EL VIGILANTE DE LA MORGUE
© Abdul Alhazred
Imagen de © Cyrus Llanfer
Tras el lavado de estómago, cuando el médico residente creyó apreciar un intento de suicidio, requirió la presencia del jefe de servicio, para que fuera éste quien firmara el parte al juzgado de guardia. Seguía inconsciente, pero en su rostro no se apreciaba desesperación, sino la placidez de un sueño profundo.
Cosme fue desde jovencito muy taciturno, pero eso no respondía a un estado de ánimo depresivo, sino a una fortísima timidez e intromisión. Era, más que reservado, silencioso como la tapia del cementerio. Se había criado con unos tíos suyos que le contaron una versión dulcificada sobre sus padres, aunque él recelaba que algo oscuro se escondía detrás de lo que le dijeron. Cierto día, en el fulgor de una pelea en el patio del colegio, le insultaron diciéndole que su madre había corrido con don Guillermo Estévez, el veterinario, y que su padre estaba pagando en la cárcel las certeras puñaladas de su navaja. Aquello debería hacer mucho tiempo ya que él sólo reconocía como padre a Custodio y Enriqueta, a pesar de que les llamara tíos.
Se hizo un mocetón fuerte, de recias espaldas y manos poderosas. En la escuela había ido marchando sin pena ni gloria y siempre manifestó más interés por la aritmética que por la historia; leía con poca fluidez, aunque lograba enterarse, pero se conformó con el conocimiento de las cuatro reglas y poco más. Pronto empezó a trabajar en el campo como jornalero, al principio de forma esporádica, pero según le iban conociendo e iba demostrando que nunca eludía el esfuerzo, no le faltaba el trabajo. Se marchó por su quinta a Ceuta y esa fue la primera vez que montó en barco y también la primera que había visto el mar. Hasta entonces la mayor extensión de agua que conocía era la alberca de don Martín, cuando ésta dejaba escapar el agua por el rebosadero. Le destinaron al Escuadrón de Caballería núm. 3, y desde ese instante pensó que había cambiado su suerte, tanto como temía a las armas desde que su primo Andrés le descerrajara dos cartuchos del veinte a su novia, porque le dejó por otro.
"De haber tenido ocasión, -pensaba- le hubiera aconsejado a Andrés que la olvidara y no se metiera en líos, pero menudo fanfarrón es mi primo como para pasear por el pueblo con las orejas gachas".
Ahora Andrés no pasea más que a ciertas horas por el patio de una prisión, y hasta es posible que se encuentre con su tío Anselmo, si es que en una de las frecuentes mudanzas se juntan y reconocen.
Cosme se acostumbró a fumar cuando en las faenas agrícolas daban un pequeño descanso, al que por las costumbres de uso le llamaban "echar un cigarro". Desde entonces, casi nunca le faltó un paquete de picadura en el bolsillo. En las caballerizas del ejército conoció otro tipo de tabaco, al principio bastante raro. "¡Toma, es hierba!" Anteriormente ya había fumado hojas secas de patata, cuando su petaca se había quedado vacía. No entendía el misterio que encerraba aquella forma un tanto recóndita de poner la mano para sujetar el cigarrillo, como escondiéndolo, ni la concentración en las aspiraciones de sus compañeros al fumarlo, pero pronto se acostumbró al nuevo humo y desde entonces no volvió a liar picadura sin añadirle un poco hachís. Los suboficiales miraban para otro lado y nunca hacían por enterarse de qué es lo que fumaban los soldados, si bien, cuando la cosa llegaba a mayores, entonces se mostraban sorprendidos porque los soldados habían fumado la hierba de los moros. Alguien le explicó, durante unas maniobras, que los mismos jefes lo fumaban en privado y que por eso no querían ver hacerlo a los soldados, ya que contravenía las ordenanzas. Pero un día que un potro le dio un hocicón, y como consecuencia de ello se pegó un golpetazo tremendo contra el pesebre que sonó como una calabaza, además de tirarle el cubo de cebada, le arreó tal patada al potro que no tuvieron otra solución que castrarlo para salvarle la vida. De haber ocurrido al revés, se hubiera considerado un accidente, pero Cosme tuvo que pagar su brutalidad con dos meses de calabozo, de donde salió aún más ensimismado y con la pérdida de destino en las caballerizas. A partir de ahí vinieron las guardias ensartadas como las cuentas de un collar, y la soledad pautada de tiempos en las garitas. Dejó de hablar lo poco que lo hacía con los compañeros, y su voz se limitaba a pronunciar ¡presente!, cuando lo nombraban.
Cuando regresó licenciado, su tía le apañó en matrimonio con Teresa. Para las presentaciones le hizo que se afeitara y se pusiera una camisa limpia.
"Habla poco, -dijo su tía- pero es muy trabajador".
Cosme no necesitó decir nada y se limitó a afirmar con la cabeza: pocos días después se mudó a vivir con ella a una casita humilde, pero limpia, que Teresa tenía a las afueras del pueblo. Ella, no mucho después, buscaba las caricias en otros brazos, pero él hacía como los suboficiales y miraba para otro lado, ya que no quería acabar como su padre. De tanto llevar el cántaro a la fuente, Teresa contrajo una sífilis, de la que complicada con pulmonía dejó a Cosme sin tener para quien trabajar. Sus tíos ya habían fallecido y, como no estaban casados ni tenían descendencia, un hermanastro de la difunta Teresa reclamó la vivienda y acabó Cosme siendo desahuciado y puesto en la calle con un hatillo. Se acomodó lo mejor que pudo en una pequeña cueva que antes había servido de aprisco a una pequeña piara. Bebía de todo menos agua y fumaba cualquier cosa que pudiera reventarle por dentro. En el parte médico al juzgado, el facultativo indicaba que había tomado una copiosa dosis de barbitúricos, pero nunca se molestó nadie en averiguar que se trataba de algo más de media caja de Bromazepan de 3 mg. que había encontrado rebuscando comida en los cubos de la basura.
Había tocado fondo. Para entonces, los herederos de la Hacienda Molineros, donde tantas peonadas había sudado, estaban a punto de inaugurar un tanatorio con capacidad para atender a toda la comarca. El mayor de ellos, Juan Jesús, se compadeció de él y le ofreció el puesto de vigilante nocturno en sus instalaciones. Era un trabajo ideal. Sus fuerzas para entonces ya estaban bastante mermadas y su capacidad de relación era aún más pésima. Era todo cuanto tenía. Le dieron un uniforme: pantalón y cazadora azul marino, camisa blanca y zapatos negros. Le eximieron de la corbata y le colocaron una placa identificativa donde rezaba su nombre y cargo. No era hombre de mirar para atrás, pero las noches de soledad le hacían recordar las guardias en las garitas de caballería en Ceuta y la calidad del hachís. Sin querer, también comparaba cómo los velatorios de antes, aquellos que tenían lugar en la misma casa del finado, duraban toda la noche y ahora la modernidad de la estancia separada y climatizada, la cortina y la retirada de las visitas hacen que los familiares también se marchen a dormir antes de la media noche y regresen poco antes del sepelio. "¡Para mí, mejor!", solía decir mientras se daba una cabezada.
Una madrugada, a eso de las dos, cuando estaba echando una cabezadita, creyó ver cómo si una nube poco densa se sublimara desde el interior de la sala núm. 7. Había dejado de beber y sólo de tarde en tarde se fumaba uno de esos atípicos cigarrillos. A la mañana siguiente, a las 8,15, antes del sepelio, escuchó al sacerdote decir en la capilla, durante el responso, cómo el alma de aquella criatura estaría ya gozando de la presencia de Dios, lo cual le confirmó en su sospecha de unas horas antes.
A partir de la una de la madrugada es muy extraño que queden familiares en alguna de las salas del tanatorio; por lo general todos cierran con llave y la entregan en recepción hasta la mañana siguiente.
"¡Debéis retiraros, -dicen los acompañantes- ya no podéis hacer nada por él y necesitáis descansar!"
Cosme ya no se extraña de eso, con el tiempo se está acostumbrando y sabe que el día que le toque a él no habrá nadie quien le vele ni quien le acompañe a pleno día. Lo que ocurriera hace días en la sala núm. 7 se ha repetido en todas ellas, y esto le hace pensar día y noche, hasta el punto de que hace una semana que no pega ojo. La gente observa que tiene la mirada más perdida que nunca y que sus ojos son apenas dos canicas en el fondo de unas cuencas violáceas y resecas. Cada vez que da una cabezada vuelve a ver la nube que se sublima desde el interior de la cámara mortuoria. Cosme no ha contado nada. Sabe que no puede hacerlo, ya que tendría que comenzar por romper con toda una vida de incomunicación, al margen de que su trayectoria de vida no lo haría creíble a los demás, pero todos piensan que está enfermo, como poseído. En la empresa le han obligado a acudir al médico y éste, al saber que no concilia el sueño desde hace más de diez días, le ha recetado Bromazepam de 1,5 mg. con un vaso de leche templada al acostarse, para que consiga dormir, descansar y recuperarse; el doctor también veía en su vigilia las consecuencia del alcohol y el tabaco moro, como todos suponían, ignorando que Cosme no puede dejar de asistir impávido a la danza nocturna e ingrávida de los cadáveres que esperan la incineración o la sepultura, y durante el día observando la conducta de los que las ánimas le han señalado como próximos clientes del tanatorio y esa misma noche danzarán para él.
Abdul Al-Hazred
Emir de Kitab Al-Azif
Príncipe de R'lyeh-Mar-La-Bella
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