Es indudable que el símbolo de la puerta reviste una importancia peculiar en la mitología creada por Lovecraft. Casi se puede afirmar que alrededor del fulcro virtual de esa «puerta» gira toda la barroca estructura del horror lovecraftiano.
La inquietante fascinación de la obra del solitario de Providence reside sobre todo en su solapada y continua impugnación del pseudorracionalismo vigente. No son sus entidades babeantes, reptantes, siseantes y gorgoteantes las principales responsables de esa mórbida aura de desasosiego que efunden sus narraciones: el terror radica más bien en la insinuación (vaga pero insistente, nebulosa al principio para, al final, tras un crescendo deliberadamente lento, concretarse en alguna revelación horrenda) de que nuestro mundo aparentemente ordenado y estable linda con el reino de lo numinoso y lo terrible, del que sólo nos separa un frágil tabique, en el que a menudo, demasiado a menudo, se produce la fatídica grieta.
Al hombre contemporáneo, que habitualmente se siente a salvo del asalto de lo irracional, la lectura de Lovecraft le hace sentir (más que pensar, y ahí reside su fascinación) que su coraza no es tan inexpugnable, que hay monstruos oscuros que acechan en las inmediaciones del pensamiento consciente, dispuestos a hacerle pasar más de una mala noche. No es casual la importancia que en Lovecraft tiene el mundo de los sueños.
Si hubiera que resumir en una fórmula la índole de la peculiar angustia (pues cabe hablar de literatura angustiosa, más que terrorífica) de la narrativa lavecraftiana, cabría decir que consiste en la «sensación de fisura» que logra transmitir: fisura en nuestro continuum espacio-temporal, por la que en un momento dado pueden infiltrarse los más inimaginabies horrores: fisura en nuestro elaborado cientifismo, en esa admirable estructura de teorías y explicaciones, que de pronto puede verse desbordada por la pleamar de lo numinoso; fisura, en fin, en nuestro arrogante racionalismo, por la que los fantasmas del subconsciente pueden irrumpir en el momento más inesperado, devastando el frágil edificio de la cordura.
Y esta fisura alegórica queda magníficamente plasmada en el recurrente símbolo de la «puerta», esa puerta que se mantiene precariamente cerrada con el concurso de antiquísimos exorcismos.
El que acecha en el umbral, como se desprende del inquietante título, se centra de un modo explícito en ese auténtico punto focal del horror lovecraftiano que es el símbolo de la puerta. Una puerta que, cuando se abre, no provoca la mera irrupción de los monstruos del otro lado, cual si del portillo de una simple jaula se tratara: en las inmediaciones del umbral blasfemo, la sustancia misma del espacio-tiempo resulta íntimamente transformada, y el mundo parece empezar a disolverse en el maligno vaho de sus arcanos.
Como lograda expresión alegórica de la fragilidad del racionalismo oficial, no es de extrañar que la obra de Lovecraft, a los cuarenta años de su muerte, conserve plena vigencia. Es fácil asumir sus símbolos y reconocer las propias angustias en sus barrocas descripciones. Su misma xenofobia y su solapado racismo son los que anidan en el corazón de cada hombre que se siente amenazado por lo extraño y lo desconocido, y que sólo superaremos cuando comprendamos plenamente sus oscuras raíces psicológicas y culturales.
El que acecha en el umbral, máximo logro de la fecunda colaboración Lovecraft-Derteth, es una pieza clave del ciclo de los Mitos de Cthulhu que no podía faltar en el amplio apartado que, dentro de nuestra línea de literatura fantástica y fantacientífica, venimos dedicando a esta temática, una de las más inquietantes y sugestivas de la narrativa contemporánea.
CARLO FRABETTI
Notas
© 2004