Vivía
en el País del Sol, donde la luz acuchillaba dulcemente
todos mis sentidos y me movía las piernas hacia la línea
del horizonte. Cuando llegué al Extremo del Mundo, me encontré
con un valle que tenía la forma de una caja romboide iluminada
por el reflejo de tres estrellas mortecinas en un espejo. El valle
estaba poblado por Seres Amorfos que se buscaban los unos a los
otros y todos buscaban la Magna Cadena formada por el Gran Desagüe,
que conducía al Embudo del Abanico de Colores y que conducía
- finalmente - al Olivo de la Humanidad. (Henry
Armitage)
Entre los Seres Amorfos que poblaban
el valle, había uno todavía más Amorfo al que
todos le habían profesado en otros tiempos gran devoción
y pleitesía. Esta ya pasada deferencia era debida a que había
aprendido a leer la simbología de las tres estrellas mortecinas
que se reflejaban en el espejo de marco de marfil y luna de argenta
y mercurio. Los demás seres de su raza, durante miles de
cósmicos eones, le habían adorado cual rey, siguiendo
sus mandatos y cumpliendo sus órdenes, hasta que un buen
día se dieron cuenta que seguir al más Amorfo no valía
realmente la pena. (Joseph Curwen)
Esa pérdida de devoción
aconteció cuando se percataron de que lo que imaginaban un
renuevo del Olivo de la Humanidad, no era otra cosa que un vástago
del Gran Acebuche. Lo que otrora fueran reflejos argentíferos
con regusto a cinabrio, había dejado de proyectar los tres
tenues trinos luminosos de aquellas estrellas mortecinas. El día
que se dieron cuenta de que ya no valía la pena seguir al
más Amorfo, el aire había adquirido densidad de muerte:
aroma
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