LockFinnan.

A la atención del Reverendísimo Padre Etienne de Lion.
Abad del convento benedictino de York.

       Espero que vuestra merced me perdone si malgasto vuestro precioso tiempo en contaros mis pesares, pero ha un año ya de lo que aquí voy a narraros, y no encuentro la manera de conciliar mi espíritu de nuevo tras presenciar los extraños acontecimientos que voy a relatar. Tal y como sabe vuestra merced, he tenido la osadía de escribir algunos tratados de herboristería que, para mi sorpresa, han gozado de gran aceptación. Esto unido al hecho de que pasé en Francia varios años dedicado entre otras cosas a ejercer de juez en las disputas territoriales de los nobles que allí habitan, me ha procurado una sin duda inmerecida fama de hombre sabio.

       Tal vez fuera por esta razón por la que fui llamado hace unos meses, en la primavera del año pasado, a dar mi opinión sobre unos extraños acontecimientos que estaban sucediendo en LockFinnan, una pequeña comunidad de las tierras altas que cuenta con un convento benedictino de cierta tradición.

       Se trataba de unas misteriosas muertes que habían asolado la región en los últimos años. Los mozos y mozas del lugar aquejaban de una terrible enfermedad cuando alcanzaban la edad madura. Su cuerpo y su espíritu se debilitaban alarmantemente en pocos días, y algunos llegaban a morir sin que los buenos padres benedictinos, no poco versados en las artes curativas, pudieran poner remedio a tan terrible situación. Lo extraño del caso es que, pasada la edad adolescente, los mozos y mozas que habían sido lo suficientemente fuertes como para sobrevivir, dejaban de sufrir sus misteriosos achaques, y en poco tiempo volvían a estar resistentes como robles y sanos como manzanas, característica que es más bien común en las gentes del lugar. Desgraciadamente, sólo uno o dos de cada diez jóvenes conseguía sobrevivir tanto, y el resto perecían sin remedio a los pocos meses de contraer la enfermedad.

       Los aldeanos atribuían la causa de su desgracia a unas extrañas criaturas, fruto sin duda de la ficción, que llamaban "Canterbip", los cambiaformas. Al parecer, existía allí la tradición de que en los lugares salvajes de más al norte, fuera del alcance de la civilización, habitaba una raza de criaturas monstruosas, mitad hombre mitad lobo, que llevaban siglos atacando a aquellos que se aventuraban en sus tierras. Estas extrañas creencias, herencia nefasta de las antiguas religiones paganas que habían precedido a la llegada de la Palabra del Señor, habían sido eficazmente erradicadas por los buenos padres benedictinos; pero con los extraños acontecimientos que entristecían la vida cotidiana de los lugareños, los antiguos temores brotaban de nuevo. No es extraño que fuera requerido a la mayor urgencia por el padre abad del monasterio para encontrar una explicación más mundana del asunto.

       Mi primera sorpresa al llegar la dispensó el enorme castillo que en el lugar se alzaba. Dominando el lago como un gavilán en su nido, la imponente masa de roca era incluso más grande que la del castillo de Edimburgo. Me enteré más tarde que la fortaleza pertenecía al duque de Ambrais, un noble normando muy adinerado que el rey inglés había mandado para controlar las tierras de la zona, y asegurar su lealtad a la corona en caso de rebelión. Debo confesar que me molestó bastante el hecho de que no fuera recibido por ninguna escolta. La situación estaba un poco tensa tras las recientes revueltas de los clanes, y un hombre de la iglesia, inglés para más datos, debería haber estado más protegido en el camino. Quiso la providencia que no me topara con esos ingratos rebeldes, por lo que debo decir que tuve un viaje bastante tranquilo.

       Mi animadversión hacia el duque creció cuando me hicieron saber que no sería recibido por él, ya que no se interesaba para nada en los asuntos de la congregación benedictina. Al parecer, disponía de su propio capellán personal, y ni siquiera acudía a la misa que todos los domingos celebraban los padres en la capilla del convento.

       Sin embargo, otros eran los asuntos que me traían a aquel desdichado lugar, y no presté atención al hecho pues decidí concentrarme en averiguar un origen mundano para la extraña enfermedad de los jóvenes del pueblo. Pronto descubriría cuán equivocado estaba.

       Lo primero que hice fue examinar a los enfermos del momento, dos jóvenes doncellas, que eran hermanas, y un fornido mozo que vivía en la granja vecina, los cuales habían caído en desgracia pocas semanas antes. No tuve dificultades en constatar que los diagnósticos de los frailes eran correctos. Los enfermos aquejaban de un estado de extrema debilidad, similar al que se produce en las personas mal alimentadas. Sin embargo, eran cuidados con extremo cariño y atención por sus preocupadas familias, y no se puede decir que carecieran de alimentos ni de ninguna otra cosa. Tal era su debilidad, que decidí realizarles una sangría, por si se tratara de algún mal de la sangre, como los que otras veces se han visto en casos similares. Una de las muchachas falleció esa misma noche, y los otros dos empeoraron visiblemente, lo que me llevó a deducir que los enfermos tenían una extremada carencia del líquido vital. Sin embargo, aún hoy no logro adivinar a dónde iba dicho fluido.

       Durante mi estancia en Francia tuve la desgracia de verme envuelto en no pocos conflictos armados, y mi fama de sanador me llevó a participar en las batallas socorriendo a los heridos de uno y otro bando. Podrá suponer su Ilustrísima, que conozco el aspecto que tiene un hombre que se desangra. Sin embargo, el caso de estos enfermos era distinto. Si bien los síntomas eran similares, por más que examiné sus cuerpos no pude encontrar herida u orificio alguno por el cual podrían estar sangrando. Así mismo, no había rastro alguno de sangre ni en sus ropas ni en las de las camas.

       Dos días después de que la primera doncella hubiera expirado, su hermana entró en un estado de sueño profundo, que en algunos casos precede a la muerte inminente del sujeto. Debo confesar que en aquel momento comencé a perder la confianza, y a rogar a Dios Nuestro Señor que me enviara una señal para guiarme en mi fútil empresa.

       Hoy ya no sé qué pensar, pero aún quiero creer que mis plegarias fueron escuchadas.

       Una noche volvía con el resto de los monjes de la oración de la hora nona, que los frailes tienen costumbre de realizar en un promontorio fuera del pueblo, cuando el tiempo lo permite. Habiendo recorrido medio camino, nos cruzamos con un extraña figura que avanzaba por la orilla del lago envuelto en las sombras de la noche. Pese a que pasó a poca distancia de nosotros, ninguno de los hermanos pareció darse cuenta, pero cuando llegó a mi altura, la imagen de su rostro se grabó en mi mente tan profundamente que jamás conseguiré borrarla. Sin lugar a dudas creo que era la criatura más bella que he visto nunca. Se trataba de un hombre moreno, muy alto, con una barba recortada y un cabello que le caía sobre los hombros graciosamente. Pero lo más maravilloso era el extraño aura de majestad que rodeaba su figura, un aura que hacía casi imposible apartar los ojos de él. Enseguida reconocí a la descripción que San Marcos nos hace en su evangelio de Jesucristo Nuestro Señor. Desde luego, sabía que no se trataba del Hijo de Dios en persona, pero supuse que sería un ángel enviado por el Señor para ayudarme en mi búsqueda. El sujeto pasó a mi lado sin fijarse en mí, y continuó su camino hacia el pueblo. Presa de la emoción, comuniqué a los buenos monjes que no cenaría con ellos, pues quería quedarme a meditar paseando por la ribera, y, como Pedro el pescador, me dispuse a seguirlo.

       Minutos después, el sujeto pareció darse cuenta, y se volvió hacia mí. Con los ojos llenos de lágrimas le relaté cuán apesadumbrado estaba y cuán esperanzado había acudido a la oración para solucionar el problema. Le conté los síntomas de las enfermedades y le agradecí de antemano su colaboración. El extraño, sin embargo, si bien me escuchó con paciencia y comprensión, me contestó que él no era quién yo creía, y que haría bien en no aventurarme solo por los páramos de noche. Dicho esto, se dio media vuelta y siguió su camino, abandonándome en la más negra de las desesperaciones.

       Comprenderá su ilustrísima el enorme peso de conciencia que abarrotaba mi alma en aquellos momentos, debido a que esas buenas gentes habían acudido a mí con la esperanza de que les ayudara en su aciaga hora, y yo, que siempre me he tenido por un hombre de recursos, no tenía ni la menor idea de lo que debía hacer.

       Armado sólo con mi consternación y mi fe en el Señor, me encaminé a la casa de la moza enferma, con la intención de pasar la noche velándola en oración. Tenía la secreta esperanza de que el desconocido se apiadaría de mí al ver cuán profunda era mi constancia. Sin embargo, tres noches más tarde no se había obrado cambio alguno en la joven.

       Ruego a vuestra merced que si no recibe este documento con actitud de mente abierta, no siga leyendo, pues si extraños pueden parecer los acontecimientos que hasta ahora he relatado, los que siguen son sin duda más extraños aún.

       Poco antes de la oración de vísperas de la cuarta noche después de mi insólito encuentro, me dirigía a visitar a la enferma cuando vi una escena que ni siquiera hoy puedo explicar. Al acercarme a la granja pude ver como salía de ella un elegante caballero, acompañado del padre de la desdichada. Unos metros más allá de la puerta, el aldeano inclinó la cabeza en gesto de sumisión y volvió a su casa. Por su lado, el desconocido invitado se encaminó hacia el castillo. Lo más extraño sin duda del asunto es que, al llegar a la casa, pregunté como es lógico por la identidad del sujeto, y todos en la granja me confirmaron que allí no había estado nadie. Una y otra vez juraron y perjuraron ante la Santa Cruz que no había habido visitante alguno desde que yo dejara a la paciente unas horas antes, y yo mismo pienso ahora que en verdad tenían confianza verdadera en lo que estaban diciendo. Entonces, claro está, pensé que se trataba de alguna trama maliciosa para engañarme.

       Que la Ira del Señor me fulmine si no era yo quién me estaba engañando a mí mismo.

       Como hombre de mundo que fui en mis años mozos, a menudo no he estado alejado del pecado, ya sea del pecado de la ira y la violencia, como del de la lujuria y lascivia. Durante mi estancia en Tierra Santa, antes de que me decidiera a ingresar por completo en la vida monástica, debo confesar que visité algunos burdeles de la zona para hallar en los brazos del pecado el consuelo a las desgracias de la guerra. Muchos de estos antros de perdición no eran precisamente el arquetipo de la limpieza ni de la higiene, y no era infrecuente que alguno de nosotros contrajera ciertos males fruto del fornicio con mujeres de poca confianza. Yo mismo estuve aquejado de ciertas fiebres de origen pecaminoso durante la campaña de Damasco.

       Por otro lado, es bien sabido que los nobles de esas zonas gozan de ciertos derechos sobre sus siervos que no se ajustan precisamente bien a la moral cristiana. No cabe duda de que muchos de estos nobles hacen continuado uso del llamado derecho de la "primma notte", seguro que vuestra merced sabe en qué consiste. No sería por lo tanto de extrañar que algunos de estos señores hicieran extensivo dicho privilegio al resto de las otras noches.

       Cuando una persona se dedica a la fornicación y al pecado carnal con tanta asiduidad, frecuentemente es castigado con alguna enfermedad aleccionadora, tales como las liendres o las fiebres sifilíticas. No es tampoco inusual que dicho sujeto transmita su enfermedad a cuantos compartan su pecado, creándose al final un foco de dolencia que sirve para identificar a los pecadores. Coincidirá su Ilustrísima conmigo en que el diagnóstico más lógico para este caso podría ir en este sentido. Así mismo comprenderá mi exacerbado estado de indignación al caer en la cuenta de que los jóvenes muchachos del lugar también eran presa de la enfermedad.

       Debo confesar que en aquel momento mi orgullo intelectual me perdió, y al pensar que había encontrado una causa natural al problema, me encaminé al castillo armado sólo con mi indignación, dispuesto a encontrar a cualquier precio al causante del entuerto, que sin duda debería dar muestras de tan extraño mal.

       Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado en una especie de celda, con una cadena atada a mi tobillo y a la pared.

       No tengo constancia cierta de cuánto tiempo estuve allí, tal vez fueron horas, o tal vez días. Mi desesperación fue además en aumento cuando pude oír en la lejanía que las campanas del monasterio tocaban a muerto. Al principio pensé que la otra muchacha habría perecido al fin, sin que yo hubiera podido salvarla, pero luego caí en la cuenta de que tal vez fueran por mí por quién tocaran las campanas. No es infrecuente en estas tierras que algunas personas que se aventuran por el campo de noche se pierdan, y no se vuelva a saber nada de ellas. Dicho presentimiento se vio desde luego apoyado cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y pude discernir que estaba rodeado de cuerpos en descomposición, pobres desgraciados que habían muerto encadenados a la pared como yo lo estaba ahora.

       Siendo como he sido hombre de armas, contemplo a la muerte como una posibilidad inevitable, que tarde o temprano llamará a mi puerta, por lo que no puedo decir que el terror me embargara en aquellos días. Aunque lo que voy a contar a continuación podría hacer pensar lo contrario.

       Una noche, creo que la tercera que pasé allí, la puerta de la mazmorra se abrió. Descendiendo por las escaleras pude ver al sujeto que había visto salir de la casa. Iba solo, portando una antorcha que reflejaba en su cara una expresión de divertimento malicioso. Debo confesar que éste tampoco carecía de cierto encanto, un deje elegante que le delataba sin duda como un personaje prominente de la corte, uno de esos con los que uno no quiere enemistarse. Pero desde luego no era ni la triste sombra del otro personaje que me había encontrado a orillas del lago. Lo que sí me llamó la atención era la extrema palidez de su cara, lo que me llevó a concluir que también estaba enfermo, es decir, que era él el responsable de la nefasta epidemia.

       Durante más de una hora, se paseó a mi alrededor observándome como un lobo a su presa, lentamente y con meticuloso placer. Y en todo este tiempo no dejé de conminarle a que abandonara su actitud pecaminosa, a que volviera al buen camino mediante la oración y la penitencia, pero mis sugerencias no parecieron hacer mella en él. Tras un tiempo que me pareció interminable, se plantó ante mí, y con una expresión de maldad que me hizo estremecer me dijo:

       - Creo que servirás. Muy pronto me llamarás amo.

       No sé que extraña clase de hechizo echó sobre mí, pero lo cierto es que de repente, la idea de servirle por toda la eternidad me pareció gozosa. Con una velocidad increíble se abalanzó sobre mí. De nada sirvió mi experiencia en combate, pues se hizo conmigo como con una muñeca de trapo, y pronto sentí cómo la vida se escapaba por mi garganta. Entonces, cuando apenas tenía fuerzas para respirar, se hizo un corte en la muñeca, y la acercó a mi boca para que bebiera de ella. Sólo recuerdo de aquel instante el terrible deseo de beber de la sangre misma del diablo. Sin embargo, algo me detuvo.

       Con un estruendo infernal, la puerta de la mazmorra se abrió de golpe, y al otro lado pude contemplar la figura del extraño caminante que había visto en el lago. Acongojado por la creencia de que mis plegarias habían sido escuchadas y debilitado por mi falta de sangre, sentí como el mundo giraba a mi alrededor en el estruendo de la lucha, y luego me desmayé.

       Cuando desperté estaba tendido en una cama, la misma que había servido para albergar a la muchacha enferma, que había experimentado una notable mejoría. En cuanto tuve capacidad de habla, los buenos aldeanos me contaron que los rebeldes habían atacado la fortaleza dos noches antes, y que me habían encontrado en las mazmorras. El duque de Ambrais y gran parte de su guardia habían muerto durante el combate, y no se había hallado rastro alguno del extraño sujeto que yo había visto salir de aquella casa.

       A la noche siguiente ya fui capaz de salir a dar un paseo por el lago, esperando poder encontrarme con mi extraño benefactor, pero no he hallado hasta la fecha rastro de él.

       Espero que vuestra merced pueda encontrar luz alguna en este relato que os hago, pues yo mismo no puedo. He sabido por otro lado que habíais mandado buscarme, preocupado de que me hubiera sucedido algo. Sinceramente os agradezco el interés, creo que en estos años que he pasado en la orden no he tenido más amigo que vos. En parte os escribo esta carta para tranquilizaros, así como para haceros comprender mi decisión de abandonar el monasterio.

       Los sucesos que os he contado han amenazado con quebrar los cimientos de mi fe, y creo que es mi deber poner los medios necesarios para que esto no suceda. Por esto, he decidido que a partir de ahora viviré una vida de meditación como ermitaño, pues considero que he de arreglar mis ideas antes de poder compartirlas con los demás.

       Ojalá que la Divina Providencia permita que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Si no es así, quiero haceros saber que profeso por vos un sentimiento de amistad que perdurará mientras dure mi vida.

       Dándoos gracias de nuevo por vuestra interminable paciencia, me despido. Espero que este relato os sirva de iluminación para los años venideros. No sé si a mí me ha servido, pero lo que sí es seguro es que me ha hecho cambiar de parecer acerca de muchas cosas.

       Pensamos que somos el centro de la creación, que Dios Nuestro Señor creó el mundo para que lo domináramos, pero yo sé que ahí fuera hay muchas cosas que escapan a nuestro poder y comprensión. Quiera Dios que nunca tengamos que enfrentarnos a ellas.

Semper Servus.
Richard de Glastombury.

Autor:
Marco Flavio Quintillo, Lasombra : roberto_barenas@wanadoo.es