Vania.

      Hoy sería el cumpleaños de Vania. Parece mentira que gente como nosotros recuerde los cumpleaños, ¿verdad? Sin embargo, para mí el día de su cumpleaños siempre será una fecha especial, cargada de recuerdos. Algunos de esos recuerdos son para mí, y solo míos; y sin embargo otros puedo compartirlos con vosotros, en la vana esperanza que os sirvan de algo. No desearía, empero, que los considerarais lecciones ni parábolas, solamente historias.

       Veréis, yo por aquella época era mucho más cruel, o mucho menos maduro, depende de con quien hables. Aunque llevaba tiempo observándola, decidí hacerla mía aquella noche, precisamente la noche en que celebraba su cumpleaños con su actual novio. Era hermosa, oh sí. Eso, conociéndome, no deberíais ni preguntarlo. Y no me preguntéis cómo era su pelo, ni cómo sus ojos, ni su boca; ni mucho menos por la forma de su cuerpo. Confiad en la palabra de un Toreador: era hermosa.

       Cómo la seduje aquella noche y la convencí para ingresar en nuestro particular club no importa ahora, puede ser material para otra historia. Para resumir, os diré que desde aquella noche celebramos su cumpleaños (sin su prometido, por supuesto) en otras setenta memorables ocasiones. No hubo setenta y una. Y precisamente eso quería relataros hoy: porqué hoy estoy escribiendo esto, en lugar de estar celebrando el cumpleaños de Vania.

       Fue ella quien lo instauró como costumbre, por supuesto. Creo que la primera vez lo hizo para fastidiarme, para demostrarme que seguía siendo humana, sin importar lo que yo pretendiera enseñarle. La segunda vez lo hizo ya enamorada de mí. La tercera vez, quizá cansada de mis olvidos, no pretendía celebrarlo. Claro que esa tercera vez fui yo quien se acordó, y fui yo quien estaba enamorado. La regalé mi confianza total en forma de Vínculo de Sangre mutuo, y jamás lo rompimos ni tuvimos motivo para ello. Ah, podría contaros tantas cosas de esas celebraciones: cómo nos encontrábamos, una vez al año en el mismo sitio y casi a la misma hora, aunque estuviéramos separados por millas de distancia, las ocasiones en que peleábamos, en que nos reconciliábamos, en que nos uníamos y nos separábamos... siempre de año en año.

       Pero estoy divagando, como acostumbro. Permitidme que me centre en tiempos pasados y en la razón de su falta.

       Por estas fechas yo llevaba unos meses como Primogénito de la ciudad en la que residía, Nueva York. Había entrado en el "cargo" a petición de Adam Warren, el Príncipe de la Ciudad. Ya llevaba algunos años residiendo en ella y, a pesar de mi condición de Anciano, siempre pude evadirme de las pesadas y banales cargas de la política. Sin embargo, en esta ocasión me hicieron una oferta que no pude rechazar.

       No la recuerdo como una temporada especialmente feliz en lo personal, a pesar del ambiente. Corría la década de los cincuenta y los Estados Unidos se habían recuperado de una Gran Depresión y una Guerra Mundial, aunque estaban ya embarcándose en otra guerra: la Fría. La bonanza económica imprimía esperanza y alegría al Ganado, alegría y esperanza que nosotros reflejábamos de forma oscura, como venimos haciendo desde los tiempos de la Primera Ciudad. Lo que para ellos eran tiempos de gloria repercutía en nosotros de varias formas: nuestros negocios, que al fin y al cabo son los suyos, florecían; así como nuestra influencia, nuestro control y nuestro poder. Como buenos parásitos, siempre mejoramos cuando nuestro huésped lo hace. Sigo divagando. Disculpad la memoria de un viejo.

       El caso es que junto al cargo de Primogénito yo tenía que seguir encargándome de mis asuntos "mundanos", que no eran ni más ni menos que una por aquel entonces sana competición con París por el ser el centro de la actividad artística mundial. Y yo iba ganando, después de unos cuantas décadas de primacía parisina. Ahora era Nueva York y no París quien ostentaba el título de capital mundial del Arte, era Nueva York a donde confluían escritores, pintores, arquitectos, músicos, actores... Hablo, por supuesto, de actores de teatro: en aquellos momentos el cine era una novedad aún demasiado reciente para que nuestra especial hermandad de aficionados al Arte lo considerara como tal. Claro que, como nos ocurre a veces, para cuando quisimos reaccionar era tarde: el centro del cine era Los Ángeles, ciudad alejada de nuestro control, demasiado bulliciosa, vital y rebelde para poder controlarla nunca. Claro que, para cuando podríamos habernos preocupado con tomar el control de la Meca del cine estábamos demasiado ocupados intentando evitar el desastre de la pérdida de nuestra propia ciudad. La mía era, pues, una actividad frenética: sumad a todas las responsabilidades que os he contado aquellas que nos son comunes a todos como la supervivencia (o la supernovivencia, como bromea un caro amigo mío), la búsqueda de prestigio o su mantenimiento, etcétera, y comprenderéis cómo recibí la cita de mi amiga Vania. Pero acudí, claro.

       Cenamos en un caro y conocido restaurante de Manhattan. Estaba radiante. Durante la cena me explicó lo que la había ocurrido durante aquel año: había terminado sus cinco años de aprendizaje con un mentor (método que yo mismo la recomendé, así como a su mentor) en escultura, y deseaba demostrarme lo mucho que había aprendido. Estaba extática, eufórica, vital. Sé que son adjetivos que raras veces casan con alguien de nuestra especie, pero tal era el caso. Me extenuaba. Cuando mencioné, como de pasada, lo agobiante que se había vuelto mi vida, me miró como si fuera un ser de otra galaxia. Comenzó a abroncarme. Y entonces me reí: por supuesto, tenía razón. Me estaba convirtiendo en una criatura agobiada de trabajo y responsabilidades, de presión externa y no estaba dejando tiempo para que mi alma creara o participara de la creación de los demás. Sí, seguía relacionado con el Arte, pero en sus aspectos puramente organizativos: yo decidía quién exponía y quién no, dónde y cuándo; pero rara vez tenía tiempo material de ver el resultado de mis decisiones. Decidí interiormente hacer que eso cambiara, y para cambiar de tema mencioné que la cena que estábamos teniendo estaba fuera de horario: faltaban dos semanas para su cumpleaños. Al mencionarlo sonrió misteriosamente, y me dijo que precisamente por eso quería hablar conmigo. Quería regalarme una exposición, pero carecía del talento organizativo y de los contactos necesarios para ello, además de ser una desconocida. Pero para eso quería verme, claro: yo podría organizar una exposición, que además podría ver "de los primeros" y que sería sólo para mí y para mí estaría dedicada.

       Hasta aquí, ningún problema. Fue precisamente cuando mencioné que estaría encantado de hacerlo cuando sus labios se fruncieron y sus cejas se alzaron, como siempre que iba a solicitar algo que no entraba dentro de lo común. Por supuesto, me intrigó y la insté a continuar.

       - Es que, verás: - me dijo- no es una exposición normal. Por sus peculiares características, esta exposición debemos organizarla al contrario de lo que normalmente haces.

       Lo que "normalmente" hacía era, una o dos noches antes del estreno ‘oficial’, organizar un pase muy privado para miembros de la Primogenitura y ciertos Vástagos selectos y aficionados al Arte. Nueva York era, por si no lo he mencionado, un enclave de poder Toreador bastante respetable. Mis ‘preestrenos’ (a los que personalmente casi nunca asistía) se convirtieron al poco tiempo en fiestas bastante respetadas y selectas, y el Arte paso al poco a ocupar el segundo plano. Pero Vania continuaba hablando, arrolladora e irresistible.

       - Verás, quiero que sean mortales quienes las vean primero. A mis esculturas. Yo te daré una lista de participantes, no más de cincuenta, quienes serán los que vayan al preestreno: artistas amigos míos, críticos, y otra gente ... ya te pasaré la lista. ¿Lo harás? ¿Por favor?

       ¿Por qué lo hice? ¿Por qué la hice caso? Llevo preguntándome lo mismo casi cincuenta años, y aún no encuentro respuesta. Nuestro mutuo Vínculo de Sangre no era lo bastante fuerte como para acallar las alarmas que despertaron en mí al oír tan extraña petición, pero me basté solo para silenciarlas.

       - Entre los cincuenta invitados habrá un director de cine joven, te encantará. Es ambicioso y tiene visión. Te llevo unos cuantos años diciendo que el cine llegará lejos. En fin, el caso es que este chico irá a la exposición con su cámara y lo rodará todo bajo mi supervisión: quiero montar un documental de esto. Lo único que requiero de ti es que cierres la sala los próximos dos meses, mientras yo lo preparo todo. Y, por supuesto, ni aparezcas. No quiero desvelar la sorpresa. Tengo que hacer unas modificaciones menores para exhibir. ¿Te parece bien?

       Pensando en esas nuevas modas de arte experimental con nuevos medios, seguí sonriendo como un idiota y asintiendo a todo. Por supuesto, Vania. Eras mi pupila, mi amante: algo menos que una hija, y a la vez mucho más cercana a mi corazón y a mi mente que si fueras hija mía de veras. Eras mi creación, y el verte me demostraba que no me equivoqué al elegirte. Te amo, Vania. Aún ahora.

       Poco más os contaré acerca de los detalles organizativos. Baste decir que no me tomé la molestia de comentarle al Príncipe mis intenciones acerca de una nueva exposición en la que no tendríamos la primicia. Sencillamente, cerré la sala como mi Vania me había pedido y la dejé carta libre para hacer con mi sala lo que quisiera. Pero esos preparativos no son el objetivo de este relato, sino sus consecuencias. Y éstas eran simples pero brutales, demoledoras: desperté un atardecer de invierno, esperando ir a la exposición de Vania y ver su trabajo; y sobre todo a ella, y en cambio desperté con noticias sobre su prisión, su rápido juicio y su seguro castigo. Uno de mis ghoules, visiblemente nervioso, me contaba que el Príncipe me había convocado a la Catedral a medianoche.

       Tampoco os hablaré de la Catedral aquí, ya lo haré en otra ocasión. Además, si eres de los míos y has estado en Nueva York, ya la has visto. La Santa de Luzarches, sobrecogedora, hermosa y terrible. Partes de ella, las modificaciones más recientes, son de mi mano; y las realicé rebosante de respeto y amor hacia el Arte, el espíritu y la mano de Luzarches, ese gran maestro. El Príncipe me había citado en una de estas salas más recientes, concretamente en el Corazón de Cristal. Fui hacia allá inmediatamente. Llegué por la entrada secreta bajo el río, en un recoveco oculto del túnel Lincoln. Los ghoules del Príncipe, aún más serios de lo habitual me condujeron de inmediato a la sala. Allí encontré a la Primogenitura en pleno: semblantes serios, mortalmente pálidos, desaprobatorios y fríos. Ni una sola mirada de apoyo, ni un solo aliado. Aún no sabía el crimen que habíamos cometido, pero sí era plenamente consciente de la sentencia: culpable. Miré al Príncipe, hasta entonces al menos mi aliado si no mi amigo, y no hallé en sus ojos más que un desprecio y una cólera apenas contenida. Me senté, solo, enfrente del semicírculo acusador de mis congéneres.

       Según me explicaron después, las circunstancias eran especiales; y por ello Adam Warren, nuestro Príncipe, había permitido la profanación de nuestra Catedral con aparatos modernos: un proyector de cine con su pantalla.

       - Dorian, siéntate. Debes saber que esto no es un juicio, sino una primera reunión informal de la Primogenitura de Nueva York para discutir lo que se me ha presentado como una grave violación de nuestra Primera Ley: la Mascarada. Tales acusaciones se me han presentado por tres miembros de mi Primogenitura y las he considerado seriamente, dictaminando que ha lugar una reunión de la Primogenitura para debatir los hechos.

       Su tono, serio y formal, desmentía el carácter extraoficial que quería imprimirle a la reunión. Sus argumentos no me engañaron. Fuera cual fuera mi crimen, allí se me juzgaría, y el resto sería sólo fachada.

       Antes de continuar hablando, Warren le hizo una seña a uno de sus ghoules, que comenzó a manipular el proyector y a continuación apagó las luces. La pantalla cobró vida, y vi lo que después se definiría en cine como perspectiva subjetiva. El cámara manipulaba su ojo artificial como si fuera los propios, de tal manera que el espectador veía lo que él había visto. Tal forma de presentar la realidad es mareante, asfixiante, opresora en mi opinión. Demasiado real. Uno no puede pararse ni un momento para apreciar los objetos que ve, sujeto como está a la tiranía del movimiento. La película: blanco y negro bamboleante, que muestra el interior de la Black Rose, una de mis galerías. En el arco de entrada, y con la caligrafía rápida y descuidada de Vania, veo la inscripción que da la bienvenida al espectador: - Para D.: A tus pies, no sobre tus hombros.

       La cámara nos hace entrar en la Sala Principal, que diseñé y construí yo mismo, como el resto de la galería. Es una sala circular, con nichos en las paredes a dos metros de intervalo, diseñada exclusivamente para la exposición de esculturas. Sin embargo, aprecio que varios de los nichos están tapados por una cortinilla. La luz de la sala es tenue, y apenas me permite reconocer ninguno de los rostros humanos que han asistido a la exposición. Sus expresiones, sin embargo, son de intriga, e incluso fastidio y enojo. Esos deben ser los críticos, me digo sonriéndome. Siempre han pensado estar demasiado ocupados para las novedades. Y en el centro de la sala, mi Vania; con los brazos abiertos y sonriendo extática.

       - Bienvenidos, amigos míos. Sed bienvenidos a una exposición de escultura única, como no se ha hecho nunca ni se repetirá jamás.

       Su voz, cálida y seductora, parece surgir de todas partes: la magia de esta nueva tecnología no dejaba de asombrarme. Era casi como si estuviera susurrándome a mi espalda, como hiciera tantas veces. La eché de menos tanto que me comenzaron a hormiguear los brazos. También advertí el poderoso uso de Presencia, uno de nuestros trucos, que mi Chiquilla estaba empleando para hechizar, literalmente, a todos los presentes. Los ceños fruncidos comenzaron a convertirse en embobadas expresiones de adoración, o eso al menos pude ver en los rostros de los congregados en los escasos momentos en los que la cámara conseguía despegar su atención de Vania.

       - Si tenéis la bondad, al dirigir vuestra atención hacia la pared advertiréis unos nichos. Los seis que están tapados con cortinillas son los interesantes, el resto está vacío; como podréis apreciar, mon amis. Os ruego que os coloquéis delante del que os plazca, pero no os acumuléis. Hay sitio para todos.

       El público se fue colocando delante de cada nicho de forma curiosamente ordenada, como si el más leve ruego de Vania fuera una orden de vida o muerte para ellos. Al final, enfrente de cada nicho, su contenido oculto por las cortinillas, había unas diez personas.

       - A continuación vamos a atenuar las luces para que podáis admirar el espectáculo en toda su grandeza. Bien, pues, a partir de ahora por favor guardad silencio y que cada cual guarde sus conclusiones en solitario. Haremos los comentarios necesarios en el refresco que os ofreceré después de la exposición.

       Las luces se atenuaron, efectivamente. La imagen se desvanece en negro, para acto seguido fundirse en un plano bastante cercano de una de las cortinillas. Con sólo el sonido de las respiraciones del ganado que contemplaba la obra de mi amor, la cortinilla comienza a retirarse.

       Al parecer soy el único que no ha visto ya esta grabación, pues parezco el único sorprendido de la sala al revelarse lo que contiene el nicho una vez retirada completamente la cortinilla. El nicho, convertido casi en una urna al haberle sido instalado un cristal en su parte delantera y haberlo cerrado completamente, contiene una pequeña estatua, una figurilla de unos cincuenta centímetros de altura. De un blanco lechoso, parece de marfil (aunque la calidad de imagen no me deja asegurarlo), y representa en toda una serie de vivos detalles al Príncipe de Nueva York, Adam Warren.

       - ¡Ah! Verdaderamente Vania ha mejorado, - me digo, mientras admiro la estatuilla. Adam está mostrado en todo su esplendor, tal y como yo lo conocí antes de la Revolución. La frente alta, los labios rectos y firmes, los orgullosos rizos, el pecho amplio, las fuertes manos y el altivo ademán de ese joven oficial del ejército de Su Majestad, muerto y revivido por un despótico tirano al que después se enfrentaría y derrotaría. Vestido con su uniforme, lleva un bastón de mando que le confiere un aspecto aún más regio si cabe. La mirada erguida, sus pequeños ojos miran hacia el futuro con una confianza y resolución inquebrantables. Es una imagen del líder perfecto, de ese gobernante al que no podemos solamente obedecer, sino que nuestro corazón nos insta también a respetarlo y a amarlo. Es perfecta.

       Me doy cuenta que estoy llorando sangre, un reciente defecto por el que Adam ya me ha llamado la atención más de una vez. Sin embargo, ahora no quebranto la Mascarada al hacerlo, y presiento que en esta ocasión hay más de un motivo para mis lágrimas. No me contengo, y lloro en silencio. Mi pobre Vania, ¿qué has hecho?

       La filmación sigue mostrándose ante mis asombrados ojos: veo al resto de la Primogenitura. Allí están Monikah, hermosa pero terrible, y Yevgeni, horrible pero hermoso. En un auténtico alarde de técnica e imaginación, Vania ha escondido los defectos más claros de nuestros Primogénitos Brujah y Nosferatu y los ha suavizado, sugiriéndolos en lugar de mostrarlos, de tal manera que sólo son evidentes para aquellos que sabemos lo que estamos mirando. Arthur, el líder Malkavian de Nueva York está representado en calma, mirando reposadamente al infinito, actitud que el propio Arthur no ha adoptado jamás, al menos que yo recuerde. Ogaasi, uno de los pocos Gangrel que pueblan nuestra ciudad, y uno de los más poderosos Vástagos de Nueva York; se nos muestra como un altivo rey africano. Ahora comprendo sus miradas de rabia, y su odio mal contenido hacia mi persona. Mi pupila, mi alumna y mi responsabilidad al fin y al cabo, los ha insultado gravemente. Les ha mostrado lo que una vez fueron, o lo que nunca llegaron a ser, o lo que podrían haber sido y no son. Sin embargo, y a pesar del insulto, vislumbro un atisbo de esperanza, una esperanza de defensa. Pues ninguna de las figurillas vulnera la Mascarada: Yevgeni no ha sido representado tal y como es, con su maldición Nosferatu, ni Ogaasi con sus rasgos animales; y ninguno de los así "inmortalizados" es reconocible públicamente. Pero la grabación continúa, y mis cavilaciones y mis esperanzas se van al traste.

       Sí, lo sé. Mencioné al principio seis nichos y solamente he descrito cuatro Primogénitos y al Príncipe. No os hablaré de mi estatuilla. Ni hoy ni nunca. Incluso el visualizarla mentalmente mientras escribo me resulta tremendamente doloroso.

       - Aquí debemos hacer una pausa, Dorian. Tu pupila ha dividido la película en seis rollos diferentes después de esto. Cada uno de ellos muestra el destino de cada una de las estatuillas. Vamos a ver la mía. Ah, y por cierto, si tu Chiquilla buscaba herirme con esto, no lo ha conseguido.

       Ah, mi Príncipe, cuán hábilmente te niegas a mencionar a Vania por su nombre. En tu interior ya la has juzgado: y renuncias a pronunciar su nombre para darle el estatus de no-persona. Dios me ayude, desde este momento mi Vania ya no existe. Puede que camines y hables aún, pero ya estás muerta. Mi Príncipe ya ha decretado tu Muerte Final. Por Dios, ¿no hay nada que yo pueda hacer?

       Después de un rápido cambio, la grabación continua. Al cabo de unos segundos con la imagen fijada en la representación de nuestro Príncipe, se advierte al fin un leve cambio, heraldo de procesos más dramáticos. La imagen comienza a ondular casi imperceptiblemente. La estatuilla de Adam Warren comienza a supurar un líquido blanco... absorto como estaba con su rostro, en un primer momento de pánico irracional imagino que la estatua está llorando. Pero inmediatamente me doy cuenta de lo hábil que has sido, Vania. Las estatuas, que en un principio me parecieron de marfil, son de cera blanca. De algún modo, con algún tipo de aparato oculto, estás aplicando calor sobre los nichos de forma controlada y estás haciendo que las imágenes se fundan. Poco a poco al principio, hasta llegar a un ritmo frenético, la cera se derrite formando un charco pesado y denso sobre el pedestal de la estatuilla. Pero hay algo más, claro.

       A pesar del blanco y negro de la imagen, intuyo el color sin ningún problema: rojo. Pues la cera blanca se funde, revelando otra estatuilla debajo de la primera, ésta segunda hecha de cera roja y muy diferente. Ah, ahora lo comprendo todo. Si la primera imagen mostraba a un gobernante sereno, regio y firme; ésta en cambio es una imagen de un demonio del averno. Es Adam, sí, continúa siendo él; pero es una imagen mucho menos benévola. Solamente he visto una vez a nuestro Príncipe en las garras del Frenesí; y ocurrió mucho antes de que el abuelo de Vania comenzara a andar, y sin embargo parece que, de algún modo, Vania también estuvo allí. Así de fidedigna es la representación. Su rostro: un conglomerado de venas hinchadas, colmillos desorbitados, y ojos salientes: odio, bestialidad, violencia, y dolor. ¿Cuándo te hiciste tan buena, Vania? Tienes la cualidad suprema del artista, que es capaz de mostrar y sugerir mucho más allá de su propia obra. Se capta el dolor en la cara de Adam, dolor por entrar en un estado que realmente no es él, no lo representa; pero aún así es parte de su ser por los siglos de los siglos. Se ve el dolor en sus ojos por encontrarse como prisionero de su propio cuerpo, prisionero de una Bestia inmisericorde y brutal. Y todo eso se capta leyendo entre líneas en la violenta pose del Príncipe.

       Pero aún así sigo teniendo esperanza. Esto es una violación de la Mascarada, sí; pero no es tan grave. Al fin y al cabo, esto no es más que un trabajo de ficción: nadie va a reconocer al Príncipe en esa estatuilla vestida de forma anacrónica. Y los humanos han atesorado al Vampiro como una de sus obras de ficción más preciadas a lo largo de casi toda su historia. Puede que hayas ofendido al Príncipe con tu Arte, o a alguno de los Primogénitos, pero no te pueden acusar de violación de la Mascarada en base a esa ofensa. Pero una vez más tu película, tu maldita grabación me contradice y deshace mis esperanzas como un vendaval.

       Comienza a hacerse evidente que el calor ha aumentado. La imagen titila y ondula ahora de forma clara. El calor de hecho aumenta tanto que se oyen los murmullos de los humanos y cómo algunos dan algún paso hacia atrás. La cera roja del Frenesí comienza a fundirse. Lo que era rigidez, violencia e ira ahora son gotas que alcanzan un destino inexorable de destrucción en el pedestal de la estatua. El calor sigue aumentando. Toda la cera se funde y debajo hay algo más. Y esto fue tu condena, pero ya lo habías previsto, ¿verdad?

       Un esqueleto. Un pequeño y delicioso esqueleto de madera pulida, con multitud de variados detalles. Los brazos encogidos, la columna vertebral terriblemente forzada, el cráneo mirando al cielo, con mandíbulas desencajadas en las que se distinguen los colmillos, y unas cuencas vacías que no reflejan nada. Esto es lo triste. Al final, como después vimos, nos has revelado que no hay nada.

       Durante unos terribles instantes, el calor aumenta aún más. Las expresiones de fastidio de los espectadores se convierten en apagados susurros de alarma. El calor ha aumentado tanto que hace tiempo que los dos tipos de cera, entremezclados viscosamente en el pedestal de la estatuilla, se han evaporado. Al final, el calor se convierte en tan insoportable para la frágil estructura ósea que comienza a arder por combustión espontánea. Y una vez ha empezado, nada puede pararlo. El fuego devora raudo todo el esqueleto, que comienza a derrumbarse. Al final el fuego se extingue por si solo, al haber consumido todo el oxígeno del nicho, y de tu hermosa obra sólo quedan las cenizas. Y pronto ni siquiera eso, pues faltaba el toque final, el toque del maestro. Oigo un leve ruido, que estoy seguro era inaudible para los humanos tus espectadores; y veo como dentro del nicho se ha levantado un leve viento. Al principio parece que las cenizas aguantarán, que incluso ese pequeño rescoldo de recuerdo seguirá ahí; pero al final el viento es más fuerte y las cenizas se esparcen. Ya no queda nada de la imagen de Adam Warren, simbolizando la verdad más obvia de todas: tarde o temprano, tampoco quedará ningún recuerdo del propio Warren.

       Y ahora es cuando veo tu verdadero crimen, la razón de mi presencia aquí. Has cometido un terrible pecado al recordar a un puñado de orgullosos seres inmortales que no hay nada, absolutamente nada que sea inmortal. Les has recordado que no importa cuánto tiempo engañen a la Parca, al final ella también se los llevará. Les has recordado cuán pequeños, cuán fútiles son en realidad sus esfuerzos, sus mezquinas guerras, sus vanas envidias. ¿Y por qué hablo de ellos? Nos lo has recordado a todos nosotros, a mí el primero. Tu primera y más importante exposición fue también la última, mi Vania.

       Te castigaron con dureza ejemplar, por supuesto. Ya era bastante duro para el Príncipe mantener una ilusión de control sobre un crisol tan enorme e inimaginable como es la ciudad de Nueva York y su población cainita; como para que viniera una Toreador, un miembro de uno de sus clanes supuestamente amigos y por añadidura joven a reírse en sus barbas. Y Adam Warren no fue el único que pidió sangre, por supuesto. Hiciste mucho daño a gente muy poderosa, que te lo devolvieron doblado tal y como exigen las Escrituras.

       Resumiré tu penoso final, aunque eso no te haga justicia. Bien es sabido que nuestro Clan tiene enemigos que no lo comprenden y que sin duda se alegrarán del final de la historia. No pienso dar a esa gente detalles, carnaza con la que alimentar su alegría de que una hermosa Cainita, una estupenda mente y un alma incomparable dejara de volar por el capricho de algunos y el supuesto insulto que les había dedicado. Sencillamente te ordenaron ver un amanecer. El resto es una historia fácilmente deducible por cualquier idiota que haya visto alguna película de Christopher Lee.

       Me quedan dos cosas más por contar así pues aguantad un poco más, si ya habéis llegado hasta aquí, y enseguida terminamos. Volveréis a vuestras vidas y yo a mi supervivencia.

       Sigo viviendo en Nueva York. Ni que decir tiene que ya no soy Primogénito, no tengo derecho a Progenie mientras siga viviendo aquí (ese fue mi castigo particular: como si me hubieran quedado ganas de engendrar ovejas para el matadero, jamás he podido comprender a Abraham); y las relaciones con mis excompañeros se han enfriado, por decirlo educadamente. Hace poco asistí a la primera exposición de un joven fotógrafo cuyo trabajo podríamos calificar, siendo suaves, de obsceno. El joven autor y yo tuvimos una breve oportunidad de departir y me dijo algo que no podré olvidar: "El Arte debe tocar las pelotas". Grosera, aunque inequívocamente expresado, no puedo estar más de acuerdo. El nombre del joven fotógrafo es Robert Mapplethorpe y seguro que dentro de unos años será un talento reconocido. Aunque deberá tener cuidado con los objetivos que elija para su cámara.

       Y esto es todo. Bueno, casi. No, no me he olvidado: me queda una última cosa por contar, una última frase que decir. Lo que ocurre es que esa frase no es para ti, lector, aunque vayas a leerla.

       Sigo celebrando tu cumpleaños, Vania.

Por Carlos Manuel Pérez Fernández.