PSYCHOPOPOMPOS [ *]

Traducido por José María Nebreda, La noche del océano y otros escritos inéditos. Editorial Edaf, Madrid, 1991.

***

 

Yo soy el que aúlla en la noche;
Yo soy el que gime en la nieve;
Yo soy el que nunca ha visto la luz;
Aquel que surge de lo más hondo.

Mi carro es el carro de la muerte;
Mis alas son las alas del miedo;
Mi aliento es el aliento del norte;
Mi presa es lo frío y lo muerto.

En la antigua Auvernia, cuando las escuelas eran pocas
Y los campesinos temían lo que no sabían explicar,
Cuando los nobles vivían lejos de la corte del rey,
Aislados en solitarias fortalezas,
Moraba un hombre de rango en un castillo
Bajo el calmo crepúsculo de un añoso bosque.
Su nombre, De Blois; su linaje, noble y vasto,
Orgullosa herencia de un honroso pasado;
Pero siempre, ahora y antes, se murmuró
Que el Sieur De Blois no era como los demás.
Persona siniestra y flaca, de pelo lustroso
Y reluciente, blanca dentadura que a menudo mostraba;
De ojos penetrantes y furtiva gracia,
De su boca salía el dulce, suave idioma francés;
El Sieur era poco estimado y poco visto,
Tan celosamente guardaba su propia intimidad.
Los criados del castillo, pocos, discretos y viejos,
Cuentan una antigua y extraña historia
Donde están sus señores y a los que antes sirvieron.
Estas habladurías nacieron como muchas otras,
Impregnadas de un halo de misterio y envidia;
Patrimonio de lenguas venenosas y afiladas
Los rumores se alimentaron de pocos hechos.
Se decía que el Sieur había sido visto
Cerca del río y en mitad de la noche,
Con aspecto tan indecible y mirada tan extraña
Que los lugareños se santiguaban al verlo,
Aunque ninguno sabía decir con claridad
Por qué lo hacían, o por qué temblaban.
Se rumoreaba que De Blois despreciaba los rezos
Y que no iba a misa el día del Sabbath:
Pero no se puede afirmar nada
Pues en su casa no había capellán, cura ni monje.
Pero si el señor tenía dudosa fama,
Más temida y odiada era su noble dama;
Tan siniestra como él, de facciones salvajes y firmes,
Dotada de una gracia oscura y sobrenatural,
La altiva señora desdeñaba el ambiente rural
Y a los que trataban, en vano, de averiguar su origen.
Las comadres decían que sus ojos brillaban demasiado
Y los chiquillos temblaban al escuchar su risa;
Richard, el enano (sujeto poco creíble),
Juraba que se movía como una serpiente,
Mientras que el viejo Pierre (la edad provoca desvaríos)
Decía que era más perversa que su marido.
Pero aún eran más absurdos los chismes
A los que se entregaba gratuitamente el populacho,
Las mentiras y murmuraciones sibilinas,
Los cuchicheos... Historias difíciles de probar
Pero que las comadres creían a pies juntillas,
A pesar de llegarles de segunda mano.
Y así, se fue extendiendo la leyenda que aseguraba
Que la señora De Blois echaba mal de ojo;
Incluso, furtivamente, llegaban a sugerir
Que en su pecho anidaba el germen de la brujería.
La vieja Mere Allard (medio bruja también) decía
Que la dama tenía extraños tratos con la muerte.
Así vivían los dos, como tantos otros
Que rehuyen la fama y la vida en sociedad.
Desdeñaban los recelos de los campesinos
Y sólo querían una cosa... ¡que les dejasen en paz!

***

Sucedió en la Candelaria, la época más triste del año,
El otoño había pasado, la primavera quedaba lejos,
Cuando el pequeño Jean, el primogénito del alcalde,
Cayó irremisiblemente enfermo.
Pocos imaginaban que un joven tan alto y fuerte
Estuviese ahora tan cerca de la muerte,
Mas pálido yacía, sin motivo ni razón,
Mientras los galenos indagaban con desesperación.
El dolor que todos sentían no podía borrar
Las sospechas, los chismes de la vieja bruja,
Pues se decía, y era del dominio de todos,
Que la señora De Blois cabalgaba el día anterior
Con una apariencia sobrenatural y salvaje,
Y que se detuvo ante la puerta donde deliraba el joven
Y que en su boca se dibujó una torcida sonrisa,
Desfigurando su altivo rostro en una mueca burlona.
Todo esto se murmuraba cuando la madre gritó:
La muerte había llegado, llevándose el tierno espíritu;
Con pena desgarradora lloró la abatida mujer

Mientras su querido niño yacía entre santos y ángeles.
El cura del pueblo ofició los funerales
Y el bueno de Michel hizo un ataúd de madera de tejo;
Entre cirios y velas reposaba el cadáver.
Mientras lloraban las plañideras y gemían los padres.
Pronto pasaron todos ante la humilde casa
Dejando sola a la madre con su niño muerto.
Medianoche era cuando sobre el valle
Estalló la tormenta con fuerza salvaje;
La nieve caía en furiosas ráfagas
Y el relámpago lucía entre los blancos copos;
Un terrible presagio parecía cernirse ominoso
Mientras el trueno retumbaba con tétrico pavor.
En la casa del muerto las velas ardían
Y una madre dolorida lamentaba su pérdida,
Sus ojos irritados incapaces de llorar más,
Incapaces de ver, de cerrarse y dormir.
En el fragor de la tormenta el reloj dio las tres
Cuando cerca del muerto algo se escurrió;
Una cosa incierta que palpaba el aire
Y que subió a la mesa donde yacía el cadáver;
Con trémulas convulsiones trataba de dar
Con el frío cuerpo que la muerte dejó atrás.
La madre despertó de su frágil sueño,
Incapaz de pensar, todavía aturdida;
Pero vio aquel ser venenoso y se percató
De los glotones deseos que parecía tener:
De un certero hachazo hendió la serpentina cabeza
Gritando salvaje mientras la criatura gemía.
El reptil herido huyó siseando,
Ocultando su cuerpo maltrecho en mitad de la noche.

Las semanas pasaron y se empezó a murmurar
Que el señor De Blois era un hombre cambiado;
A menudo paseaba por el pueblo con extraño porte
Abriéndose paso entre el gentío.
Se le veía mucho más que antes
Mas de su dama nada se sabía.
Con el paso del tiempo creció la sospecha
De que atendía con interés a lo que se decía en la villa,
Así que no fue cosa muy extraña
Que se enterase de lo que sucedió al alcalde y su esposa;
La siniestra historia, y su horrible final,
Estaba en boca de todos los lugareños.
El señor la oyó en silencio y partió con el ceño fruncido,
Y nadie le volvió a ver durante muchos días.

Cuando el sol primaveral vertió alegres rayos
Y los mágicos calores borraron la nieve
Un nuevo horror se hizo visible a las gentes,
Pues entre la hierba húmeda y embarrada
Yacía (preservado por el frío manto invernal)
El cadáver de la siniestra dama De Blois,
Su orgullosa frente partida en dos
Por un golpe certero y mortal.
De mala gana llevaron su cuerpo maltrecho
Hasta las pétreas puertas del castillo,
Donde los silenciosos criados lo recogieron,
Estremeciéndose, con más pena que asombro;
El señor miró a su dama con los ojos inflamados
Y casi sin inmutarse, tembló en él la ira.
(Al menos eso dijeron los labriegos
Cuando contaron la historia a sus mujeres).
La gente se preguntaba por qué De Blois no dijo nada
De la perdida de su esposa y su horrible pena;
Y entre murmuraciones se llegó a decir
Que el tétrico señor se culpaba a sí mismo.
Pero pocas esperanzas se tenían de aclarar
Un crimen tan oscuro; y así pasó el tiempo:
La horrible historia iba de boca en boca,
Y era más el miedo y el asombro que la pena.

Pronto el sol fue debilitándose y dio paso al invierno,
Que se apoderó del páramo con garras de hielo.
Diciembre trajo consigo la alegría navideña
Y las gentes contentas saludaron el nuevo año;
Pero cuando la Candelaria fue acercándose
Los viejos, al calor de la lumbre, recordaban cosas.
Pocos habían olvidado aquella terrible sucesión
De acontecimientos que tuvieron lugar el año anterior
Y más de uno miraba con intensidad la casa
Donde vivían el afligido alcalde y su esposa.
Al fin llegó el día, y el cielo se cubrió
De oscuros presagios y amenazantes nubarrones;
Los bosques cercanos gemían al compás del viento
Y un terror opresivo se cernía en el aire.
Las sencillas gentes, sin saber por qué,
Pasaban de largo ante la casa del alcalde;
En el interior, una afligida pareja lloraba
La falta del niño que ya siempre soñaba.
Una oscuridad profunda y tétrica se desparramó
Desde lo más hondo de la creciente tormenta;
Extraños lamentos llenaron los vientos sin lluvias,
Y los aterrados viajeros no se atrevían a mirar atrás.
Sobre los campos, furiosa, rugió la tempestad;
El río batía con fuerza las trémulas riberas;
Terrible la tormenta bramó en mitad de la noche,
Helando la sangre de los que escuchaban;
Arboles enormes fueron barridos como hojas,
Y el vagabundo buscó tembloroso un refugio.
De pronto cayó una calma repentina en mitad de la furia
Y el rugir del viento se tornó suave gemido;
Lejos, cerca del río que riega los campos del pueblo,
Se oyó un nuevo aullido, profundo y lejano;
Y los que escuchaban atentamente se estremecieron,
Acurrucándose en la espectral oscuridad,
Pues todos sabían con funesta seguridad
¡Que aquellos gemidos provenían de los lobos!

Los campesinos escuchaban con atención
La horda de lobos que llegaba desde el río;
Sobre las aguas un coro de aullidos
Rasgó el aire y se desparramó por los páramos:
Con los ojos como brasas avanzaron las criaturas,
Clamando al aire su hambre salvaje.
A la cabeza del grupo surgió un poderoso ejemplar
Que parecía mandarles con voz potente;
Los demás lobos obedecían sus bestiales aullidos
Y formaron en columnas en orden de batalla:
No atacaron a nadie pero silenciosos marchaban
Sobre los campos gélidos con un solo propósito.
En línea recta avanzaron por las calles del pueblo,
Su trotar fantasmagórico lleno de vigor;
A través de los postigos miraban los lugareños
Y su miedo se tornaba desconcierto.
Al fin la manada descubrió su objetivo
Y el aire se llenó de un profundo aullido;
Los campesinos, sorprendidos, observaban la horda
Que se reunía en una de las granjas del lugar:
Y pronto se propagó el terrible rumor,
¡Aquella era la granja del alcalde!
Los demonios ululantes dieron vueltas y vueltas
Mientras su jefe trepaba por la hiedra del muro;
El viento frenético batió con más fuerza,
Susurrando locuras sobre los doblados tejos.
En la casa indefensa, el alcalde esperaba
La horda salvaje, confiado a su destino,
Pero su aterrada mujer revivía callada
Otro monstruo pasado y otra lejana escena;
A través del rugido del viento sobre los muros
Recordó a la dama y aquella terrible serpiente:
Y entonces, como si adivinase el pensamiento,
El lobo, fauces abiertas, atravesó la ventana.
Lleno de rabia asesina, por la habitación,
Saltó el demoniaco ser en busca de la esposa;
Con terrible anhelo olisqueó su presa,
Cerca del sitio donde reposaba el cadáver.
Con furia renovada rugió la tempestad,
Arrastrándose entre colinas, soplando en el valle;
La vieja casa se estremeció, la jauría
Estalló en un furioso profundo aullido.
Rápidamente el valeroso alcalde se interpuso
Ante el lobo con un arma en sus manos.
La misma hacha que antaño se usara
Sirvió otra vez para acabar con el monstruo.
La bestia, con el cráneo hendido, se desplomó
Sobre el suelo, tan quieto como la muerte;
La esposa indemne dejó de gritar,
Desmayándose en los brazos de su marido.
Pero entonces toda la casa se estremeció
Y con furia titánica la tempestad rugió:
Los muros se quebraron y sobre los hombres
Cayó toda la barbarie de la tormenta.
La manada de lobos avanzó con paso tétrico,
Y en cada rostro podía verse hambre y muerte,
Pero entonces, sobre la horrible noche,
Centelleó un haz de inesperada luz:
Todos pudieron ver con claridad la escena,
Haciéndole temblar con nuevos miedos.
Sobre la oscuridad resaltaban las chimeneas,
Dibujadas sobre la brillante luminosidad,
¡Y aún seguía colgado el sepulcro familiar,
La imagen del Salvador y la Cruz divina!
Sobre los muros descompuestos brilló el fulgor,
Haciendo que las bestias dejasen de avanzar:
Los monstruos sorprendidos quedaron quietos,
¡Y se esfumaron en el aire vacío!
Los lugareños oraban enfebrecidos,
Rezando el rosario una y otra vez.
Pronto desapareció la luz y se apagó el fulgor,
El tiempo del horror y la muerte había pasado.

Asombrados y pálidos, de sus socavados muros
Salieron el buen alcalde y su esposa:
Las gentes los cuidaron con cariño y por la villa
Se extendió una extraña sensación de paz.
La maravilla y el miedo siguió en sus sueños,
Hasta que los rayos de luna abrieron las nubes.

Aquí se para el viejo en su chachara,
Confundido por la edad, la historia a medio contar;
Los que escuchan se impacientan por saber el final,
Temiendo que no sea una sola historia, sino dos;
El debe saber qué le sucedió al siniestro señor
Cuyos extraños designios crearon el cuento,
Y se asombra de que la crónica despierte interés
Como para seguir hablando del lobo nocturno.
Su vieja esposa, ante la solicitud de los oyentes,
Asiente tétricamente, y sigue reviviendo
Sucesos más extraños del final de la historia
Sobre el lobo y el alcalde, milagro y tempestad.
Cuando (continúa) los rayos del amanecer
Impregnaron de luz la escena de tanto horror,
Los aterrados labriegos que vieron las ruinas
Encontraron en los escombros una nueva maravilla.
Desde los muros caídos unas huellas rojas,
Las del lobo herido, salían sin rumbo fijo;
Sobre el camino erraban las huellas
Hasta perderse en los alrededores pantanosos:
Asombrados, los curiosos se fueron,
Pues lo que de allí salía jamás retornó.

De nuevo el viejo, entornando los ojos,
Hace una pausa para ver un halcón en el cielo;
Los asustados oyentes se impacientan
Y esperan el desarrollo de la historia.
El cronista atiende los ruegos de la gente
Y sigue murmurando extrañas cosas de su cuento.

¿El señor? Ah, si... en vano aquella mañana
Sus temblorosos criados rastrearon el páramo;
Nadie le ha vuelto a ver desde que huyó
En silencio en la oscuridad que precede al día,
Su caballo, inquieto y extrañamente asustado,
Volvió solo aquella noche desde el río.
Su perro de caza, aullando tristemente,
Vagaba por el pantano, embargado por la pena.
Las gentes hicieron suposiciones, mas nada decían;
Los sirvientes buscaron en vano:
Pues el señor De Blois (y su esposa también)
Jamás fue visto por nadie nunca más.

 


Ángel conductor de las almas al paraíso.


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