EL GRABADO EN LA CASA

Traducción de Aurelio Martínez Benito. En la Cripta. Alianza Editorial, 1980.

***

Los amantes del terror frecuentan los lugares misteriosos y remotos. Para ellos son las catacumbas de Ptolomeo y los labrados mausoleos de tantos y tantos mundos de pesadilla. A la luz de la luna escalan las torres de los ruinosos castillos del Rhin, y tropiezan una y otra vez por las oscuras escalinatas cubiertas de telarañas bajo las desperdigadas piedras de olvidadas ciudades de Asia. El bosque encantado y la desolada montaña son sus santuarios, y merodean en torno a los siniestros monolitos que se erigen en despobladas islas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo estremecimiento de inconmensurable horror representa el objetivo principal y la justificación de toda una existencia, aprecia por encima de todo las antiguas y solitarias granjas que se levantan entre los bosques de Nueva Inglaterra, pues es en esta región donde mejor se combinan los sombríos elementos de fuerza, soledad, fantasía e ignorancia, hasta constituir la máxima expresión de lo tenebroso.

El paisaje más horrible es aquel en que pueden verse a gran distancia de los caminos transitados, casitas de madera sin pintar, generalmente agazapadas bajo alguna ladera húmeda y cubiertas de hierbas o recostadas en algún rocoso macizo de dimensiones gigantescas. Durante doscientos años, e incluso desde mucho antes, han estado recostadas o agazapadas en aquellos parajes mientras las enredaderas reptaban por el suelo y los árboles aumentaban de grosor y se multiplicaban por doquier. Hoy las casas están prácticamente ocultas entre incontenibles frondosidades de vegetación y veladoras mortajas de sombra, pero las ventanas de pequeña hoja siguen observando fijamente, como si parpadearan en medio de un estupor letal que detuviera la locura a la vez que disipara el recuerdo de las cosas inexpresables.

En tales casas han habitado generaciones de las más extrañas gentes que hayan podido poblar la tierra. Dominados por creencias lóbregas y fanáticas que les llevaron a alejarse de sus congéneres, sus antepasados buscaron la libertad en la soledad de los yermos. Allí, los vástagos de una raza conquistadora crecieron en libertad, sin ninguna de las limitaciones impuestas por los representantes de su especie, pero, en patético servilismo, se entregaron de lleno al culto de los siniestros fantasmas producto de su imaginación. Divorciados de los avances de la civilización, toda la fuerza de estos puritanos se orientó por canales autóctonos; y en su aislamiento, morbosa autorrepresión y lucha por la vida en medio de una implacable naturaleza, acabaron adquiriendo sombríos y subrepticios rasgos de los prehistóricos abismos de su fría descendencia septentrional. Prácticas por necesidad y austeras por convicción, tales gentes no hallaban agrado en sus pecados. Cometiendo errores como cualquier otro mortal, se veían forzadas por su estricto código a tratar de encubrirlos por encima de todo, hasta el punto de discernir cada vez menos lo que encubrían. Sólo las silenciosas, somnolientas v conspicuas casas de apartadas y frondosas comarcas pueden revelar lo que desde tiempos remotos permanece oculto, pero, poco dispuestas como están a desperezarse del letargo que las ayuda a olvidar, raramente se muestran comunicatívas. A veces uno piensa que lo más prudente sería demoler estas casas, pues dan la impresión de soñar con harta frecuencia.

Fue precisamente a uno de estos edificios desvencijados por el paso de los años adonde me vi obligado a encaminarme una tarde de noviembre de 1896, como consecuencia de una lluvia tan copiosa y desapacible que hacía preferible cualquier refugio a tener que sufrir sus efectos. Llevaba viajando algún tiempo por la comarca del valle de Miskatonic en busca de ciertos datos genealógicos, y dada la remota, descarriada y problemática naturaleza de mi recorrido, había juzgado oportuno servirme de una bicicleta a pesar de lo avanzado de la temporada. En cierto momento de mi periplo me encontré en un camino aparentemente abandonado que había tomado creyéndolo el atajo más corto para llegar a Arkham, cuando me vi sorprendido por la tormenta en un punto alejado de todo núcleo habitado, y enfrentado a la situación de que no me quedaba otro refugio que aquel destartalado y desapacible edificio de madera, cuyas empañadas ventanas parecían parpadear entre dos grandes olmos de hojas caídas que había casi al pie de una rocosa montaña. Aun cuando estaba un tanto lejos de lo que quedaba de una antigua carretera, no por ello la casa me impresionó menos favorablemente desde el momento mismo en que la divisé. Los cimientos que se conservan íntegros y en buen estado no se quedan mirando;con tan taimada y pertinaz expresión a los viajeros que aciertan a pasar delante suyo, y en mis investigaciones genealógicas había encontrado leyendas con un siglo de antigüedad que me predisponían de entrada contra lugares como aquél. Pero la fuerza de los elementos era tal que tuve que dejar a un lado mis escrúpulos, y no dudé ni un instante en dirigir mi bicicleta hacia la pendiente cubierta de maleza hasta llegar a la cerrada puerta que, de pronto, me parecía tan sugestiva y encubridora.

En seguida pensé que se trataba de una casa abandonada, pero a medida que me acercaba a ella perdía terreno mi suposición, pues aunque los senderos rebosaban de maleza, parecían conservar sus rasgos demasiado bien como para hacer pensar en un total abandono. Así que en lugar de intentar abrir sin más llamé a la puerta, al tiempo que se apoderaba de mí una ansiedad que resultaría difícil de explicar. Mientras aguardaba en la roca accidentada y cubierta de musgo que hacía las veces de escalón de entrada, eché una mirada a las ventanas y bastidores del montante que había encima de mí, y noté que aunque viejos, chirriantes y casi opacos por la arena que los cubría, no estaban rotos. El edificio, pues, debía estar habitado, a pesar del aislamiento y del estado general de abandono en que se encontraba. Con todo, mis golpes no evocaron la menor respuesta, así que tras repetir la llamada traté de abrir el herrumbroso picaporte y comprobé que la puerta estaba desatrancada. En el interior había un pequeño vestíbulo de cuyas paredes estaba cayendo el yeso. A través de la puerta se filtraba un olor ligero pero particularmente insoportable. Entré, sin soltar la bicicleta, y cerré la puerta tras de mí. Al frente mío había una estrecha escalera, flanqueada por una pequeña puerta que seguramente debía conducir al sótano, mientras que a la izquierda y a la derecha se veían sendas puertas cerradas que llevaban a otras tantas habitaciones de la planta baja.

Tras apoyar mi icleta contra la pared, abrí la puerta situada a la izquierda y me adentré en una pequeña cámara de techo bajo en la que apenas entraba luz a través de sus dos polvorientas ventanas y estaba amueblada con la mayor desnudez y primitivismo imaginables. Daba la impresión de tratarse de una sala de estar, pues había una mesa, varias sillas y una inmensa chimenea sobre cuya repisa hacia tic-tac un antiguo reloj. Apenas había unos cuantos libros y papeles, y en la oscuridad reinante difícilmente podía distinguir los títulos. Lo que más me interesaba de aquel lugar era el aire arcaizante perceptible en cualquier detalle, por mínimo que fuese. En la mayoría de las casas de la comarca había encontrado abundantes reliquias del pasado, pero en ésta la antigüedad era sorprendente y total: en toda la habitación no conseguí localizar un solo artículo de fecha indudablemente post-revolucionaria [*]. Si el mobiliario no hubiese sido tan humilde, aquel lugar habría constituido el paraíso de un coleccionista.

Mi aversión, suscitada en un principio por el desolado exterior de la casa, fue en aumento a medida que recorría con la mirada tan singular vivienda. No sabría decir qué era exactamente lo que me inspiraba temor o detestaba de aquella casa, pero había algo en aquella atmósfera que me recordba una fragancia de épocas licenciosas, de ignominiosa brutalidad y de secretos que era mejor relegar al olvido. No tenía ganas de sentarme, así que me puse a dar vueltas y a examinar de cerca los objetos que había advertido al entrar. El primer objeto que atrajo mi curiosidad fue un libro de tamaño medio que había sobre la mesa y presentaba tan antediluviano aspecto que me sorprendí de verlo fuera de un museo o biblioteca. Estaba encuadernado en cuero con guarnicioines de metal, y se encontraba en excelente estado de conservación. No resultaba nada corriente encontrar semejante volumen en tan humilde vivienda. Mi sorpresa aún fue mayor cuando lo abrí por la primera página, pues resultó ser nada menos que la descripción de Pigafetta de la región del Congo, escrita en latín a partir de las observaciones recogidas por el marinero Lope e impresa en Frankfurt en 1598. Había oído hablar en repetidas ocasiones de aquella obra, con sus curiosas ilustracimes obra de los hermanos de Bry, y por unos momentos me olvidé, mientras hojeaba las páginas, del malestar que sentía. Los grabados eran sumamente interesantes; inspirados en la imaginación y sin preocuparse por respetar la exactitud de las descripciones, en ellos se representaba a los negros con piel blanca y rasgos caucásicos. Habría estado hojeando el libro durante un buen rato de no ser por una circunstancia absolutamente trivial que irritó mis exasperados nervios y reavivó la sensación de desasosiego que me invadía. Lo que me fastidiaba era simplemente que, quisiera o no, el volumen se abría siempre por la Lámina XII, que representaba con estremecedor detalle una carnecería en las caníbales Anziques. Experimenté cierta vergüenza ante mi susceptibilidad por tan mínimo detalle, pero lo cierto es que no me agradaba nada ver aquel grabado, sobre todo en relación con ciertos pasajes adyacentes descriptivos de la gastronomía aziqueña.

Me volví hacia un estante y me detuve a examinar su escaso contenido literario - una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim's Progress de la misma época, ilustrado con grotescos grabados sobre madera e impreso por el autor de almanaques Isaiah Thomas, el detestable «Magnalia Christi Americana» de Cotton Mather y unos cuantos libros más indudablemente del mismo período -, cuando de repente mi atención se vio atraída por el inconfundible sonido de unos pasos en la habitación de encima. Sorprendido y perplejo al principio, sobre todo tras la falta de respuesta a mis golpes en la puerta, no tardé en concluir que quienquiera que fuese quien andaba por allí acababa de despertarse de un profundo sueño, y menos sorpresa me causó oír pasos que descendían por la chirriante escalera. Las pisadas eran fuertes, pero parecían encerrar una singular nota de precaución, una nota que aún me gustó menos si cabe precisamente porque los pasos eran pesados. Al entrar en la habitación había cerrado la puerta detrás de mí. Al cabo de un rato, tras unos instantes de silencio en que el caminante debió de pararse a examinar la bicicleta que había dejado en el vestíbulo, oí un desmañado forcejeo en el picaporte y luego vi cómo se abría la artesonada puerta.

En medio de la puerta había una persona de tan singular apariencia que si no proferí un grito se debió, sin duda, a lo que de buena crianza me quedaba. Anciano, con la barba canosa y con unos andrajos por toda ropa, mi anfitrión tenía un semblante y un físico que inspiraban admiración y a la vez respeto. No tendría menos de un metro noventa de estatura, y a pesar de su aspecto general de persona entrada en años y viviendo en la más absoluta miseria, era de complexión fuerte y vigorosa. Su cara, casi oculta por una larga y poblada barba que le cubría por completo las mejillas, tenía una tez extraordinariamente sonrosada y menos arrugada de lo que cabría esperar, mientras que por encima de una ancha frente le caían unas greñas de pelo canoso que escaseaba debido al paso de los años. Sus azules ojos, aunque un poco inyectados en sangre, parecían inexplicablemente vivos y lanzaban miradas abrasadoras. Si no hubiese sido por su estrafalaria apariencia, aquel hombre tendría un porte tan distinguido como imponente era su contextura. Ese aspecto desgreñado, no obstante, era lo que le hacía repulsivo a pesar de su físico y expresión. No sabría exactamente decir en qué consistía su vestimenta, pues me daba la impresión de que no era sino un mont6n de harapos sobre un par de gruesas botas de caña. La absoluta falta de limpieza que evidenciaba sobrepasaba toda posible descripción.

La apariencia de aquel hombre y el miedo instintivo que inspiraba suscitaron en mí un sentimiento como de hostilidad, hasta el punto de casi estremecerme ante la sorpresa y sensación de siniestra incongruencia que me produjo al indicarme con la mano que tomara asiento y dirigirse a mi en una débil y modulada voz de lisonjero tono respetuoso y hospitalario. Su lenguaje era muy extraño: una variante extrema del dialecto yanqui que creía extinguida desde hacía tiempo, y tuve ocasión de estudiarla atentamente mientras sosteníamos una conversación sentados frente a frente.

- Sorprendiole la lluvia ¿no? - me dijo a modo de saludo -. Por fortuna hallábase cerca de la casa y orientose para llegar hasta aquí. Presúmome que estaba dormido, pues de lo contrario habríale oído... que ya no soy joven, y necesito dormir largas horas todos los días. ¿Viaja lejos? No transita mucha gente por este camino desde que suprimieron la diligencia de Arkham.

Le dije que me dirigía a Arkham y le presenté mis exceusas por haber entrado tan bruscamente en su vivienda, tras de lo cual el anciano volvió a tomar la palabra.

- Alégrame verle, caballero... apenas se ven caras nuevas por aquí y no tengo mucho con que solazarme estos días. Presumo que es de Boston, ¿no? Nunca he estado allí, pero puedo distinguir a un hombre de ciudad con sólo verle... tuvimos un maestro para todo el distrito allá por el 84, pero hubo de irse un buen día y nadie ha vuelto a oír hablar de él desde entonces... - Al llegar a este punto el anciano emitió una especie de risa sofocada, y no me dio explicación alguna al inquirirle el motivo de la misma. Daba la impresión de estar de muy buen humor, pero tenía las rarezas propias de un hombre de tan desastrada apariencia. Durante algún tiempo siguió hablando sin parar como si encontrase una febril complacencia en ello, hasta que me dio por preguntarle cómo había llegado a sus manos un libro tan raro como el Regnum Congode Pigafetta. No me había repuesto de la sorpresa que me produjo ver allí aquel libro y me mostraba un tanto renuente a hablar de él, pero la curiosidad se impuso sobre todos los difusos temores que habían ido apoderándose de mí desde la primera mirada que lancé a aquella casa. Para alivio mío, la pregunta no resultó embarazosa pues mi anciano anfitrión respondió de modo espontáneo y con harta facundia.

- ¡Oh! ¿El libro africano? Cambiómelo el capitán Ebenezer Holt por algo mío allá por el año 68... antes que muriere en la guerra. - Algo había en el nombre de Ebenezer Holt que me hizo levantar la vista al instante. Había encontrado aquel nombre en mis trabajos genealógicos, pero no había logrado encontrar datos suyos desde los tiempos de la Revolución. Me pregunté sí aquel hombre podría ayudarme en la tarea en que estaba embarcado, pero decidí aplazar mi pregunta para más adelante. Entre tanto, el anciano prosiguió su relato.

- Navegó Ebenezer por espacio de muchos años en un mercante de Salem, y no había puerto por el que pasare en el que no se encaprichara de alguna peregrina rareza. Creo que esto lo adquirió en Londres... Gustábale comprar cosas en las tiendas. Una vez fui a su casa, en las montañas, a vender caballos, y vi este libro. Gustáronme los grabados y lo intercambiamos. Es un libro muy raro... Veamos, he de ponerme los lentes... - El anciano escarbó entre sus harapos, y extrajo un par de gafas sucias e increíblemente antiguas con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Una vez puestas, cogió el volumen que había sobre la mesa y pasó las páginas con sumo cuidado.

- Ebenezer sabía leer algo del libro (está en latín, ¿sabe?), pero yo no puedo. Leyéronme partes dos o tres maestros, y también el reverendo Clark, del que se rumorea murió ahogado en la laguna... ¿acaso entiende usted algo de lo que dice? - Le que sí, y para demostrárselo le traduje un fragmento del principio. Si cometí errores, el anciano no era ningún docto latinista para corregirme; además, parecía puerilmente encantado de mi versión inglesa. Su proximidad se iba haciendo cada vez más insoportable, pero no veía la forma de desembarazarme de él sin ofenderle. Me causaba regocijo el pueril entusiasmo de aquel ignorante anciano por los grabados de un libro que no podía leer, y me preguntaba si podría siquiera leer los escasos libros en inglés que adornaban la habitación. Esa misma impresión de sencillez eliminó una gran parte de la difusa aprensión que hasta entonces había experimentado, y sonreí mientras mi anfitrión proseguía hablando.

- Extraño cómo los grabados pueden hacerle a uno pensar. Tomemos, por ejemplo, éste que hay aquí al comienzo. ¿Viéronse alguna vez árboles como éstos, con tan grandes hojas colgando de las ramas? Y estos hombres... no pueden ser negros... ¡Pardiez! Más bien parecen indios, aun cuando estén en África. Algunas de estas criaturas que se ven aquí miran cuál si monos fueren, o medio monos medio hombres, pero jamás he oído que hubiere nada parecido a esto. - Y señaló con el dedo una fabulosa criatura obra del artista, que podría describirse como una especie de dragón con la cabeza de un lagarto.

- Pero ahora le mostraré el mejor de todos... veamos, aquí... hacia la mitad... - El habla del anciano se volvió algo más pastosa y sus ojos cobraron un brillo más resplandeciente, en tanto que sus desmayadas manos, aunque parecían cada vez más torpes, desempeñaban a la perfección su misión. El libro se abrió, en parte por decisión propia y en parte por ser consultada con frecuencia aquella página, por la repelente lámina XII en la que se veía una carnecería en un poblado caníbal de Anzique. La sensación de desasosiego volvió a apoderarse de mí, aunque mi rostro no la reflejó para nada. Lo realmente extraño de aquel grabado era que el artista había pintado a sus africanos como si de hombres blancos se tratase; los cuartos y piernas que colgaban de las paredes del establecimiento constituían un horrible espectáculo, y el carnicero con su hacha resultaba terriblemente incongruente. Pero a aquel anciano parecía gustarle tanto el grabado como a mí me horrorizaba.

- ¿Qué le parece? A que nunca ha visto por esos mundos nada semejante, ¡eh! Apenas vilo dije a Eb Holt que le encendía a uno y le calentaba la sangre. Cuando leo en las Escrituras sobre matanzas - cómo murieron los medianitas, por ejemplo -, viénenseme a la cabeza ideas así, pero no tengo ningún grabado que mostrarle. Aquí uno puede ver todo lo que se precisa. Supongo que es pecado, pero ¿acaso no nacemos y vivimos todos en pecado? Cada vez que miro a ese hombre cortado en pedazos un hormigueo recórreme el cuerpo... no puedo quitar los ojos de encima suyo... ¿ve cómo el carnicero cortó los pies de un hachazo? Sobre el banco está la cabeza, y al lado suyo se ve un brazo; el otro está del lado opuesto del tajo.

Mientras el anciano seguía mascullando en su lengua presa de un horrendo éxtasis, la expresión de su velluda cara con las lentes encima adquirió caracteres indescriptibles, su voz fue desvaneciéndose en lugar de subir de tono. Apenas puedo describir mis propias sensaciones. Todo el terror que difusamente había experimentado hasta entonces se apoderó de repente de mí, haciéndome detestar con todas mis fuerzas a aquella anciana y abominable criatura que tenía junto a mí. Su locura, o cuando menos su parcial perversión, parecía del todo punto incuestionable. Su voz se había ido apagando hasta casi no pasar de un susurro, y su tono ronco - más terrible que cualquier chillido - me hacía temblar de estremecimiento al oírla.

- Como decía, es curioso cómo los grabados le hacen cavilar a uno. ¿Sabe, joven? Refiérome a éste que tenemos delante. Cuando Eb me dio el libro solía mirarlo muy a menudo, sobre todo después de oír al reverendo Clark despotricar los domingos tocado con su gran peluca. Espero que no se asuste, joven, de lo que voy a decirle, pero una vez ocurrióseme una diablura: antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado miraba el grabado... matar ovejas era mucho más agradable después de miralo... - La voz del anciano bajó muchísimo de tono en adelante; a veces era tan débil que apenas podía oír sus palabras. Hasta mí llegaba el ruido de la lluvia y el batir de los empañados marcos de la ventana, y de repente perciba el estruendo de un trueno cercano, algo muy raro para aquella época del año. Un impresionante resplandor seguido de un fenomenal estruendo hizo estremecer hasta los cimientos de la endeble casa, pero el anciano, que no cesaba de susurrar, pareció no advertir nada.

- Matar ovejas era mucho más agradable... pero, usted ya sabe, no era tan agradable. En verdad, es extraño cómo llega uno a prenderse de un grabado... Por lo más sagrado, joven, no se lo diga a nadie, pero júrole por Dios que el grabado empezaba a despertarme hambre de alimentos que no podía cultivar ni comprar... pero no se me altere, ¿le pasa algo?... a fin de cuentas no hice nada, preguntábame sencillamente qué habría sucedido de haberlo hecho... Dícese que la carne es buena para el cuerpo humano y que infunde a uno nueva vida, así que pregunteme si el hombre no viviría muchos más años si comiese una carne más igual a la suya... - Pero aquí el susurro del anciano se apagó del todo. La interrupción no fue debida al espanto en que me hallaba sumido, ni a la cada vez más fuerte tormenta, en medio de cuyo desatado furor abrí de repente los oios para verme ante una humeante soledad de ennegrecidas ruinas. La causa de todo ello fue un suceso harto simple aunque nada corriente.

Ante nosotros se encontraba el libro abierto, con grabado mirando repulsivamente hacia arriba. Al musitar el anciano las palabras «más igual a la suya» se oyó un golpecito como de un chapoteo, y algo se dejó ver en el papel amarillento de aquel tomo abierto del revés. En un principio pensé si sería alguna gota de lluvia procedente de una grieta en el tejado, pero la lluvia no es roja. En la carnecería de los caníbales de Anzique relucía pintorescamente una pequeña salpicadura de color rojo, añadiendo intensidad al ya de por sí espantoso grabado. Al verlo, el anciano dejó de susurrar, incluso antes de que mi horrorizada expresión le forzase a hacerlo; al instante, echó una mirada al piso de la habitación de donde había salido una hora antes. Seguí la trayectoria de su mirada y vi justo encima de nosotros, en la escayola suelta del antiguo techo, una gran mancha irregular, como de carmesí húmedo, que daba íncluso la impresión de agrandarse cuanto más se miraba. No grité ni me moví un ápice de donde estaba, simplemente cerré los ojos. Un momento después descargó el más titánico rayo que imaginarse cabe, haciendo saltar por los aires aquella maldita casa de indescifrables secretos y relegando todo al olvido, con lo que mi mente se salvó.


[*] El autor se refiere a la fecha del levantamiento de los colonos americanos contra la metrópoli inglesa que culminaría con la independencia (1774-76). (N. del.T.)

.

VOLVER

NUEVA LOGIA DEL TENTÁCULO