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Nombre: Eduardo A. Greyville
Nacionalidad: Español (Nacionalizado Inglés)
Fecha de Nacimiento y Lugar: 23/9/1947 Almería
R.I.P. y Lugar: 22/2/1972 Granada
Historia:
Eduardo nació en Almería. Por la mañana. Deprisa. En secreto. Mientras su padre, el ilustre Dr. Arnold Greyville esperaba ansioso en la salita contigua. Este no era un buen lugar para traer a la luz a su hijo… ¡Desde luego que no! María Suárez, hija de republicanos, nieta de republicanos y Dios sabe qué más, decidió un maldito día tener a su hijo en su país de origen, España. Arnold extrañado, tomó por un desvarío provocado por el sol de Egipto tal propuesta. Pero al parecer (y como ahora mismo él puede constatar) eso iba tan en serio cómo no llamar a su hijo Arnold, sino Eduardo.
Es imposible que ella pudiese olvidar que su familia se tuvo que exiliar a Inglaterra por culpa del golpe de estado. Allí fue dónde la conoció. Solo las maravillas que ocultan los sótanos del Museo Británico son testigos de su pequeña historia de amor, o como ella quiso titular con su particular y gracioso acento inglés “La Historia de Amor entre la Rata de Biblioteca y la Fregona”. Todavía recordaba cuando le propuso casarse y ella aceptó, ese día fue sin duda alguna el día más feliz de su vida… Bueno, también este, ¡que al fin y al cabo es el nacimiento de su hijo! Aunque tampoco hay que olvidarse de cuando el Museo le envió a supervisar las excavaciones a Egipto. Si, ese también fue un día feliz…En el fondo lo sintió por María, alejada por segunda vez de lo que ella llamaba su hogar para seguir a un loco que se entretenía excavando en sitios olvidados por los mortales y tragados por las arenas del tiempo… ¡Hey! ¡Eso suena bien! ¡Quedaría de maravilla en su libro! Quizás deba apuntarlo antes de que se le olvide…
Emilio entró en la estancia en la cual el Dr. Greyville pululaba de un lado a otro seguramente sumergido en sus pensamientos. Carraspeó y el inglés se sobresaltó. El tal Arnold era un joven de unos 29 años, rubio y con barba de tres días. Su vestimenta recordó a Emilio esas películas de exploradores que solía ver en esas tardes de verano en su barrio. Con un inglés macarrónico le comunicó con dificultad el nacimiento de su hijo varón y que este estaba perfectamente sano. Una sonrisa iluminó la cara del inglés y Emilio volvió a la mesa de operaciones de la habitación de al lado dónde la joven reposaba en calma junto a su bebé. Se acercó hasta ella y con una sonrisa cómplice pidió que le mandara recuerdos a su padre en su nombre. María simplemente asintió.
Esa misma noche abandonaron Almería en un barco hacia Alejandría. Los tres. María estaba bastante cansada pero insistió en salir del país lo antes posible. Arnold temió por la salud de su esposa… Pero no pudo retenerla. Así era ella, cuando se le metía algo en su cabeza…
Una semana más tarde un barco amarró en el puerto de Alejandría. Entre los marineros ayudaron a Arnold a bajar una caja mientras este llevaba al bebé en una mochila a su espalda.
El joven Eduardo Arnold Greyville se crió en una tienda de campaña. Mientras su padre se pasaba el día perdido en el desierto quitándole el polvo a las vasijas casi destrozadas que sus subordinados le iban llevando, así aprendió a cuidarse él solo. Él leía las aventuras que su padre le escribía basadas en la mitología egipcia. Una noche, su padre regresó al campamento con los demás cargando varias cajas. Se marchaban. Días más tarde llegaban a Inglaterra.
Los años siguientes no fueron mucho mejores… En Egipto su padre desaparecía en el desierto… ahora su padre desaparecía en los sótanos del Museo.
En un intento de imitar a su padre se interesó en la arqueología y en todo lo referente a Egipto… Pero se dio cuenta de que su padre estaba demasiado lejos del mundo real como para acordarse de su hijo. Empezó sus estudios en el prestigioso King’s College, en la escuela de humanidades con especialidad en Historia Antigua. Eduardo se fue a vivir al Campus y su padre siguió trabajando en los húmedos sótanos del Museo. Su padre se deshizo de él.
Hizo su maleta y se fue con lágrimas en los ojos. Las velas se fueron derritiendo poco a poco hasta formar una costra de cera sobre el pastel de cumpleaños, el reloj marcaba las cuatro de la mañana. Había estado esperando a su padre seis horas…
. A la mañana siguiente mientras el joven Eduardo llegaba a las afueras del Campus, su padre, el insigne Dr. Arnold Greyville abría la puerta de su humilde casa y subía las escaleras para descansar después de un duro día de trabajo. No se fijó en la llama de la última vela de las diez que estaban en un pastel de cumpleaños a medio comer.
Tras cuatro horas de viaje en un taxi, se encontraba ante las altas verjas del King’s Collage. A su lado pasaban centenares de chavales, qué, al igual que él, pasarían el próximo año de sus vidas ahí dentro. Eduardo suspiró y se perdió entre la multitud que entraba nerviosa en el Campus.
Tras el discurso del Director, todos fueron a ocupar las habitaciones dispuestas para tal efecto. A Eduardo le tocó la 399. Atravesando el pasillo del tercer piso de la Wolfson House. El bullicio imperante en toda la planta le irritaba y confundía, acostumbrado como estaba a la vida en el desierto. Dejando la maleta sobre su cama echó un vistazo a su alrededor.
La habitación era un sitio acogedor, con un armario empotrado y dos camas gemelas separadas por una mesita de noche. Había un escritorio con su correspondiente lamparita. Eduardo deseó que el año le fuese bien…
Un nervioso joven entró en la habitación. Era un chico de pelo rubio y rizado, la cara llena de pecas y algo gordito. Se presentó como Henry. Eduardo solo sonrió.
Varios años más tarde…
Avanzó alejándose del cementerio. A su lado, su amigo Henry, con la mirada fija en el suelo. Él no sabía si reír o llorar. Solo siguió caminando callado. Lo más lógico en su situación sería llorar… llorar como lo hace todo hijo por su padre. Pero no. No él. No se arrepiente de que los últimos años de vida de su padre transcurrieran en un hospital privado. No se arrepiente de no haber estado allí en el momento de su crisis cardiaca. No se arrepiente de no haber estado allí cuando su viejo corazón dejó de latir. Al fin y al cabo él era como otra persona… Nunca estuvo allí cuando lo necesitó… ¿verdad?
Miró a su compañero. Estaba claro que le había afectado más a Henry que a él. Le cogió mucho aprecio a ese maldito bastardo. La verdad es que era un autentico genio en cuanto a la egiptología se refiere. Eso no hay nadie que se lo discuta. Su libro tuvo muy buenas críticas e incluso se lo mandaron leer en Harvard como complemento bibliográfico a la lección. Fue bastante gracioso ya que leyendo ese libro se sintió más próximo a él que durante toda su vida… Que se pudra en su agujero de lujo en el maldito cementerio. Él estaba demasiado ocupado estudiando como para preocuparse de él. Cómo era… ¿Justicia poética? Si, así era. Henry se puso a sollozar. Eduardo se sintió molesto y aceleró el paso. La herencia que su padre le había dejado era más que suficiente para vivir holgadamente durante muchos años. James Bradbury, el notario de su padre, le había llamado a la mañana siguiente de la muerte de su padre para hacer una lectura de su testamento.
La lluvia salpicó la calle, llenándola de charcos. Eduardo avanzaba decididamente por las calles para llegar cuanto antes al pequeño ático en el cual los dos trabajaban en su doctorado desde hacía dos años. Henry correteaba intentando alcanzarle detrás de él. Empezaba a oscurecer. No tardaron en llegar a su edificio. El típico edificio del centro de Londres.
Rodeado por un pequeño jardín, el edificio fue uno de los primeros en ser semidestruido por una bomba alemana. Por eso, una mitad del edificio parece más nueva que la otra. El ático fue reconstruido hacia los años 50 y era usado por el Dr. Greyville cuando necesitaba dormir cerca del Museo. Eduardo, nada más terminar su carrera, le escribió una carta pidiéndole las llaves del ático para que él y Henry pudiesen trabajar en su doctorado. Él le contestó con un sobre y unas llaves dentro. El ático eran dos habitaciones. El salón-comedor-recibidor-dormitorio y el baño. El salón tenía un fresco con una imitación bastante lograda de una parte del libro de los muertos. Pasado mañana serían nombrados doctores. Curiosa fecha. Dos días después de la muerte de su padre.
Lo tenían todo pensado. Se marcharían de vacaciones a España. A Granada. Henry terminaba de hacer su maleta mientras Eduardo se bañaba en el cuartucho de baño carente de todo lujo. Su amigo nada más volver le pediría la mano a la hija de Sir Drewyn, una preciosa joven. Se alegraba por él. Desde que se conocieron en el College eran como hermanos. Eduardo se sumergió en la bañera.
Dos semanas más tarde llegaban en coche a Granada.
Granada es una ciudad preciosa, o al menos esa es la expresión que de ella tiene Henry. Todos los edificios pintados de un blanco resplandeciente. Suerte que ya tienen reservadas dos habitaciones en el hotel. La ciudad es tremendamente bulliciosa.
Subieron el equipaje a las habitaciones y Eduardo se cambió de ropa para visitar el Museo Arqueológico recientemente inaugurado antes de que lo cerrasen. Las farolas iluminaban la calle, alejando de su luz todo lo que el hombre no quiere ver. Henry le acompañó. El Museo mostraba una serie de exposiciones de objetos romanos y árabes. En ese momento solo estaban cuatro personas en la sala. Mientras los dos estudiaban unos cuantos útiles romanos, el guardia bostezaba sentado en una silla al fondo del edificio, un hombre alto y fornido, vestido con un traje negro entró en el edificio. Era una persona bella, no solo por lo perfecto de las facciones de su rostro, que su tez morena realzaba. Sus movimientos eran casi divinos. Sin dificultad. Parecía que estuviese flotando. Había algo antinatural en él, algo extraño, pero seguramente sería un efecto de su cansancio a causa del duro viaje en coche. El desconocido avanzaba sin dificultad por el medio de la exposición y se dirigía hasta ellos. Se situó a su lado y se agachó para ver mejor la reliquia frente a la que estaban los dos. En el expositor reposaba un espejo con curiosos detalles egipcios. Eduardo se dio cuenta de que había estado mirando al desconocido todo el tiempo y rápidamente volvió la mirada hasta el espejo. El desconocido sonrió a sus espaldas.
- Bonito espejo ¿eh? – dijo de repente Henry, sobresaltando a Eduardo. Casi se había olvidado de él. Había algo en ese extraño…
El desconocido estudió con la mirada al rechoncho inglés y asintió pausadamente. ¿Hablaba inglés o solo fingía? Eduardo se fijó en los detalles del espejo egipcio. A su lado reposaba un papel con las anotaciones de su descubrimiento, y la fecha del mismo. Al parecer lo encontraron en una caja de madera enterrada en una antigua villa romana. Le comentó a Henry los curiosos detalles del espejo, que mostraban a unos desproporcionados chacales que se agarraban por las patas. Sin duda alguna, evocaba a Anubis, dios de los muertos. La razón por la que tal funesta figura se pudiese hallar en un espejo descubierto en unas ruinas romanas hace 10 años se le escapaba. ¿En qué clase de ritual habría sido usado? El desconocido pareció darse cuenta de las cavilaciones del arqueólogo inglés.
- Sin duda alguna, el espejo habría sido empleado por alguna sacerdotisa de un culto antiguo.- El desconocido se expresó en un correctísimo Inglés. Los ecos de la frase resonaron musicalmente en el edificio.
- Ahh, usted es inglés ¿verdad? – exclamó Henry sorprendido.
- No. Pero sé hablar su idioma. – contestó mientras su vista saltaba del espejo y se perdía en los otros útiles romanos expuestos.- Parecen ustedes cansados ¿ha sido un buen viaje desde Inglaterra? ¿han cenado? Quizás deba invitarlos a cenar a un restaurante poco conocido… Acompáñenme…
Henry miró a Eduardo y este se limitó a reír y a seguir al desconocido a la salida del museo.
La cena se convirtió en un intercambio de ideas entre el desconocido, que dijo llamarse Enric, y Eduardo. El restaurante era un lugar sencillo pero no carente de encanto. Henry y Eduardo disfrutaron de una buena comida. Sin embargo el desconocido no comió, Eduardo se dio cuenta. Mientras Henry se abalanzó sobre la paella como si no hubiese comido en meses, ellos siguieron charlando hasta que despuntó el alba y acordaron irse a dormir para verse otro día. Enric pagó la comida y se despidió. Henry y Eduardo se arrastraron mutuamente hasta el hotel.
Al día siguiente, después de una opípara comida en el Hotel. Henry, aburrido de recorrerse el museo arqueológico una y otra vez detrás de Eduardo, estaba más que decidido a asistir a una corrida de toros, espectáculo más que recomendado por el encargado del museo. Ante la negativa de Eduardo a acompañarle, salió del comedor del hotel y se perdió entre las callejas de Granada. Le irritaba tener que depender tanto de Eduardo, como era el único que sabía español…
Eduardo terminó la comida y decidió pasear por la ciudad de Granada.
El sol se ocultaba detrás de las montañas, bañando de oro las columnas de la Alhambra. Sin que nadie se diese cuenta, la noche envolvió la ciudad en tinieblas. Eduardo cansado, se sentó en un banco cercano desde dónde podía disfrutar de la vista de la ciudad nocturna, quizás era hora de volver al hotel. Es posible que Henry esté preocupado por él. O no. A lo mejor estaba todavía vagando por las calles de Granada buscando el hotel…
A su lado se sentó una señorita vestida de negro. La miró de reojo. Juraría que ella le estaba mirando directamente. Imposible. No puede ser… es imposible… tamaño atrevimiento. Si, le miraba. Eduardo escuchó una risa nerviosa saliendo de la señorita. No aparentaba más de treinta años. Empezó a hacer frío…
¡Se seguía riendo!
De repente, a su derecha apareció una sombra y Eduardo se volvió hacia ella. La sombra sonrió, o eso le pareció a él, en la oscuridad relucieron como dos perlas sus caninos, le parecieron algo afilados. El terror inundó su mente ¿Moriría acuchillado en esta ciudad? Dolor. La chica…
En ese instante todo a su alrededor pareció ralentizarse. Sólo estaban él y ella. La Oscuridad y el Placer. No había nada más. Su corazón latiendo más despacio, más despacio, más despacio… Más Oscuridad, ahogándole, extasiándole, asustándole. De repente terminó. La luz inundaba poco a poco su retina y le separaba de ella. Unas manos le sujetaron por los hombros para alejarle aún más. Eduardo pataleó en vano. Le llevaban más lejos. Reconoció al malévolo ser que le arrastraba por el suelo. Era Enric. Pudo reconocerle a pesar de estar completamente sediento y atontado. Se detuvieron. Y él se mordió la muñeca, dejando caer su sangre en la boca del balbuceante Eduardo. Mantuvo la muñeca a unos 35 cm. de la boca de Eduardo, dejando caer pequeñas gotas de su sangre. Succionó esa sustancia espesa y luminosa. Enric le sacudió y golpeó su cabeza contra la acera.
Abrió los ojos.
Hacía frío…
Sacudió los brazos y se incorporó. El suelo estaba helado. No veía nada. La habitación estaba completamente a oscuras. Sin embargo, a su lado había algo. Algo pesado. Algo vivo. Se arrastró por el suelo hasta llegar hacia eso. Extendió los dedos tratando de descubrir qué era aquello cuando su rostro se iluminó en una mueca de horror. Eso... ese… era…
Algo dentro de él le obligó a asegurarse de que estaba vivo. Se acercó a su garganta. Era fina, suave… Deliciosa.
Pensó que ya había pasado demasiado tiempo, ya debía de haber despertado. Llamó a la reverenda y juntos fueron a ver a su chiquillo. Sacó las pesadas llaves de su bolsillo y abrió la puerta. La luz iluminó la estancia. Ella rió sádicamente al ver cómo Eduardo bebía de un enorme rubio con pinta de inglés…
Los días siguientes fueron un tanto… difíciles. Mientras Enric, la chica y otras dos “personas” salían del refugio para algunos recados, Eduardo se limitaba a observar y a estudiar. Ahora no estaba vivo. Eso seguro. Su corazón no latía. Estaba frío. ¿Qué sería de él? ¡Había matado a Henry! ¡Cómo podía haberlo hecho! Se torturaba pensando en la razón por la que había terminado así. Muerto. Se arropó en una manta que le había traído la chica.
Ed A. Greyville.