Pendergast.

       ¡Ah bien! Veo que al final ha venido a escuchar mi historia. Hacía tiempo que quería relatársela entera, pero no ha sido hasta hace poco, que la verdad sobre mi pasado ha florecido. Después de todo, mis Antiguos tendrían alguna buena razón para ocultar ese fatídico episodio de mi vida. Creo que pensaban que volvería a caer en la desesperación al recordarlo. Puede que tuvieran razón, pero trastear en mi mente es una opción que debería haber escogido yo y no ellos. Después de todo, según parece, antes me aterraba quedarme solo, pues en mi mente rondaba el suicidio, y sin nadie a mi alrededor, lo cometería. Pero ahora, las visiones de antaño, me reconfortan… y desasosiegan por igual. Las pistas están reunidas, y la trágica muñeca, en mi poder. Mas no nos adelantemos a lo sucedido. Después de todo, una buena historia debe relatar una vida, y esa vida debe tener un principio.

       He aquí ese inicio…

       Ser el segundo hijo de una familia burguesa altamente acomodada de la Inglaterra de la Revolución Industrial ayudó a que llegase a dónde he llegado. Como mi familia poseía vastas fábricas de producción en serie, los problemas económicos eran inexistentes. Viví en la mansión familiar, hasta que ingresé en la Universidad. Como era el segundo hijo, no fui criado para llevar el negocio, tal y cómo lo hacían con Roderick, mi hermano mayor por cinco años. Es por ello que recibí una educación por parte de institutrices y profesores privados centrada en el saber milenario, y en las nuevas ciencias, que en la economía y el resto de enseñanzas útiles para conservar y expandir la industria familiar.

       Quizá fuera genético y mis padres ya fueran excepcionales, pero gracias a un alto cociente de inteligencia desde temprana edad, y a una curiosidad innata por mi parte, es bien cierto que a la temprana edad de dieciséis años ya había empezado a cursar en la universidad. El saber me atraía cómo una polilla la luz… pero necesitaba más.

       Pronto empecé a investigar de noche la biblioteca de la universidad. Lo primero que encontré más que interesante, fueron los libros de lógica deductiva, a la par que los de filosofía oriental. Aun con pocas amistades, solía tener un grupo de amigos que nos reuníamos en secreto en la biblioteca o en el gimnasio, ya fuera para saquear un poco el saber allí encerrado, o ejercitarnos, tanto en destreza manual con las armas afiladas de aquel entonces, o practicando en un descampado como un campo de tiro improvisado. Todavía recuerdo aquellas noches con “Los señores de las letras”. Habíamos desarrollado un código entre nosotros, para poder cartearnos de forma segura, cuando estuviéramos de viaje, o nos separemos al finalizar la estancia en la universidad.

       Pero el verdadero secreto que fue desvelado por nuestra pequeña cofradía sería el desencadenante del cambio rotundo de mi vida.

       Tras que la biblioteca se adjudicase toda la colección privada de un viejo barón de la Inglaterra profunda, nos introdujimos en el interior del edificio de la universidad para ser los primeros en observar y admirar aquellos antiguos escritos, algunos de los cuales se remontaban a 1600.

       Lo que descubrimos aquella noche, con algo de whisky en la sangre, sería un hito para nosotros. Entre pilas de papel viejo y desgastado, kilos de basura que debería arder, una gran decepción nos apoderó. Ni un solo primera edición, ni un inédito, ni un triste facsímil.

       Si no hubiera sido porque decidimos abrir un libro de cuentas para ver la cuestión financiera del cadáver, idea que se le ocurrió a Patrick, abríamos perdido toda la noche. Porque lo que se escondía tras la carátula de cuero desgastada, no eran precisamente números, sino un auténtico grimorio de magia negra.

       Vale, nosotros éramos demasiado escépticos para creer que fuera de verdad, además de que con el tiempo, he comprobado que un grimorio no habría estado traducido a inglés tradicional, ni haber expuesto los detalles con tanta facilidad. Pero aunque el libro que encontráramos no fuera más que una falacia, fue el detonante de nuestro cambio de actitud. Jóvenes inconformes con su tiempo, con mucho tiempo y buenos contactos. Fue entonces cuándo decidimos convertir nuestra cofradía en algo verdaderamente místico. Bajo ese libro juramos no desvelar los secretos que descubriéramos en vida, y pasamos a llamarnos “Buscadores Arcanos”. Aunque tardamos bastante tiempo en encontrar material de calidad, nuestra ansia de aprender era enorme, y los consumíamos tan rápido cómo llegaban a nosotros.

       Pero quizá jugar con el ocultismo no fuera tan buena idea. En el último año de estudios, nos habíamos gastado más tiempo y dinero en lo esotérico que en cualquier otro año, en estudios formales. Aunque el grupo de cinco inicial había perdido un integrante, por el fallecimiento de Patrick en un accidente del que nunca se encontró el cadáver, no podíamos estar más impresionados por nuestro descubrimiento.

       En el refugio de la universidad, un ático roñoso y quejumbroso por el tiempo, nos llegó una misiva, cerrada con un sello extraño, con la forma de un símbolo parecido al de la virilidad y un cuadro en su interior. Intrigados, usamos el cortaplumas para abrir la carta, y la leímos atentamente.

       Estaba escrita con una tinta negra, de trazo fino e inclinado, con gran pomposidad. A grandes rasgos, nos comunicaba que un grupo ocultista, autodenominado “Cazadores de Recuerdos”, nos invitaba formalmente a todos nosotros, ya que había un listado de todos, a una pequeña reunión que se celebraría en la próxima noche, a apenas 10 km de la universidad. Según el escrito, se habían fijado en nosotros, por nuestros movimientos en el arcano arte por el cual nos movíamos. No obstante, era fácil suponer que nos querían por nuestro dinero y posible influencia. Pero lo más asombroso, era que la rúbrica del firmante, aparecía la firma de Patrick.

       Era imposible, pero su firma era exacta a la que recordábamos. Sin duda, algo escabroso se había formado en nuestras mentes, pero nuestra ansiosa curiosidad, la que nos matará en su día, nos llevó a tomarnos el día siguiente libre de clases, y tomar un carruaje alquilado para llegar a aquella mansión.

       Llegamos pasadas las 10 a aquel lugar. El edificio, estaba situado en lo alto de una colina pelada, sin nada de árboles. Seguimos el camino de tierra para llegar a una verja de metal negro enrevesado y oxidado. Estaba abierta, así que hicimos caso omiso de nuestro sentido común de alejarnos de allí lo más rápido que pudiéramos, entramos. El camino estaba adoquinado y conducía directamente a media docena de escalones marmóreos, rematados por una tosca puerta de algo parecido a ébano. La mansión había sido de un color salmón en su tiempo, pero ahora estaba cruzado de manchas de corrosión, de humedad, y desconchabada. Las ventanas estaban cerradas con maderos y clavos, y el ambiente era más que lóbrego. Titubeamos, pero algo teníamos que hacer. No podíamos perder la oportunidad de pertenecer a algo grande. Así que Rusell golpeó la puerta con el picaporte en forma de boca de león, que aunque fuera de bronce, ya había perdido todo su lustre. Empezamos a angustiarnos porque el lugar parecía abandonado. Pero tras girarnos, oímos perfectamente el crujido de los goznes, quejándose al girar sobre sí mismos. Con los pelos de la nuca erizados, dimos la vuelta sobre nuestros talones.

       Si alguien dijera que no se sorprendió por lo que vio, mentiría. Delante de nosotros, teníamos un joven hombre, bien vestido, aunque tremendamente ojeroso y pálido. Además, olía a algo que en su momento no pude identificar. Pero lo más asombroso, era que su rostro era una copia exacta de nuestro amigo Patrick. Sin embargo, nuestra sospecha de que hubiese regresado al más allá para vengarse de nosotros se desvaneció tan rápidamente, cuándo nos echamos todos a saludarle y preguntarle qué es lo que había pasado exactamente.

       Sin embargo, aunque Patrick contestó a todos y cada uno de nuestros saludos, evadió tajantemente el resto de preguntas. Lo que era aún más preocupante, era el hecho de que tardó varios momentos en darse cuenta de quiénes éramos realmente, y más aún extraño, después de fijarse en nosotros, no sonrió ni realizó ningún gesto de amistad. Sólo se quedó allí de pie, hasta que se le ocurrió hacernos pasar, con la frase de, mi maestro les está esperando.

       Realmente escalofriante.

       La mansión se abría paso a través de nosotros, en vez de cruzarla nuestro cuerpo. Tal era la vastedad, la oscuridad, y la sensación de olvido y desengaño del escenario, que a duras penas podíamos seguir a Patrick, que caminaba estoicamente, sólo acompañado de un candelabro de hierro para romper la negrura de la que hacía gala el pasillo. Decenas de cuadros adornaban una pared por la que asomaban tiras de madera, en otras partes, papel de flores pintado, y en otras, moho verdoso que desprendía un olor a metano. Se estaba comiendo la pared, literalmente. Los cuadros colgados, hacía tiempo que habían sido retirados, y se notaba el cerco de humedad dónde antes debieron de estar colgados. Las puertas por las que pasábamos estaban cerradas a cal y canto, ya fueran con tablas de madera cruzadas, o hubiesen tapiado el hueco con ladrillos. Al parecer, la casa sí que estaba deshabitada. Tras caminar largo rato, que se nos antojó excesivo, llegamos ante una doble puerta de aspecto nuevo. Patrick se paró, apoyó el candelabro en el suelo, y sacó una pequeña llave desgastada por el uso. Fue la primera vez que sonrió desde que habíamos entrado y la segunda vez que hablara, sólo para decirnos, ya hemos llegado.

       Quizá con demasiado melodramatismo, abrió de golpe las dos puertas, empujándolas hacia el fondo. Golpearon la pared estrepitosamente. Aquella casa no terminaba de asombrarnos. Nos encontrábamos en lo que parecía un salón de baile, debido a su tamaño, pero que había sido reconvertido en una biblioteca improvisada, con montones de libros, estanterías hasta el techo, con escaleras para llegar a los volúmenes de más arriba. Aunque la luz seguía siendo deficiente, había 4 mesas pequeña con luz situadas al lado de lo que parecían cómodos sillones de lectura.

       La chimenea seguía resaltando todo el conjunto, pues estaba encendida y caldeaba el ambiente, que de otro modo hubiera sido excesivamente frío y húmedo. Avanzamos un par de metros, hasta descubrir lo que en principio nos pareció una sombra producida por la chimenea, era realmente un hombre alto, de pelo canoso y capa hasta los pies de color púrpura, mirándonos fijamente, con ojos que se asemejaban a los de un gato. No tenía un atisbo de sonrisa.

       En ese preciso momento, oímos cerrarse la puerta tras nosotros. Aquel hombre abrió la boca, sólo para ofrecernos un sillón, mientras hablaba siseante con Patrick para que trajera vino. Él bajó la cabeza sumiso, y se perdió por un hueco lateral. Una vez nos pusimos cómodos y hubiéramos bebido un vaso de vino, empezaron las presentaciones. Aquel hombre, por calificarlo lo más humanamente posible, se hacía llamar Gilles. Y en efecto, pertenecía a la cofradía “Cazadores de Recuerdos”, fundada a principios del siglo XVII para buscar conocimientos perdidos de la antigüedad. Había conocido de nuestra existencia, por tener varios distribuidores en común, y cómo la cofradía andaba escasa de miembros, habían decidido venir a entrevistarnos, y hacernos las pruebas pertinentes de acceso. Solamente deberíamos pasar el resto de la noche buscando la salida del lugar, según unas pistas de lógica espaciotemporal repartidas por la laberíntica casa. Pero antes de nada, explicó que nuestro amigo Patrick realmente sí había sufrido un accidente, y que para salvarle la vida, tuvieron que usar una novedosa técnica psíquica para restaurar ciertas conexiones mentales. Lamentablemente, se perdió información en el proceso, dejándole aletargado y sin motivación. Intentó convencernos, en mayor o menor grado, sobre lo acertado de sus palabras. Después de todo, no teníamos pruebas para desmentirlo, y según lo oído, su sociedad estaba basada en antiguas técnicas mentales, tales cómo vaciados de memoria, regresiones mentales, e incluso la tan de moda hipnosis.

       Tras esa pequeña charla, Gilles se acercó a Patrick y lo miró de forma mordaz. Ambos asintieron y sacaron de sus respectivos bolsillos algo asemejado a un trozo de metal. Parecía que estuvieran mirando la hora. Fueron hasta una pared de libros, y se colocaron detrás de la estantería. Tres minutos más tarde, no habían salido. Curiosos, nos acercamos, y para nuestra sorpresa, detrás de la estantería no había nada, salvo una nota que rezaba: “Ya ha empezado”.

       Los cuatro amigos nos miramos encogiéndonos de hombros. Quedaba mucha noche por delante, y no sabíamos a lo que nos enfrentábamos. Antes, por estar lejos de la chimenea, habíamos pasado por alto una pequeña portezuela pegada a ésta, pero como ahora estábamos justo al lado, se nos hizo obvio por dónde deberíamos ir. La abrimos, y cruzamos el umbral.

       Tras recorrer un pasillo oscuro de menos de dos metros, llegamos a una habitación bastante grande, de forma dodecagonal. Parecía que había un espejo en cada lado de la habitación. Y en medio de la sala, una mesa con doce palancas, orientadas a cada espejo. Nos acercamos, y tras atravesar una invisible línea, la luz iluminó los espejos, y vimos reflejados a un maniquí vestido cómo un soldado de las tropas de Napoleón, con su rifle apuntándonos. Una nota en la mesa, escrita a mano, solamente ponía, “los reflejos del verdadero asesino”. El reloj de arena se quedaba lentamente sin granos. Intrigados por el asunto, caímos en la cuenta del viejo acertijo. La casa de las apariencias reflejadas. Sólo había que encontrar al soldado original, el que fuera distinto de todos los demás, y apretar su palanca correspondiente. El problema, sólo teníamos menos de un minuto de tiempo para revisarlos todos. Quizá cuatro mentes trabajen mejor y más rápido que una, y que por eso nos dimos cuenta que la pluma del casco siempre apuntaba hacia la derecha… excepto la del soldado número 7, que estaba hacia la izquierda. Miradas de suspicacia. Todos pusimos la mano en la palanca 7, y la giramos hacia nosotros. Cerré los ojos, temiendo habernos equivocado y esperar el disparo fatal.

       Abrí los ojos, y vi la cara de sorpresa de mis compañeros. La estatua 7 había desaparecido, y ahora en vez de ella, había un pasillo. Nos adentramos en un corredor oscuro, muy similar al primero, que volvía a desembocar en otro pasillo de piedra. Parecía una catacumba. Las paredes, el techo y el suelo eran de sólidos bloques de piedra. Y ya tan habitual, una nota encriptada con la oración “no te fíes de los animales que te indican el camino”. Empecé a pensar que esta prueba tendría animales desagradables, pero esperaba equivocarme. Si se trataba de un laberinto, solamente había que recorrerlo pegado a la pared de la derecha, y al final se encontraría la solución. Pero el factor muerte entraba dentro de la ecuación y no podíamos arriesgarnos a saltarnos el truco del acertijo. Decidimos investigar más a fondo el lugar. Los bloques de piedra, no eran homogéneos, como pensábamos, sino que estaban atravesados por líneas negras, como flechas. La mayoría de ellas señalaban hacia la bifurcación de la izquierda. Algunas menos, hacia dónde estábamos nosotros. Incomprensiblemente, había una flecha en forma de espiral, que no apuntaba a ningún sitio. Cómo ya desde el principio había dos corredores, y el de la derecha no estaba señalado de ninguna forma, decidimos ir por ahí. El truco del laberinto era sencillo. O eso pensábamos.

       Seguimos caminando por el trazado predispuesto, dando giros de 90º cada pocos metros, siempre hacia la izquierda. Pronto, el corredor se fue haciendo más y más estrecho, hasta que apenas cabía una persona de lado. Tras girar el último recodo, nos encontramos con una pared sólida de granito con una flecha que incomprensiblemente, miraba hacia la pared. Las pruebas empezaban a ser demasiado retorcidas para encontrarle algún sentido lógico, así que apelamos a la nota preliminar, y no haciendo caso a la señal, dimos la vuelta, girando hacia la derecha. El clic fue imperceptible para los oídos. Cuando giramos la última esquina que nos llevaba al inicio del laberinto, algo nos llamó la atención. Pues ya no había túnel de entrada ni cualquier otra entrada visible a simple vista.

       Charles, angustiado en parte a su inicio de claustrofobia y el temor que desprendía aquella casa, volvió sobre sus pasos hacia la espiral. Intentamos apaciguarle, pero él sólo corría más y más rápido. Un ruido seco llegó a nuestros oídos, y supimos que a Charles no le había pasado nada bueno. Pero no podíamos ir a buscarlo. Seguiríamos.

       Empezamos a inspeccionar la sala, y si el suelo del inicio tenía flechas, aquí las paredes, el techo y el suelo estaban llenas de ellas. Sin orden ni concierto, unas flechas señalaban al norte, otras al suroeste, hacia la pared del sur, hacia arriba. Incluso, en las paredes y techo, las había en forma de cruces y espirales. Cada piedra parecía distinta de las demás. Creaba un efecto óptico mareante, pues tantas direcciones distintas distraían los ojos. Sin embargo, habíamos estudiado diversos acertijos, juegos y trampas cómo para pensar que esto era casual. Todo debía tener una relación. Nos sentamos en el suelo, a pensar. Me eché tendido, puesto a reposar mi mente. Cerré los ojos, y sólo veía oscuridad. Y al volver a abrirlos, vi el techo blanquecino, como en un tablero de ajedrez.

       ¡Cómo un tablero de ajedrez! Ahí estaba la respuesta. Me levanté para confirmar mis sospechas. Tras contar el número de baldosas de un lado y otro, las multipliqué para saber cuántas había en total. Sesenta y cuatro, como el tablero de ajedrez. Además, las baldosas seguían el orden lógico de blanquecino-negruzco, asemejándose todavía más a un tablero. Muy posiblemente las flechas de la pared y el techo no tuvieran nada que ver con la resolución, y estuviesen simplemente para ocultar el secreto. Quizá fuese algún tipo de jugada, representada por flechas. Pero, ¿por dónde empezar? Cada baldosa podría ser tan buena como cualquier otra… si no hubiera sido porque Wesley dio un grito de alegría al descubrir la figura de un caballo y una flecha en una baldosa blanca de un extremo de la sala. El joven, se creía un verdadero francmasón en cuestión de numenorología y ajedrez, aunque por lo menos conocía el llamado “pase del caballo”. Entre balbuceos ignotos y risas, nos contó que consistía en coger el caballo, y mediante sus movimientos entre casillas, llegar a otro extremo, pasando por todas las casillas una sola vez. Encerraba poderosos secretos, ya que se trataba de una fórmula alquímica, que aunque no única, solamente habían descubierto un puñado de personas.

       Bueno, teníamos un razonamiento lógico ante un problema, un punto de inicio y unas directrices. Ahora deberíamos llevarlo a cabo correctamente. Nos colocamos en la piedra de inicio, y vimos consternados cómo la flecha señalaba hacia la pared. No podíamos iniciar el movimiento de caballo hacia allí. Pero como estaba escrito en la nota, no debíamos hacer caso de las señales. Así que decidimos hacerlo hacia el lado contrario.

       Avanzamos las casillas hacia la derecha, y una hacia arriba, ya que era el único movimiento permitido. Esta vez había dos flechas. Una hacia el sur, y otra al suroeste de la baldosa. Ahí estaba la traducción de cómo realizar correctamente el movimiento de caballo. El movimiento largo fue hacia el norte, y el corto hacia el este. Nos animamos, tras ver que las siguientes flechas parecían concordar correctamente. Seguimos caminando, retrocediendo y avanzando. Nos pasamos más de media hora andando y desandando el camino por las baldosas. La verdad que tantas flechas levantaban dolor de cabeza. Pero al final, cuando realizamos el último movimiento, o eso supusimos, vimos la más rara de las baldosas. Tenía flechas hacia los ocho puntos cardinales.

       Presentimos que éste era el final de la jugada. Pero nada pasó. Ni el movimiento de una pared, ni nada.

       Wesley, demasiado volátil, se enfureció y empezó a saltar encima de la baldosa, gruñendo y maldiciendo. Fue entonces cuando oímos un clic, y la baldosa bajó perceptiblemente ante la presión ejercida. Echamos el aire contenido de los pulmones, al ver delante de nosotros cómo la pared se abría por la mitad, para dejar paso a otra habitación.

       Tras entrar Wesley, Tarod y yo en el habitáculo de no más de veinte metros cuadrados, iluminado fuertemente por una docena de antorchas refulgentes, se cerró la pared detrás de nosotros. Ya empezábamos a acostumbrarnos, así que ni parpadeamos tras escuchar el rugido al cerrarse.

       En medio justo del lugar, había un yunque de metal incrustado en el suelo. Parecía que pesara una tonelada, y ya había perdido el brillo metálico por años de continuo uso. En un rincón, había una pila de chatarra. Nos acercamos para observarla con más detenimiento, y descubrimos que se trataba de unas tres docenas de martillos más o menos nuevos, de distintos tamaños y formas. Demasiado exasperados para pensar, nos acercamos hasta el yunque, y cogimos la nota escrita a mano.

       “Ocho campanas desafinadas de pereza, siete campanas discordantes de codicia. Seis campanadas por la lujuria y cinco campanazos en honor a la gula. Cuatro veces la cacofonía de la envidia y tres para la ira. Dos siseos del orgullo, y una sola para salvarnos.”

       El alma se nos cayó a los pies. ¿Qué tipo de prueba era ésta? Encima, el tiempo apremiaba y no sabíamos cuántas nos quedaban. Ya habíamos perdido a un compañero, y la desesperación empezó a acogernos. Lo mejor sería pensar en la prueba para olvidarnos de la sombra de la duda de la desaparición de Charles. Al sumar el número de campanas, sumaba treinta y seis. Contamos los martillos, y eran treinta y seis. ¿Coincidencia? Lo dudo, gracias. Había una conexión. Y si se supone que había que dar campanas, ¿qué mejor que estrellar un martillo contra un yunque? Ése fue el primer razonamiento que nos vino a todos a la mente. Debíamos encontrar el orden lógico a los martillos y golpearlos siguiendo la nota encriptada.

       Así que dividimos los martillos en grupos de cinco, y empezamos a golpearlos, para intentar encontrar sonidos iguales. Algunos martillos generaban sonidos muy agudos, otros profundos y graves, unos pocos ruidos muy secos, y un único un sonido agradable. Sin duda, habíamos encontrado el último martillo, el de la salvación.

       Tras casi dos horas golpeando el yunque con aquellos martillos, y un dolor de cabeza enorme, los teníamos divididos en los ocho grupos. Yo tenía mis dudas acerca del penúltimo martillo, pues sonaba prácticamente igual que los del tercer grupo. Sin embargo, dejé el orden de Tarod, pues había estudiado muchos años música y debía saber lo que se hacía.

       Impacientes por salir de aquel lóbrego recinto, empezamos a golpear el yunque con los martillos. Ocho impactos por el pecado de la pereza. Siete para la codicia, seis para la gula… Entonces sonó el martillo que tenía una posible confusión, y al verlo con el conjunto, supimos que habíamos errado. Intercambiamos el martillo que no sonaba como tal, y volvimos a empezar. Ocho campanas para la pereza y siete a la codicia…

       Nos quedaba un último martillo, el de la salvación. Lo cogimos entre los tres y propinamos un buen golpe al yunque, que aguantó estoicamente. Reímos y nos abrazamos en cuánto vimos cómo la pared del fondo se abría con un crujido y dejaba entrever un pasillo. Nos pusimos rápidamente en camino, ansiosos de salir de aquel laberinto estancado y respirar aire limpio.

       Caminamos unos metros y nos abrimos paso a una especie de recibidor, dónde se intuía la vetusta pared pintada de colores comidos por los hongos, restos de sillas carcomidos y deshechas. Marcas de dónde antes hubiera habido cuadros, y un desorden y suciedad general. El único mobiliario que destacaba era una abertura de la pared, dónde debería haber ido una puerta, con un pequeño letrero encima, con caracteres extraños e incomprensibles. Un espejo aún más grande que aquel hueco estaba situado enfrente, contra una pared. En el suelo, una flecha que señalaba hacia el espejo, y una nota clavada en la pared con un puñal. No tuve tiempo de desclavar el puñal, cuando Wesley echó a correr hacia lo que se intuía salida, gritando a pulmón tendido que era la salida, puesto que estaba en sentido contrario al de la flecha. Intenté advertirle de que era mejor leer la nota primero, pero él ya había cruzado la negrura de la posible salida. Momentos más tarde, se oyeron gruñidos guturales, y un desgarrador grito humano.

       Tarod y yo nos miramos, y decidimos buscar otra salida. Cogí la nota, y la abrí. Un escalofrío me recorrió la espalda. En medio de la hoja, solo había una pequeña frase, escrita en algo que parecía sangre. “Vivir es aprender”.

       Pero en aquel lugar solamente había un marco de puerta, una señal mirando hacia el espejo, y una escritura incomprensible encima del marco. Fue al mirar al espejo, y lo que reflejaba, cuando me di cuenta del sentido del juego. En el primer acertijo, había espejos y reflejos. En el segundo, flechas que no seguir, y la flecha reflejada en el espejo no miraba hacia el espejo, sino al hueco, y en el tercero… no había conexión. Salvo que al mirar los caracteres reflejados, vi una palabra escrita en latín, que traducida, significaba literalmente salvación. Ahí estaba la conexión con la tercera prueba. Cogí una silla descompuesta por el tiempo y golpeé el espejo. No pasó nada. Lo volví a intentar. El espejo ni se inmutó. Entonces Tarod desapareció de mi vista, y apareció con el martillo que hacía el sonido de la salvación, y golpeó violentamente el espejo. Éste partió en miles de trozos, revelando un pasillo iluminado. Tarod dejó caer el pesado martillo y corrimos por los corredores, como si cuánto más rápido fuéramos, antes pudiéramos olvidar todo esto.

       Pero nuestro asombro no acabaría aquí. Pues al llegar a la luz del final del túnel, cómo si estuviéramos muertos y fuéramos al cielo, entramos de lleno, jadeando en la biblioteca dónde nos encontramos con Gilles y Patrick. Allí estaban sentados esa extraña pareja, pero también se encontraba Charles y Wesley, bastante calmados.

       Gilles se levantó para saludarnos. Parecía bastante contento por la resolución. Empezó a hablar y contarnos, que para ser un grupo de cuatro, que dos hubieran llegado al final colmaba todas sus expectativas, ya que todavía quedaban un par de horas para que amaneciese. Tanto Tarod como yo habíamos pasado la prueba de iniciación, por lo que podíamos considerarnos acólitos principiantes de los Cazadores de Recuerdos.

       Después de invitarnos a sentarnos, siguió hablando al grupo en general, pero con un tono de desaprobación. Dijo que tanto Charles como Wesley habían fallado y que por ello no podrían ingresar. Debería borrarles el encuentro de esta noche para silenciar sus labios ante oídos curiosos. Era una pena, continuó, porque el grupo parecía una unidad sólida, pero apeló a la frase de que toda cadena es tan resistente como su eslabón más débil, y que por ello debía eliminar a los débiles. Sus palabras sonaban demasiado duras, pero mis dos amigos ni se inmutaron. Parecían auténticos autómatas. Seguían moviéndose, pero no respondían ante ningún sentimiento.

       Gilles se despidió de Tarod y de mí, alegando que tenía que reconduccionar a mis dos amigos. Yo me despedí muy intranquilo, y Tarod se durmió de camino a nuestro hogar en el carruaje que Gilles había contratado para nosotros.

       Esa noche fue la última que vi a Charles, Wesley y Patrick en mucho tiempo. A la mañana del día siguiente, tras dormir casi un día entero, ya completamente recuperado, me encontré con una nota en la puerta de mi habitación de la residencia universitaria. Era una carta de Tarod, en la que me comunicaba que ayer habían encontrado nuestro refugio particular y había sufrido un incendio. Aunque la universidad había descubierto las andanzas particulares de un grupo de estudiantes, no habíamos sido acusados de nada, ya que no sospechaban de nosotros. Sin embargo, incomprensiblemente, las familias de Charles Wirewood y Wesley Knight habían marchado a sus respectivos pueblos de nacimiento, debido a unos problemas en los negocios familiares.

       Alguien quería borrar nuestro pasado en común, y lo estaba consiguiendo.

       Tras dos semanas de los sucesos en el antiguo caserón, tanto Tarod como yo no habíamos recibido noticia de aquel grupo que se llamaban a sí mismos Cazadores de Recuerdos. Quizá fuera la calma que precedía a la tempestad. Porque exactamente dos semanas después de aquella noche fatídica, fuimos asaltados por varios encapuchados en medio de la noche, cuándo nos dirigíamos a nuestro hogar desde la universidad. Nos tomaron por sorpresa, y apresaron con esclavas las manos. Tras vendarnos los ojos y trastabillar unas cuántas veces, subir escaleras, abrir puertas y escuchar cerrarlas, nos quitaron las vendas, y la luz inundó mi campo de visión. Estábamos en lo que parecía ser el sótano de una taberna. Aunque había bidones de lo que parecía vino y cientos de botellas descorchadas, el resto de la habitación desentonaba. Estaba alfombrada, con unos colores púrpuras, y había sillones de lectura, además que varios candelabros que daban la suficiente luz. Una mesa central con varias sillas, y varios manuscritos repartidos caóticamente por toda la estancia.

       Delante de nosotros se encontraba Gilles, y otros cuatro hombres de distinto aspecto, con largas túnicas granate y un intrincado diseño en el pecho, que era exactamente el mismo que había en la carta escrita por Patrick. Todos ellos sonreían, en mayor o menos grado. Tras presentarse cómo la facción representante en Londres de los cazadores de recuerdos, nos convidaron a comer y beber. Tras estar bien servidos, tanto en comida como bebida, pasaron a explicarnos las reglas de la organización. Muchas eran de sentido común, cómo no hablar con nadie del mundo exterior de la orden, investigar en pro de la orden, compartir los descubrimientos… Premisas básicas que asentíamos con la cabeza. Tras habernos explicado los lugares de reunión, saludos secretos y demás enseñanzas básicas, pasamos a convertirnos en miembros de pleno derecho. Recitamos el contrato santo, o discurso de ingreso, y firmamos en un escrito con nuestra sangre nuestra vinculación absoluta hacia la orden. Por raro que parezca, no parecía que quisieran los bienes de nuestra familia ni ningún tipo de pago.

       Gilles se acercó a la chimenea, y sacó un atizador del fuego, que debería llevar varias horas al rojo vivo. Dijo que debería marcarnos el antebrazo izquierdo, cómo último símbolo de reconocimiento. Tarod y yo nos miramos confusos. Todos ellos se desmangaron, y enseñaron su tatuaje corporal. Se trataba de un triángulo, con un ojo reptiliano en su interior, a burla del símbolo divino, con dos lanzas cruzándolo. El ojo de iris afilado encerrado en un triángulo, por Íxil, el reptil guardián de los secretos sumerio, y las dos lanzas, una por Artemis, la Diosa Cazadora griega, y otra por Orión el Cazador, sumamente orgulloso.

       El primero en poner el brazo fue Tarod. Gilles le clavó el atizador, y el joven cayó de rodillas gritando. Rápidamente los dos hombres lo cogieron y le practicaron emplastes sobre la herida. El siguiente era yo. Cogí un rollo de papel y lo metí en la boca. Tras colocar el atizador en la parte del antebrazo interno, mordí tanto el rollo que sentí cómo las esquirlas se me clavaban en la encía. Caí también de rodillas, y con una hoja medicinal y un emplaste, me hicieron una cura.

       Gilles parecía agraciado por el desarrollo de los hechos. A partir de ahora, seríamos sus pupilos. Lo que quedaba de curso, Tarod y yo nos lo disputábamos entre los estudios formales, y las reuniones nocturnas de la sociedad. En ellas, descubríamos tanto las costumbres de la orden, que estaba asociada a otra mayor, que a su vez estaba enlazada a otra mayor, que a su vez… Pero también éramos instruidos en el arte de la meditación, la superación personal a través de la mente, la concentración astral, toda una serie de técnicas que nos servirían, según Gilles, para cuando ascendiéramos al siguiente nivel de formación. El año había acabado, y nuestros estudios universitarios con él. Sin embargo, algo había empezado, y no era especialmente buena, la Gran Guerra. Por suerte, Gran Bretaña mandaba sus tropas fuera del país, por lo que no tuve que alistarme obligatoriamente, ya fuera por el peso económico familiar, o mi nueva familia, la Orden. Por ello, pasó inadvertido para mí, a excepción de las caras llorosas de los proletarios, ante los estragos bélicos.

       La orden secreta, mediante sus contactos en distintas cúpulas sociales, nos había conseguido un trabajo de bibliotecarios en una colección privada de un burgués sedentario, con mucho dinero y ganas de gastarlo, que había comprado la mayor parte de la biblioteca de otro noble arruinado.

       Nuestro trabajo, catalogar el vasto surtido de escritos y libros. Aunque no fuera un trabajo tremendo, era perfecto para empezar a desarrollar las dotes de investigación, y sí además encontrábamos algún tomo interesante, podríamos sacarlo de allí sin mucho problema.

       Llevábamos una semana trabajando, de día, catalogando viejas reliquias, y de noche, informando a nuestros superiores. Pero qué sorpresa para nosotros, cuándo en una tarde lluviosa de miércoles, Harle O’connor, nuestro mecenas burgués, se presenta sonriente en nuestro lugar de trabajo. Traía dos notas muy elaboradas para nosotros. Tras abrirla, leímos que eran invitaciones para la fiesta nocturna del sábado, que se celebraría en el salón de baile de su mansión de las afueras. Bueno, ser invitado a una fiesta de sociedad, en que los máximos exponentes de todo Londres, ya fueran cultos o no, se debatieran, era todo un espectáculo que querríamos haber vivido. Así que aceptamos de inmediato, y seguimos trabajando más felices que nunca.

       Aquella noche, Tarod y yo nos vestimos con nuestros trajes más finos e intrincados y alquilamos un carruaje. Llegamos a la mansión a la hora acordada. Tras enseñar nuestras flamantes invitaciones al sirviente, éste nos acompañó por los laberínticos pasillos bien iluminados y con multitud de cuadros de familiares fenecidos. Se parecía a horrores a la mansión de reclutamiento de los cazadores, y no pude evitar un largo escalofrío que me recorrió toda la espalda. Esperaba oír los gritos ahogados de los cuadros, pero por fortuna, nada pasó.

       Ante nosotros se abrió una puerta, que nos desveló la enorme estancia que era el salón de baile. Debía tener aforo para unas mil personas o más. Varias mesas con entremeses y bebida selecta, sirvientes con canapés y botellas caras, y multitud de nobles o burgueses. Los primeros, arruinados y buscando dinero, los segundos, con dinero y buscando sangre azul. Había muchos padres con sus hijos jóvenes, lo que nos hizo sospechar automáticamente a Tarod y a mí de los aires de aquella “fiesta”. Sí, había miembros destacables de las letras y sociedad, pero eran los menos y estaban repartidos esporádicamente en grupos de tertulias, pero el resto de personas, eran familias con hijos e hijas en época casamentera. Se trataba, por supuesto, de una fiesta de caza. El bueno de O’connor debió de pensar que nuestras familias agradecerían el detalle por su parte, de poner en bandeja de plata, nuestras bodas futuras. Todas aquellas personas estaban ahí para conocerse, y buscar pareja, que aunque no emocional, sí económica. Menuda encerrona. Tarod se encogió de hombros, y bajamos con porte noble por las escaleras. Nos paró un sirviente, que nos preguntó nombre y familia, para presentarlos al resto de los reunidos. Se oyó un Tarod, de la familia Arsk. Yo sencillamente miré al criado y le dije que me presentase solamente como Pendergast. Él accedió a regañadientes, y exclamó un, vástago de la familia Pendergast. Nunca me había gustado cómo pronunciaba la gente mi nombre.

       Todas las miradas, por suerte, se centraron en Tarod, por tener un encanto natural hacia las mujeres. Tras llegar a un grupo de la alta sociedad, el señor O’connor nos presentó, y acto seguido se marchó para atender al resto de invitados. Los padres, tanto nobles como burgueses, charlaban entre ellos, mientras sus hijos, presentes o no, conversaban entre ellos. A veces había mirada cómplices entre padres, y entonces, ambas familias se apartaban hacia unos reservados, dónde debían ponerse de acuerdo sobre la dote y demás.

       Tanta gente hablando, la orquesta, con sus agudos violines, y la caída de una bandeja con finas copas de cristal, me había levantado dolor de cabeza. Rescaté a Tarod de los brazos de dos mujeres jóvenes, pertenecientes a la decadente nobleza de las colinas del Norte, para tomarnos una copa juntos. Me empezó a contar que aquellas arpías querían llevárselo de paseo nocturno en barca, y quizá, más tarde, ir al castillo familiar. Al parecer, eran hermanas. Nos reímos un buen rato a su costa, hasta que un nombre recitado por el sirviente, caló en mi subconsciente y me hizo girar la cabeza, y la vista, hacia las escaleras. Tragué saliva, y por primera vez en mi vida, el corazón se me aceleró.

       La joven que había aparecido, refulgía entre aquella chusma informe. Su piel era blanca mármol, cómo el marfil ansiado de las colonias. Sus ojos grises, y su eterna mirada de inocencia, me atravesaron desde la lejanía. Tan rápidamente apartó los ojos y giró su cabeza, que su pelo, negro azabache, brilló, dejando a un lado la magnificencia de lo estrellado. Su corte nunca lo había visto, puesto que aunque le tapaba parte de las orejas, no era tan largo cómo para trenzarlo, según el precepto de la época. Se intuía menuda y de la altura precisada, prisionera de aquel vestido negro, con una cola primorosa, y una serie de encajes de seda perfectamente equilibrados. Un más que generoso escote, rematado por un corsé. Su cuello tenía porte distinguido, y una sencilla joya, que debía ser platino, rematada por una piedra preciosa. Seguramente, reliquia familiar.

       No desperté del ensimismamiento hasta que no recibí un codazo en las costillas por parte de Tarod. Entonces respondí con un, qué, a lo que él me replicó con el consabido, no me estabas escuchando.

       Pero mi amigo siempre había sido muy suspicaz, y en seguida supo en quién me había fijado. Sonrió, y me contó que se trataba de Katherine Neourville, hija de los condes, en decadencia, de Neourville. Sus padres trataban con los condes porque les suministraba carbón y madera para las fábricas. Estaban bastante arruinados, y buscaban el mejor trato para conseguir dinero.

       No sé si el amor existe, si es una metáfora, o si realmente me enamoré de ella ipso-facto, pero lo cierto es que tenía que conocerla. Hablé con Tarod para que nos presentase, alegando que necesitaba un mediador, por educación.

       Nos acercamos taimados hacia la joven, que debía rondar los cinco lustros. Se encontró primero con la mirada de Tarod, el cual la saludó cogiendo su sombrero, y haciendo una ligera inclinación. Le preguntó si se acordaba de su familia, puesto que hacía trato con la suya. La joven respondió con un tono alegre y una voz dulce e inocente, para luego reír suavemente. Un sonido que nunca olvidaría, o eso creí. Entonces, Tarod me presentó como su mejor amigo. Ella me dio su mano, por lo que la cogí, hice una reverencia, y acerqué mis labios a su dorso. Unas palabras, surcaron rápidamente el ambiente. “Enchanté, ma petite fleur”. Tras terminar el saludo, añadí que podía llamarme Pendergast. Ella asintió, y cruzó su mirada con la mía. Acto seguido, se apartó de nosotros, con movimiento sinuante, y se fue hacia una ventana. Sentí que me llamaba con esa mirada y ese porte, así que dejé a Tarod con las hermanas de antes, para disgusto suyo, y me embarqué dispuesto a conocer a Katherine.

       La abordé en una ventana, mientras ella miraba al cielo plagado de estrellas. Le susurré un cumplido en el oído, a modo de saludo. Ella me sonrió y ahí empezó la charla informal. Primero, algo de temas banales y casuales. Luego, una copa de champagne de la campiña francesa. Para terminar, sentados en los reservados, hablando de su familia. Parecía bastante apenada, puesto que era ella la única que podía ayudar a su familia a salir de su precaria situación. Sabía manipular a las personas, aunque aquella situación fuese verídica y muy próxima. Acabada la velada, habíamos entablado una cierta relación de lo que podría empezar cómo una amistad. Era inteligente, y anómalamente, había recibido una educación más completa que la de las mujeres de la época, restringida a idiomas, y música, para agradar a los hombres, puesto que en su familia, era la única hija, debido a la muerte de su madre. Así que su padre, un hombre realmente enamorado de su mujer, la educó con los mejores profesores disponibles para que un día pudiera llevar el negocio familiar. Tenía un brillante intelecto, una lengua mordaz y un fino sentido del humor. Incluso, cultivaba un saber literario. Un verdadero rubí tallado.

       Tras abandonar la fiesta, agradecer a O’connor el favor, y llevarme a Tarod, para desilusión de las hermanas Wight, pudimos descansar en las habitaciones colindantes con nuestro trabajo. Seguimos trabajando varios meses en aquella biblioteca interminable, y continuábamos nuestras enseñanzas en la orden. Pero en mis tardes libres, escasas, cabe añadir, intentaba quedar con aquella joya engarzada que me había atrapado. Tras varios meses de charlas informales, tardes en los cafés de moda, mientras escuchábamos a políticos y músicos, viajes en barca a lo largo del Támesis, tardes en el bosque, en el parque mirando a las aves, o en lo alto de una colina, admirando el atardecer.

       Pasaron seis meses en su dorada compañía. Aunque también pasaron, rodeado de libros viejos y malolientes, y noches enteras meditando acerca de técnicas de relajo mental, proyección psíquica, y montaje mental. Fijar conocimientos en la mente, alterarlos, mientras se sigue plenamente consciente. O eliminar sonidos del alrededor, eliminar formas, sustituirlas por otras. Todo eso era lo que practicábamos, además de las enseñanzas sobre el más allá. Espiritismo mental. Nuestros progresos sorprendían a la orden, acostumbrada a tardar años en enseñar una técnica, cuándo nosotros en un año, ya la estábamos perfeccionando.

       Era una noche estrellada, en la que estábamos ambos echados sobre una manta, en medio del monte, mirando las estrellas con un ingenio cristalino. Había llevado una botella de champaña, y la habíamos acabado hacía meros instantes. Aquella noche había elegido, para entregarle a mi amada Katherine, el anillo de oro, engastado con rubíes y esmeraldas, que había conseguido del mejor orfebre de Londres. Quería pedir su mano, pero por supuesto, antes de aparecer ante su padre, se lo preguntaría a ella, y sólo si aceptaba, daría el siguiente paso. Pues había prometido casarse sólo por amor, y no por la dote. Cuando Katherine divisó una estrella fugaz, se quedó prendada de ella, y la miró. Sin embargo, yo miraba su rostro. Ella no tardó en darse cuenta, y me miró divertida. Entonces, le cogí las manos, y arrodillados cómo estábamos, le saqué el anillo y se lo dejé en la palma de la mano. Cerré sus manos con las mías, y pronuncié las mágicas palabras.

       Ella quedó sombrada. Luego sonrió, las lágrimas resbalaban por su marmóreo rostro, y se abrazó a mí. Una respuesta silenciosa, pero cargada de sentido y sentimiento.

       Me presenté en la mansión familiar, a primera hora del lunes. Suponía que lo encontraría después del desayuno, revisando las notas de la exportación. Llegué en un carruaje tirado por dos caballos negros. Al mirar por el ventanuco, vi una valla negruzca y desvencijada. La casa, estaba todavía en pie, y aunque no estuviera tan dañada cómo aquella que años antes había visitado con sus cuatro amigos, poco le quedaba. Había algún cristal roto, y el césped no estaba cuidado. En resumen, necesitaban dinero desesperadamente.

       Bajé del carruaje y me acerqué a la puerta. Vi a un cochero aburrido, cuidando a los caballos. Llevaba una librea rosada, y claramente no trabajaba ahí. Golpeé la puerta con el picador de plata, en forma de herradura. Minutos más tarde, se abrió el portón. Por recuerdo, esperaba encontrarme con Patrick, pero lo único que había era un criado bostezando, cómo si lo hubiera despertado con los golpes. Me preguntó qué quién era. Me presenté como de la familia Pendergast. El hombre reconoció el apellido y preguntó si venía a por la hija del conde. Contesté con un seco, busco a su padre para un negocio. Él asintió, y agachó la cabeza por su intromisión. Me llevó adentro. El recibidor daba espacio a unas escaleras dobles que subían al piso de arriba. Todo estaba enmoquetado, y los muebles, estaban en bastante buen estado, si obviamos la polilla y el polvo acumulado. Me mandó esperar en un sillón, a que avisara al amo, pues estaba reunido y no sabía si ya había acabado.

       Quince minutos más tarde, del piso de arriba, descendió un hombre enjuto, de unos cincuenta años, afeitado y oliendo a arboleda. Vestido de marrón todo él, y unas botas de caza. Debía de ser James Neourville. Le acompañaba un hombre aún más viejo que él. Estaba casi calvo, un tono de piel ceniciento y ojeroso. Vestido enteramente de negro, parecía un enterrador. Llevaba un bombín, y un monóculo en el ojo izquierdo. El bastón, era de ébano, y muy retorcido, que terminaba en una empuñadora de marfil.

       Johan Keller. El maldito bastardo que intentó hundir las fábricas de mi familia el verano pasado. Nuestros abogados habían apartado sus ladinos brazos de nuestras posesiones, pero aquel anciano no le gustaba perder. Mi padre había tenido un accidente con un carruaje, y aunque no murió, estuvo a punto de ello. Se sospechaba que habían sido los esbirros de Keller, aunque nunca se probó nada. Supongo que ahora andaba haciendo tratos con los Neourville, para que les suministrase materias primas.

       El criado de los Neourville salió detrás de ellos. El que debía de ser James, le dijo algo. Éste asintió y se marchó por otra puerta. En cuanto estaban por la mitad del recorrido de descenso, me levanté del sillón. Al llegar a mi altura, divisé en lo alto al criado, acompañado de la deslumbrante Katherine.

       Johan Keller me miró con ojos odiosos y luego miró receloso a James. Entonces, para asombro mío, la serpiente abrió la boca. “Éste, James, es el señor Pendergast, el segundo hijo de Curler Pendergast”. Le di la mano al señor Neourville, y pronuncié su nombre completo a modo de saludo. Tras el apretón, Keller siguió hablando. “Su familia es dueña de varias fundiciones, y poseen terrenos en las colonias.”

       El señor Neourville sonrió escuetamente. Por último, Keller añadió. “Mas su padre ha tenido un trágico accidente hace poco, y por suerte, no feneció”. Las palabras, sonaron forzadas y sibilinas.

       Cuando llegó el criado con Katherine, Kelles la saludó quitándose el sombrero, y mirándola de forma lasciva descaradamente. Por mi parte, le saludé cómo la primera vez.

       Nos fuimos a sentar al salón de visitas, puesto que antes de que pudiera hablar con el padre de Katherine, quería hacer un aviso a su hija, y cómo yo era un amigo suyo, me dejaron quedarme.

       James se levantó, cogió un puro y lo encendió. Dio un par de caladas. Empezó a hablar distraídamente del futuro, el progreso… de cómo su familia había encontrado una respuesta en Keller. Puesto que Johan había pedido la mano de Katherine, para tener un vástago de sangre noble, unión de Keller y Neourville. Un descendiente que heredara el vasto imperio Keller y el apellido Neourville. A cambio de esto, James recibiría toda la fábrica del suroeste, especializada en fundiciones y productos químicos. Una dote más que generosa, que sacaría a flote su vida.

       Ante esas palabras, Johan sonrió malévolamente, mirando a su trofeo. Las facciones de Katherine se congelaron en una mueca de horror. A mí, sencillamente, el corazón, por primera vez, aunque no última, se me paró de golpe. El mundo bailaba alrededor de mí, mareándome. El dolor de cabeza era insufrible. El mil veces maldito Johan Keller había vuelto a vengarse de mi familia. Esta vez, arrebatándome a mi amada. Lo peor de todo, es que ya habían firmado el contrato, por lo que era imposible retractarse de él, a no ser que lo rompieran ambas partes. Pero aunque consiguiera una dote mejor para darle a James Neourville, cosa que nunca sucedería, pues era a su hermano mayor quién debería casarse con una noble, o con otra burguesa y no yo, el bastardo de Johan Keller no dimitiría, aunque le diera todas mis tierras.

       Katherine se levantó bruscamente del sillón. Se fue sin mirar a nadie hacia las escaleras de arriba. Primero despacio, luego corriendo. Parecía que llorara. Sólo se oyó un portazo. Yo me levanté conmocionado. Me despedí escuetamente de ambos hombres y cogí mi carruaje, dispuesto a pensar con claridad en otro lugar. El señor Neourville se quedó pensativo preguntándose a qué había venido exactamente. Pero Keller lo intuía, por reacción de ambos, así que me acompañó hasta el carruaje, mientras James iba a hablar con su hija. Me espetó que ya que no había conseguido matar a mi padre, mataría toda esperanza de sus hijos. El principio del fin, me dijo. Con una risa desagradable, se fue a dar la vuelta. Pero en un arrebato de furia, le golpeé con todas mis fuerzas en la nariz. El golpe fue tan improvisto, que le partí la nariz y cayó de espaldas.

       O eso hubiera pasado, de no ser porque con una velocidad y unos reflejos sobrehumanos, paró mi puño con su mano, y con su otro puño, me lo incrustó en mi estómago. Me doblé de dolor. Él, se dio la vuelta en dirección al hogar de los Neourville, y yo, humillado, monté en el carruaje y marché de allí.

       Pasé por tres estados emocionales. Negación de los fatídicos hechos que me habían acontecido hacía apenas unas horas. Impotencia absoluta ante el hecho de que no podía realizar ningún acto para acabar con la tortura. El último de ellos, ira, cólera, furia, enfado… con todo aquello que aquel anciano decrépito simbolizaba, conmigo mismo, y por no haber tenido un estilete para clavárselo en la traquea a Keller. Parafraseando a mi antiguo tutor, Anthony Calfor, “si el problema es demasiado complicado, simplemente usa tu espada”, decidí reflexionar sobre aquello y llegar a una solución. Aunque no fuera literalmente, tomaría mi espada y desharía aquel entuerto de alguna u otra forma.

       Si Johan Keller y mi amada Katherine, se iban a casar, con consentimiento paterno, no podría hacer nada. Sin embargo, estaba seguro que fugarme con Katherine a Francia, lejos de su familia y aquel vejestorio, era una solución factible. Tenía dinero en metálico suficiente. Además, la sociedad podría conseguirme un buen trabajo al otro lado del Canal. Una nueva vida me esperaba. Y esta vez, sería junto a la única persona que amaba.

       Debía darme prisa. La boda sería celebrada dentro de un mes. Tras levantarme de la cama, se me ocurrió el mejor sistema para avisar a Katherine de que teníamos que hablar, sin levantar sospechas sobre su padre. Fui a ver a Tarod, para que me llevara a la casa familiar. Allí, fuimos a la azotea al aviario. Estaba seguro de que aún mantendría alguna paloma entrenada para ir a la villa Neourville, si seguía el contacto de comercio entre ambos apellidos. En un críptico mensaje, solamente escribí Katherine, y lo irraguié con gotas del manantial de la colina Rosmell. Allí habíamos admirado las estrellas la noche que le pedí matrimonio. Estaba seguro de que se acordaría de la característica fragancia del lugar. Por último, para marcar la hora nocturna, me valí del viejo sistema de pintar una luna oscurecida hasta la mitad. Medianoche. Até el mensaje a su pata izquierda, y la echamos a volar.

       Tarod me deseó suerte en mi empresa, y marché en carruaje hacia mi refugio. Aún tenía que pensar en muchas cosas.

       En junio anochecía tarde, por acercarse al solsticio de verano, así que tras se pusiera el Sol por poniente, marché a caballo hacia el manantial. Según mi reloj, quedaban sólo quince minutos para medianoche. Me senté en una roca cerca, lamentando si el mensaje no hubiera sido excesivamente claro. Ya pasaban de la medianoche.

       Me despertaron de mi ensoñación, unos pasos ligeros entre las ramas caídas. Me di la vuelta. Allí se encontraba su níveo rostro, recortado contra la palidez de la Luna. Tenía los ojos enrojecidos, de haber estado llorando durante largo tiempo, sin llegar a consolarse. Me levanté, y la estreché entre mis brazos. Quería sentir su aroma, captarlo para siempre, por si éste fuera el último momento juntos, como tal.

       Ella estaba intrigada por la llamada, puesto que tanto Keller cómo su padre le habían prohibido ver a nadie conocido antes de la boda, sobretodo a mí, pues ella, en un acto de inconsciencia, había narrado cómo le había pedido mano y el verdadero motivo de mi visita a su hogar. Tuvo que escaparse de casa por la ventana, esquivando a los criados. Tenía algún que otro rasguño en sus hombros desnudos.

       Le conté los planes que tenía de coger un barco la semana siguiente en el puerto oeste de Londres, que nos llevaría directamente al pueblo costero de Nousvite. De allí, habríamos reservado un transporte hasta París, la gran urbe. Con el dinero que lleváramos, podríamos instalarnos cómodamente los primeros dos años. Para entonces, habría conseguido un trabajo. No iba a pedir ayuda de mi familia. Había sido educado para considerar una debilidad aquel gesto.

       Lloraba silenciosamente. Repetía una y otra vez que era una locura, que no lo conseguiríamos. Le pregunté que si realmente me amaba. Ella sólo respondió con sus labios. Entonces, deberías confiar en mí, le dije. Me abrazó fuertemente, y sellamos nuestro futuro en aquel momento.

       Las cosas nunca salen como las planeamos.

       Nos marchamos de aquel trágico paraje con un tiempo de diferencia, por si alguien nos hubiera seguido. La paranoia de Johan Keller no conocía parangón. Y su mezquindad, tampoco. Tenía una semana para organizar el viaje. Debía empaquetar mis más valiosas pertenencias, conseguir los billetes del barco, los carruajes pertinentes, y un hogar temporal. Además, debía hablar con la Orden para el traslado.

       Me pasé dos días eligiendo qué meter y qué dejar en los dos grandes arcones de madera, reforzados con varas transversales de hierro. Conseguir aquellos billetes de forma urgente, me costó más dinero del intuido, debido a la presteza, y a la imperiosa necesidad de embarcar aquel viernes. Sin embargo, los Cazadores de Recuerdos, y Tarod especialmente, me comunicaron que harían todo lo posible para realizar mi traslado. Serían ellos quienes les dirían a O’connor mi repentina marcha. Me despedí de Tarod y le entregué un sobre sellado, dónde en su interior se encontraba la hoja del falso grimorio sobre la cuál habíamos firmado todos sellando nuestra vida. Era un recuerdo por los buenos tiempos, y los que vinieran.

       Viernes. El día señalado. Katherine y yo habíamos preestablecido un código de comunicación vía paloma mensajera, para ver los progresos de uno y otro. Ya había mandado sus baúles a un pequeño depósito cerca del puerto, y los embarcarían en distintos barcos que adónde fuéramos nosotros. Habíamos acordado citarnos dos horas antes de embarcar delante del banco central de Londres, para llegar juntos al embarque, y que a ninguno de los dos nos diera momento de flaqueza.

       Aquella tarde siempre la recordaré por cuanto llovía. Sentado en la parte posterior de un carruaje, tenía la vista clavada en los escaparates de las tiendas. Pasamos por delante de una juguetería y al verla en el cristal, supe que tenía que comprarla. Mandé parar al cochero, y me bajé con presteza, con capa hasta abajo, para repeler la abundante agua. Abrí la puerta del establecimiento, y sonaron unas campanillas, que alertaron al vendedor. Salió un menudo hombre, poblado de canas y una espesa barba blanca. Me preguntó amablemente qué es lo que quería. Yo le contesté la muñeca del escaparate. Entonces, él fue a buscarla. La cogió, vino hacia mí. Sacó un pañuelo de un bolso, y le sacó brillo al rostro.

       Era una muñeca de porcelana de unos treinta centímetros. El rostro níveo, con unos profundos ojos grises. El cabello, según el vendedor, era auténticamente humano, corto y brillante como la obsidiana. Aquel hecho me turbó ligeramente. Llevaba un vestido de alta corte, blanco, con abundantes refajos. Su expresión era de serenidad.

       Tras pagar lo debido al comerciante, de que afirmara que estaba hecha a mano y era el único modelo existente, me dio una caja de madera, forrada en piel y ante, para guardarla delicadamente. Tras salir de la tienda, y seguir mojándome, me dirigí a mi cita en el banco.

       Me bajé del carruaje a escasos metros de la entrada principal del banco del tesoro. Iba con un sombrero de copa y una capa para protegerme de la lluvia. Lágrimas de ángel derramadas por los enamorados, decía mi profesor de literatura. Nunca había sido tan cierto. Llevaba bajo el brazo la caja forrada, y en el interior de mi chaqueta, los billetes hacia la nueva vida.

       Paseé adelante y atrás, hasta que vi aparecer un carruaje cubierto. Paró delante de mí. El cochero se bajó, aguantando estoicamente la llovizna, que empezaba a amainar, y abrió la puerta del pasajero. Salió un paraguas blanco, y bajó gracilmente Katherine, con un talante distinguido y una sonrisa en su rostro. Nada más verme, me abrazó tiernamente.

       Empezamos a caminar, para techarnos de la lluvia, hacia los arcos de la plaza. El lugar era desierto, aunque faltara todavía una hora para que fuese la cena en casi todos los hogares londinenses. Allí, bajo una bóveda, alumbrado escasamente por las farolas, hice entrega de mi regalo a ella. Lo abrió con avidez, y tras sacar la preciosa muñeca, la acunó cómo si fuese un bebé. Me abrazó, y lo guardó de nuevo, temiendo que rompiese.

       Nos cogimos de la mano, y nos dirigimos al carruaje que nos esperaba dos calles más abajo. Pero al pasar por un callejón, la situación de un carruaje cubierto, y negro como los mortuorios, hizo que me intranquilizara.

       Las cosas nunca ocurren como planeamos.

       Oí los aplausos cansinos de alguien tras de mí. Katherine y yo nos paramos y dimos la vuelta para ver quién era el causante. Seguramente no fuera más que un mendigo que intentara atracarnos. O una amenaza mayor en ciernes. Mi sorpresa fue a medias. Se trataba de un Johan Keller con boca torcida, a manera de sonrisa forzada y sarcástica. Sus ojos estaban vidriosos de la ira. Sin embargo, su voz no temblaba para hablarme. Le había dado una puñalada trapera. Ése era su futuro y se lo estaba arrebatando. Había trabajado mucho para ganar este premio. Y ahora, yo, después de estropearle el plan de arruinar a mi familia, se iba con su más que merecido trofeo. No podía consentirlo.

       Sus palabras sonaban duras, frías, carentes del verdadero sentimiento para hacer de ellas una auténtica furia. Así, solamente eran enunciados verdaderos carentes de emoción. Eran frases repetidas por un autómata. Como si fuera un gramófono estropeado, repetía aquellos como si fuera un mantra siniestro. Katherine se encolerizó de una forma inusitada. Decía que ella había decidido casarse conmigo y no con un vejestorio. Pendergast cuidaría de ella en caso de necesitar ayuda, y que nunca seguiría los antiguos preceptos de su arcaico padre. Se acercó a Johan, y le cruzó la cara con la palma de la mano. Tanto Johan como yo nos quedamos paralizados de la impresión. Pero su rostro se tornó rojo, tanto, que parecía que iba a explotar. Empezó a gritar que tendría que usar métodos más expeditivos y que ella se vendría con él, quisiese o no.

       La empujó hacia un lado. Katherine se golpeó la espalda contra la pared. Fui a ver si estaba bien, y me giré para encarar a aquel maldito bastardo y hacerle entender que ella no era de su propiedad y que nos iríamos a Francia. Pero tras darme la vuelta, vi a un nuevo Johan Keller, uno tranquilo, sin despeinarse, y completamente serio. Además, tenía una pistola de percutor en la mano, apuntándome. Aquello cambiaba el matiz de la situación. Con las palabras, hasta nunca bastardo malnacido, Keller fruncía el rostro, a la par que accionaba la pistola.

       El tiempo pareció detenerse. El martillo se acercó al accionador y saltó un humo negro de la pistola. La expresión de complacencia de Keller, mi parálisis momentánea. El sentir que no podría vengarme de aquel anciano que me había arrebatado lo que más quería. La bala se acercaba a mis tripas a una velocidad lentísima, pero yo no me podía mover. Algo me golpeó el costado. Aquello rompió el ensimismamiento y caí de lado al suelo. Mis costillas se resintieron.

       Sabía que la bala no me había alcanzado. Aunque la caída dolía, me levanté a duras penas. Keller tenía el rostro desencajado y farfullaba. Busqué a Katherine con la mirada. Estaba tendida en el suelo. Su gesto no revelaba temor alguno. Sonreía plácidamente. Con sus dos manos, cubría su estómago. Ella había recibido aquella bala por mí. Me arrodillé y presioné la herida. Tenía que avisar a un médico. Aún había esperanza de que sobreviviera a la “muerte del soldado”. Ella quitó sus manos ensangrentadas y las entrelazó conmigo. Me susurraba que para ella era el fin de todo esto. No le preocupaba la muerte. Solamente quería pasar los últimos momentos conmigo. Le besé en la frente y ella cerró los ojos, con lágrimas. Sus últimas palabras fueron, siempre me tendrás cerca de ti. Parecía que había dejado de respirar. Apreté aún más fuerte para taponar la hemorragia. Los dos golpes que recibí en la cabeza me pillaron desprevenido. Antes de que pudiera desmayarme, pude contemplar unos ojos verdes en un rostro anómalamente blanquecino y cenizo. No eran ni de Keller, ni de Katherine.

       La siguiente vez que abrí los ojos, tenía a Tarod delante de mí. El dolor de cabeza era enorme, y el resto del cuerpo iba parejo. Tenía un aparatoso vendaje en la cabeza, y un regusto amargo en la boca. Un desconocido me agarró la cabeza, mientras me quejaba de dolores. Otro, colocó una luz al lado de mis ojos para verme las pupilas. Los intenté espantar con la mano, pero al levantar el brazo, el entumecimiento era enorme.

       Tarod me puso al corriente. Me había encontrado entre la basura de un callejón cercano al banco, porque los del barco le habían llamado al no haber embarcado. Suponía que me habían pegado una paliza los hombres de Keller, ya que le conté el incidente que tuve con él. Recordé el trágico momento con Katherine, y mi mente se nubló. Tenía que levantarme y recorrer todos los hospitales de Londres.

       Si aquel bastardo la hubiera llevado a alguno, todavía estarían allí. Tarod dijo que no me preocupara, puesto que iba a interrogar a todos y cada uno de los médicos privados de Londres. Si estaba en la ciudad, la encontraría. Me dormí dolorido, pero feliz de tener tan buen amigo.

       Tres días después ya estaba recuperado de los golpes propinados. Las costillas todavía se resentían, pero la cabeza ya no me daba vueltas. Mi cuerpo se recuperaba, pero mi mente se torturaba durante cada segundo del día. Tarod había removido tierra y cielo en busca de alguna pista. Pero todas llevaban al mismo sitio. La vieja morgue del número 43. Keller había pagado mucho y bien al propietario, para entregar un cuerpo femenino y que desapareciese en el gran horno.

       Y Katherine seguía desaparecida. Era fácil sumar dos y dos. Aquel viejo me había arrebatado al amor de mi vida, le había quitado la vida, y profanado su cuerpo con las llamas de un crematorio.

       La desesperación hacía mella en mí. Me repetía una y otra vez que todo había sido culpa mía. Ya no importaba Keller. El verdadero causante de su muerte había sido mi negativa a Keller. Si hubiera dejado que Keller se casase con Katherine, ella seguiría viva. Pero tuve que empeñarme en conseguirla, costase lo que costase. Pues el precio había sido demasiado.

       Nada más levantarme cada día, pensaba en coger la navaja de afeitar y cortarme las venas. Mi mente realmente pensaba que sólo así pagaría la deuda que tenía con Katherine. Empecé por no comer regularmente. Las noches se me hacían eternas, e insómnicas. Me obcequé en mi trabajo, a estar más de dieciocho horas seguidas entre libros, para no pensar en ella. Pero todo empeoraba cuándo cerraba los ojos. En la negrura de la soledad, veía una forma blanquecina en el fondo. La cara, manchada de sangre de inocente, y el pelo negro corto, con enredaderas marchitas. Sus ojos grises, desprovistos de vida. Una mueca por cara, y el dedo señalador, con una cacofonía. Siempre me tendrás cerca de ti. Ya no podía resguardarme en ningún sitio. La desgracia era desbordante. Cada minuto era un suplicio. Muy posiblemente enfermera. Tarod me veía morirme lentamente. Y él no podía hacer nada para ayudarme.

       Sólo yo podía salvarme.

       Aquella noche me bañé durante una larga hora. Me perfumé completamente. Cogí mi mejor traje de gala y me vestí. Me di una cena frugal y fui hacia mi cuarto. Miré la noche estrellada, tal y cómo había sido la noche de la pedida de mano. Aquella queda, sería la última que me atormentaría. Una nueva vida empezaría. Cargué la pistola de percutor con una bala redonda de plomo. Metí la pólvora, y la sellé con el bastón de carga. Comprobé que el percutor no se encasquillase. El método sería fácil. Meterlo en la boca, colocar el cañón en el paladar, y apretar el gatillo.

       Era lo menos que podía hacer por salvaguardar el alma de Katherine. Keller, en toda su “decencia”, había emigrado a Alemania durante un tiempo, desvelando sus lazos al antiguo Imperio. Según había oído, le habían requisado sus pertenencias en Inglaterra, y ahora iba a tierras germanas en busca de ayuda. Esperaba que se muriese pobre y enfermo.

       Pensé dónde colocarme para descansar. La cama sería un buen lugar. Me senté en ella. Antes de ponerme la pistola en la boca, recordé todos aquellos momentos que me habían alegrado la vida. Siempre había tenido amigos fieles. Es por ello, que a Tarod le había dejado una carta con las instrucciones para después de mi muerte. Suponía que encontrarían mi cuerpo la mañana siguiente, a la hora del desayuno.

       Cogí aire y lo solté lentamente. Basta de melodramatismos. Era la hora, el momento. Cogí la pistola y me encañoné. Cerré los ojos. Una lágrima rodó por mi rostro, como recuerdo a Katherine. Mi último pensamiento, iba dirigido a ella.

       La puerta se abrió de golpe. Sólo escuché el quejido de la madera al ser forzada, y pasos irrumpiendo acercándose a mí. Abrí los ojos, pensando que estaba muerto y había llegado a mi destino. Pero tras la luz, se encontraba Tarod sudoroso por haber corrido, y dos personas que no conocía de nada. Uno de ellos clavó los ojos en los míos, y me dijo fríamente que soltara el arma. Como un auténtico autómata, solté el arma, que cayó al suelo. Tarod me explicó que había encontrado mi carta antes de tiempo, y que no había perdido tiempo pidiendo ayuda a la Orden. El hombre que me seguía mirando, le preguntó a Tarod desde cuándo conocía a Katherine. Él contestó que desde hace unos…

       La dominación es un arte muy complejo pero que conlleva una gran satisfacción. El poder de hacer olvidar a la gente su pasado y reinsertarle uno nuevo es muy apetecible. Se tarda bastante tiempo en suplantar meses enteros, pero para hacerlo con años, es necesaria una pericia nunca vista. Puede llevar más de siete sesiones, de noches enteras, y que la probabilidad de que el afectado nunca llegue a recuperar sus recuerdos, es bastante baja. Basta un ligero cabo suelto para derrumbar el trabajo de semanas.

       Conmigo estuvieron trabajando casi dos semanas. Según tengo entendido, me desperté una semana más tarde, y me contaron que había sido golpeado por un carruaje y que había caído en coma. Los anteriores años de mi vida, que había pasado junto a Katherine, habían sido remodelados de tal manera que me hiciesen olvidarla por completo. Ni un solo recuerdo de ella. Ni de haberla conocido. Por lo que ellos concernían, yo había estado trabajando diligentemente para O’connor y otros socios que habían aparecido después. Según descubrí, me provocaron esta pérdida de memoria y replantación, para que no me atormentara con los sucesos trágicos. Necesitaban un adepto en buen estado, no un descarriado. Lógicamente, yo nunca pensé en que mis propios recuerdos fueran falseados. Os preguntaréis por qué os cuento ahora la parte de mi pasado que desconocía. Es sencillamente una forma cronológica de no complicarnos literariamente. Después de todo, para conocer el presente, hay que conocer el pasado.

       Contaba con treinta años, estaba claro que no iba a casarme, y trabajaba para una orden ocultista. Es por ello que fuimos seleccionados por la Orden Superiora de los Cazadores de Recuerdos para intentar pasar al siguiente círculo.

       Esta vez la prueba fue corta y concisa. Una serie de preguntas acerca de la orden y sus métodos, sus enseñanzas, y otras de otros ramajes. Debió durar más de tres horas, aquel aparente interrogatorio. Contesté a todas las preguntas satisfactoriamente, puesto que había pasado muchos años de estudios arcanos, y al final uno aprende algunas cosas.

       La única ventaja de subir un círculo, era la nueva remesa de libros que se podían estudiar. Pero estos ya no hablaban sobre los recónditos de la mente, sino de rituales olvidados, muy sencillos en su utilidad, pero de extrema complicación a la hora de conjurarlos. Los escritos hablaban continuamente de la magia de la sangre. El poder de la vitae. Viejas historias acerca de órdenes cabalísticas. Arcanas casas de magia.

       Demasiada ficción debía de haber allí. Sin embargo, había sido enseñado a ver la veracidad en esos asuntos, y por eso me asusté. Ya no éramos una orden basada en los misterios de la mente, sino un verdadero culto ocultista de extrañas deidades.

       Tres años me pasé estudiando esos libros diligentemente, para encontrarme una referencia que no me sonaba de nada. Hablaba de cómo Tremere lo había conseguido. El nombre no volvía a aparecer más. Solamente referencias a un antiguo demonio cuyo nombre comenzaba por ese, y que Tremere había esclavizado. Una casa de magos mortales que trascendieron sus poderes. Una orden de espíritus malditos. El juego mortal entre dos bandos. Aquello no me cuadraba para nada. ¿Por qué salían aquellos nombres en estos libros? No tenía ninguna relación. Así que, decidí investigar por mi cuenta y riesgo.

       Tardé más de año y medio en documentarme lo suficiente, como para enlazar sucesos. Al parecer, existió un mago llamado Tremere que había esclavizado a un demonio, y robado sus poderes. A su vez, su orden mágica, había ascendido a un nivel superior, llegando a controlar el poder de la sangre. El resto de pistas eran sobre arena.

       Sabía que en la biblioteca del círculo superior encontraría las respuestas. Pero mi curiosidad no podía refrenarla. Me quedé hasta tarde una noche lluviosa en la biblioteca, estudiando un libro acerca de la alquimia en el siglo XV. Tras asegurarme de ser el único en el entramado de documentos, me dirigí hacia la puerta que llevaba a las catacumbas del quinto círculo. Fui a tocar el picaporte… y una descarga eléctrica bastante fuerte me tumbó en el suelo. Estaba sorprendido. Tenía que marcharme de allí. Pero no lo hice. Cogí un pañuelo de mi bolsillo y arranqué una hoja de un libro cercano. La enrollé, y toqué el picaporte. Saltó una chispa, pero no me electrocutó. Más confiado, usé ese sistema para abrir la puerta. La descarga volvió a mis dedos. Caí de bruces al suelo. Sabía que no aguantaría una tercera.

       Pero la puerta ya estaba abierta. De la corriente y el chispazo final, el picaporte había partido, y el pestillo se recogió. El portón estaba abierto de par en par.

       Armado con un candelabro de siete velas, me adentré en el oscuro corredor, para combatir a las sombras. La suciedad y las telarañas reinaban entre las escaleras, dando la impresión de bajar a unas catacumbas antiquísimas. Pero si aquellas afiladas escaleras alteraban el ritmo cardíaco, el solar de abajo paraba el riego.

       En cuanto los escalones se acabaron, vislumbré una habitación pentagonal, iluminada cada esquina con una antorcha. El suelo enlosado, parecía gastado por el uso. Un subterráneo vacío, salvo por la piedra labrada del medio. Parecía un enorme sarcófago, de piedra marmórea. Una inscripción en latín, en el suelo, rezaba “¿Qué buscas?”. De mis labios, salió el murmullo de “la verdad”. Me adentré más en el lugar, para observar más de cerca el féretro inorgánico.

       Dejé el candelabro en el suelo, para admirar el tallado. Representaba escenas bíblicas, con extractos de la Biblia en latín.

       Una voz, extrañamente familiar, surgida de todas partes y de ninguna, parecía contestar a mi anterior afirmación. “¿Qué verdad buscas entre estos muros?”. Me giré hacia todos los lados, pero sólo veía antorchas. “La verdad sobre Tremere y nosotros. Sólo la verdad”.

       Se me heló la espalda, y un susurro en mi oído. “Te daré más que la verdad”. Al instante, sentí un dolor agudo en el cuello. Me quemaban las venas. Me sentía pesado. Debí caer al suelo.

       Mi siguiente recuerdo es un sueño. Un sueño, en el que veo cómo me convierto en un monstruo horrendo, ojos hinchados y rojizos, una postura psicótica y arqueada, y unos colmillos como de lobo. Mi cuerpo, despedazando la yugular de dos cortesanas, para luego pasar la lengua por el reguero de sangre, y sentir un sabor dulzón, en el paladar. Pero sobretodo, recuerdo la expresión burlesca, de Gilles, aquella voz familiar, sentado en un cojín, sonriendo ante la escena.

       Lo malo de los sueños, es que siempre acabas despertándote. Lo malo de las pesadillas, es que nunca despiertas.

       Me levanté con la cabeza dolorida, y un sabor salado y reseco en la boca. Parecía tener resaca. Sin embargo, recordaba no haber bebido antes, y de sopetón, los recuerdos inconexos de la catacumba, y de aquel extraño sueño, afloraron en mí. Me caí de bruces.

       Unos brazos me ayudaron a levantarme y sentarme. Le miré a los ojos, y vi esos ojos castaños, serios pero comprensivos. Era Gilles. Me miraba complacido.

       No es que antes fuera cristiano, pero romper con tus antiguos lazos familiares, tus hábitos, y tus creencias más profundas y arraigas, en menos de tres minutos, suele crear problemas.

       Una vorágine mental pasó a través de mi mente, destruyendo a su paso la cordura o la comprensión. Aquel hombre, que confiaba en él, me decía que estaba entre la vida y la muerte, que era un ser extremadamente longevo, y que me alimentaba de sangre. Realmente, impresiona.

       Me pasé una semana encerrado en una celda de monje, bebiendo de una copa, el líquido rojo, apenas sin creérmelo. Aunque los estudios ocultistas me habían preparado ligeramente para la situación, seguía siendo extraordinaria. En las noches de aquella semana, mi Sire (Gilles), comenzó a relatarme la historia vampírica, al menos la que le interesaba. Porque si algo he aprendido con el tiempo, es que a los chiquillos se les cuenta lo menos posible, para mantenerlos en la ignorancia. Pero por suerte, el Regente de la Capilla de Londres, donde comencé mi adiestramiento en serio, como miembro de pleno derecho de la Casa Tremere, me enseñó mucho sobre la política y sociedad y existencia vampírica, más de lo que podría haber aprendido entre aquellos opresivos muros.

       Me pasé los siguientes tres años actuando como el iniciado más joven de la Capilla. En ese tiempo, aprendí junto a mi Sire, los preceptos básicos de Servidumbre (aderezada con la toma de la tintura Regencial), Fortaleza, y Orgullo. Fui presentado ante el Príncipe como Neonato de derecho tras esos años, ante la mirada ferviente de Gilles. Muchos de los que se inician en el vampirismo, suelen tener una vida frenética, los primeros años, dónde se cometen las faltas más graves de la Mascarada. Por suerte, mi ánimo templado, me evadió de situaciones de peligro.

       Por eso, me movía junto a mi Sire como ayudante suyo, ya fuera consiguiendo ingredientes para rituales, como mensajero, o sencillamente a su lado, para aprender lo más que pudiera. Rondábamos los Elíseos, y así crecía mi refinamiento hacia ciertas sangres y clanes. Unos nos rechazaban abiertamente, y otros en las sombras. Pero siempre hubo buenos aliados.

       Aquellas primeras noches descubrí el linaje de mi Sire, y por tanto, de mí mismo. El Regente de la Capilla de Londres era el Sire de Gilles, y por tanto, yo era una extensión de esta cadena. Pero si Gilles se mostraba anómalamente dispuesto a enseñarme, aquel hombretón curtido, de unos cuarenta años, y con una línea de la felicidad digna de un irlandés, se mostraba anómalamente vengativo conmigo. Las tareas más deshonrosas que tuve que realizar para él, como favores personales, incluía el manejo de sustancias volátiles cerca del estudio de la senda de las llamas, y rondaba la leyenda urbana de aquella explosión que hizo desaparecer la antigua Capilla. Sometido a tortura psicológica, se enorgullecía de insultarme y rebajarme a niveles infrahumanos. Sin embargo, algo tan poderoso como la sangre me impedía arremeter contra él, al igual que las leyes del Código Tremere.

       No obstante, bajo su mandato aprendí a no mostrar los logros personales a los demás, pues en una carrera por la ascensión, los demás te usarán como escalón.

       Como digo, mi Sire tenía una tarea designada por el Señor de las siete Capillas de los alrededores de Londres. Él era el Mensajero Séptimus, un título que otorgaba a su poseedor, las labores de transporte y entrega de documentos, materias primas, o similares, que no pudiesen ser transmitidos de otra forma que no fuera en mano, incluyendo el actuar como guardaespaldas y escolta, en un viaje a otra Capilla, y en general, era los ojos de la Capilla en el exterior.

       Es por ello, que mi Sire me llevase con él en sus diversas tareas, para que tomase sus contactos como propios, y experiencia, cuando él fuera ascendido a Regente, para yo pasar a ser su Mensajero Séptimus. Y es que realmente la animadversión que sentía Gilles hacia su Sire, era tangible. Circulaba la sospecha de que iba a realizarse un Duelo Mágico entre ambos, para terminar con las diferencias engendradas por decenios de resentimiento.

       Sin embargo, aquel duelo nunca se llegó a realizar, porque antes de ello, Gilles tenía que transportar los documentos con la explicación de las nuevas defensas de las Capillas circundantes, por Órdenes del Señor de todo Londres.

       Era 1941, y la Segunda Guerra Mundial había estallado. Años después, comenzaría la amenaza nazi con sus bombarderos y misiles de largo alcance, y la paranoia había crecido entre los Tremere. Aumentar su seguridad era un paso en su prudencia.

       Habíamos decidido coger una ruta montados a caballo, que circulase por los adentros del bosque, y dar un rodeo a las habituales patrullas milicianas, para que no hiciesen preguntas de nuestro paseo nocturno. Aquella misión sólo era conocida por tres personas a ciencia cierta, el Regente, mi Sire y yo, ya que era el Sire de Gilles el que se ponía en contacto con el Feudo, y luego transmitía las órdenes a él, y por ende, a mí.

       Recuerdo aquella noche, puesto que el aire era en demasía frío, y se presagiaba tormenta en el horizonte. Eran más de las tres de la madrugada, y ya quedaba poco para llegar a la pequeña Capilla Rural de Westminster. Había sido un viaje taciturno, con nuestros sentidos agudizados al máximo, por si nos acechaban entre los árboles. Había sido testigo de cómo mi Sire me empezaba a hablar en latín para decirme que un Nosferatu nos estaba siguiendo desde hacía un kilómetro. Pero no pudo acabar la frase, pues los caballos empezaron a violentarse, y ponerse muy nerviosos. Poco después estaban encabritándose, y una oscuridad, tan tangible como el metal, empezó a rodearnos.

       Mi Sire me advirtió de que bajase del caballo y huyera con los documentos. Pero escapar de ahí no iba a resultar fácil, si al instante, se nos reveló un hombre horriblemente deformado, que presupuse que era el Nosferatu, y un hombre cubierto de sombras, que parecía dar las órdenes. Con los documentos bajo el brazo empecé a correr en dirección a la Capilla, que se veía a lo lejos.

       El Nosferatu me siguió corriendo, intentando alcanzarme. Mi Sire hizo frente al Lasombra, y con un grito de rabia, elevó los brazos al cielo, y un destello surgió entre sus dedos. Entrelazó las manos, y se prendieron en fuego. La oscuridad pareció retroceder allí dónde arañaba la luz del fuego purificador. Al instante, aquella masa de fuego líquido impactó en el cuerpo del Lasombra. Se prendió en fuego, y con un alarido, empezó a revolcarse por el suelo, intentando apagar las llamas. Hubiera visto eso, si de veras, el fuego le hubiese quemado, pero antes siquiera de que el fuego abrasador le tocase, se evaporó en el aire, a la vez que un collar de cuentas, brillaba con luz de rubí, alrededor de su cuello.

       Debía ser un Atrapamentes, reliquias-ritual, creados especialmente para absorber los poderes mágicos de un objetivo. Pero aquellos collares, eran específicos, pues debías tener prendas personales del objetivo.

       No pensé en eso en aquellos instantes. Sólo quería correr. Nunca me había enfrentado contra un vástago, que probablemente me doblara en edad y poder.

       El magus Gilles debió de sorprenderse cuando su Taumatargia había resultado nula frente al Lasombra que le encaraba desdeñosamente. Las sombras se hicieron cada vez más opresivas, y los tentáculos le apresaron las piernas. Lo desequilibraron, y cayó de bruces. Las sombras le rodeaban, oprimiéndole el pecho. El ruido seco, un crujido en mis tímpanos, eso hacía que fuera cada vez más deprisa.

       Podía sentir el fétido olor a tumba, que desprendía mi perseguidor. Ante mí, se alzaba un alto portón de madera, atravesada por travesaños de hierro esculpido. Estaba tan cerca.

       Pero el Nosferatu se movía con mayor velocidad. Me pegó una patada a los tobillos, y caí estrepitosamente hacia delante. Boca arriba, aferrando los documentos, el Nosferatu se acercó para echarme su aliento en la cara, y coger los documentos. Solté la cartera de cuero negro, y en un arrebato de furia, pronuncié la palabra clave de Íxil. Le golpeé con las palmas de mis manos en la altura de la cara, mientras se desplegaba una ola de fuego, que le abrasó la cara. El vampiro retrocedió asustado, y rascándose la cara ante el dolor.

       Aproveché esos momentos para levantarme, y adentrarme en unos matorrales laterales. Me colé por el pasadizo secundario de la Capilla, y corrí hasta la cerca. Desde allí veía cómo el Lasombra convertía en polvo a Mi Sire, y cómo se retiraban hacia la profundidad del bosque.

       Nunca tuve tan presente, el sacrificio que había realizado Gilles para salvar el documento, y ponerme yo mismo a salvo. No sólo le debía mi nueva existencia, sino que a partir de entonces, también era gracias a él.

       Pasé el día en el refugio. Entregué los documentos al Regente de la Capilla de los lagos, y le comuniqué el terrible trayecto. Al levantarme, medité los siguientes pasos que debería dar. Tendría que ponerme en contacto con los Nosferatu que solían rondar por el cementerio, pues ellos les debían algún favor al perjurado. Seguro que podrían conseguirme información acerca de las actividades del Sabbat, y su relación con la Capilla de Londres. Por otra parte, no podía fiarme del Regente de Londres, puesto que era él la tercera persona que conocía el viaje, y aquel Lasombra poseía un amuleto de creación Tremere, centrada en Gilles. Eso, sumado al odio del Sire a su chiquillo, le daba el papel, como principal sospechoso de conspiración. No debía amenazar en falso, pues ahora, sin apoyo de un Antiguo, podría encabezar la lista de bajas prematuras de la Casa.

       Así que me cité con Ronuald, el Tuerto. Su territorio, con sus reglas. Aunque aquel vástago fuese Camarilla, llegaban los rumores de que alojaba Nosferatu Antitribu con tanta facilidad como a sus hermanos de Secta. Por eso, lo más seguro es que nos espiaran todos y cada uno de aquellas Ratas, escondidos mediante su poder sobrenatural. No me inquietaba, puesto que si había podido vislumbrar al Nosferatu con la cara quemada, podría verlo si estaba allí.

       Tras pasar por las puertas enrejadas llenas de óxido, que crujieron sus goznes, como un animal herido, enfilé el camino de baldosas mohosas. El cementerio había sido construido en la época post-medieval, y sus monolitos estaban construidos con las piedras saqueadas de nichos cercanos. Un aspecto decadente, un aroma a descomposición, y la extraña sensación de estar vigilado por mil ojos a cada paso que se da. Llegué a la entrada de la cripta, que servía de refugio al Tuerto. La puerta, de madera podrida, estaba entreabierta. Me colé por el hueco, y cerré tras de mí el portón.

       Bajé los escalones, en penumbras, puesto que de mi mano surgió una pequeña llama, que me sirvió como linterna improvisada. Al llegar abajo, tuve que taparme las fosas nasales, debido al olor a metano de los cuerpos en estado de fermentación. El fondo de la cripta era un lodazal, lleno de agua estancada, que había sacado a flote los cuerpos, y que privados de aire, las bacterias anaerobias los habían atacado. Escuché el sonido de la madera hinchada rasgar el suelo. La puerta de arriba había sido abierta y cerrada. Me seguían.

       Eché un vistazo a la habitación, y entre el agua, sobresalía una isla de piedra, que era en realidad, un altar derruido. Allí, sentado, con las piernas cruzadas, se encontraba un hombre de mediana edad, completamente calvo, y con una horrorosa cicatriz que le cruzaba la cara, a través de un ojo. Era la imagen mortal de Ronuald, el Tuerto. Nunca se había desvelado su auténtica forma, pero viéndole cómo era antes, tampoco había mucha prisa por ver su cambio. Empezamos a hablar, y le conté que necesitaba información acerca de un posible trato entre el Sabbat y algún enemigo de mi Sire, que fuera Tremere. Negó saber algo, pero que podría descubrir cualquier cosa, pero por pago quería un viejo códice enterrado en la biblioteca Tremere. Fue entonces, cuando detrás de mí, saltó un viejo vetusto al agua, llenándose de barro. Parecía jugar con el barro. Sus dientes, retorcidos y negros. Su rostro, decrépito por la viruela. Aquel viejo contestó, que él se encargaría de investigarlo personalmente, si le conseguía las nuevas defensas Tremere.

       Ronuald el Tuerto, abrió mucho los ojos, y le lanzó una piedra, que pasó a 3 centímetros de la cabeza de aquel viejo. Masculló que se callara.

       Pero si el nuevo Nosferatu quería sorprenderme, no lo había hecho, pues mientras esperaba en las escaleras, eché un vistazo rápido hacia atrás, y mis sentidos atravesaron la ocultación inicial de la Rata. Se trataba del mismo cainita al que le había marcado la cara con fuego.

       Sonreí, ante el vampiro quemado. Sus ojos se encontraron con los míos, y el vínculo de conexión se completó. Con un único “acércate”, el cainita se acercó a mí, mientras me miraba fijamente, casi como ido. Empecé a hablarle, y a preguntarle quién era el Lasombra que le acompañaba en el bosque.

       Ronuald pareció enfadarse, y se levantó para replicar, pero de mi mano surgió una llama, que se movía juguetona entre los dedos.

       El Nosferatu, dominado, sudaba sangre. Se le notaba a leguas su inexperiencia, y se había delatado a sí mismo. Con un poco más de presión, terminó contándome que aquel Lasombra le había contratado hacía unas dos semanas, para realizar una incursión de robo. Al Guardián se le conocía cómo Éduard, y solía orar en la vieja Abadía de Maisoontal. Le agradecí la información y me fui de allí. Los Nosferatu habían colaborado con aquel Lasombra para conseguir los documentos. Pero no habían sido los artífices de la información, pues hay ciertos caminos infranqueables para no Iniciados. Sin embargo, el Lasombra parecía haberlo planeado. Cada vez se necesitaba un dirigente implicado en la Capilla para tal efecto. Y todo apuntaba al Regente. El vínculo de sangre se arremolinaba en mis venas. Necesitaba ayuda, pues era demasiado inexperto para todo aquello. Pero ésta era la ocasión de mostrar mi valía.

       Llamé a un joven ghoul de la Capilla Rural (ya que ahora era mi refugio provisional), para que diese la noticia a las milicias inglesas de una posible cabeza de playa Nazi en la Abadía cercana. Le encargué el objetivo de acompañar a las tropas regulares, y que si encontraba a un posible cainita, le estacara con una estaca tallada especialmente para aletargar.

       El joven actuó con presteza, y esa misma mañana, se presentó con una orden de inspección en el cuartel cercano, y llevándose a una escuadra de personas vetustas, y sin pinta de soldados, fue a investigar Maisoontal.

       Aquella noche, tras levantarme del sueño, me encontré la nota del ghoul que explicaba detalladamente la misión.

       Al parecer, se habían infiltrado en la Abadía, pues estaba carente de centinelas. En su interior, tras rastrearla entera, encontraron un falso muro que derribaron. Tras él, estaban las estancias del Lasombra. Debido a que ya era de mañana, el cainita descansaba apaciblemente en una habitación espejada, con una cama ricamente decorada. Mandó a la escuadra vigilar los alrededores, y después de clavarle la estaca conjurada, metió el cadáver rígido en un baúl cercano, pidiendo ayuda a los soldados para sacarlo de allí, aduciendo que contenía documentos alemanes. Sin embargo, una cosa era cierta, el baúl tenía varias cartas, escritas en un idioma desconocido para él, y continuamente, aparecía un sello masón.

       Ahora el Lasombra se encontraba completamente desangrado y atado con cadenas, en la habitación de experimentación. La estaca seguía clavada en su pecho.

       Arrugué la nota y la quemé en la palma de la mano. Debía examinar aquella correspondencia, antes de poder hablar con aquel vástago.

       Tras bajar a la biblioteca, localicé al joven aprendiz que tanto me había ayudado. Me traspasó los documentos, y les eché un vistazo. Se trataba de una serie de cartas posteadas entre él, y un desconocido. Usaba el alfabeto latino, pero su estructura no concordaba con alguna lengua romance. A decir verdad, era una serie inconexa de letras seguidas, sin espacios entre ellas. Pero al ver que la letra T mayúscula se repetía con demasiada frecuencia, deduje que era el carácter usado para representar al espacio. Una vez eliminando esa premisa, el documento seguía sin tener lógica alguna.

       Pero la intuición me decía que el sistema de cifrado usado sería sencillo, para agilizar la labor de escritura. Comencé a sustituir las letras por sus antónimas del alfabeto, y la verdad, me fue revelada.

       Los documentos hablaban del odio que sentía el viejo árbol por las ramas nuevas, y cómo éstas, floraban para tener sus propios frutos. Muy alegórico. El viejo árbol se sentía moribundo, y necesitaba una poda. El resto de cartas, siempre escritas en metáforas, era fácilmente entresacable, la siguiente situación.

       El Regente de Londres, se siente amenazado por su chiquillo. Decide eliminarlo, y para ello usa a un esbirro del Sabbat, que a su vez utiliza la red de contactos Nosferatu. No podría culparse a nadie por la confusión de móviles.

       Pero si el resto de documentos no daba nombres ni esclarificaba la autoría del complot, el sello de las cartas, que correspondían al viejo árbol, dio más datos. Aquel signo arcaico, un arco largo cruzado por un laurel, era el que estaba reproducido en un viejo tapiz de la Capilla de Londres. Y correspondía al escudo de armas de la noble familia del Regente.

       Una prueba del complot. Pero ahora debía conseguir más información por parte del Sabbat.

       Fui caminando despacio hasta la habitación donde se retenía al cainita. Golpeé rítmicamente la puerta con el puño, y esperé a que me abrieran. Era de nuevo el joven ghoul, con mis instrucciones sobre guardia indeterminada. Me despedí de él y cerré la puerta con el cerrojo tras de mí.

       La habitación no tenía más de quince metros cuadrados, y al estar por debajo del llano, carecía de ventanas y salidas auxiliares. Estaba carente de mobiliario, a excepción de unas cajas apiladas al fondo. El suelo era de bloques macizos de piedra grisácea, y las paredes estaban rodeadas de bombillas, evitando así gran parte de sombras indebidas.

       Según los preceptos de seguridad, el Lasombra estaba estacado, con profundos cortes en las muñecas y piernas para que se desangrase, y unas palanganas debajo que recogieran su sangre. Estaba encadenado por los brazos, y caía pesadamente hacia delante. Saqué un pequeño tubo de mi chaqueta, y recogí un poco de su sangre. Sería muy interesante investigar sobre su pasado.

       Examiné lentamente aquel cadáver pendiente. Tenía un aspecto sucio, ensangrentado, y en general, era bastante deforme. Parecía vestir con las ropas de un mendigo, cosa que hubiera creído si no fuera por aquel medallón de oro, engastado con rubíes que colgaba de su cuello. Cogí unas pinzas, y se lo quité. Lo examiné visualmente, y parecía encajar con el arquetipo de collar metamágico, con varias inscripciones en latín, y un jirón pequeño de ropa entre el rubí y el engarce. Lo metí en una bolsa, para otro estudio detallado posterior.

       Ya era hora de empezar con el interrogatorio. Agarré con las dos manos la estaca de madera que entresalía de sus costillas, y tiré hacia atrás. En cuanto quedó su corazón liberado de la madera, su gesto se torció espasmódicamente, y pareció dar varias bocanadas de aire. Miró desencajado hacia ambos lados, y empezó a gritar. Con una única orden verbal, se calló. Sonreí ligeramente ante el hecho de que era influenciable a mi Dominación, así que decidí realizar una sugestión, antes que decantarme por el interrogatorio normal. Tras meter unas cuantas premisas básicas, como contestar con franqueza a las preguntas tras escuchar la palabra Arameo, di cuenta de su información. Aquel desgraciado no podía hacer nada para hacerse callar, y debido a su estado, no podía escapar. Me confirmó lo que ya sabía. Un Tremere que quería eliminar a un competidor le había entregado un medallón de protección, y a cambio de información de diversas capillas, debía matarle a él y a su acompañante. No obstante, no conocía la verdadera identidad de su Mecenas, salvo por el sello de sus cartas.

       Debía comunicarle mis hallazgos al Señor de Todo Londres, para que pudiera interceder. Las pruebas ya empezaban a florecer, y el Regente pronto se daría cuenta de mi investigación. Salí de la habitación, y me encontré en el pasillo al joven ghoul. Me comunicó que el Regente de Londres había venido en visita de cortesía, y que se dirigía hacia aquí para interrogar al supuesto culpable de la muerte de su chiquillo. El cómo se había enterado, era posiblemente por otro pupilo, pero ahora lo verdaderamente importante era investigar a fondo el medallón, las cartas, el sello y… la grabación oculta de la conversación. Cuando fui a mis aposentos temporales, y después de ponerme en contacto con el Señor de todo Londres, que prometió mandar a un delegado en la siguiente noche, me crucé en el pasillo al Regente, visiblemente alarmado. Al parecer, al ir a interrogar al sospechoso, pues le mentí diciendo que sólo me había dicho su conexión con los Nosferatu, rompió sus cadenas con su antinatural fuerza y le atacó. Él tuvo que reaccionar y convertirlo en cenizas. Por supuesto, en aquella habitación no había resto alguno de sangre del cainita, o siquiera sus cenizas.

       El Regente volvió a su capilla sonriente, y yo, ultimando los detalles para la ejecución de un viejo, pero útil ritual para conocer diversos aspectos de un cainita, mediante la muestra de su sangre.

       A la noche siguiente, apareció un carruaje familiar, del que se bajó un hombre vestido de enterrador, que se hacía llamar Sir Woxter. Era un delegado del Señor, y venía con instrucciones de buscarme a mí y al Regente implicado, para el juicio de urgencia que se había declarado. En una capilla satélite de Londres, me encontré ante los seis Regentes y el Señor, y en el banco de acusados, al Regente con un discípulo. Como asesor propio, tenía al tal Sir Woxter.

       Como inicio de la sesión, se hablaron de los hechos de la situación, y la acusación que mantenía contra el Regente, que inició unas voces apagadas entre los jueces, ante el descaro de mis palabras. Si me equivocaba, me convertiría en cenizas al amanecer.

       Comencé con la prueba de grabación del Lasombra, que según el Regente, tuvo que matar. Después, enseñé el sello de las cartas posteadas, y mostrando que encajaban con el emblema familiar del Regente. Éste, se mostró reticente, y continuamente me tachaba de fariseo. El golpe de efecto se llevó con la vista a los jueces del medallón que portaba el cainita. Sir Woxter usó sus poderes sobrenaturales de sexto sentido, para poder recibir algunas sensaciones extrasensoriales por parte del objeto. La imagen mental del Regente creando el objeto, especialmente diseñado contra mi Sire, fue algo a tener muy en cuenta por los jueces. El Regente empezaba a desesperarse. Pero lo que sin duda fue la gota que colmó el vaso, fue al introducir la sangre del cainita en el ritual Taumatárgico, cuando se descubrió el linaje completo del cainita, en el que aparecía un vínculo muy fuerte, y repetidamente reforzado, entre el Regente, como Domitor, y el Lasombra, como esclavo.

       El Señor mandó que se llevaran al Regente a otra habitación para iniciar el interrogatorio final. Sir Woxter me confesó, poco después, que todo hubiera sido más fácil con otro ritual Tremere que impide al objetivo mentir, pero que de esta forma, me estaban evaluando para ingresar en un selecto grupo.

       Como carecía de verdaderas raíces, y había demostrado mis dotes de investigación, me ofrecieron entrar en la vieja orden de los Ástor. Apenas conocida entre la Casa, es una Orden que se encarga de detectar traidores y espías Tremere y presentarlos ante los Jueces.

       Tras pensarlo una noche, acepté. Gracias a ello, me trasladaron a la capilla de Dublín, lejos de los truculentos sucesos acaecidos en Londres. El complejo de la Capilla de las Sepulturas, llamada así, por su proximidad al cementerio Ian Wallter, famoso por sus fastuosas criptas, pero nacionalmente conocido por su explanada, donde yacen más de diez mil tumbas, de diversos siglos. Como decía, el edificio, aun siendo relativamente bajo, no más de tres plantas, se extendía subterráneamente por debajo del cementerio. Los acólitos recibían las enseñanzas en el uso de armas de combate cuerpo, al igual que potenciaban y perfilaban su puntería con diversas armas de disparo, ya que se temía el desembarco de tropas nazis en el país. Romper la Mascarada, incinerando coches, no era especialmente agradable para el Príncipe local. Sin embargo, aunque las guerras intestinas humanas no habían importado mucho al clan Tremere, tras la Gran Guerra, se vio que la amenaza humana podía llevar la caída de alguna capilla, que sirviera como centro de ayuda para nuestros sirvientes.

       Por eso, además de esas artes mundanas, en la Capilla se cultivaba una obsesionante búsqueda por rituales de protección. Puertas que nunca podrían ser abiertas, piedras que resistieran el impacto de una bomba… Pero también se interesaban por el estudio de una, no muy usual senda taumatárgica. El poderío de Neptuno, con cuyos conocimientos podrías controlar masas de agua.

       Entre esas paredes me pasé cerca de veinte años, aprendiendo sus secretos, mejorando mis aptitudes físicas, y ajustando los métodos de mi nuevo cometido. Investigar las acciones sospechosas de un discípulo recién llegado de una capilla de Francia, fue uno de mis primeros trabajos en solitario. Sus continuas idas y venidas del cementerio, así como la desaparición de diversos documentos de cierto valor para la Estirpe, dio como resultado, un seguimiento exhaustivo, para descubrir, que poseía un amante Giovanni. El pobre desgraciado, con una mente demasiado debilitada por el vínculo con los Antiguos, lo había hecho demasiado timorato frente a poderes cainitas como la Dominación. El resultado, un topo en el cementerio. Ejecutarlo, fue lo más piadoso que podíamos hacer. Su muerte, fue rápida y sin dolor. La de la Giovanni, sin embargo, estuvo cargada de dolor y sufrimiento. Las disecciones humanas, han sido algo que siempre atraían de sobremanera al Regente, y solía practicarlas, explicando como si de una clase magistral de Universidad fuera.

       Tras finalizar el entrenamiento en la pérfida Albión, y ver el casi nulo futuro que me esperaba en Europa, puesto que únicamente podía aspirar a ser el perro faldero de un Antiguo anclado en siglos de arcaísmo, decidí embarcarme al nuevo Mundo, dejando atrás una isla brumosa que nunca llamé hogar.

       Como nota anecdótica, contar que tras trazar los lazos de sangre de mi hermano mayor hasta esos momentos, década de los 70 aproximadamente, descubrí que los hijos de sus hijos decidieron en su momento, al igual que yo, marchar a Norteamérica, más concretamente Nueva Orleáns, en busca de un futuro prometedor, como traficantes de oro y plata de las ciudades del Sur de América.

       Debido a una nefasta gestión durante generaciones, la vieja herencia familiar se había volatilizado completamente, pasando al olvido el apellido y la historia de mi familia. Aunque sabiamente, había sabido desviar fondos y propiedades a una sociedad de banqueros, con lo que había conseguido mantener, y aumentar gracias a los intereses y movimientos de bolsa, una suma de dinero particular que me ofrecía una vida cómo la que había disfrutado en la niñez.

       Tras una travesía medianamente larga en un transatlántico, como viajero algo enigmático, pues apenas se hacía ver, y que extrañamente hubiera un acceso de anemia entre los viajeros de constitución más fuerte, cosa bastante lógica, pues necesitaba ingentes cantidades de sangre para mantener los vínculos del ritual del paso de agua tranquilo, un regalo de Dublín para asegurarme la llegada a la costa.

       El verdadero motivo de mi traslado a Nueva York, ciudad controlada por el Sabbat a mi llegada, era el asegurarme que no hubiera ningún boicot ni traidores entre las filas emergentes de la Camarilla en la ciudad. El asedio comenzaría pronto y todas las piezas debían encajar correctamente. Y visto lo visto, en el clan Tremere de la ciudad, había unas cuantas fisuras que debían solaparse.

       Por poner sólo dos ejemplos de la situación en NY, ya que el informe completo de la reconquista de la ciudad podéis leerlo en cualquier resumen realizado por los estudiosos de la historia vampírica, a mi llegada al puerto, tuve que usar mis conocimientos ocultistas, para poder crear una prisión móvil marina, que me permitiese cruzar la bahía, y más tarde el río Hudson, hasta Manhattan, para poder llegar a la capilla secreta que se encontraba en pleno núcleo de la ciudad. Por supuesto, los Sabbat habían tenido el soplo de que un grupo de cainitas pertenecientes a la Camarilla habían llegado en ese barco. Inconvenientes de informar a tus superiores de NY, y que la propia capilla sea un nido de espías.

       Sin embargo, una vez entre aquellas cuatro paredes relativamente seguras, pude interrogar a todos aquellos miembros que pertenecían a la capilla, para descubrir rápidamente, que los ghouls estaban influenciados por Nosferatu Antitribu, y que el Regente Secundus, era desde hacía unos meses, fiel seguidor del Sabbat, pues había visto peligrar su vida, y decidió unirse a ellos para sobrevivir. Lo que decía, un nido de traidores. Sólo el fuego podía purgar a aquellas almas, así que tras bloquear mágicamente el edificio, el Regente Prima prendió fuego al lugar, esperando así acabar con la mala hierba desde la raíz.

       Las semanas, meses, incluso años posteriores, las pasábamos de forma encubierta, en diversos pisos francos dispersos por la ciudad. Consolidábamos las finanzas, las bandas callejeras, las drogas, e incluso la política. Se montaba una escalera intrincada de poder, en el que el centro era el Comité Central, representantes de los clanes Camarilla en la ciudad, donde se planeaba la reconquista. Repito, toda esa historia la pueden conocer de forma extensa en los diversos documentos que hay acerca de ella. No pienso contar todo lo que ocurrió, puesto me extendería demasiado. Sólo hacer un inciso. Costó sangre y vidas recuperar la ciudad, y aún así, siguió habiendo presencia Sabbat en zonas marginales. Creo que en tiempos de ahora, siguen sin tener un Príncipe estable, y eso ya es bastante.

       Fue ahí cuando empecé a forjar amistades más o menos forzosas o estables con otros clanes. No obstante, cada mente es distinta de las demás, y sorprendería ver tanta diversidad cultural en un mismo entorno. Se notaba que eran vampiros jóvenes, sin todavía los arcaísmos y prepotencias vistas en la Vieja Europa.

       Después de verse forjada la Capilla de los Cinco Distritos, podía dar mi trabajo por concluido. Las bases de poder del clan estaban fijadas, y los Regentes de cada una de las capillas parecían capacitados para su labor. Además, al haber apoyado a determinadas facciones, se consiguió un equilibrio entre los Tradicionalistas y Transacionalistas dispuesto a romperse, puesto que Viena le ha encargado a “El diablillo” acabar con Aisling, pero gracias a mis movimientos, Estévez está ahí para actuar de tope de freno. Lo que generaría más tensiones y quizá una guerra intestina por el poder, lo que nos llevaría a una limpieza de débiles, lo que siempre va bien para la pirámide.

       Después de todo, para construir mañana hay que destruir hoy.

       No obstante, alguien no deseaba que me fuera todavía de allí.

       Manuel Arias había sido un banquero que en poco tiempo había conseguido una gran fortuna, para poco después, perderla de forma aún más espectacular. Por eso, había fingido su propia muerte para adjudicarse el dinero del seguro, que había sido hinchado tan rápidamente como pudo. Todo esto habría salido bien, si no fuera porque era una empresa de un ghoul Tremere el que tendría que perder el dinero.

       Decir que el pobre hombre acabó de sus clases de humildad bastante más blanco y con los colmillos más largos. De esta forma, tendrían al pequeño genio de las finanzas, como contrapartida a las bolsas de valores de los Ventrue. Quien niegue que el dinero mueve el mundo, es más un loco que un mentiroso.

       Como digo, este hombre tampoco hubiera sido muy importante, de no ser por la forma en que pasó a interesarme su segunda muerte. Y digo segunda, porque cuando el misil entró por la ventana y explosionó, llevándose por el camino todo el piso, con Manuel Arias dentro durmiendo, pocos del clan supusieron que hubiera sobrevivido, máxime cuando poco después el edificio se derrumbara a pleno sol. La policía lo atribuyó a un ajuste de cuentas entre bandas de influencia nacional y extrema derecha, pero cuando nuestros expertos tecnomantes revisaron el contenido de su ordenador, en busca de algún negocio que no conociésemos o algo, y encontramos con que todos los archivos habían sido borrados, a excepción de uno, un archivo de texto, en el que alguien había escrito, en una mezcla de sarcasmo y locura, las siguientes palabras:

       “Siempre me tendrás cerca de ti”

       Aquello era inverosímil. Una falacia. Estaba claro que Manuel no había escrito eso, puesto que según los tecnomantes, el archivo procedía del exterior. Alguien sabía que íbamos a venir. Marcharnos de allí tan rápidamente como fuera posible, por si fuera una trampa, era lo más sensato. Debía estudiar aquella frase, por si tuviera otro significado invisible, como si de un código se tratase. Aunque me sonaban vagamente familiares, no dejaban de tener un aire tétrico y malsano, al pronunciarse aquellas palabras.

       Lo primero que hice, fue asegurarme de que no hubiera filtraciones de ningún tipo. Al menos, por parte de los Tremere, no había sido. Lo cual tampoco era demasiado bueno, puesto que eso aumentaba la búsqueda. Quizá hubiera sido un ataque Sabbat como terrorismo urbano, pero al descubrir que los contactos en los suburbios de Manuel, habían desaparecido completamente del mapa, empezamos a sospechar de que alguien se había tomado muchas molestias por encontrar su refugio. Sin embargo, no había muchas más pistas. Seguir el armamento sólo nos llevó a una banda de mafiosos suburbanos, los cuales “casualmente” murieron en un accidente de vehículo. Sin pistas, no se podía avanzar.

       No obstante, aquella frase me seguía dando vueltas a la cabeza. Decidí meterla en el buscador de la intranet de la Capilla con ayuda de los tecnomantes, por si existía algún código oculto. Ni un código polialfabético, ni código de figuras, ni nada. Esa frase quería decir exactamente esa frase. Pero encontramos una entrada muy interesante.

       Era un caso archivado de la policía del departamento de homicidios de Reino Unido. Al parecer, varias personas aparecieron asesinadas de forma ritual en las cercanías de la ciudad de Londres. El modus operandi de los asesinos (pues según las detenciones posteriores, demostraron ser un culto profano como tapadera para una red de prostitución) era el de sacrificar a las personas degollándolos, y cortándoles las venas de los antebrazos, para dejarlos desangrarse hasta morir, para luego de muertos, usar su pecho como lienzo para sus navajas. En cada una de las víctimas encontradas, el mensaje en corte y sangre era el mismo.

       “Siempre me tendrás cerca de ti”

       Sin embargo, después de las detenciones en Londres, otro grupo, sin conexiones directas con el anterior, siguió realizando asesinatos selectivos en la ciudad de Dublín. Esta vez, las víctimas eran atravesadas con una barra de hierro a través del esternón, y era en su espalda donde grababan las mismas palabras que en los casos de Londres.

       Esos asesinatos se remontaban a menos de hace dos años.

       Pero encontrar el mismo mensaje grabado en todos aquellos actos, aparentemente sin conexiones, fue descubrir que las víctimas tanto de Londres, como de Dublín, eran directamente, o vía familiar, socios de algún club intelectual de la zona. Y eso para un policía, es una conexión, pero para un Tremere versado en costumbres del clan, es un asombro, pues a primera vista, indicaba que las víctimas, o bien eran familiares, o eran directamente ghouls al servicio de la Pirámide. Y aquello, era sencillamente el aviso, la advertencia, incluso la amenaza, de un grupo que sabía los movimientos Tremere tanto en el Viejo Mundo, como en el Nuevo. Revisé cada uno de los nombres de los asesinados con las fuentes de datos del Reino Unido, e incluso realicé llamadas para verificar lo que ya me temía. Los contactos del otro lado del Atlántico no habían remitido las muertes de sus ghouls y familias a los Antiguos del clan, por haber sido víctimas de humanos sin relación con ningún grupo que persiga a los Tremere. Eran simples humanos. Después de contarle lo sucedido aquí, ya no pensaban igual. Debía avisar a la Suma Regente de todo el asunto. Aquello no podía presagiar nada bueno.

       Abandoné la capilla Este para pasar por la Central, aunque antes debía realizar una parada en mi apartamento para recoger el disquete con el extraño mensaje hallado en el ordenador del Tremere asesinado. Durante todo el trayecto en automóvil, me sentía bastante nervioso y alterado, incluso paranoico. Saltarse los semáforos no era tónica habitual, pero tenía el presentimiento de que en cualquier momento una turba de humanos, seguramente alentados por mis enemigos vampíricos, se arremolinaban a mi alrededor y prendían fuego al coche. O quizá, hubiera una bomba en el vehículo que fuera a explosionar en cualquier momento. Pensamientos absurdos, fruto de la paranoia incipiente.

       Llegar al edificio de apartamentos en el sur de Manhattan me relajó un poco, puesto que la seguridad del edificio de lujo, aunque humana, era un acierto. Al menos las cámaras de seguridad podrían grabar algo sospechoso, o alguna intromisión en mi refugio. Saludé escuetamente al portero y cogí el ascensor para subir a la 10º planta. En el ascensor terminé de sentirme mal. Era el olor. Olor a viejo. Olor a corrupción. A maldad. Antes de que el ascensor se parara, saqué el Colt Anaconda de la funda y le cargué las balas. Accioné el percutor y el arma quedó cargada. Cuando el ascensor paró, salí rápidamente de él, mientras mentalmente recitaba las palabras de concentración para que de mi palma libre, surgiera una llamarada mágica, lista para quemar al posible intruso. Me acerqué a la puerta acorazada, dispuesto a guardar el arma y desvanecer la llama para abrirla con la llave de seguridad y el código cifrado… Pero la puerta ya estaba abierta.

       Con una orden mental, la puerta terminó de abrirse, y a mi paso, las luces del apartamento se encendieron. No parecía que hubiera habido alguien dentro, salvo por el olor a cloaca y cripta que emanaba del suelo. Consulté el ordenador de seguridad, pero lo habían formateado. Alguien se había colado en el edificio, había sorteado al portero y abierto mi casa para… dejar un paquete encima de mi cama.

       Alarmado ante la posibilidad de que fuera una bomba, rastreé mediante los sentidos agudizados la presencia de un explosivo, por el olor y las vibraciones. El único resquicio que me llegó, fue el olor del moho y la porcelana. Intrigado desde luego, me acerqué a la caja de cartón marrón. Tenía una hoja lacada en blanco, y escrito a pluma, sólo dos palabras. “Para Pendergast”. Dejé la hoja en un lado de la cama, y levanté las tapas de la caja. Aliviado porque no hubiera estallado todo eso, me extrañé de encontrar restos de papel de periódico cortado en tiras, a modo de seguro contra los golpes. De primeras pensé en que fueran los recortes todo lo que tuviera la caja, pero pesaba demasiado para ser sólo periódicos viejos. Quité los más que pude, y entonces me quedé aterrado. Protegido por el papel, se encontraba una muñeca de porcelana, de más o menos un cuarto de metro, con la piel amarillenta por el tiempo y la suciedad, en vez del blanco original que se adivinaba si alguien rascaba en la superficie. Sus ojos eran grises, o todo lo grises que podían estar después de tanta suciedad y tiempo. El pelo lo tenía corto y negro, aunque sin lustre y mal peinado. El traje, parecía del siglo XVIII. En conclusión, era una muñeca muy antigua, como las que coleccionaba su hermana pequeña cuando yo no era más que un crío. Sin embargo, cualquier coleccionista hubiera tenido un paro cardíaco si hubiera visto en qué condiciones estaba la muñeca. Descasquillada por varias partes, y con el olor tupido y denso del moho entre sus junturas. Una nota escrita a mano, estaba atada con una goma a un brazo suyo. Sólo ponía escrito en letras muy recargadas:

       “Siempre me tendrás cerca de ti”

       Abrí los ojos y enmudecí. El rostro se me petrificó en un horror caricaturesco. Aquello ya rozaba la conspiración. Sin embargo, lo más importante en aquel momento era marcharse de allí y no volver más al apartamento, puesto que sabían dónde se encontraba. Quienes lo sabían, lo ignoraba, puesto que mis enemigos todavía no tenían un rostro. Cogí la muñeca y la metí en la caja, junto al sobre. Me fui rápidamente del piso hacia la portería. Le pediría el video de vigilancia al portero, para ver qué es lo que había entrado en mi refugio. En cuanto bajé, le pregunté al guarda si había entrado alguien desconocido, o preguntando por mí, pero lo único que contestó es que no había entrado nadie, y que había estado viendo el partido vía satélite. Me llevé el video para verlo en la Capilla Central, mientras le explicaba mi punto de vista acerca del asunto que podría traernos entre manos. En el video, estaba seguro de que me encontraría a un ser deforme, a un borrón fotográfico, o una neblina. Ya no eran simples humanos. No podían serlo. Sabían demasiado, y eludían de forma magistral la seguridad del lugar. Tenían que ser vampiros. Y unos que odiasen a la Pirámide. Sin embargo, en esa frase encajaban todos los vampiros que conociesen las verdaderas motivaciones Tremere.

       Salí del portal del edificio, encaminándome hacia mi vehículo estacionado. Saqué las llaves, y las acerqué a la cerradura, pero antes siquiera de que los dos metales se rozasen, mis oídos se sobrecargaron de ondas sonoras, mi cuerpo se vio encogido ante los estímulos sonoros y la presión que de improvisto, sacudió mis células nerviosas.

       Cuando giré la cabeza hacia la ventana de mi apartamento (por un fatídico presentimiento), el brillo del fuego saliendo por las ventanas se reflejó en mis pupilas. Alguien había explosionado mi refugio. Fui corriendo hacia la portería, en busca del guarda, pero un pensamiento cruzó mi mente casi por casualidad. “Cuidado con segundas explosiones”. Los artificieros de la policía actual siempre después de una explosión, desalojaban, puesto que podría haber una siguiente.

       Esos segundos de confusión en los que no me moví, quizá me salvaran de un bronceado mortal. La segunda explosión no se hizo esperar. La cristalera estalló en pedazos, y me vi bañado en vidrio de alta calidad. El fuego que salía del portal confirmaba la segunda explosión. El guarda había sido volatilizado, para que no pudiera usarlo como fuente de información. Aunque quizá ellos no considerasen importante las cámaras de seguridad ocultas a la vista de los visitantes.

       Me metí rápidamente en el automóvil, y lo arranqué, esta vez, con mis sentidos agudizados esperando oír algo distinto, o un olor que no encajase con el Cadillac. Necesitaba hacer millas para hacerme una idea del calibre que tenía el enemigo. Otro de aquellos malos pensamientos seguía apareciendo intermitentemente en mi mente. Me podrían haber matado, pero no lo hicieron. Estaba seguro que las bombas sólo habían sido para limpiar pruebas, disuadir, y joder en general. Un, “estamos aquí Pendergast”. Aquella sensación de impotencia, de inseguridad, de no poder adelantarse al siguiente paso. Esa sensación de persecución, de un movimiento imperceptible en las sombras…

       Metí el vehículo en un aparcamiento subterráneo de seis plantas, puesto que había un sedán rojo y una camioneta azul que se estaban turnando para seguirme. Posiblemente no fueran más que esbirros humanos dispuestos a seguirme para luego informar, pero por su forma de actuar, parecían profesionales. Al turnarse los vehículos, nunca daba la sensación de persecución, pero gracias a mis sentidos agudizados, y memoria eidética, los identifiqué. Así pues, al haber entrado en el aparcamiento, aceleré en la primera curva para bajar rápidamente los pisos y poder perderlos. Sabía que un vehículo se había quedado fuera y otro me seguía. Pero al poder bajar más deprisa que ellos, me dio tiempo para aparcar el vehículo en mi plaza reservada, y coger el otro coche disponible de mi cochera, un suburban azul oscuro, muy clásico entre la clase media-baja de NY. Salí del aparcamiento, y divisé la furgoneta que se había quedado rezagada. Ni siquiera sus ocupantes echaron un vistazo a mi coche.

       Tras despistarlos, me encaminé dando un rodeo, por si acaso, a la Capilla Central. Tenía una cita con la Suma Regente, y todo este asunto debería ser informado ante los Ástor, puesto que había un traidor, y cuando lo encontrara, lo estacaríamos y lo deshollaríamos, y luego sería quemado. O mejor, primero lo deshollaríamos y después lo meteríamos en una bañera llena de ácido fluorhídrico.

       Tras aparcar detrás del pequeño edificio que conformada la célula central de la Pirámide en la ciudad, me encaminé presuroso hacia la entrada. Una vez cruzada, me sentiría mucho más seguro. Me reuní con la Suma Regente en su despacho personal. Las negras maderas exóticas, junto al níveo marfil traído de la Costa Negra, daban un aire muy de colonia inglesa que no me terminaba de convencer. Seguramente, sólo fuera un gusto temporal, porque de lo contrario…

       Empecé a explicarle a Aisling los asesinatos de Londres y Dublín de ghouls de la Casa Tremere en la isla. Su nula relación aparente con vampiros resentidos, y el mensaje críptico que se encontraba en todos y cada uno de ellos. Luego le pasé a relatarle la muerte del Tremere en New York, a manos de humanos, y la desaparición de los posibles chivatos del refugio. El mismo mensaje encontrado en su ordenador personal. La intromisión en mi refugio, el extraño regalo encontrado con la misma frase, y la explosión de tanto mi refugio como la entrada del edificio. Y por último, el seguimiento por parte de dos autos en las calles de camino aquí. Visionamos juntos el video de seguridad, y lo que vimos, fue cuanto menos escalofriante.

       El vídeo tenía bastantes interferencias, pero encuadraba perfectamente la entrada del portal. Era de toda la noche, así que empezamos a pasar hacia delante. Una hora antes más o menos de que llegara al edificio, dos sombras ennegrecidas y tapadas parcialmente por las interferencias entraron en el recinto. Aunque el guarda estaba delante de ellas, ni se dio cuenta de que pasaban al lado. Debían de estar ofuscados, y por los tupidos ropajes, posiblemente Nosferatu, o alguien que no quería ser reconocido al saber que al visionar el vídeo, lo más seguro es que la magia de la ofuscación se rompiera y revelara al allanador. Desaparecían del ángulo de la cámara. Seguimos rebobinando el vídeo hacia delante. Bajaron las dos sombras ennegrecidas, y una de ellas colocó una especie de caja detrás del mostrador de portería. Ambas se marcharon por la puerta principal. Al seguir rebobinando, se me veía a mí entrar en el edificio, ir hasta el ascensor, volver, y dominar al portero para que me diese la cinta. Entonces, la cinta se acabó pues no siguió grabando.

       Pero yo sabía lo que continuaba. La explosión. El infierno terrenal.

       La Suma Regente estaba preocupada por el lance de la cuestión. Ahora se daba cuenta de que realmente había un peligro potencial acechándonos. No obstante, delegó en mí la tarea de esclarecer el asunto.

       Me retiré a mi refugio en la capilla. Ya era casi el amanecer, y ponerse a contactar ahora con Inglaterra era estúpido, pues allí hacía tiempo que ya era de día. Decidí esperar a la noche siguiente para comenzar con las pesquisas.

       La oscuridad obnubilante. Sentirse perdido, desorientado. Sin ninguna referencia física. Sólo negrura a tu alrededor. Y al fondo, una figura humana que se está quieta. Intento acercarme a ella, a su luz fantasmagórica que la rodea. Y él se acerca a mí. Cada paso dado por mí son dos avanzados. Pronto distingo a un joven, rubio y bastante blanco, aunque no con ese blanquecino propio de los muertos. Le oía respirar. Notaba sus palpitaciones cardíacas. Y cuando estuve a menos de medio metro, supe realmente quién era.

       Era yo, de joven. Apenas contaría con más de veinte años. Levanté una mano para sentir el tacto de su piel. Él también levantó el brazo. Pero cuando fuimos a juntar los dedos, noté el tacto frío del metal. Coloqué toda la mano, y toda la mano sintió una descarga eléctrica. Me eché hacia atrás, y fruncí el ceño. Mi otro yo, también hizo lo mismo.

       Era un espejo. Pero un espejo que me reflejaba cuándo todavía estaba vivo. Y ahora me notaba respirar, notaba mis pulsaciones. Volvía a estar vivo.

       Volví a colocar la mano en el espejo. Pero éste, empezó a calentarse y a brillar con luz propia. Quité de sopetón la mano, y el cristal se fragmentó rápidamente y los trozos cayeron al suelo. Ya no había nada. Nada salvo aquellos ojos verdes mirándome en la negrura. Y aquellas cacofonías que me obligaban a taparme los oídos. Repetían sin cesar, “siempre me tendrás cerca de ti”.

       Me desperté de golpe, en el lecho de mi cama. Miré el reloj y vi que era justo la hora del anochecer. Maximizando el tiempo de lucidez, conseguiría más información. Aquella pesadilla no obstante, me había destrozado los nervios. Y por extraño que parezca, no se había desvanecido como un mal sueño, sino que a cada paso que daba, la recordaba perfectamente, atormentándome desde el interior. Me di un baño de agua helada, ya más tranquilizado y relajado, preparé un té a la manzana. Para mí, preparar té es un arte, más que una rutina. Hay que seleccionar el agua correcta, calentarla en el recipiente correcto, y seleccionar el mejor té que se puede encontrar en el mercado de EEUU, el zarcero de hoja roja de las montañas del Tíbet. Aunque suene a chiste, existe realmente.

       Después de seguir relajándome desviando la mente hacia la preparación de la bebida, disfruté del olor que desprendía la taza, y sorbo a sorbo, disfruté en el paladar de su sabor. Aunque por supuesto, sin llegar a tragarlo, o de lo contrario hubiera tenido que vomitar, y es una sensación que me desagrada.

       Empecé el trabajo asignado, realizando un ritual bastante práctico para las grandes distancias, “el canto de la paloma”, por el cual uno podía conversar durante unos minutos con la persona asignada. Quemé el incienso, realicé los pases mágicos y entoné el canto de la paloma. Por último, me hice un corte en un dedo con una navaja fina y derramé un poco de sangre en un círculo de plumas. Entré en trance, buscando la mente que estaba a más de 10.000 km de aquí. En seguida, Woxter me replicó la llamada. Entablamos conversación, directamente al asunto, pues era duro y cansado mantener el vínculo durante mucho rato. Le comenté lo de los asesinatos de Inglaterra, y que debían buscar las referencias que tuvieran con los vampiros. Lo necesitaba lo más pronto posible.

       Tras aquello, comencé a trabajar en el vídeo. Conocía un par de técnicas para desvelar quienes eran los de la cinta. En primer lugar, corté los fotogramas donde apareciesen las dos sombras, cada vez menos ennegrecidas, por la degradación de la energía residual de la ofuscación. Entonces empecé a aplicarle una solución salina, que tenía en parte sangre de vampiro, y bendecida con poder de expulsión de energía negativa de los objetos. Desde luego, los rituales son cuanto menos… interesantes. Con las palabras de poder, y untando los fotogramas con la mezcla mágica, debería poder borrarse del todo la ofuscación. Ahora sólo era cuestión de tiempo.

       Casi al amanecer, había logrado la identificación de los vástagos. Por el tiempo y la forma de desaparecer las manchas, presupuse que sólo uno de ellos poseía ofuscación, a nivel muy alto, puesto que había ofuscado también a su acompañante. El vástago ofuscante, sin embargo, seguía sin poder identificarlo puesto que iba aún así, completamente tapado, por lo que deduje que podía ser un Nosferatu, o un Gangrel Urbano. Lo que sí era cierto, era su afiliación. El símbolo cabalístico en su espalda no dejaba dudas. Era Sabbat. Sin embargo, su compañero no tuvo tanta suerte. Aparte de aparecer mirando a la cámara sin interferencia alguna, por su forma de actuar se veía que no estaba del todo seguro.

       El siguiente ritual terminó por confirmar sospechas. El “recordar a los amigos”, permite descubrir las afiliaciones del sujeto, y muchas veces tanto intenciones, como clan, incluso generación o sire.

       Ya estaba localizado. Según el ritual, aquel hombre era un neonato de la capilla del Este, que engatusado mediante el poder de un Antiguo del Sabbat, no el de la imagen, había accedido a chivar mi refugio, robando esa información de la capilla, para poder ascender un círculo de poder. El tal Thomas Krevine, otra oveja descarriada que debía ser reconducida al redil del pastor.

       Últimamente, en todas las capillas había traidores a la Pirámide. La sangre débil estaba haciendo destrozos a una velocidad alarmante.

       Decidí esperar al día siguiente para ir a interrogar a Thomas, y quizá, empezar a quitarle la piel a tiras.

       De nuevo la noche. La oscuridad. La negrura. Como si de alquitrán goteando se tratase. Una ceguera total que no dejara ni distinguir la más mínima luz. Y en medio de aquella confusión, el sonido de gotas de agua cayendo contra el suelo de piedra. Cada vez con más fuerza, con más ahínco. Y entonces, miraba hacia abajo, y me veía sobre un suelo reflectante, de un brillo dorado de oro puro. Tenía un relieve, y era un círculo, en el que me encontraba en el medio. Parecía una moneda. Eché la vista hacia delante, y otro objeto de dimensiones dantescas apareció. Se trataba de una corona de madera toscamente adornada, en la que arriba del todo, se encontraba de espaldas, la muñeca estropeada que había encontrado en mi refugio. La muñeca giraba su cuello, y me miraba, con unos ojos verdes brillantes e innaturales. Seguía escuchando las gotas de agua caer pesadamente. Pero estaba vez, no era agua, sino sangre. Sangre que manaba de un techo invisible, y que al caer al suelo, cerca de mí, pero a la vez, lejos, iba formando letras sueltas. Pronto, la sangre caída había formado la conocida frase. “Siempre me tendrás cerca de ti”.

       El despertar fue igual de desorientante que la noche anterior. La pesadilla seguía reinando en mis pensamientos aún después de una ducha de agua hirviendo. Preparé todo lo necesario para el ritual del “hueso de las mentiras”, para lo cual cogí el fémur de un antiguo esqueleto y sobre él proyecté las palabras de poder, además de verter algo de sangre. Empezó a brillar tenuemente, lo envolví en tela, y lo guardé en el maletín. No me olvidé de coger el Colt Anaconda con balas de punta hueca. Esta noche iba a interrogar a Thomas, y quizá hubiera que ir de caza para ello.

       Había informado al Regente de la Capilla del Este de mi llegada, y que preparase una habitación con el ritual de “Anulación”, que tiene el poder suficiente para suprimir cualquier intento de usar niveles no muy altos de Taumaturgia. Un seguro para que aquel mequetrefe no intentase volatilizarse una mano. En cuanto llegué, hablé con el Regente para que trajese a Thomas a la habitación, con la excusa de ser una conversación sobre sus investigaciones privadas. Le esperé en la habitación, que tenía una única silla, dando vueltas alrededor de ella. Cuando abrió la puerta y la cerró tras de sí, enfocó su vista en mí. El susto inicial me reveló cierta información. No me esperaba encontrarme… o quizá encontrarme vivo.

       Clavé mis ojos en los suyos, y con una única palabra, el hombre se dirigió a la silla y se sentó respetuosamente. Entonces saqué el hueso, lo cogió con su mano, y empecé el interrogatorio.

       Muchos minutos, preguntas, uso de dominación y coloraciones negruzcas después, conseguí sonsacarle toda la información posible. Aquel desgraciado adicto a la sangre de prostituta heroinómana, había conocido debido a su constante búsqueda de sangre adulterada a un camello que era ghoul de un vampiro que controlaba parte del sector. Debido al debilitamiento mental de Thomas, en parte por los golpes en la cabeza de joven, y en parte por su susceptibilidad a la dominación y presencia, acabó contándole sus penas y desgracias al ghoul. Éste, como una buena oveja, se lo contó todo a su papá vampiro, dando la casualidad de que era miembro del Sabbat. Así que este vampiro le prometió a Thomas subir al poder de la Capilla, a cambio de la información de mi refugio y mis rutinas. Esta historia empezaba a sonarme demasiado. No obstante, aquel ridículo de vampiro no diría mucho más, puesto que parte de la sangre que le habían pasado, era del vampiro en cuestión. Conclusión, un vínculo de sangre completo.

       Al menos, tenía el mote del vampiro, “Ópalos verdes”, pues según la descripción de Thomas, tenía los ojos verdes. Una punzada de presentimiento, me hizo pensar en un Toreador, pero únicamente por la horterada del nombre.

       Me iba a marchar de la habitación, cuando comenté casi por casualidad, que iba a sacarle la piel a tiras a ese cainita, cuando Thomas me gritó que sería imposible coger a su Amo, puesto que hacía días que se había ido de la ciudad. Sonreí para mis adentros, aquella era una información muy valiosa.

       Llamé al Regente, y le di las instrucciones para que estacaran a aquel pobre desgraciado y lo enviaran a Viena, para una reeducación. Los Astor habían actuado de nuevo.

       Volví a mi refugio, y me puse en contacto con Viena para el traslado obligado de Thomas a las catacumbas de la Gran Capilla para que lo tratasen, ya fuera en algún experimento, o para tener una estatua viviente. Me acosté, pensando en que cada vez que daba un paso en la investigación, ésta tomaba caminos cada vez más extraños. ¿Por qué el Sabbat quería azuzarme, jugar conmigo sin matarme? ¿Y todos esos mensajes? ¿A qué extraña razón venían?

       La bóveda de la iglesia era enorme. Echado en el marmóreo suelo, notaba moverse las losas debajo de mí. Como si de un traqueteo fuese. Las columnas ascendían hacia el cielo, cubierto de un manto de mil estrellas, brillando cada una de ellas, como si compitiesen entre ellas. Me levantaba lentamente, los mosaicos de las paredes bailaban alrededor de mí, para no permitirme qué dirección tomar. Pero allí la veía. Estaba de espaldas. Parecía una mujer joven. Vestida con un traje de noble muy, muy antiguo. Más antiguo que mi juventud. Su piel era blanquecina, como si de una geisha se tratase. Intento acercarme. Cada paso que doy, me cuesta una eternidad. Algo me retiene. Miro hacia abajo, y veo unos grilletes enganchados a mis pies. Sigo la cadena, y en vez de ver una roca, veo el cadáver de un hombre, que lleva días muerto. Me giró de nuevo para encarar a la figura femenina. Pero ahora ya no está lejos. Apenas un par de metros. Intento acercarme, y piso charcos cuando camino. No son de agua, sino de sangre.

       Sujeto con mi mano el delgado hombro de ella, y le doy la vuelta, para ver quién es. En cuanto la encaro, doy un paso hacia atrás aterrorizado. Ella cae al suelo, como inconsciente. Aunque realmente cae al suelo, porque no es humana. Se trata de una muñeca de porcelana, que tiene el rostro contraído en un gesto de pena, mientras las mejillas están rotas y sucias, unas lágrimas recorren su rostro. Sus brazos sujetan, junto a su pecho, un retrato de mí mismo. Se lo arranco de las manos, y entonces, de su corazón empieza a manar sangre a borbotones. Me levanto asqueado por la sangre. Y entonces, veo escrito en su frente, “siempre me tendrás cerca de ti”.

       Aquella era la tercera noche que las pesadillas me perseguían. Todas distintas, y todas parecidas. Siempre se repetía el tema de la sangre, la muñeca, y la dichosa frase. Esas palabras me acosaban constantemente, y en cuanto me veían con la guardia baja, me volvían a atacar.

       Esta noche debía comunicarme con Woxter, para ver sus adelantos en la investigación. Sin embargo, una vez bajara a la zona de laboratorios para despejar y echar una ojeada al trabajo de los nuevos neonatos, un ghoul temeroso se me acercó, con un sobre en la mano. Me explicó que un hombre lo había traído por la mañana, alegando que era parte de una investigación. Mi nombre constaba en el sobre, puesto a tamaño bien grande, y con la misma caligrafía que la de la nota de encima de la caja de la muñeca, ponía, “Para Pendergast, espero que esto ayude”.

       Me fui a mi habitación temporal, cansado ya de tanto juego. Abrí el sobre con un abrecartas de plata, y extraje la hoja, que era exacta a la encontrada junto a la muñeca. La letra era recargada, aunque menos que anteriores veces. Si la otra podría pertenecer a un hombre, ésta era sin duda de una mujer. Ponía tal que así.

       “¿Todavía siguen tus pesadillas? Date cuenta que sólo es tu pasado reflejado. En él encontrarás la verdad, aunque duela.”

       Una línea en blanco, y ahora la letra era la del hombre.

       “¿Te está gustando el juego? Búscanos, puesto que nuestro asunto sólo nos concierne a nosotros y a ti, Pendergast. No se puede huir del pasado.”

       Acababa firmando como “Ópalos Verdes”. Me entraron ganas de quemar la carta, y todo el lugar. De desencadenar mi ira en llamas. Pero me contuve. Aquellos bastardos me habían dado una pista fundamental. Mi pasado. ¿Pero hasta cuándo debía remontarme? Habían nombrado mis pesadillas. Eso era porque sabían que cuándo viese la muñeca, ese gesto las desencadenaría. ¿Dementación? No lo creía. Los sueños son reflejos de la realidad, enviados por el subconsciente, sólo se tenían que desenmarañar.

       Así pues, investigaría mi propia mente, hasta la edad en que era todavía un mortal, puesto que el sueño había dado a entender eso.

       Me senté en la cama, y crucé las piernas. A mi alrededor tracé un círculo con plumas. Cerré los ojos, y empecé la intrusión mental. Un ejercicio que había aprendido en mis primeras etapas de aprendizaje, cuando todavía formaba parte de los Cazadores de Recuerdos.

       Reconstruí la imagen mental de mi habitación. Reactivé el sonido. El tacto de las plumas en mis manos. La presión del aire cargado de incienso.

       Y comencé a aislarnos uno a uno. El olor, a disgregarlo en esencias cada vez más puras, y luego suprimirlas de mí mismo. Después, el tacto se desvaneció como si fuera bruma. Los sonidos se redirigieron, se enmudecieron, y más tarde, se anularon. La habitación fue perdiendo colores, hasta ser una combinación de grises. Cada uno de los objetos de la habitación se recolocaron en mi mente, giraron, y se desmontaron en piezas que desaparecían al poco. Un rato después, sólo había negrura. De ella surgió un tablero de ajedrez. La segunda fase entraba en juego. Dos mentes independientes una de las otra, jugaban al ajedrez con rapidez. Cada una era distinta, tenía motivaciones, forma de juego, diferente a la otra. No conocían los movimientos próximos que realizaría el contrario. La partida no acabó en tablas, sino que antes de que uno de los dos jugase jaque, el estilo de juego cambió, para convertirse las piezas en una baraja. Ahora, eran cuatro jugadores de bridge, con cartas distintas, que desconocían las cartas de los contrarios, y que jugaban por parejas, lanzándose signos entre ellos, e intentando cazar los del equipo contrario. Una muestra de concentración máximo. Después de unas cuantas partidas, me sentí lo suficientemente predispuesto para visitar la mansión de mi mente. Una edificación mental con cada uno de mis recuerdos y vivencias. Objetos que vi, recuerdo, o fueron importantes para mí, decoran el lugar. Cada una de las puertas me lleva a una etapa de mi vida. Pero desde hacía tiempo, la casa tenía dos pisos, como separación principal. En vez de subir al segundo piso, mucho más amplio y complicado, pues era mi vida como ser inmortal, me quedé en el primer piso, quitándole el polvo al lugar.

       Me orienté en el lugar y me encaminé hacia las últimas puertas. Fui pasando puertas, las que sabía, inconscientemente, que allí no habría lo que estaba buscando. En algunos momentos, parecía que alguna habitación parecía algo vacía, como si hubiera perdido algún objeto, que se traducía en recuerdos. Saqué la muñeca de porcelana para realizar un experimento mental. Decidí cambiar la situación de las habitaciones, por lo que los recuerdos se almacenarían no por tiempo real, sino por objetos. Así que puse la muñeca en una habitación vacía, y empecé a concentrarme en recolocar los recuerdos. Una corriente de aire me empujó hacia atrás, y en cuanto salí del lugar, la puerta se cerró tras de mí. Aquella puerta no era normal, ya que en vez de ser de madera de ébano, como el resto de ellas, era de hierro forjado, tenía varias cerraduras, y sellos arcanos. Intenté abrirla, pero necesitaba una llave. ¡No podía acceder a mis recuerdos! Por alguna razón, me había vedado a mí mismo la entrada a todos los recuerdos pertenecientes a ese hecho.

       O quizá no hubiera sido yo. Investigué los signos arcanos que aparecían en la puerta, así como el funcionamiento de la cerradura. Todo el trabajo de encerrar los recuerdos, había sido mediante dominación, en la época en que todavía era humano y vivía en Londres. Y lo más extraño, había sido hecho por un Tremere famoso precisamente en reconstruir pasados. Necesitaba acceder a ellos, pero para ello, necesitaba a alguien que dominase de igual forma o mejor el poder de la Dominación. Y sabía que para ello debería viajar al Viejo Mundo de nuevo. Si Ópalos Verdes conocía mi pasado, era porque algún vampiro de la época se lo había dicho, o peor aún, había estado presente.

       Salí de la mansión mental, para encaminarme a la consciencia de nuevo. Utilicé el círculo de plumas para orientarme, y no perderme en mi propia nebulosa de pensamientos. Una vez que me levanté de la cama, pensé en comunicarme con Woxter. Pero él lo había pensado antes, por lo que cuando me llegó el contacto empático por el ritual del canto, acepté sin reservas. Rápidamente le puse al día con la información del traidor Tremere, el sobre que me había llegado, y la forma de poder recuperar mis recuerdos extirpados hacía mucho tiempo, por una razón desconocida. Él a cambio me confirmó que ese tal Ópalos Verdes era el verdadero causante de las instigaciones a los cultos humanos para los asesinatos, y que hacía un par de años había emigrado a Norteamérica. Decidí volver a Londres, y Woxter prepararía todo lo necesario para la sesión de regresión.

       Esa misma noche preparé todo lo necesario para viajar en un avión privado que, al aterrizar en suelo londinense, quedase guarecido en un hangar hasta la noche, momento en el cual vendría un vehículo a recogerme. La mezcla de dinero y dominación hicieron que no tuviera ningún percance, salvo cinco horas de viaje, más o menos. Aquel día, no soñé con ninguna pesadilla nueva, sólo con las tres anteriores, pero de continuo, enlazándose una a continuación de la otra, como si fuese un tiovivo.

       En cuanto subí al vehículo prestado por la agencia, un Toyota no muy nuevo, pero que al menos cumplía con las normas de higiene básicas, sentí un maremágnum de sensaciones que pensaba que había perdido hacía mucho, mucho tiempo. Las calles cerradas, la niebla persistente, la gente atechándose con paraguas de la continua lluvia…Todo eso había cambiado, habían pasado unos 50 años, y la ciudad ya no era la misma. Había crecido convirtiéndose en un espejo de las urbes modernas. Luces de neón, ruidos continuos, ajetreo a todas horas. Y mucha contaminación. Desde luego, no era el sitio idóneo para vivir. Después de perderme unas tres veces, por fin llegué a la antigua capilla de Londres. En la puerta de entrada me esperaba Woxter, algo nervioso por los acontecimientos recientes. Ese nerviosismo se notaba incluso en la misma capilla. Renovada con nuevos refuerzos de piedra, pero también con sistemas de seguridad humana, como cámaras de infrarrojos y demás parafernalia sacada de Star Treck. Lógicamente, las defensas mágicas habían aumentado mediante rituales de protección, incluso de verificación. Según me contó Woxter, en cada capilla había un maestro carcelario, que se dedicaba exclusivamente a refinar los poderes de la senda del hogar.

       La paranoia empezaba a resurgir en la Pirámide. Tuve que usar parte de mi sangre en un nuevo ritual que verificaba el status del vampiro, como si de una huella digital fuera. Fuimos a una habitación interior, para que el ruido del exterior tuviera el impacto mínimo. Allí había colocado dos sillones orejeros de cuero, uno enfrente al otro. En uno de ellos estaba sentado Llaner, un antiguo compañero de mi Sire, y de poder parecido, especializado en el arte de la Dominación. Él había sido el que me había intervenido la primera vez. Se levantó para saludarnos, y advertirnos que en efecto, le dispusieron que me reconstruyese episodios de mi vida muy largos, incluso de años, puesto que su recuerdo me había trastornado psíquicamente, y no era beneficioso para el clan. Escuchar eso dejaba a uno un sabor de boca no muy agradable, aunque encajaba perfectamente en los procedimientos de la pirámide. Le expresé mi deseo de seguir adelante, puesto que alguien conocía ese pasado, y aunque todavía jugaba conmigo, su deseo era mi muerte. Él asintió, y comenzó el proceso. Lo último que recuerdo de esa noche fue sentarme en el sillón de cuero enfrente de Llaner, y mirar a sus ojos. El poder de la dominación es inmenso.

       Me desperté atontado a la noche siguiente. Había vuelto a soñar, pero eran sensaciones y recuerdos inconexos. Aunque no tenían un tono de pesadilla, habían resultado igualmente desorientadores. Viejos códices, compañeros desaparecidos, una fiesta de alta sociedad, una esbelta figura femenina, sensaciones de romanticismo y amor, las estrellas en una noche de primavera, el rencor hacia un anciano que poco a poco se perfilaba, y el sentimiento apremiante de marcharse con aquella joven. Un reencuentro fatal con el anciano, un disparo, y luego muerte, para dar lugar al ostracismo, el destierro, y los intentos suicidas. Y luego, paz, la paz del olvido.

       Era cierto que la verdad dolía. Llaner predijo que era mucho más fácil y rápido devolver recuerdos, pues sólo hay que desencadenarlos, no seleccionarlos, encerrarlos y reconstruir el pasado. Sin embargo, era más traumático, puesto que la carga emocional y de datos, golpeaban a la psique hasta que el flujo volviera a la normalidad. En menos de tres noches, debería recordar todo nuevo, incluso de mejor forma que si lo recordara de toda la vida, puesto que habían sido bloqueados poco después, y no perdidos en el tiempo. Esas tres noches las invertí en introducir en mi mansión mental, y saborear aquellos recuerdos, uno a uno. Era casi como leer un libro sobre tu propia vida, como si de una tragedia griega fuera.

       Y aquel “Ópalos Verdes” conocía todo esto. Al final de la tercera noche comencé a encontrar las conexiones con todo aquello. La muñeca encontrada en mi hogar, desvencijada por el tiempo, era exactamente la misma que había comprado para Katherine aquel día. Se había perdido esa misma tarde, por lo que aquel sádico al que le gustaba jugar conmigo debería haber estado presente, o al menos uno de sus esbirros. Y la frase que se repetía metódicamente, era la misma pronunciada por mi amada, en su lecho de muerte. ¿Cómo podía saber aquello? Y había otra cosa. El último recuerdo antes de caer inconsciente fueron unos ojos verdes. ¿Podría ser posible? ¿Aquel bastardo había estado presente en aquel momento? ¿De aquella ya era un cainita? ¿Quizá eso explicase la reacción del anciano, casi metódica, como si estuviera dominado o algo parecido?

       La paranoia me asaltaba, pero una especie de esquema de resolución había asomado. Aquel vampiro tenía a su servicio al anciano, que podría servirle para obtener propiedades de las que disfrutar. Quizá a cambio le prometió a Katherine. Conmigo en medio, sus planes se habían ido al garete, y cuando el anciano quiso asesinarme, y falló, él estaba presente. Me dejaron tirado en un callejón pensando que me moriría yo solo, debido a los golpes, o por la culpa después de aquello. Sin duda el cainita se había apoderado de la muñeca. Quizá dispuesto a vengarse de mí, pero como era un sencillo humano quizá hubiera pensado que era mucho más divertido verme morir de viejo. Pero al convertirme en un Tremere, y desaparecer del mapa, él me olvidó. Más tarde, más o menos hace unos dos años, debió de descubrir que seguía con vida, así que empezaron esos asesinatos, en cada ciudad que había sido importante para mí. Londres, Dublín, New York… Debió de averiguar lo de mi supresión de recuerdos, por lo que mediante la frase, y la muñeca, quería que se desencadenaran y… Viajara aquí a que se me restablecieran.

       Si así fuera, él lo habría planeado todo, y yo sólo habría hecho lo que él quería. Siempre estaba un paso delante de mí. Era hora de tomarse la delantera. Viajaría de nuevo a New York, y removería todo el suburbio hasta encontrar una pista de dónde se encontraba ahora.

       Quizá fuera más fácil de lo que pensaba.

       Estaba saliendo ya de la capilla, para irme a coger el avión privado y aterrizar ya el día siguiente en New York, cuando Woxter, aparentemente acalorado y bastante nervioso, me paró en las escaleras al exterior. Traía noticias de la capilla de los cinco distritos. Aquella misma noche la capilla del este, había ardido hasta los cimientos por un ataque de okupas con cócteles molotov y granadas de mano, además de litronas llenas de gasoil. También habían ardido varias tiendas cercanas y causado destrozos generales, y aunque los neófitos consiguieron ahuyentarlos, los daños ya habían sido causados.

       Debía ir urgentemente a Estados Unidos. Toda esta historia se estaba desmadrando por momentos. Al subir al avión, el piloto se me acercó con un sobre de oficina marrónceo, y dijo que la policía había venido durante el día para interrogarle, pero al saber que no se encontraba disponible, le habían dado ese sobre para mí.

       Ya estábamos despegando cuándo abrí el sobre, y dejé caer el contenido en mis piernas. Se trataba de una carta doblada por la mitad, y unos folletos turísticos de la isla de Euphora. Abrí la hoja, y con la misma caligrafía de hombre, leí:

       “Ahora tus recuerdos son realmente tuyos. Es el momento de acabar el juego. ¿Te gusta el clima mediterráneo? Deberías pasarte por Euphora. Aunque para qué contarte, creo que ya has estado aquí. Te espero.”

       Estaba firmado por “Ópalos Verdes”. Arrugué la hoja, y la tiré al suelo. Cogí el interfono del avión, para hablar con el piloto. Mis palabras fueron claras. “Ve a la isla de Euphora, y ve a la zona privada. No tendremos problemas para entrar. Da el código de costumbre. Y procura llegar de noche, como si tenemos que hacer parada en Madrid.”

       Colgué, y eché la cabeza hacia atrás. Euphora. La isla mediterránea, que los vástagos comúnmente llamaban la Tercera Ciudad. Una especie de ciudad de vacaciones para vástagos, dónde cada noche era especial, y la población vampírica es casi suprahumana. Hogar del clásico tratado de paz entre Sectas. Y donde moran dos de los cainitas más antiguos y poderosos que conozco. Iter, el Príncipe de la ciudad, y Sardúm, el Nosferatu milenario, Senescal de la misma. Recuerdos de haber pasado unos pocos años allí junto a idas y venidas a y de New York. Quizá fuera un sitio especial para mí, puesto que había ayudado a las labores de fundación de la capilla. Sin embargo, tras mi marcha casi forzada del lugar había perdido la pista de los Tremere de la isla. Mi última información era el derrumbamiento de la anterior capilla, y de aquello ya habían pasado algunos años.

       Después de perderme entre pensamientos, entre conocidos y amigos perdidos, y en general, lo que se podría llamar un año sabático, cogí todo lo necesario para entablar conversación telepática con mi superior de los Astor. Tras conversar sobre los últimos sucesos, dio luz verde para cazar al que había instigado tantas revueltas en contra del clan, y así de paso, evaluar los progresos en la ciudad, amén de estudiar unos fenómenos extraños que ocurrían últimamente. Desde luego, iba a estar ocupado en la pequeña isla. Quedó en su mano enviar una misiva al Regente de la Capilla, y otra al Príncipe, y el enlace Tremere de la zona ya me pondría más al corriente de la situación.

       Luego, cogí el teléfono del avión y llamé a Nueva York. Dejé las instrucciones precisas para que enviaran mis objetos de valor a la isla.

       Me eché en el sofá, y decidí dormir, ya estaba amaneciendo fuera, y aún quedaba mucho que hacer. Mi vida había sido trastornada últimamente, y tenía que asimilarlo. Tercera Ciudad, allá iba.

       Descripción física:

       Pendergast es un hombre que aparenta unos treinta años. Medirá aproximadamente 1’80 metros, pesará unos 80 kilos, y al ser de complexión media, sencillamente no tiene zonas visibles de grasa, y unos músculos todavía definidos y en forma. Su piel es extremadamente blanca, ya que en vida también lo era. Sus ojos son una mezcla de azul, gris y verde, según la cantidad de luz que reciban. Tiene el pelo muy rubio, tanto, que de lejos, su aspecto en general, es el de un albino o anciano. Sin embargo, al acercarse, notas la diferencia de color de pelo. Lo lleva corto, aunque no a cepillo, y usa algo de gomina o fijador para darle un ligero aire despeinado. Las manos las tiene cuidadas, y luce algún que otro anillo, posiblemente con algún símbolo cabalístico o de alguna orden perdida. Tiene un tatuaje a fuego en un antebrazo, que simboliza a la orden de los “Cazadores de Recuerdos”, en su tiempo de mortal. Se trata de un símbolo divino, salvo que el ojo de la pirámide en vez de ser humano, se asemeja al de un reptil, y el triángulo, está atravesado por dos lanzas. Suele vestir trajes hechos a medida de los mejores materiales, y su combinación predilecta es la de un traje negro noche, a juego con una camisa también negra, y una corbata de seda color burdeos.

      

Por Kaos Rool : khaos_ra777@hotmail.com