ASATHOTH
Traducido por Eduardo Haro Ibars. El Sepulcro y otros relatos. Ediciones Júcar, 1974
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Cuando el mundo llegó a su ancianidad, y del espíritu de los hombres se escapó la capacidad de maravillarse; cuando ciudades grises elevaron hacia los cielos cubiertos de humo altas torres lóbregas y feas, a cuya sombra a nadie le era posible soñar con el sol ni con las praderas que la primavera cubre de Flores; cuando la Ciencia le arrancó a la Tierra su manto de belleza, y los poetas no cantaban ya sino distorsionados espectros, productos de una visión introvertida y confusa; cuando estas cosas sucedían, y las esperanzas infantiles se habían desvanecido para siempre, hubo un hombre que viajó fuera de la vida, en busca de los ámbitos a los que habían huido los sueños del mundo.
Poco se ha escrito del nombre y del lugar en que este hombre vivía, porque tan sólo pertenecían al mundo vigil; pero se dice que ambos eran oscuros. Basta saber que vivió en una ciudad de altos muros donde reinaba estéril penumbra; y que durante todo el día trabajaba entre sombras y agitación. Con el atardecer regresaba al hogar, a una habitación cuya única ventana no daba al campo ni a las praderas, sino a un oscuro patio donde otras ventanas miraban con torpe desesperanza. Desde aquel casillero sólo se podían ver muros y ventanas, salvo algunas veces, cuando uno se inclinaba muy afuera y miraba hacia arriba, a las pequeñas estrellas que pasaban. Y, puesto que el hombre que sueña y lee mucho se vuelve pronto loco si ve tan solo muros y ventanas, el habitante de aquella habitación solía inclinarse hacia afuera noche tras noche y mirar, para captar algún fragmento de las cosas que están situadas más allá del mundo vigil y de lo gris que impera en las altas ciudades. Después de años, empezó a llamar por su nombre a las estrellas de lento navegar, y a seguirlas con la imaginación cunado se deslizaban sin ganas fuera del campo de su vista; hasta que, por último, su visión se abrió a muchos paisajes secretos cuya existencia no sospechaban los ojos vulgares. Y una noche se extendió un puente sobre el inmenso abismo, y los cielos que los sueños frecuentan penetraron a oleadas por la ventana del que los observaba, para mezclarse con el cerrado ambiente de su habitación y hacerle penetrar en sus maravillas fabulosas.
A aquella habitación llegaron extrañas corrientes de medianoche violeta, brillando con polvo de oro; vértices de polvo y fuego surgieron en remolinos de los últimos confines del espacio, cargados de arenas de más allá de los mundos. Allí fluyeron océanos opiaceos, iluminados por soles que nunca serán vistos, que llevaban en sus torbellinos extraños delfines y ninfas marinas, habitantes de profundidades que dejan atrás todo recuerdo. La infinitud se arremolinó sin ruido en torno al soñador y se le llevó lejos, sin siquiera tocar el cuerpo que yacía rígido, junto a la ventana solitaria; y, durante días que no computan los calendarios de los hombres, las marejadas de las esferas lejanas le transportaron con suavidad a unirse con los sueños que anhelaba, los sueños que los hombres han perdido. Y en el transcurso de muchos ciclos lo dejaron dormir tiernamente en una playa que ilumina un verde amanecer; una playa perfumada por flores de loto, estrellada de rojos calamates...
(Hacia 1922)
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