aquello.
- Haz lo que tengas que hacer, pero os rogaría que me dieseis la muerte cuanto antes pues ahora mismo nada tiene sentido para mí ya.
Él sonrió. Mirándola de arriba a abajo y con voz queda comenzó a hablar:
- No quiero mataros, Dúrsila, os quiero para mi, la eternidad puede llegar a ser muy aburrida si la paso solo. Y os he elegido a vos para que la paséis conmigo, deberíais sentiros honrada.
La boca de Dúrsila hizo una mueca de asco justo antes de
desmayarse, perdiendo el sentido, para despertar joven, joven y muerta... muerta y ... eterna.
Dursila Nervaez es una mujer, de unos 25 años aproximadamente, lo que más destaca en ella es el color de sus ojos, rojos como la sangre, que contrasta con la palidez de su piel. Su cabello, negro como la noche, le cae sobre los hombros como si de una cascada se tratase. Viste casi siempre con escasa ropa, pues tiene una figura en extremo delgada, y su voz tiene un ligero, ligerísimo acento inglés.
By Lady Pandora Sheridan Van Hull, Baronesa de Verona.