©
DOGON
Los
hermanos NDyahotep han enviado en mi contra a sus hordas
de sombras nebulosas; intentan rodearme y envolverme en su manto
de impenetrable oscuridad. Mis zarpazos son demoledores, deshacen
nubes ennegrecidas como si fueran vahos incoherentes; mis dientes
destrozan cabalgantes negruras como si nada; caen bajo mis pies
y mis garras, y yo no siento siquiera que me rocen un pelo. La
fuerza de la Vida que porto en mí como Señora de
la Mansión de la Vida me vuelve invencible, invulnerable.
Pero todo esto me retrasa, me demora en mi verdadera misión
de detener, de una vez y para siempre, a los maléficos
NDyahotep.
Y
siguen viniendo más y más de sus repugnantes servidores.
Necesito una mano extra para esta faena. Tendré que invocar
la asistencia de mis pares. En medio de la refriega, al tiempo
que rechazo una y otra vez los embates de las sombras, una parte
de mí se concentra en llamar a Aker, el dios de la tierra
que atrapa en su puño de hierro sin posibilidad de escape
alguno a tan férrea destrucción; a Bes, el grotesco
pigmeo para que con su rictus gorgónico paralice y petrifique
a quien le mire, y lo despedace con sus puñales de increíble
filo y mortal corte; a Edyo, la mortífera cobra que incinera
con su llama a los enemigos del Sol; a Tutu, la esfinge leonina
que hace estragos con sus garras y dientes; a todos y a todas
las deidas que, como yo, son capaces de parar esto y revertir
el resultado a nuestro favor. A favor de la Vida.
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