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Alias. Reclutada

Advance Dreamers


Descubre los primeros pasos de Sidney Bristow como espía en estas novelas que descubren la historia que la serie de TV no te mostró.

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Una de las cosas que más me molestan es que la gente asuma que lo sabe todo acerca de alguien a quien apenas conoce. Tal es mi caso, por ejemplo. Soy alta, delgada y me corto el pelo una vez al mes (solo medio centímetro o, si me siento temeraria, un centímetro entero... aunque solo si Debbie trabaja ese día, porque sé que puedo fiarme de ella).Añadir Anotación
En ocasiones, llevo gafas de montura de carey que mi mejor amiga jura que me hacen parecer una bibliotecaria. La mayoría de los días se me puede ver llevando una mochila de más de diez kilos. No bebo ni fumo. Me gusta el deporte, aunque prefiero las competiciones individuales a los deportes de equipo. Prefiero con mucho releer por novena vez Jane Eyre que un artículo de Cosmopolitan. Hablo cinco idiomas (seis, si contamos el latín).Añadir Anotación
Con estos cuantos detalles, la gente saca la conclusión de que soy un cerebrito. De que no tengo vida. De que vivo enterrada entre libros. De que hablo en otros idiomas mientras duermo. De que corro sola demasiadas veces.
¿Y sabéis lo más patético? Que tienen razón.
Pero es mi primer año en la facultad. Hay algo ahí fuera esperándome. Alguna clase de llamada divina, un propósito... o algo así. Puedo sentirlo. Y estoy a punto de descubrir de quién, o de qué, se trata...

Alias

—¡No eres normal! —gritó Francie, señalando a Sidney con un dedo cuya uña estaba pintada de rosa pálido—. ¿Qué clase de persona elige Español y Chino como optativas?
Sidney Bristow puso los ojos en blanco, aunque una dulce sonrisa le curvaba los labios. Tan solo conocía a Francie Calfo desde el verano, pero ya se había acostumbrado a esos estallidos ocasionales. Con su voz melódica y su talento para el drama, Francie era capaz de convertir sin problemas una conversación ordinaria en un debate encarnizado.Añadir Anotación
—Díselo, Baxter —dijo Francie, dándole un codazo a su novio en uno de esos fibrosos brazos de baloncestista que tenía—. Dile que, en el primer año, se supone que tienes que escoger como optativas «Películas francesas famosas» o «Bailes de salón».Añadir Anotación
—Ah, no, a mí dejadme fuera de esto —replicó Baxter, que levantó las manos en un gesto de derrota—. Vosotras seguid hablando. Yo voy a echarle un ojo a aquel hombre que vende los helados. —Se giró en el banco y se recostó contra la mesa, observando el paisaje que ofrecía UCLA en un soleado día de septiembre.Añadir Anotación
—Vamos, Fran, me gustan los idiomas —le dijo Sydney, al tiempo que bajaba la mirada de nuevo hacia su libro de español—. Se me dan bien. Además, así tendré más posibilidades de conseguir una plaza de profesor adjunto en el extranjero, si algún día me decido por esa opción.
Francie se inclinó hacia delante.
—Muy bien, ¿pero te ayudará a atraer a los chicos?
Sydney rió.
—No lo sé. Tal vez a los chicos extranjeros. Empezaba a desear que Francie dejara el tema.
Desde que comenzara a salir con Baxter, un par de semanas atrás, su amiga parecía empeñada en buscarle a alguien. Sydney tenía que admitir que no le importaría tener pareja. Sin embargo, había un pequeño problema: no había conocido a un solo chico con quien pudiese plantearse ni una simple cita.
—Así que vas en serio con eso de hacerte profesora, ¿eh? —preguntó Francie con la boca llena de ensalada—. ¿De verdad te ves delante de una clase moldeando cientos de mentes?
¿Mentes jóvenes, insoportables y obsesionadas con el sexo?
—Habla por ti —respondió Sydney, desperezándose de tal manera que la camiseta rosa que llevaba dejó al descubierto un ombligo sin piercing. Aunque jamás se lo diría a Francie, ella misma había intentado imaginarse en aquel papel: dando clases desde un estrado; garabateando pasajes de Sartre en pizarras polvorientas; cuchicheando con otros profesores mal pagados y estresados en una minúscula sala de reuniones abarrotada de tazas de café. En definitiva, haciendo todo lo que los profesores hacían.Añadir Anotación
Solo había una cosa que no encajaba en esa imagen. No había nacido para ser profesora, lo cual no era nada bueno para todo aquel que quisiera especializarse en la enseñanza. Sydney siempre había querido ir a la universidad. Había aprobado los exámenes, así que no tenía que pasar por ninguno de los cursos de preparación que requería UCLA. Hasta el momento, no tenía problemas con las clases. Eran los estudiantes los que la desanimaban. Cada uno de ellos destacaba en algo: unos se habían graduado en el instituto con notas altas (ella entraba en esta categoría) y otros eran excelentes quarterbacks; también había genios informáticos, reinas de la interpretación o animadoras, y todos intentaban encajar con los demás.Añadir Anotación
No es que ella hubiera llegado a conocerlos a todos, en realidad. No; del total de unos treinta mil estudiantes que asistían a la universidad, Sydney se relacionaba con la asombrosa cifra de tres: Francie, Baxter y el chico con el que había hecho amistad en las pistas, Todd de Rossi. Los cursos preliminares, con esas aulas gigantescas y esos grupos de estudio aún más grandes, la abrumaban. Y, a pesar de que la inteligencia nunca la había intimidado, saberse rodeada de un cuerpo facultativo cuyos miembros se encontraban al frente de la lista de eruditos y científicos más eminentes de los Estados Unidos, era un poco desconcertante. Había presenciado cómo algunos alumnos se enzarzaban en enérgicos debates y discusiones con los profesores en los pasillos, o mientras cruzaban la Plaza Dickson.Añadir Anotación
Un día, oyó de pasada que un profesor se ofrecía a encontrarse con un estudiante a la hora del café para discutir un problema que tenía. La generosidad del profesor la impresionó... pero también la puso un poco melancólica.
«Seguro que mamá era así», pensó Sydney, jugando con el pulsador de su bolígrafo. Laura Bristow había sido una profesora de literatura muy apreciada en UCLA. Había sido una apasionada del aprendizaje y la enseñanza; pero eso fue antes de que muriera en un accidente de tráfico cuando Sydney tenía seis años.Añadir Anotación
Ocurrió durante una de esas típicas noches de viernes en las que la bruma cubre Los Ángeles.
Los padres de Sydney habían ido al cine mientras ella se quedaba en casa con su niñera. Un coche había aparecido en sentido contrario, saltándose la mediana. Su padre tuvo que dar un volantazo para esquivarlo y se habían precipitado por el puente. Él sobrevivió; su madre no.
—Ni siquiera le dio tiempo a darse cuenta de lo que pasaba —le había dicho su padre a la pequeña y destrozada niña de seis años que era entonces, como si eso pudiese reportarle algún consuelo.
«Papá. Tranquilo, frío y totalmente desapasionado
».
Aquel hombre era capaz de sonreír; la prueba de ello estaba en la fotografía con marco de plata de Tyffany que tenía sobre la cómoda de su dormitorio, en la que sus padres y ella posaban en Venecia durante un soleado día. Su madre, con las manos apoyadas sobre sus hombros desnudos y algo quemados, reía con la boca medio abierta. Sydney, que sujetaba un cucurucho de helado medio derretido, tenía una mancha de chocolate en la mejilla y llevaba aquella camiseta de tirantes con el dibujo de un arco iris.Añadir Anotación
Su padre sonreía a su esposa, contagiado por su obvia felicidad.
Sydney no recordaba haber visto ni una sola vez esa sonrisa al natural.
Después de que su madre muriera, Sydney había crecido bajo los distantes cuidados de su padre, pasando más tiempo con sus libros que con la familia o los amigos. A medida que fue pasando el tiempo, los recuerdos de su madre se desvanecieron. Solo quedaron unos cuantos: las dos recogiendo luciérnagas en unos viejos botes de cristal de compota de manzana con las tapas agujereadas, durante una calurosa noche de verano; o montando en la atracción Matterhorn en Disneyland, mientras gritaban y reían a la vez; horneando bizcochos de chocolate y nueces y turnándose después para lamer el cuenco de Pyrex hasta dejarlo limpio; o aquellas ocasiones en las que observaba a su madre, con su largo cabello, oscuro y brillante, recogido en un moño, mientras pasaba los dedos por su vasta colección de libros encuadernados en piel (regalo de su padre y que ahora pertenecían a la biblioteca de la propia Sydney).Añadir Anotación
A Francie no le había llevado mucho tiempo adivinar que Sydney no quería ser profesora debido a su pasión por la enseñanza, sino como una forma de honrar la memoria de su madre.
¿Tenía Francie razón? Seguramente.
Cuando la emparejaron con Francie en una clase especial de orientación para los de primer año a principios de verano, Sydney se había mostrado tímida. Nunca había tenido muchos amigos, y la burbujeante y extrovertida Francie la intimidaba. Sin embargo, había algo en Francie que hizo que Sydney se abriera, y no tardó mucho en acabar contándole un sinfín de cosas. Francie también se había confesado con ella y, para cuando comenzó el semestre, eran amigas... y compañeras de habitación.Añadir Anotación
—Vamos, Syd. Lo digo en serio —dijo Francie, con los labios fruncidos, sacando así a Sydney de sus pensamientos—. Deberías pensar seriamente en cerrar ese libro y decidir qué vas a ponerte para la fiesta hawaiana del viernes por la noche.
Llevamos semanas deseando que llegue.
Sydney suspiró.
—Bien. ¿Por qué no?*
Cerró el libro y lo metió en la mochila.
—Buena chica —dijo Francie, con aprobación—. Ahora, dime, ¿vas a llevar la falda hula o el pareo de flores?
—No lo sé. El pareo, me parece.
—Excelente. Entonces, ¿me prestas tu falda hula para que la lleve sobre el biquini? ¿Por favor? —pidió Francie, alzando una ceja, esperanzada.
—Oye, me gusta como suena eso —intervino Baxter, girándose de nuevo.
—¡Vaya! —exclamó Francie, señalando a su novio—. ¡Así podremos llevar los tres guirnaldas a juego! ¿No sería genial?
—Bueno... No creo —dijo Baxter, y su sonrisa se desvaneció al momento—. No creo que quiera ir a juego y con una guirnalda de flores delante de mis compañeros de equipo. Mis colegas no dejarían de llamarme Martha Stewart en todo el año.
Francie puso los ojos en blanco.
—Sydney, ¿te importaría hacerme el favor de decirle que la sociedad ha evolucionado y que los hombres ya no juzgan a otros hombres por la ropa que llevan?
* En castellano en el original. (N. de las T.)
—En realidad, aún no conoces a mi amigo Todd —dijo Sydney—. Siempre se las arregla para descubrir a los individuos con un problema grave de falta de estilo a la hora de vestir...
—Gracias, Sydney —correspondió Baxter—. Ahora, si estas dos damas encantadoras me lo permiten, tengo que atravesar a la carrera medio campus para llegar a mi clase de Historia. Te veo luego. —Se inclinó y le dio a Francie un beso prolongado.
Sydney agachó la mirada, concentrándose en su apelmazada ensalada, y comenzó a remover la lechuga con el tenedor.
Tras lo que pareció casi una eternidad, Baxter cogió su mochila y comenzó a alejarse corriendo a grandes zancadas por la acera.
—Adiós —gritó Francie sin aliento. Después, se volvió hacia Sydney y le dedicó una enorme sonrisa—. ¿No es increíble este chico? De verdad que me muero de ganas de que llegue la fiesta.
Los tres juntos vamos a arrasar.
—Claro —respondió Sydney, dejando que la palabra saliera muy despacio. Sería la tercera en discordia en la cita de Francie... Para morirse de risa—. ¿Sabes?, tengo que preguntarte una cosa: ¿estás segura de que me quieres de carabina?
—Syd. —Francie dio un suspiro de resignación—.
No estarás de carabina. Queremos que vengas. Claro que si... —Sonrió con malicia—.
Podrías pedirle a alguien que fuera contigo y así seríamos dos parejas. ¿Tal vez alguien de tu clase de Literatura?
«Otra vez no», pensó Sydney, tomando un buen trago de su botella de agua. Era, a todas luces, momento para cambiar de tema.
—Esto... ¿Me dejas echarle un vistazo a tu periódico? —preguntó, señalando con la cabeza el ejemplar doblado de Los Angeles Register que estaba en frente de Francie.
—Claro —replicó Francie, pasándoselo al momento—. ¿Por qué?
—Necesito un trabajo. —Sydney encontró en un instante la sección de empleo y la desplegó.
—¿Un trabajo? —repitió Francie—. Creía que tenías una beca de estudios.
—Y la tengo —dijo Sydney, mientras repasaba con rapidez las columnas de anuncios—. Pero no cubre todos mis gastos. Y no quiero tener que llamar a mi padre para pedirle dinero.
—Por supuesto —respondió Francie en un intento de apaciguarla.
Sydney agradeció no tener que dar explicaciones.
Francie ya sabía muy bien lo difícil que podía llegar a ser Jack Bristow. Durante sus charlas nocturnas, Sydney le había contado a su amiga la fría relación que mantenía con su padre.
Johnathan «Jack» Bristow era un hombre difícil, por decirlo de forma suave. Siempre ensimismado en su trabajo para Aerospacial Jennings como exportador de piezas de aviones, nunca había tenido mucho tiempo para Sydney. En los días de visita para los padres, la única persona que se acercaba a verla era su antigua niñera. Las cartas procedentes de su casa consistían en cheques firmados sin nota alguna.Añadir Anotación
Ahora que era oficialmente una estudiante de Psicología, a Francie le encantaba hablar con la típica jerga de los psicólogos. Para ella, estaba claro que el padre de Sydney jamás se había recuperado de la muerte accidental de su esposa.
Y el hecho de que Sydney se pareciera tanto a su madre solo le recordaba el dolor de su pérdida.
Podría ser. No es que Sydney lo hubiera hablado con él. Ni que fuera a hacerlo nunca.
A menudo, Sydney ojeaba las pocas y preciadas fotos que tenía de su madre y las estudiaba con atención. Su madre y ella compartían los mismos labios, plenos y carnosos; los mismos ojos, profundos y oscuros; la barbilla alargada y algo puntiaguda; y el abundante pelo castaño.
La mayor diferencia radicaba en la expresión.
Tanto en las fotografías como en los escasos recuerdos de Sydney, su madre siempre reía o sonreía. Sydney era más reservada. Lo cual, junto con su altura, era el único rasgo que la conectaba directamente con su padre.
—¿Ves algo que te guste? —preguntó Francie, apuntando con su galleta hacia el periódico.
Sydney negó con la cabeza.
—Teleoperadora... Teleoperadora... Uno que requiere poder levantar peso... Cocinero... Peluquero... ¡Aj! Aquí hay uno que dice: «fotógrafo profesional busca mujeres peludas».
—¡Puaj! —exclamó Francie—. Adivina a qué se dedica.
—Parece que no tengo suerte —murmuró
Sydney, apoyando la barbilla en los puños—.
No puedo cocinar ni hacer permanentes, y no soy especialmente peluda. Además, solo con pensar en vender cosas por teléfono me dan ganas de vomitar.
—¡Ya lo tengo! —Francie se palmeó la frente con la mano—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Necesitamos otra camarera en el restaurante.
Deberías venir conmigo mañana cuando vaya a trabajar y rellenar una solicitud.
—¿Estás segura? —preguntó Sydney, arrugando la nariz—. Nunca he trabajado de camarera.
En realidad, no he trabajado en casi nada.
—Eso no será problema. ¿Acaso no eres genial en todo?
—Una cosa es aprender a decir «que tenga un buen día» en mandarín —dijo Sydney—, y otra muy distinta tratar con un desagradable cocinero de cocina rápida llamado Bubba.
Francie la miró de forma extraña.
—Déjame decirte la palabra mágica: propinas.
—Sonrió—. En eso consiste el ser camarera.
Algunos días parece que es el peor trabajo del mundo, pero en ningún otro sitio puedes salir con un montón de dinero en el bolsillo.
Sydney arqueó las cejas de modo significativo.
—¡Oye, un momento! —la reprendió Francie, riendo—. Me refería a un trabajo legítimo. Sería genial que trabajáramos juntas, ¿no te parece? — insistió.
Sydney asintió, lentamente al principio, pero luego con más convicción.
—De acuerdo. Lo haré. —Devolvió el tenedor a la ensalada y comenzó a rebuscar los trocitos de pan empapados, lo que más le gustaba.
Vale. Atender mesas no era, precisamente, el trabajo de sus sueños, pero al menos le daría cierta independencia económica. Y quizás, solo quizás, le proporcionaría una vida más allá de los libros.
De repente, Francie aferró el brazo de Sydney.
—No mires ahora —le susurró—, pero aquí viene.
Sydney no necesitaba mirar para saber a quién se refería Francie. Tenía su imagen grabada en la cabeza desde el primer día de clase, cuando se sentó a su lado y le pidió un bolígrafo... que, por cierto, todavía no le había devuelto. Era algo patético, lo sabía, pero la recorría un escalofrío de emoción cada vez que lo veía sujetar lo que ella creía que era su Sharpie negro entre esos dedos callosos.Añadir Anotación
No podía perder la oportunidad de... sentirlo en aquel momento. De echar una miradita a las largas pestañas rubias que bordeaban sus enormes ojos verdes. A esa piel bronceada que parecía despedir su propio calor. A esas mejillas con hoyuelos y a la hendidura de su barbilla, que parecía el remate de una obra de artesanía.Añadir Anotación
Los chicos como Dean Carothers no crecían en los árboles. Era especial, uno de esos escasos seres humanos que podrían aparecer en los anuncios de Abercrombie & Fitch; en esos vídeos musicales de cuerpos desnudos en los que el ritmo acentuaba cada uno de sus movimientos; alguien que encajaría a la perfección bebiendo café au lait en París, con una bufanda alrededor del cuello y su lustroso cabello agitado por la brisa.Añadir Anotación
Dejando a un lado la atracción animal instintiva,
Dean tenía algo que embelesaba a Sydney, como la miel a las abejas. Era la forma en que se movía, con la seguridad de alguien acostumbrado a salirse con la suya, irradiando una absoluta confianza en sí mismo con su constante sonrisa y sus movimientos fluidos. Era el tipo de hombre que veía algo que deseaba e iba a por ello. No podía evitar admirar esa cualidad. Entre otras muchas cosas.Añadir Anotación
En aquel momento, se encontraba a escasos metros de ella. El calor se extendió por su cuello y sus mejillas. De forma inconsciente, alzó su libro de texto de Español y se escondió detrás.
—¡Syd! —la regañó Francie en un susurro no muy discreto—. No te escondas de él. Ve y salúdalo.
—¿Para qué? Solo conseguiré ponerme en ridículo —balbució Sydney, mientras espiaba furtivamente los movimientos de Dean por encima del libro, con esos hombros anchos y esas sonrisas matadoras dedicadas a los afortunados que se cruzaban con él. Ella nunca había tenido un novio de verdad. Estar rodeada de chicos tan guapos como Dean, o incluso más, siempre le había hecho sentirse como una empollona incapaz de hablar, además de provocarle una gran variedad de emociones que, con toda seguridad, no eran nada buenas.Añadir Anotación
—No harás el ridículo —la contradijo Francie—. Vamos. Ve y pídele que vaya contigo a la fiesta.
Sydney sacudió la cabeza.
—No es tan fácil. No puedo preguntarle eso así, sin más.
—¿Por qué no? Dijiste que siempre te habla en clase, ¿no?
—Bueno, sí. Pero solo me pregunta por mis apuntes o por las asignaciones de trabajos — replicó Sydney, deseando haber sido algo más modesta—. Nada más.
—¿Y qué? —gritó Francie—. Probablemente haya estado flirteando contigo todo este tiempo y tú ni siquiera te has dado cuenta.
Sydney se rió entre dientes. ¿Desde cuándo tomaba Francie drogas? Los chicos como Dean no flirteaban con ella. No querían tener nada que ver con ella.
     
—No lo creo, Fran.
—Escúchame. —Francie se inclinó hacia ella y la miró a los ojos—.Ve allí y habla con él. Eso es todo. La fiesta es una excusa perfecta para tratar de echarle el anzuelo. Y ahora que está solo, es el momento ideal para acercarte a él.
Sydney alzó la cabeza y se arriesgó a mirarlo por encima del hombro. Dean estaba sentado a la sombra, en una mesa del merendero, totalmente solo, sin el grupo de gente que solía seguir su estela. Francie tenía razón. Si quería hablar con él con cierta intimidad, esta era su oportunidad.
Le dirigió a Francie una mirada desvalida.
—¿De verdad crees que debería hacerlo?
Francie le sonrió.
—Ve, anda, antes de que esa brillante cabecita tuya decida que no es buena idea.
—Vale.
Inspirando profundamente, Sydney se levantó y obligó a sus piernas a que la condujeran hacia él.
Cuando se acercaba a su mesa, Dean levantó la vista y la miró.
—Hola —dijo Sydney, enroscando un dedo en un mechón de pelo y aferrándose a él como si fuese un salvavidas.
—Hola —respondió, con una sonrisa despreocupada—. ¿Qué pasa?
Sydney sintió que su propia boca se curvaba en respuesta y que la calidez volvía a sus mejillas. Su sonrisa era justo la señal que necesitaba para reunir valor. Se encogió de hombros.
—No mucho. ¿Has oído...? Esto... —hizo una pausa para reunir valor—. ¿Te has enterado de lo de la fiesta hawaiana?
—Sí, claro —replicó, removiendo descuidadamente el hielo de su refresco.
Sydney asintió.
—Genial. Esto... ¿Y te gustaría ir?
—Sí, supongo —dijo, encogiéndose de hombros.
El corazón de Sydney se desbocó.
—¿Lo harás?
Una visión de Dean con un bañador hawaiano, una guirnalda que descendía hasta sus bronceados abdominales desnudos y un brazo alrededor de sus propios hombros se formó en su cabeza.
—No lo sé. Es posible. Si no tengo nada más que hacer... —continuó. Levantó la vista para mirarla con sus ojos de color esmeralda—. ¿Por qué? ¿Estás haciendo una encuesta para el periódico o algo así?
Sydney sintió como si le tiraran un jarro de agua fría.
«Señor», pensó. «Ni se le ha pasado por la cabeza salir conmigo. Casi se me caen las bragas por un chico que solo me ve como a una posible candidata a prestarle el bolígrafo».
—No —consiguió balbucear—. No, yo solo...
—Pero su garganta se había cerrado del todo y no pudo terminar. Lo único que quería era echar a correr y esconderse. California era la tierra de los terremotos, ¿pero dónde estaban cuando hacían falta?
Sus celestiales facciones reflejaron el momento exacto en el que lo comprendió todo.
—Vaya —dijo, abandonando la postura relajada que había tenido hasta ese momento. Una expresión divertida le cruzó el rostro—. ¿Me estás pidiendo una cita...? Esto... Perdona...
¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Es... No, de verdad. No era mi intención. De verdad que no... No. Tengo que irme —farfulló, mirando fijamente sus descascarilladas uñas de los pies. «Rojo discreto», ¿no se llamaba así el color? Apartó la vista del glorioso Dean, se giró y regresó hacia donde estaba Francie lo más rápido que pudo.Añadir Anotación
Que me maten ahora mismo, pensó.
Porque decir que estaba «avergonzada» ni siquiera se aproximaba a cómo se sentía en realidad. Su cara debió decírselo todo a Francie, ya que esta no preguntó lo que había pasado.
Mientras Sydney se hundía en el banco, su amiga le pasó un brazo por los hombros y la apretó contra ella para transmitirle su apoyo.
—Olvídalo —murmuró—. Ese tipo no merece la pena.
Sydney no era capaz de hacer otra cosa que quedarse allí sentada, repasando mentalmente toda la horrible escena a cámara lenta. ¿Qué le pasaba? ¿Qué le había hecho creer que tenía una oportunidad con Dean? «¿Me estás pidiendo una cita...? Esto... Perdona... ¿Cómo has dicho que te llamabas?» ¿Cómo te llamabas? ¿Cómo has dicho que te llamabas? Le había dirigido la palabra en algunas clases. ¿Y qué? No estaba interesado, solo se estaba comportando de un modo agradable.Añadir Anotación
De repente, un chillido agudo se abrió paso a través del ruido de su cabeza. Se giró hacia el sonido y vio un trío de chicas que parecían recién salidas de un anuncio de Tommy Hilfiger, y a unos chicos igual de atractivos que conocía de la clase de Economía; rodeaban a Dean en un semicírculo.
Y todos la miraban.
Riéndose a carcajadas.
Evidentemente, Dean no era nada agradable.
—Venga —dijo Francie con firmeza—. Nos vamos.
Las manos de Sydney temblaban mientras
Francie y ella recogían sus cosas, se colgaban las mochilas al hombro y se perdían entre los edificios de Geología y Ciencias Matemáticas.
—No te preocupes, Syd —dijo Francie para reconfortarla a la vez que le colocaba una mano en la espalda—. Encontrarás a alguien que realmente te merezca. Te irá mejor la próxima vez.
Sydney no respondió. Francie tenía buenas intenciones, pero se equivocaba.
No habría una próxima vez. No volvería a correr semejante riesgo nunca más.
—No estoy diciendo que sea el mejor sitio para trabajar, pero tampoco es tan malo como lo pintan. Claro que los clientes pueden ser a veces groseros o brutos, o pedir estupideces como un sándwich de pavo sin pan... pero, hablando en serio, no es tan malo —siguió parloteando Francie mientras buscaban una plaza de aparcamiento en el abarrotado estacionamiento del centro de la ciudad el miércoles por la tarde.Añadir Anotación
—Relájate, Fran —le dijo Sydney, aparcando en un hueco, cerca de la parte de atrás—. ¿Por qué estás tan nerviosa?
Francie se encogió de hombros, y un mechón de su largo y ondulado cabello negro cayó hacia delante.
—No lo sé. Supongo que porque esto es idea mía. Me sentiría responsable si lo odiaras.
Sydney apagó el motor.
—Oye, no me estás obligando a hacer nada.
Me estás ayudando. Y, en serio, de verdad que te lo agradezco.
—Vale —le contestó Francie, mirándola con el ceño fruncido—. Pero si el sitio te parece repugnante...

[Esta historia continúa en la novela editada en España por La FactoFactoría de Ideas]Añadir Anotación

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DCFan, 24 de Mayo de 2005
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