IV
Cuando yo, Joseph Curwen,
ofrecí al Dr. Armitage el extraño objeto egipcio que,
en mi último viaje que tuve que realizar a El Cairo por asuntos
profesionales, conseguí en un puesto ambulante de compra-venta
por unas cuantas monedas, sabía que algo extraño guardaba
en su interior dicho objeto faraónico. Tuve este presentimiento
nada más sujetarlo con mi mano derecha para aproximármelo
a mis ojos, ya que aquel día me había dejado las gafas
sobre la mesita de noche del hotel donde estaría alojado
durante una semana.
Me sentí atraído por ese
reflejo dorado verdoso que surgía de la figurita y su extraña
forma, hasta ahora nunca vista, al menos por mis ojos. He de decir
que aunque me atrae en gran manera el arte egipcio, no soy ningún
experto en este ni mucho menos, pero aquella rara formación
metálica y el interés del anciano vendedor porque
me la quedara, consiguieron que, por cuatro monedas, casi me la
regalase. Pensé en el Dr. Armitage y en su amigo, Don Gonzalo,
el Barón Dogon, experto en este tipo de artilugios artísticos.
Estaba seguro que aquella figurita antropomorfa interesaría
también a Mr. Wilmarth y a Mr. Hee Hoo, pero sobre todo a
Mr. Alhazred, poeta árabe de aspecto extraño y misterioso.
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