AZATHOTH

Traducido por Francisco Torres Oliver, El clérigo malvado y otros relatos. Alianza Editorial, 963, 1983.

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Cuando el mundo llegó a la madurez, y la mente de los hombres perdió su capacidad de asombro; cuando ciudades grises elevaron hasta los cielos llenos de humo altas, feas y lúgubres torres, a cuya sombra nadie podía soñar con el sol ni con los prados floridos de la primavera; cuando el saber despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas sólo cantaron ya a los fantasmas deformes vislumbrados con ojos borrosos e interiores; cuando sucedieron todas estas cosas, y las esperanzas infantiles desaparecieron para siempre, hubo un hombre que salió de la vida, fue en busca de los espacios adonde los sueños del mundo habían huido.

Poco se ha escrito sobre el nombre y la morada de este hombre, ya que ambas cosas pertenecían tan sólo al mundo vigil, aunque se dice que eran oscuras. Baste saber que vivía en una ciudad de altas murallas donde reinaba un crepúsculo estéril y que todo el día se debatía entre las sombras y la confusión, regresando por las noches a una habitación cuya única ventana se abría no a campos y arboledas, sino a un patio sombrío donde asomaban otras ventanas en tenebrosa desesperación. Desde el alféizar podía ver tan sólo paredes y ventanas; excepto cuando se inclinaba bastante, a veces, y miraba hacia arriba, hacia las pequeñas estrellas pasajeras. Y dado que el ver únicamente paredes y ventanas conducen puede hacer enloquecer al hombre que sueña y lee mucho, el morador de aquella habitación solía asomarse noche tras noche a mirar hacia lo alto y contemplar algún fragmento de cosas que están más allá del mundo vigil y de la gris monotonía de las altas ciudades. Años después, empezó a llamar por sus nombres a las lentas estrellas, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, las perdía de vista; y por último, su visión se abrió a numerosas y secretas perspectivas cuya existencia no sospechan los ojos de los hombres ordinarios. Y una noche se tendió un puente sobre el abismo, y los cielos cargados de ensueños fluyeron hacia la ventana del observador solitario para fundirse con el aire cerrado de la estancia, y hacerle partícipe de su magia prodigiosa.

Llegaron a dicha habitación impetuosas corrientes de resplandor nocturno y violeta con polvo de oro; vórtices de polvo y fuego brotaban en remolino de los espacios últimos, cargados de perfumes de más allá de los mundos. Océanos hipnóticos se derramaron allí, iluminados por soles que el ojo jamás haya contemplado, sujetando en sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas de profundidades olvidadas. La sorda infinitud se enroscó en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo rígidamente apoyado en la ventana solitaria; y durante días que los calendarios humanos no pueden contar, las mareas de las lejanas esferas lo llevaron suavemente al encuentro de los sueños que tanto anhelaba, sueños que los hombres han perdido. Y durante innumerables ciclos le dejaron soñando tiernamente en una verde playa, en el amanecer; una playa de verde, fragante de flores de loto y salpicada de rojos calamites...

(hacia 1922)



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