EL LIBRO
( EL SEPULCRO Y OTROS RELATOS)
Ediciones Júcar, Traducción de Eduardo Haro Ibars.
Mis recuerdos son muy confusos. Tengo muchas dudas incluso sobre el momento en que comienzan; porque a veces tengo la espantosa visión de años que se extienden detrás de mí, mientras que otras veces me parece como si el momento presente fuera un punto aislado en una eternidad gris y sin forma. Ni siquiera estoy seguro de la forma que tengo de comunicar este mensaje. Aunque sé que estoy hablando, tengo la vaga impresión de que se necesitará una mediación vaga y quizás terrible para llevar lo que digo a los puntos en los que deseo ser escuchado. También mi identidad me resulta irritantemente confusa. Parece que he sufrido un gran shock», causado quizás por cierto desarrollo desmedido y completamente monstruoso de los ciclos de mi experiencia, única e increíble.Por supuesto, esos ciclos de experiencia tienen todos su principio en aquel libro que los gusanos habían convertido en un enigma. Recuerdo cuando lo encontré, en un lugar de luz difusa, cercano al río negro y oleaginoso donde las brumas forman siempre torbellinos. Aquel lugar era muy viejo, y las estanterías que llegaban hasta el techo, llenas de volúmenes carcomidos, se extendían sin fin por habitaciones interiores y alcobas desprovistas de ventanas. Había, además, grandes montones de libros en el suelo o en simples arcones; y fue en uno de esos arcones donde encontré aquello. Nunca supe su título, porque faltaban las primeras páginas; pero quedó abierto hacia el final y me dio un atisbo de algo que hizo vacilar mis sentidos.
Había una fórmula - una especie de lista de cosas que hacer y decir - en la que reconocí algo negro y oculto; algo sobre lo que anteriormente había leído párrafos furtivos en los que se mezclaban el aborrecimiento y la fascinación, surgidos de la pluma de aquellos antiguos sondeadores de los secretos ocultos del Universo cuyos textos estropeados yo gustaba de absorber. Era una guía, una llave que abría ciertas puertas y transiciones con las que han soñado siempre los místicos, y sobre las que han murmurado desde que la raza humana era joven; puertas y transiciones que llevan a libertades y a descubrimientos situados más allá de las tres dimensiones y de los reinos de vida y de materia que conocemos. Hacía siglos que ningún hombre recordaba su substancia vital ni sabía nadie donde encontrarla, pero este libro era en verdad muy antiguo. La mano de algún monje medio loco, que no la imprenta, era la que había trazado las iniciales de venerable antigüedad que formaban aquellas frases latinas.
Recuerdo cómo me miró el viejo de soslayo y cómo se rió entre dientes, y el curioso signo que hizo con la mano cuando me lo llevé. Se negó a que le pagase nada por él, y sólo mucho tiempo después supe por qué. Cuando me apresuraba hacia mi casa por aquellas estrechas calles del puerto, retorcidas y vestidas de niebla, tuve la terrible impresión de que me seguían subrepticiamente unas pisadas blandas y algodonosas. Las casas seculares a ambos lados de las calles parecían animadas por una malignidad nueva y morbosa; como si se acabase de abrir abruptamente un conducto, cerrado hasta aquel momento, de pérfida comprensión. Me parecía que aquellos muros, aquellos aleros sobresalientes de ladrillo mohoso y de fungoide yeso y madera, provistos de ventanas que miraban como ojos a través de sus cristales cortados en forma de rombo, pudieran desistir a duras penas de avanzar y aplastarme... aunque tan sólo hubiese leído el último fragmento de aquellas runas blasfemas antes de cerrar el volumen y llevármelo.
Recuerdo cómo leí por fin el libro; encerrado en la habitación del ático que hacía tiempo tenía dedicada a extrañas investigaciones, con el rostro pálido. La casona estaba muy tranquila, porque no subí hasta pasada la medianoche. Pienso que entonces tenía yo una familia - aunque no recuerdo con certeza los detalles - y sé que había muchos criados. No puedo decir qué año era, puesto que desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y todas mis nociones del tiempo han sido disueltas y modificadas. Leía a la luz de las velas - recuerdo el incesante gotear de la cera derretida - y de vez en cuando sonaban las campanas con sonidos distintos. Yo parecía escuchar con peculiar intensidad esas campanadas, como si temiese escuchar entre ellas alguna nota muy lejana.
Entonces fue cuando se produjo el primer arañazo y golpeteo en la ventana situada junto a la viga maestra, que miraba muy por encima de los demás techos de la ciudad. Sucedió mientras yo declamaba en voz alta el noveno verso de aquel primitivo encantamiento, y me di cuenta, entre escalofríos, de lo que significaba. Porque el que atraviesa el Umbral se provee siempre de una sombra, y nunca más puede ya permanecer a solas. Había hecho yo la evocación, y el libro era en realidad todo lo que yo había sospechado. Aquella noche atravesé el umbral de un vértice de tiempo y de visión distorsionados; y cuando la mañana me encontró en la habitación del ático, vi en las paredes, en las estanterías y en los adornos, cosas que nunca había visto antes.
Tampoco pude nunca desde entonces ver el mundo tal como lo había conocido. Siempre encontraba, en íntima mezcla con la escena presente, algo del pasado y algo del futuro; y todos los objetos antes familiares, se me aparecían extraños bajo la nueva perspectiva que les confería mi visión expandida. Desde entonces, me moví en un sueño fantástico de formas desconocidas o medio conocidas; y cada nuevo umbral que transpasaba me hacía más dificultoso el reconocer las cosas de la angosta esfera de existencia en la que había estado confinado durante tanto tiempo. Nadie más veía lo que veía yo; y me volví doblemente distante y taciturno para no ser tomado por loco. Los perros me tenían miedo porque sentían la sombra del exterior que nunca se separaba de mi lado. Pero yo continué leyendo en libros y rollos olvidados y ocultos a los que me conducía mi nueva visión, y abrí a empellones nuevas puertas del espacio y del ser y de distintas formas de vida, en dirección al corazón del cosmos desconocido.
Recuerdo la noche en que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el pavimento y me situé en el más interior, recitando aquella monstruosa letanía que me había traído el Mensajero del Tártaro. Las paredes se disolvieron y fui arrastrado por un viento negro a través de abismos grises, insondables; a muchas millas por debajo de mí se distinguían las cimas de montañas desconocidas como agujas. Después de un tiempo atravesé una negrura completa, y luego vino la luz de miríadas de estrellas que formaban constelaciones extrañas. Finalmente vi, a gran distancia por debajo de mí, una llanura iluminada en verde, y distinguí sobre ella las retorcidas torres de una ciudad construida según un estilo que nunca había visto con anterioridad, ni sobre el que hubiese leído ni soñado nada. Cuando floté más cerca de esta ciudad, vi un gran edificio cuadrado, de piedra, en un espacio abierto, y sentí que un temor espeluznante me atenazaba. Grité y luché, y después de un momentáneo desmayo me encontré de nuevo en mi habitación del ático, tumbado en el suelo encima de los cinco círculos fosforescentes. Nada hubo más extraño en el vagabundeo de aquella noche que en los que habían acontecido en noches anteriores; pero fue mayor el terror que lo acompañó, porque me di cuenta de que estaba más cerca de aquellos abismos y mundos exteriores que nunca había estado. A partir de entonces fui más precavido en mis encantamientos, porque no tenía deseos de quedar aislado de mi cuerpo y de la Tierra, en abismos desconocidos de los que nunca podría volver...
(Hacia 1934).
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