XLV
Llegamos a casa del difunto
Marchand totalmente de noche. Durante el viaje en coche no se cruzaron
más de tres o cuatro frases nerviosas y llenas de miedo por
mi parte y estoy segura que por parte de He y Joseph también.
He me miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor con cara
de circunstancias. Joseph estaba extraño, más extraño
que de costumbre, éste era un hombre muy peculiar. He aparcó
el coche cerca de la casa. Bajamos los tres sin hablar. He encabezó
la fila. Llevaba en la mano una linterna de coche que alumbraba
muy poco. Entramos en la casa por una puerta trasera que He conocía
y entre él y Joseph cogieron el cadáver envuelto en
una sábana. Ni lo miré, me sentía muy mal,
destrozada. Por un instante dudé si continuar aquella historia,
pero una mirada de Joseph me logró atemorizar. Se dirigieron
a un bosquecillo de abetos cerca de allí. Cavaron una fosa
no muy profunda. Yo alumbraba. El pulso me temblaba. Me sentía
como la asesina que no era. Corrimos hacia la casa y encontramos
un sobre extraño que yo guardé aunque Joseph quiso
convencerme para que lo hiciera él. He nos dió una
pistola a cada uno que no ví de dónde sacó.
Joseph Curwen estaba muy tranquilo durante el viaje de vuelta. Sus
ojos brillaban de forma muy rara. Su presencia logró estremecerme.
Hubiera pagado por no estar allí. Pero estaba completamente
atrapada.
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