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HENRY ARMITAGE
Dylath-Leen
se me había mostrado como una villa hosca y hostil, aunque
siempre me habían hecho sentir bien sus olas rizadas y
el intenso olor salitroso y yodado de su puerto. En esta ocasión,
un mar de pupilas pérfidas me parecían apuñalar
la espalda en cuanto mis pies se abrían paso entre la bruma
de las calles atestadas de tabernas de pescadores. No tardé
en encontrar la Mastaba Ajenamon, nobilísimo nombre
donde no cabía toda la mugre de una fonda portuaria. Sin
detenerme y sin apenas mirar a los que se arracimaban por los
rincones, subí de dos saltos las escaleras y con una llave
oxidada abrí la puerta de la habitación 696 o un
número similar, ya que los números estaban medio
caídos y girados, pudiendo formar todas las combinaciones
posibles de nueves y seises. Allí estaban todos, sentados
alrededor de una enorme mesa redonda y como preparados para mi
llegada. Saqué de mi maletín el
Libro de Ludlav Ardomar, que no era un libro para leer,
ya que no tenía contenido; pero una vez abierto parecía
que cobraba vida propia. Saqué las tablillas metálicas
y con ellas arañé las páginas, que parecían
piel humana, piel viva y sonrosada. Nos tomamos de las manos y
una especie de vendaval pareció engullirnos. Sentí
que perdía pie, así que apreté las manos
de Lord Curwen y Kryshul que me sujetaban a derecha y a izquierda.
Cuando abrí los ojos, nada había cambiado. Estábamos
todos cogidos de las manos y en círculo; pero, ya no había
mesa, ni habitación, ni nada que recordara a la Mastaba
Ajenamon o Dylath-Leen. Nos encontramos en un montículo,
con las bocas llenas de arena y frente a un mar de dunas. Formábamos
un ejército circular, cada uno de nosotros se había
multiplicado por cien y habíamos rodeado al Enemigo por
todos los flancos. No había estrategia, pero sabíamos
que la táctica era esperar a que vinieran a por nosotros
y eso accionaría un mecanismo que abriera la Sima de
las Amarguras y los engullera a todos.
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