EL CRUCERO

© Abdul Al-Hazred

Atenea Lemnia © Fidias
(Copia romana enm mármol del bronce original)

El capitán no le dio importancia y me aseguró que lo superaría en cuarenta y ocho horas, pero en ese tiempo tuve ocasión de arrepentirme mil veces de haber embarcado; a pesar de ello, aún ignoraba el terrorífico final que me aguardaba. Ocurrió en Cádiz, al atardecer. La luna iluminaba toda la Bahía, dando a la superficie del agua reflejos tornasolados, como un espejo de plata bruñida. La mar en calma y un soplo de brisa de poniente fueron los grandes alicientes en la cubierta tras la cena.

A poco de cerrar el camarote, sin apenas tiempo de meterme en la cama, noté que las oscilaciones, las subidas y bajadas, me movían como al corcho de un sedal. Había cenado copiosamente y bebido más que de costumbre, como tratando de ahogar los recelos de la primera navegación. Al poco rato pensé que me volvía de revés, viendo cómo pasaba más tiempo en el servicio que en la litera. Me asomé al exterior y el panorama circular que me ofrecía la claraboya me mostraba las gigantescas montañas de agua en movimiento. Las olas venían desde la línea del horizonte; a lo lejos Gibraltar con una iluminación precisa para hacerse notar, sin ostentaciones, sólo penumbra. Hacía mar gruesa en el Estrecho y el barco, a pesar de sus dimensiones mastodónticas, se movía como una cáscara de nuez al capricho de las aguas. Me sirvieron una infusión y me recomendaron que hiciera por dormir. Ya no tenía mi estómago ningún contenido, pero seguían la nauseas y los mareos. En algún momento que no recuerdo debí dar una cabezada. Al amanecer entró el camarero, tras llamar suavemente en un par de ocasiones con los nudillos; me ofrecía ir a reponer fuerzas al bufé o, por el contrario, servirme el desayuno en el camarote. Creo que lo despedí con malos modos e incluso con una sonora arcada.

Mas como bien dijo el capitán era cosa de las primeras cuarenta y ocho horas; luego pude disfrutar de la paz del Mediterráneo y de las incesantes actividades con las que le entretienen a uno en la libertad vigilada que significa navegar: gimnasio, piscina, solarium, comidas ensartadas unas tras otras, juegos de mesa, billar, mini-golf, casino, baile y bebidas, muchas bebidas.

Steffi hablaba con perfección varios idiomas y, a pesar de ser centroeuropea, fue una delicia contar con ella como guía durante la travesía por el Egeo, dado sus vastos conocimientos del mundo griego. Hablaba de la antigua Grecia como si de su parentela se tratase; con datos, nombres y fechas que no puedo recordar ni vienen al caso. En ocasiones recitaba de memoria tiradas completas de La Ilíada. Eran esos momentos en los que su voz parecía aún más melodiosa y cálida, y el rictus de su boca y sus ojos iluminados por un brillo misterioso la revestían de visos angelicales. Sí, ciertamente no puedo olvidar lo que ocurrió cuando nos adentramos por el Estrecho de los Dardanelos. Ella lo llamaba Helesponto, también nos habló de Ponte y Propóndite, pero a éstos no sabría ubicarlos ahora. Nos acababa de contar la historia de amor entre Leandro y Hero que, aunque con otros medios y muy anterior en el tiempo, me recordó a los trágicos amantes de Verona.

A un lado Abido y al otro Sesto. Posiblemente se debiera a una mala maniobra, a un descuido o a alguna causa fortuita. ¡Quién sabe! En la cubierta se escuchó un fuerte estruendo, algo así como el alarido de una fiera a la que abrieran en canal. El contramaestre ordenó señales silbantes a la marinería y los profesores atacaron con más brío sus instrumentos como quien corre una mampara cortafuegos con la que aislarnos de lo que realmente ocurría. No tardamos mucho en darnos cuenta. Debía ser una enorme vía de agua la que entrara por las bodegas, ya que rápidamente comenzó a escorarse de proa. Era noche cerrada. La luna apenas era una minúscula tajada de sandía macilenta. El maestro de ceremonias seguía empeñado en distraer al pasaje a toda costa, pero pronto cundió la alarma. Antes de que pudiera acudir algún barco vecino al rescate, el Alexandro I sólo dejaba ver la redondez extrema de su popa; pronto sería únicamente la bandera como despedida final. Dejaron de rugir los motores; fue cuando las luces guiñaron a modo de despedida, quedando la brillantez de tantos kilowatios atenuada; luego el griterío de los que saltaban por la borda con la esperanza de alcanzar la costa a nado. Corrí inexplicablemente hacia mi camarote. Me refugié entre mis pertenencias, me coloqué todas mis joyas; puse el pasaporte en el bolsillo interior de la americana y me eché sobre la cama. Me sentí como en un sarcófago faraónico, rodeado de todas mis pertenencias. La luz terminó por apagarse en breve, pero no la necesitaba para saber que estaba llorando amargamente, sin desesperación, entregado a lo inevitable. Fue entonces cuando pasó por mi mente, como una película, todos los hechos destacados de mi vida a modo de examen final. Aunque ya estaba acostumbrado al balanceo del barco al albur de las aguas, aquel movimiento era sólo descendente: supe que bajaba hacia el Hades. Mi camarote aún se mantuvo estanco por bastante tiempo, imagino que días. Fue entonces cuando añoré no gozar de las habilidades para la natación de Leandro. Mi amada era la vida, la cual iba perdiendo poco a poco. Sentía asfixia que se incrementaba según el aire se iba viciando cada vez más. Apuré la botella de agua de que disponía a pequeños sorbos, e incluso llegué a padecer hambre. Pasé mucha hambre. Curiosamente el hambre se va atenuando con el transcurso del tiempo, siendo así que el primer día es el de más negro padecer. Debieron transcurrir varios días antes del tránsito. Supe que moría poco a poco, pero me faltó valor para acabar con mi vida. Extrañamente resistían las paredes de mi presidio la presión de las aguas. Era cuestión de tiempo. De repente saltó el cristal de la claraboya como succionado por un ser descomunal, como el estruendo de una gigantesca botella de champán. Esa misma absorción fue la que me lanzó fuera del camarote envuelto en un torbellino de agua. Debía ser de día, ya que en las profundidades se tamizaba algo de luz, casi opaca, lo suficiente como para reconocer al pulpo gigantesco que había violentado el cristal de mi ventana con uno de sus tentáculos y ahora me trasportaba entre sus brazos hacia las simas marinas.

El más allá era una cueva submarina a la que supongo me condujo el descomunal octópodo; aunque tal vez se ocupara de mí, luego de perder el sentido, el mismísimo Caronte. Era un lugar apacible, sin prisas ni competencias, donde la gente deambulaba en grupos reducidos y silenciosos con relativa permisividad dentro del confinamiento. Todos iban desnudos, pero revestidos de una especie de nebulosa, como un halo misterioso a modo de saya en los que caminaban envueltos. A lo lejos divisé enormes piras. Me acerqué lo que pude sin ponerme en riesgo, y resultó que estaban alimentadas con restos humanos. Unas criaturas descomunales nutrían de esqueletos los fogones de aquellas monumentales fogatas. Tenían cabeza de perro y el repugnante cuerpo recubierto de escamas, las patas eran como las de un ganso y los brazos como dos descomunales remos flexibles. El olor nauseabundo era el mejor sistema de orientación para dar con una de las numerosas piras, cuya combustión no emitía calor. Era como fuego frío que levantaba una brisa apacible similar al viento nocturno en las riberas del mar, ese que refresca las noches de estío.

Estaba ante la Parca, pero no era dolorosa, sólo eternidad irretornable. A pesar de ello, tuve el deseo irrefrenable de escapar de aquella situación, de refugiarme en viejas creencias. Fue entonces cuando entoné himnos y salmos laudatorios con los que encomendar mi alma al Todopoderoso; y me escuchó. Sé que me escuchó. Al instante un brioso delfín, airoso como un caballo alado, me ofreció la crin de su aleta superior, subí a su lomo, y desde entonces surco los siete mares con la misma frecuencia incesante de las mareas.


Hero era sacerdotisa de Afrodita en Sesto. La vio un día Leandro y quedó prendado de su hermosura. Él vivía en Abidos y cada noche cruzaba a nado el Helesponto para ir a visitarla. Una noche a tempestad lo arrebató y, perdido el horizonte a donde se encaminaba, pereció ahogado. Cuando ella se dio cuenta se arrojó también al mar para ir a buscarlo y murió como él, Esta historia es de probable origen alejandrino y bastante tardía, pero famosa en los poetas. [ABC Dioses]


Hero y Leandro (!937)
© William Turner


Es la historia de dos amantes que pertenecen a familias enfrentadas, cada una de las cuales vive a un lado del Bósforo. Él cruza el mar a nado todas las noches para ver a su amada, hasta que una noche muere en una tormenta ante los ojos de su amada.
La escenografía se encuentra inspirada en el Barroco. Al fondo se sitúa una arquitectura, que no es neoclásica, pero si antigua. En esta obra apreciamos referencias a Rembrandt y De Lorena. Los colores empleados son muy ricos, desde el rojo del edificio al dorado del Sol y los tonos blanquecinos de la Luna.
Aquí aparece representado otra vez el tema de la lucha del hombre contra el mar. Lo más importante de este cuadro es el paisaje, donde el cielo es tiene un carácter dominante. El carácter de materia compactada del mar que aparece en El naufragio, se convierte en algo más fluido, donde destaca el reflejo del brillo de la Luna. Este tema es muy importante en Turner, por influencia del holandés Cuyp o del marinista Van Der Velde.

Comentarios a esta Colaboración

2005