EL SER EN EL UMBRAL
Traducción de Aurelio Martínez Benito, 1980.
***
I
Es cierto que he atravesado con seis balas la cabeza de mi mejor amigo, pero, admitido esto, confío poder demostrar que no puede culpárseme de su asesinato. Al principio dirán que estoy loco, más loco que el hombre a quien maté en aquella celda del manicomio de Arkham. Más adelante, espero que algunos de mis lectores sopesen las cosas que digo, las contrasten con los datos conocidos y se pregunten si es que podría haber reaccionado de forma distinta a como lo hice tras verme frente a semejante horror, frente a semejante ser en el umbral.
Hasta entonces yo tampoco advertí sino locura en las increíbles historias en que me vi metido de lleno. Aún hoy me pregunto si estaba equivocado o si, después de todo, no estaré loco. A decir verdad no lo sé; pero otros tienen cosas bien taras que contar acerca de Edward y Asenath Derby, y basta los impasibles policías no saben cómo explicar aquella última visita de infausta memoria. Han tratado de urdir la insostenible teoría de un espantoso escarnio o advertencia por parte de unos criados puestos en la calle, pero de sobra saben que la verdad es algo infinitamente más terrible e increíble.
Así pues, sostengo que no he matado a Edward Derby. Al contrario, le he vengado, y al hacerlo libré al mundo de un horror que de sobrevivir, podría haber desatado insospechados terrores sobre la humanidad entera. Próximas a nuestros trillados senderos cotidianos hay zonas oscuras de sombra, y de cuando en cuando algún alma maléfica se abre paso por entre ellas. Cuando ello sucede, el hombre que lo ve debe golpear sin piedad si no quiere verse obligado a admitir posteriormente las consecuencias.
Conozco de toda la vida a Edward Pickman Derby. Ocho años menor que yo, era tal su precocidad que cuando Edward tenia ocho años y yo dieciséis ya teníamos mucho en común. Era el estudiante más fenomenal que he conocido, y a los siete años ya escribía versos de un tono lúgubre, fantástico y casi patológico, que sor prendían a sus preceptores. Posiblemente haya de buscarse la causa de su prematuro desarrollo en la educación privada que tuvo y en la reclusión llena de mimos en que vivía. Hijo único, tenía debilidades Orgánicas que preocupaban a sus amantes padres llevándoles a no dejarle en ningún momento de su lado. Jamás se le consintió salir sin la compañía de su niñera, y rara vez tuvo oportunidad de jugar a sus anchas con Otros niños. Todo ello contribuyó, sin duda, a forjar en el joven Derby una vida interior extraña y celosamente reservada, siendo la imaginación su forma de escape de aquella realidad.
En todo caso, sus estudios juveniles fueron prodigiosos y sorprendentes, y la facilidad con que escribía llegó a fascinarme pese a aventajarle en edad. Por aquella época tenía yo inquietudes artísticas un tanto grotescas, y en aquel adolescente encontré un raro espíritu afín. Lo que subyacía a nuestro común entusiasmo por lo tenebroso y lo prodigioso era, indudablemente, la antigua, ruinosa y un tanto temible ciudad en que vivíamos: la encantada y legendaria Arkham, cuyos apiñados y hundidos tejados de estilo holandés y derruidas balaustradas georgianas rumiaban el paso del tiempo a orillas de las susurrantes y oscuras aguas del Miskatonic.
A la larga, acabé por orientarme hacia la arquitectura y abandoné el proyecto de ilustrar un libro de los poemas demoníacos de Edward, pero no por ello nuestra amistad se vio quebrantada lo más mínimo. El increíble talento del joven Derby siguió desarrollándose de forma prodigiosa, y ya a los dieciocho años una recopilación de sus poemas oníricos publicada bajo el título de Azathoth and Other Horrors causó una tremenda sensación entre la crítica. Mantenía estrecha correspondencia con el famoso poeta baudeleriano Justin Geoffrey, que escribió The People of the Monolith y murió profiriendo espantosos gritos en un manicomio en 1926 tras visitar un siniestro pueblo de Hungría de infausto recuerdo.
En autoestimación y cuestiones prácticas, sin embargo, Derby experimentaba un tremendo atraso debido precisamente a la consentida existencia que llevaba. Su salud mejoró con el tiempo, pero sus hábitos de dependencia infantil se vieron fomentados por unos padres superprotectores, de ahí que nunca se atreviese a viajar solo, ni a tomar decisiones ni a asumir la menor responsabilidad. Pronto se vio claramente que no podría abrirse camino en el mundo de los negocios o en el terreno profesional, pero la fortuna familiar era tan cuantiosa que ello no constituía ningún problema. Al alcanzar la madurez siguió conservando una engañosa apariencia juvenil. Rubio y de ojos azules, tenía el delicado cutis propio de un niño y sólo con harta dificultad podían apreciarse sus intentos de dejarse crecer los bigotes. Tenía una voz suave y clara, y la apacible vida que llevaba le daba un rechoncho aspecto juvenil en lugar de la panza característica de la prematura madurez. Era de buena estatura, y sus hermosas facciones habrían hecho de él un apuesto galán de no haber sido porque su timidez le llevó a recluirse en el mundo de los libros.
Los padres de Derby viajaban con él a Europa todos los veranos, y no tardó mucho en captar los aspectos superficiales del pensamiento y expresión artística del viejo continente. Su talento a lo Poe fue desplazándose cada vez más hacia lo degradado, y otros anhelos e inquietudes artísticas se despertaron en él. Por aquellos días sosteníamos interminables discusiones. Yo me había licenciado en Harvard, había hecho prácticas en un estudio de arquitectura en Boston, me había casado y, en último término, había regresado a Arkham para ejercer mi profesión, instalándome en casa de mi familia en Saltonstall Street, aprovechando que mi padre se había mudado a Florida a causa de su precaria salud. Edward solía visitarme casi todas las tardes, hasta el punto de que llegué a considerarle uno más de la casa. Tenía una forma peculiar de llamar al timbre y de golpear con el llamador, lo que con el tiempo acabaría convirtiéndose en una verdadera contraseña, así que todos los días después de la cena estaba atento a los tres familiares golpes secos seguidos de otros dos tras una breve pausa. Con menos frecuencia iba yo a visitarle a su casa, en donde miraba con envidia los oscuros volúmenes de su biblioteca en continuo aumento.
Derby se licenció en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, ya que sus padres no le dejaban vivir lejos de su lado. Ingresó a los dieciséis y acabó sus estudios tres años más tarde, licenciándose en literatura inglesa y francesa con excelentes notas en todas las asignaturas excepto en matemáticas y ciencias. Apenas se mezcló para nada con los demás estudiantes, aun cuando de siempre sintió cierta simpatía hacia el grupo de los «audaces» o «bohemios» cuyo lenguaje aparentemente «ingenioso» y pose absurdamente irónica remedaba y cuya dudosa conducta hubiera querido poder adoptar.
Lo que sí hizo fue convertirse en casi un fanático estudioso de los saberes mágicos esotéricos, especialidad por la que la biblioteca de Miskatonic era, y sigue siendo, famosa. Interesado de siempre en los temas de fantasía y de misterio, ahondó ahora en las actuales adivinanzas y acertijos legados por un fabuloso pasado para orientación o desconcierto de la posteridad. Leía cosas como el horripilante Book of Eibon, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el arcano Necronomicon del enloquecido árabe Abdul Alhazred, aunque a escondidas de sus padres. Edward tenía veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció encantado cuando le puse por nombre Edward Derby Upton, en honor suyo.
A los veinticinco, Edward Derby era hombre de una prodigiosa cultura, poeta y autor de relatos bastante conocidos, aunque su falta de relaciones y de responsabilidades eran un gran freno para su evolución literaria pues hacían que sus obras fuesen manidas y librescas en exceso. Yo era, con toda probabilidad, su amigo más íntimo; para mi Derby era una mina inagotable de temas teóricos, mientras que él buscaba en mi consejo sobre aquellas cuestiones que no quería llegasen a oídos de sus padres. Seguía soltero más por timidez, inercia y proteccionismo de sus padres que por verdadera inclinación hacia tal estado, y sus relaciones sociales se reducían al mínimo, no pasando de lo rutinario. Cuando estalló la guerra, su salud e innata timidez le hicieron quedarse en casa. Yo fui destinado a Plattsburg, pero nunca llegué a cruzar el Atlántico.
Y los años fueron pasando. La madre de Edward murió cuando él tenía treinta y cuatro años, y durante meses estuvo absolutamente inactivo a causa de una extraña dolencia de origen psicológico. Su padre decidió llevarle a Europa, donde parece que consiguió curarse de su mal sin que le quedaran secuelas visibles. Después, creyó experimentar una especie de grotesco alborozo, como si hasta cierto punto se librase de un invisible cautiverio. Por entonces, comenzó a vérsele con el grupo universitario más «avanzado» pese a su ya madura edad, y participó en ciertos actos de carácter sumamente turbulento en cierta ocasión se vio obligado a pagar un crecido chantaje (dinero que hube de prestarle yo) para que no llegara a oídos de su padre su participación en cierto asunto nada limpio. Algunos de los rumores que circulaban sobre la violenta pandilla de Miskatonic eran de lo más increíble. Incluso llegó a hablarse de magia negra y de participación en sucesos que iban más allá de todo lo imaginable.
II
Edward tenía treinta y ocho años cuando conoció a Asenath Waite. Ella debía contar, a mi juicio, unos veintitrés por aquel entonces, y seguía un curso especial sobre metafísica medieval en Miskatonic. La hija de un amigo mío la conocía de la infancia habían estudiado juntas en la escuela Hall de Kingsport, rehuyendo su trato a causa de la mala fama que tenía. Era de tez morena, pequeñita y muy atractiva exceptuando sus Ojos saltones, pero algo había en su expresión que llevaba a la gente sensible a evitar el contacto con ella. Con todo, eran especialmente su origen y conversación lo que hacía que la gente normal la eludiera. Procedía de la rama de los Waite de Innsmouth y multitud de tenebrosas leyendas habían ido tejiéndose, generación tras generación, sobre la derruida y semidespoblada localidad de Innsmouth y sus habitantes. Corren historias de horribles pactos firmados allá por 1850 y de un extraño elemento «no del todo humano» que pasó a incorporarse a las antiguas familias del casi paralizado puerto pesquero, historias que sólo un yanqui de los de antaño puede inventar y repetir con el debido temor.
El caso de Asenath estaba agravado por el hecho de ser hija de Ephraim Waite y haber nacido de las relaciones mantenidas por éste ya en su senectud con una desconocida que siempre llevaba un velo sobre la cara. Ephraim vivía en una mansión medio en ruinas de Washington Street, Innsmouth, y quienes conocían el lugar (la gente de Arkham evita por todos los medios ir a Innsmouth) afirmaban que las ventanas de la buhardilla estaban siempre cubiertas con tablones y que al anochecer se oían a veces extraños sonidos en el interior del edificio. Al anciano Waite se le conocía por haber sido en su día un excelente estudioso de los temas de magia, y la leyenda afirmaba que podía provocar o sofocar temporales en el mar a su antojo. Yo le había visto una o dos veces en mi juventud cuando vino a Arkham a consultar tomos de saberes arcanos en la biblioteca de la universidad, no pudiendo soportar su feroz y taciturno rostro con aquellas oscuras greñas barbudas que le cubrían la cara. Murió loco - en circunstancias harto extrañas - poco antes de que su hija (en el testamento nombraba tutor nominal al director del colegio) ingresara en la escuela Hall, pero ella había salido avezada discípula suya y a veces sus diabólicas miradas se parecían a las de su padre.
El amigo mío cuya hija había sido compañera de Asenath Waite repitió muchas cosas curiosas cuando comenzó a divulgarse la noticia de las relaciones de Edward con ella. Asenath, al parecer, se hacía pasar por maga en la escuela, dando la impresión de poder realizar algunos prodigios auténticamente deslumbradores. Afirmaba ser capaz de suscitar tormentas, aunque su aparente éxito se atribuía por lo general a un misterioso don a la hora de predecir. Todos los animales la rehuían y bastaban unos movimientos de su mano derecha para hacer aullar a cualquier perro. En ocasiones demostraba estar en posesión de conocimientos asombrosos y hablar lenguas nada corrientes para una adolescente; en otras, atemorizaba a sus compañeros con inexplicables guiños y miradas de reojo, y parecía inferir un oscuro e irónico regocijo de su situación.
Aún más insólitos eran los casos perfectamente probados de su influencia sobre otras personas. No podía negarse que poseía dotes hipnóticas. Al quedarse mirando fijamente a una compañera a menudo ésta tenía una clara sensación de transmutación de personalidad, como si el sujeto hipnotizado pasase momentáneamente al cuerpo de la maga y pudiese mirar del otro lado de la habitación a su verdadero cuerpo, cuyos Ojos resplandecían y sobresalían con una expresión ajena. Asenath hacía frecuentes afirmaciones disparatadas sobre la naturaleza de la conciencia y su independencia de la estructura física, o al menos de los procesos vitales de la estructura física. Con todo, si había algo que no llevara bien Asenath era no haber nacido varón, pues creía que el cerebro del hombre se hallaba dotado de facultades cósmicas únicas y de ilimitado alcance. Con el cerebro de un hombre, afirmaba, no sólo igualaría sino hasta sobrepasaría a su padre en el dominio de las fuerzas cósmicas.
Edward conoció a Asenath en una reunión de la «intelligentsia» universitaria celebrada en una habitación estudiantil, y no supo hablar de otra cosa cuando vino a verme al día siguiente. Según decía, Asenath tenía los mismos intereses e inquietudes intelectuales que absorbían la atención de él y, por si fuera poco, le fascinaba su aspecto físico. Jamás había visto yo a la joven, y sólo ligeramente recordaba alguna que otra referencia a ella, pero sabía de quién se trataba. Me parecía bastante lamentable que Derby llegara a perder de tal modo la cabeza por semejante mujer, pero no hice nada por quitarle la ilusión pues el encaprichamiento se crece con las críticas. Por lo visto, no pensaba hablarle de ella a su padre.
En las semanas que siguieron Derby apenas me habló de otra cosa que de Asenath. Por el pueblo se comentaban los amores otoñales de Edward, aunque se admitía que no aparentaba ni remotamente la edad que tenía y que no desdecía como acompañante de tan grotesca divinidad. Tan sólo tenía una pizca de barriga a pesar de su desidia y de lo poco que se cuidaba físicamente, y su rostro carecía totalmente de arrugas. Asenath, por otro lado, tenía las prematuras patas de gallo que se forman como consecuencia de la tensión constante a que se ve sometida una voluntad fuerte.
Por entonces, Edward vino a verme un día en compañía de Asenath, y en seguida pude observar que su interés no era en absoluto unilateral. Ella le miraba continuamente con actitud casi voraz, y comprendí perfectamente que sus relaciones vencerían cualquier oposición que se les hiciera. Al poco, un día acudió a visitarme el anciano Mr. Derby, por quien siempre había sentido el mayor respeto y veneración. Había oído lo que se decía de la nueva amistad de su hijo y había conseguido sonsacarle toda la verdad «al chico». Edward se proponía casarse con Asenath, e incluso se había puesto ya a buscar casa en la zona residencial. Conocedor de la gran influencia que habitualmente ejercía yo sobre su hijo, el viejo Derby se preguntaba si podría hacer algo para evitar que se llevara a la práctica tan desatinado proyecto, a lo que, desgraciadamente, sólo pude responderle expresándole mis fundadas dudas. Esta vez no era cuestión de la débil voluntad de Edward, sino que se tropezaba con la firmeza de carácter de Asenath. El eterno niño había transferido su dependencia de la imagen paterna a una nueva y más vigorosa imagen, y nada cabía hacer al respecto.
La boda tuvo lugar un mes después ante un juez de paz, conforme a los deseos de la novia. Mr. Derby, a instancias mías no se opuso a su celebración, y él, mi mujer, mi hijo y yo asistimos a la breve ceremonia. El resto de los invitados eran exaltados estudiantes universitarios. Asenath había comprado la antigua finca de Crowninshield, que se encontraba en pleno campo al final de High Street, en la que pensaba instalarse la pareja de recién casados tras un breve viaje a Innsmouth, de donde regresarían con tres criados, unos cuantos libros y algunos artículos y utensilios para el nuevo hogar. Lo que le llevó a Asenath a instalarse en Arkham en lugar de volver a su casa, no parece que obedeciera tanto a una consideración hacia Edward y su padre como a su deseo personal de estar cerca de la universidad, la biblioteca y su pandilla de «jóvenes mundanos».
Cuando Edward vino a visitarme tras la luna de miel me pareció algo cambiado. Asenath le había hecho quitarse el rudimentario bigote, pero los cambios no paraban ahí. Parecía más adusto y pensativo, su habitual ceño de rebeldía infantil se había transformado en una expresión de profunda tristeza. No sabría exactamente decir si me gustaba o no el cambio operado en él. Eso sí, de momento parecía más adulto. Quizá le sentase bien el matrimonio después de todo. ¿No constituiría el cambio de dependencia un punto de partida hacia la neutralización presente, que en última instancia podría llevarle a una independencia responsable? Vino solo, pues Asenath se hallaba muy atareada. Se había traído un ingente montón de libros e instrumentos de Innsmouth (Derby se estremeció al pronunciar el nombre), y estaba acabando de arreglar la casa y los terrenos de Crowninshield.
La casa de Asenath - en la mencionada ciudad - era un lugar bastante desagradable, pero había podido aprender cosas más que sorprendentes de ciertos objetos que en ella había. Ahora que contaba con el asesoramiento de Asenath progresaba de prisa en saberes esotéricos. Algunos de los experimentos que ella proponía eran tremendamente drásticos y extremados - de ahí que no se atreviera a describirlos -, pero tenía confianza en las facultades e intenciones de ella. Los tres criados eran de lo más extraño: una pareja increíblemente anciana que había atendido al viejo Ephraim, y que de vez en cuando aludían a él y a la difunta madre de Asenath de forma enigmática, y una joven sirvienta de tez trigueña y facciones notoriamente anómalas y que parecía despedir un continuo olor a pescado.
III
En el curso de los años siguientes fui viendo a Derby cada vez con menos frecuencia. A veces pasaban dos semanas enteras sin que oyera los familiares tres golpes seguidos de otros dos en la puerta, y cuando venía a verme - o cuando, como sucedía cada vez con menor frecuencia, iba yo a su casa - apenas mostraba interés por hablar de temas de interés común. Se había vuelto reservado al referirse a aquellos estudios esotéricos que con tanta minuciosidad solía describir y sobre los que tanto gustaba discutir, y prefería no hablar para nada de su mujer. Asenath había envejecido tremendamente desde la boda, hasta el punto de que - por extraño que parezca - parecía con mucho el mayor de los dos. Su cara tenía la expresión mas resuelta que he visto, y todo su semblante daba la impresión de ir adquiriendo un indefinido e incompresible aire repulsivo. Mi mujer y mi hijo lo advirtieron igualmente, y poco a poco dejamos de ir a visitarles, cosa que ella -según admitió Edward con esa falta infantil de tacto tan característica suya-, agradecía profundamente. De vez en cuando los Derby partían para algún largo viaje; a Europa según parecía, aunque Edward daba a entender a veces destinos más tenebrosos.
Tras el primer año de matrimonio la gente empezó a hablar de la transformación que se apreciaba en Edward Derby. Aunque el cambio era meramente psicológico, en las conversaciones salían a relucir ciertos datos de interés. Alguna que otra vez pudo observarse que Edward adoptaba expresiones y hacía cosas del todo punto incompatibles con su débil naturaleza. Por ejemplo, aunque antes de casarse jamás condujo un coche, ahora era frecuente vérsele entrar y salir a toda velocidad del camino de la vieja finca de Crowninshield al volante del potente Packard de Asenath, conduciéndolo cual consumado maestro y metiéndose por entre la maraña del tráfico con una habilidad y una decisión ajenas por completo a su habitual forma de ser. En tales ocasiones daba siempre la impresión de acabar de regresar de algún sitio o de partir para un viaje, pero nadie sabría decir exactamente a dónde iba, aunque la mayoría de las veces se le veía enfilar la carretera de Innsmouth.
Sorprendentemente, la metamorfosis no pareció caer bien. La gente decía que en tales momentos se asemejaba demasiado a su mujer o incluso al viejo Ephraim Waite, si bien es posible que semejantes ocasiones pareciesen anormales por lo infrecuentes que eran. A veces, horas después de ponerse en camino, se le veía regresar con aire distraído y arrellanado en el asiento trasero del coche mientras al volante iba un chofer o mecánico, cuyo servicios evidentemente había contratado. Asimismo, lo que más resaltaba de su aspecto a ojos de la gente, en la época en que redujo drásticamente su vida social (incluidas, puedo decirlo, las visitas que me hacía), era esa indecisión que le caracterizaba desde antiguo: su pusilánime infantilismo, aún más apreciable ahora. Mientras la cara de Asenath envejecía a pasos agigantados, la de Edward -aparte esos excepcionales momentos - se distendía en una especie de exagerada inmadurez salvo cuando dejaba adivinarse en ella una huella de la nueva tristeza o sensibilidad que le invadía. Realmente, no había quien entendiera aquello. Entre tanto, los Derby casi abandonaron los círculos universitarios de vida alegre y licenciosa, pero no porque estuvieran hastiados de semejante vida sino porque algunos de sus estudios en curso escandalizaban incluso a los jóvenes más insensibles del grupo.
Pero hasta el tercer año del matrimonio Edward no comenzó a insinuarme abiertamente cierto temor y descontento. Ocasionalmente dejaba caer una que otra observación sobre cosas «que iban demasiado lejos», y hablaba vagamente sobre la necesidad de «recobrar su identidad». Al principio hice caso omiso a tales referencias, pero con el tiempo empecé a formularle preguntas con suma precaución, recordando lo que la hija de mi amigo había dicho acerca de la influencia hipnótica que Asenath ejercía sobre sus compañeras de la escuela... Los casos en que las estudiantes creían estar dentro del cuerpo de ella mirándose a S mismas desde el otro extremo de la habitación. Mis preguntas parecieron alarmarle a la vez que reconfortarle, y en una ocasión mascullo algo acerca de hablar en serio conmigo mas adelante.
Por entonces murió el anciano Mr. Derby, algo de lo que a la larga habría de alegrarme. A Edward le afecto mucho su muerte, pero no hasta el punto de trastornarle. A penas había visto alguna que otra vez a su padre desde la fecha en que contrajo matrimonio, pues Asenath le había hecho centrar en ella cuanto podía esperar de los vínculos y sentimientos familiares. Hasta algunos se atrevieron a decir que no sintió la perdida, en especial desde que empezaron a ir en aumento aquellos desenvueltos y engreídos modales de conducir. Derby hubiera preferido mudarse a vivir a la vieja mansión familiar, pero Asenath no quería moverse de la casa de Crowninshield en la que se encontraba perfectamente a gusto.
No mucho después mi mujer oyó algo curioso de labios de una amiga, una de las pocas relaciones que aun mantenían los Derby. Había ido hasta el final de High Street para visitar a la pareja, cuando de pronto vio salir disparado de la finca un coche en el que se veía al volante Edward, con aire de tremenda suficiencia y expresión casi burlona. Acto seguido llamo al timbre, saliendo la repulsiva domestica para decirle que tampoco se encontraba Asenath en casa. Pero al irse pudo echar una mirada al interior, y allí, en una de las ventanas de la biblioteca de Edward, vislumbro un rostro que desapareció casi al instante, un rostro cuya expresión de dolor, frustración y añorante desesperanza escapaba a toda posible descripción. Era - por increíble que parezca a la vista de su habitual aspecto de suficiencia - la cara de Asenath, pero aquella mujer juraba que en ese instante sus ojos eran los ojos tristes y ojerosos del pobre Edward.
Las visitas de Edward fueron haciéndose algo mas frecuentes, y sus insinuaciones llegaron a concretarse en alguna que otra ocasión. Lo que decía no resultaba fácil de creer, ni siquiera en la centenaria y legendaria localidad de Arkham, pero vertió sus saberes esotéricos con tal sinceridad y tono tan convincente que hacían temer a uno por su sano juicio. Hablaba de alucinantes reuniones en solitarios lugares, de ruinas ciclópeas en el corazón de los bosques de Maine bajo las cuales interminables escaleras conducían a insondables abismos nocturnales, de intrincados ángulos que llevaban a través de invisibles muros hasta otras regiones del espacio y el tiempo, y de horribles cambios de personalidad que posibilitaban exploraciones en lugares remotos y prohibidos, en otros mundos y en diferentes continuos de espacio-tiempo.
De vez en cuando, y para probar la veracidad de ciertas increíbles insinuaciones, me mostraba objetos que me sumían en la mas absoluta perplejidad: objetos de colores difusos y de desconcertante textura de los que jamas se había oído hablar en la tierra, cuyas demenciales curvas y superficies no respondían a ningún plan definido ni seguían ninguna geometría plausible. Según decía, todo ello procedía «del exterior», y Asenath sabia como conseguirlo. A veces - pero siempre en forma de atemorizados y ambiguos susurros - decía algo sobre el viejo Ephraim Waite, con quien antaño coincidió una que otra vez en la biblioteca de la universidad. Sus presentimientos no llegaban nunca a concretarse, pero aprecian girar en torno a ciertas dudas indeciblemente horribles sobre si el viejo mago estaba realmente muerto, tanto en sentido corporal como espiritual.
A veces Derby interrumpía bruscamente sus confesiones, y yo me preguntaba si Asenath habría adivinado sus palabras en la lejanía y le habría cortado el hilo de su discurso mediante una especie de desconocido mesmerismo telepático, esto es, echando mano de una de esas facultades de que hacia alarde en la escuela. Sin duda, debió sospechar que Derby me había dicho algo, pues al cabo de unas semanas trato de interrumpir sus visitas con palabras y miradas de una ferocidad absolutamente inexplicable. Solo tras vencer muchas dificultades Derby conseguía venir a verme a casa, pues, aunque aparentase ir a otro sitio, una fuerza invisible le impedía por lo general cualquier movimiento o hacia que de repente se le olvidara por completo a donde iba. Solía venir a visitarme cuando Asenath se encontraba lejos -«lejos y en su propio cuerpo», como para mi mayor sorpresa dijo en cierta ocasión-. En todo caso, ella siempre se las arreglaba para enterarse después ya que los criados vigilaban las idas y venidas de Derby, pero sin duda debía parecerle improcedente adoptar medidas drásticas.
IV
Derby llevaba mas de tres años casado aquel día de Agosto en que recibí un telegrama enviado desde Maine. Hacia ya dos meses que no le veía, pero según me habían dicho estaba fuera «por asuntos de negocios». Se suponía que Asenath estaba con el, aunque corría el rumor de que había alguien en el piso de arriba de la casa tras las ventanas ocultas por una doble cortina. Había, asimismo, observado las compras que hacían los criados. Y ahora el alguacil de Chesuncook me enviaba un telegrama hablándome de un loco con la ropa hecha jirones que, tras salir dando tumbos del bosque y ponerse a lanzar delirantes desvaríos, profería mi nombre a gritos en demanda de auxilio. Era Edward... Y apenas recordaba otra cosa que su nombre y dirección.
Chesuncook esta cerca del cinturón forestal mas abrupto, mas frondoso y menos explorado de Maine, y me llevo todo un día de febril traqueteo a través de impresionantes y fantásticos parajes llegar hasta allí en coche. Encontré a Derby en una celda de la granja que hacia las veces de prisión, a medio camino entre el delirante frenesí y la apatía. Me reconoció al instante, y se puso a lanzar un torrente de palabras sin sentido, casi incoherentes, en dirección mía.
«Dan, ¡por el amor de Dios! ¡El averno de los shaggoths! Bajar los seis mil escalones... La mas desenfrenada abominación que imaginarse cabe... Nunca la hubiese dejado llevarme, pero de repente me encontré allí... ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!... La figura se elevo del altar, y no menos de quinientos se pusieron a aullar... El Ser Encapuchado balaba «¡Kamog! ¡Kamog!»... Era el nombre secreto de Ephraim en el aquelarre... Y yo estaba allí, donde Asenath me prometio que no me llevaría jamas... Apenas un minuto antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca y de repente me veía allí donde ella se había presentado con mi cuerpo... en el lugar mas atrozmente infernal, en el implacable averno donde comienza el reino de las tinieblas y el cancerbero custodia la puerta... vi un shaggoth... cambio de forma... no puedo aguantar mas... la matare si se le ocurre volver a enviarme a aquel lugar... matare a ese... el, ella, ello, lo que quiera que sea... ¡lo matare! ¡lo matare con mis propias manos!».
Todo una hora me llevo conseguir calmarle, pero finalmente se sereno. Al día siguiente le compre ropa decente en el pueblo, y emprendimos el regreso a Arkham. Su furibunda histeria se le había pasado por completo y prefería guardar silencio, aunque se puso a mascullar ininteligiblemente para sus adentros cuando pasamos por Augusta, como si la mera vista de una ciudad le trajese desagradables recuerdos. Estaba claro que no quería volver a casa; y habida cuenta de los fantásticos delirios que parecía inspirarle su mujer -delirios que sin duda procedían de alguna penosa experiencia hipnótica a la que le habría sometido ella- pense que los mas oportuno seria no ir allá. Resolví alojarle en mi casa por algún tiempo, con independencia de los problemas que ello podría ocasionarme con Asenath. Después, le ayudaría a conseguir el divorcio, pues creí poder apreciar una serie de factores que hacían de aquel matrimonio una solución suicida para Derby. Ya fuera de la ciudad, en pleno campo, mi acompañante ceso de murmurar incoherencias, y le deje cabecear y dormitar en el asiento contiguo mientras yo conducía.
Cuando ya anochecido pasamos por Portland, Derby volvió a ponerse a rezongar, esta vez con mayor claridad, y atento a lo que decía pude oir toda una sarta de improperios dedicados a Asenath. El grado en que aquella mujer había hecho presa en los nervios de Edward era evidente, pues mi amigo había tejido toda una maraña de alucinaciones en torno a ella. La difícil situación en que se encontraba en aquellos momentos, balbuceó en voz baja, no era sino una más de una larga serie. Asenath empezaba a tejer sus redes sobre él, y Edward sabía que llegaría el día en que no le dejaría escapar de su lado. Y si ahora lo soltaba era probablemente porque no tenía otro remedio, porque no podía retenerlo largo tiempo de una sola vez. Constantemente se posesionaba de su cuerpo e iba a infinidad de lugares para participar en otros tantos rituales, dejándole a el dentro de su cuerpo de su mujer y encerrado en el piso de arriba. Pero a veces no conseguía retenerlo a su antojo y, de repente, Edward volvía a encontrarse dentro de su propio cuerpo en algún remoto, horrible y hasta posiblemente desconocido lugar. A veces Asenath lograba volver a hacerse con el, pero no siempre lo conseguía. Con relativa frecuencia, Edward se encontraba solo y perdido en algún lugar como le sucedía en aquella ocasión. No era la primera vez que tenia que emprender el regreso a casa desde tremendas distancias, entregándole el coche a alguien tras encontrarlo para que lo condujera durante el viaje de vuelta.
Lo peor de todo era que cada vez hacia presa de su cuerpo durante mas y mas tiempo. Asenath quería ser hombre -un ser humano entero y verdadero-, de ahí sus continuos intentos por apoderarse de el. Había percibido en Edward una inteligencia bien forjada aliada a una débil voluntad. Algún día lo quitaría del medio y desaparecería con su cuerpo... desaparecería para convertirse en un gran mago como su padre y le dejaría a el abandonado a su suerte dentro de aquel armazón femenino que ni siquiera podía considerarse suficientemente humano. ¡Si, ahora sabia acerca de la sangre de Innsmouth! Había mantenido relaciones con seres originarios del mar... era realmente horrible... ¿Y el viejo Ephraim? Estaba al corriente del secreto, y cuando envejeció hizo algo espantoso para seguir vivo... quería vivir eternamente... Asenath lo conseguirá... y ya había hecho una concluyente demostración en tal sentido.
Mientras Derby seguía su alucinante perorata, me volví para mirarle de cerca, verificando la impresión de cambio que una previa mirada escrutadora me había producido. Paradójicamente, parecía hallarse en mejores condiciones físicas que nunca: mas robusto, con un desarrollo mas normal y sin la menor huella de la enfermiza flaccidez causada por sus indolentes hábitos. Parecía como si por primera vez en su regalada existencia se mostrara realmente activo y en forma física, de lo que deduje que la fuerza de Asenath debió conducirle a través de inusitados senderos de dinamismo y agudeza mental. Pero en aquellos precisos momentos su mente se encontraba en deplorable estado, pues no dejaba de balbucear espantosas incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del viejo Ephraim y de cierta revelación que incluso llegaría a convencerme a mi. Repetía nombres que yo reconocía de ya lejanos escarceos en volúmenes de saberes arcanos, y a veces me hacia estremecer con un cierto hilo de mitológica consistencia -o de convincente coherencia, si se prefiere- que discurría por entre sus desvaríos. De vez en cuando se interrumpía, como si intentase recuperar fuerzas para desvelar una definitiva y terrible revelación.
«Dan, Dan,¿no te acuerdas de el, de sus temibles ojos y de la desgreñada barba que nunca encaneció? En cierta ocasión me lanzo una feroz mirada, jamas lo olvidare. Ahora los ojos de ella fulguran con idéntica intensidad. ¡Y se muy bien por que! Fue el Necronomicon, allí encontró el viejo Ephraim la formula. Aun no me atrevo a decirte en que pagina, pero cuando te lo diga podrás leerlo y comprenderlo. Entonces sabrás por que me encuentro sumido en tan deplorable estado. De, de, de, de... un cuerpo a otro cuerpo y luego a otro... de esa forma no morirá jamas. La chispa de la vida... el sabe como romper el eslabón... puede seguir reluciendo incluso tras morir el cuerpo. Te daré alguna pista para ver si adivinas. Escucha, Dan, ¿sabes por que mi mujer se esfuerza tanto por no escribir de esa forma inclinada a la izquierda? ¿Has visto alguna vez un manuscrito del viejo Ephraim? ¿Quieres saber por que un escalofrío me subió por todo el cuerpo cuando vi alguna de las apresuradas notas que Asenath garrapateo?
«Asenath... pero ¿realmente existe tal persona? ¿Por que dieron a entender que se había encontrado veneno en el estomago del viejo Ephraim? ¿A que vienen esos rumores que han dejado correr los Gilman sobre como gritaba el -igual que si fuera un niño asustadizo- cuando se volvió loco y Asenath le encerró en el acolchado cuarto de la buhardilla donde había estado el otro? ¿No seria el alma del viejo Ephraim lo que estaba encerrado allí? ¿Quien encerró a quien? ¿Por que llevaba Ephraim meses y meses buscando alguien dotado de una buena inteligencia y una débil voluntad? ¿Por que no cesaba de maldecir porque su hija no hubiese sido un varón? Dime, Daniel Upton, ¿que diabólico cambio se perpetro en aquella casa del horror donde ese implacable monstruo tenia a aquella confiada, débil de voluntad y semihumana criatura a merced suya? ¿Acaso no hizo ese cambio permanente, como ella acabará haciendo conmigo? Dime por qué ese ser que dice llamarse Asenath escribe de forma diferente cuando nadie la observa, de forma que no puede diferenciarse su escritura de. . »
Entonces ocurrió aquello. La voz de Derby fue creciendo hasta lanzar un estridente y agudo grito como si delirase, para apagarse de repente tras oírse un chasquido casi mecánico. Entonces reflexioné sobre aquellas otras ocasiones en mi casa en las que, mientras Derby me hacía partícipe de sus confidencias, se interrumpió como si obedeciera órdenes, y medio. imaginé que alguna tenebrosa onda telepática procedente de la fuerza mental de Asenath intervenía bruscamente para acallarle. Pero esta vez la situación era totalmente diferente, al tiempo que infinitamente más horrible a mi juicio. La cara que tenía a mi lado se retorció hasta hacerse casi irreconocible por unos instantes, mientras que todo el cuerpo de Edward se vio sometido a estremecedoras convulsiones... como si todos los huesos, órganos, músculos, nervios y glándulas trataran de reajustarse a una postura, tensión emocional y personalidad radicalmente diferentes.
No sabría decir qué fue lo que más me horrorizó de todo aquello. Lo cierto es que se apoderó de mí tal sensación de malestar y repugnancia - tal sensación de parálisis y torpeza, de rematada enajenación y anormalidad - que mis manos dejaron de sujetar el volante y comenzaron a temblar. La figura que tenía junto a mi parecía menos la de un amigo de toda la vida que la de una monstruosa criatura procedente de los espacios siderales, aquel ser era un foco maldito e infernal que irradiaba desconocidas y malignas fuerzas cósmicas.
Apenas vacilé unos instantes, pero si lo suficiente para que mi compañero de asiento agarrase el volante y me obligara a cambiarle el sitio. La noche era cerrada y las luces de Portland quedaban ya muy lejos a nuestras espaldas, así que apenas pude verle el rostro. No obstante, sus ojos despedían un fulgor impresionante, por lo que comprendí enseguida que debía encontrarse en aquel estado de extrema agitación -tan opuesto, por lo demás, a su habitual carácter- que tanta gente había advertido en él. Parecía sorprendente e increíble que el apático Edward Derby -un hombre que nunca supo imponerse y que jamás aprendió a conducir- estuviera dándome órdenes y se pusiera al volante de mi coche, pero eso exactamente, y no otra cosa, era lo que sucedía. Durante algún tiempo no abrió la boca, cosa que agradecí en medio de mi indecible horror.
A la luz que iluminaba las calles de Biddeford y Saco pude ver cómo tenía la boca apretada con fuerza y me estremecí ante el fulgor que despedían sus ojos. La gente tenía razón: en ese estado se parecía muchísimo a su mujer y al viejo Ephraim. No me extrañaba nada que no gustaran aquellos gestos; algo había en ellos que no era natural, y aquel siniestro semblante me impresionó aún más si cabe por las barbaridades que había oído sobre él. Aquel hombre, a quien de toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, era un perfecto extraño, un ser procedente de algún tenebroso abismo sideral.
No despegó los labios hasta que llegamos a un tramo oscuro de carretera, y cuando lo hizo, su voz me pareció absolutamente desconocida. Era más profunda, más recia y más tajante que la que estaba acostumbrado a oírle, en tanto que su acento y pronunciación eran radicalmente distintos, aunque al oírle creía recordar difusa, remota y harto inquietantemente algo que no lograba identificar. Me dio la impresión de que el timbre de su voz encerraba un matiz de ironía muy profunda y muy genuina, no la deslumbrante, gratuita y desenfadada pseudoironía del inexperto «hombre de mundo» que Edward solía adoptar, sino una ironía de un tinte siniestro, fundamental, sutil y potencialmente malévolo. Y yo me asombré al ver el aplomo de que hizo gala tras soltar toda aquella abominable retahíla.
«Confío que no le des mayor importancia al ataque que sufrí hace un rato, Upton», dijo Derby. «Ya sabes lo alterados que tengo los nervios. Espero que perdones mis impertinencias. No sabes cuánto te agradezco que me lleves a casa. Y confío que olvides también todas las tonterías que haya podido decir de mi mujer... y, en general, cualquier otra tontería que haya dicho. Eso es lo que sucede por estudiar en exceso en una materia como la mía. Mi filosofía está plagada de extraños conceptos y cuando mi cerebro no da más de si, fragua toda clase de imaginarias aplicaciones concretas. Trataré de tomarme una temporada de descanso. Es probable que no me veas durante algún tiempo, pero no pienses que es culpa de Asenath.
«Este viaje ha sido algo raro quizá, pero tiene una explicación muy sencilla. En los bosques que hay al norte de aquí hay unas ruinas indias -piedras en posición vertical y otras cosas por el estilo que guardan un gran significado para el folklore, y tanto Asenath como yo estamos estudiándolas. Ha sido una búsqueda agotadora, hasta pienso si no habré perdido algo la cabeza. Una vez en casa enviaré a alguien en busca del coche. Un mes de descanso me pondrá como nuevo».
No recuerdo qué pude decir yo en el curso de aquella conversación, pues la sorprendente enajenación de mi compañero de viaje me tenía completamente anonadado. A cada momento que pasaba aumentaba mi sensación de un inaprehensible horror cósmico, hasta casi delirar al cabo de un rato porque concluyera lo antes posible aquel viaje. Derby no quiso dejar el volante, y yo me alegré al ver a la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newburyport.
Al llegar al cruce donde la carretera principal se desvía hacia el interior y evita el paso por Innsmouth, temí que mi conductor se metiera por la desierta carretera costera que pasa por aquel lugar de infausta memoria. Pero no lo hizo, sino que atravesamos rápidamente Rowley e Ipswich y seguimos sin parar hacia nuestro destino. Antes de la medianoche llegamos a Arkham y nos encontramos con que la luz seguía encendida en la vieja casa de Crowninshield. Derby se bajó del coche y, apresuradamente, volvió a darme las gracias, tras lo cual regresé a casa con una extraña sensación de alivio. Fue un viaje terrible -lo más tremendo de todo es que no sabría decir exactamente por qué-, y no lamentaba nada la predicción de Derby de que no volveríamos a vernos durante algún tiempo.
Los dos meses siguientes estuvieron plagados de rumores. La gente hablaba de que Derby aparecía cada vez más en su nuevo estado dinámico y de que rara vez podía encontrarse a Asenath en casa. Edward sólo me visitó en una ocasión, en que vino un momento en el coche de Asenath ~portunamente reclamado de donde quiera que lo dejase en Main~ para recoger unos libros que me había prestado. Se encontraba en su nuevo estado, y apenas se detuvo el tiempo suficiente para intercambiar unas evasivas palabras de cortesía. Era evidente que no tenía nada que decirme cuando se encontraba en semejante condición, y advertí que ni siquiera se molestó en hacer la vieja señal de tres golpes seguidos de otros dos al llamar a la puerta. Al igual que la tarde que hube de acompañarle en el coche, experimenté un tenue horror infinitamente profundo que no logré explicarme, de ahí que su inmediata partida me produjera un gran alivio.
A mediados de septiembre, Derby estuvo fuera una semana y cierto miembro del decadente grupo universal -tarjo habló con conocimiento de causa de su ausencia, sugiriendo la posibilidad de que hubiera ido a reunirse con el conocido dirigente de un culto, hombre recientemente expulsado de Inglaterra y que había establecido su cuartel general en Nueva York. Por lo que a mí respecta, no se me iba de la cabeza aquel extraño viaje que hicimos desde Maine. La transformación que hube de presenciar me había afectado mucho, y continuamente trataba de encontrar una explicación a todo aquello y al tremendo horror que me había inspirado.
Pero los rumores más extraños eran los que versaban sobre los sollozos que se oían en la vieja casa de Crowninshield. Daba la impresión de que se trataba de una voz de mujer, y algunos jóvenes creían que se asemejaba a la de Asenath. Sólo se la oía muy de vez en cuando y a veces parecía como si la sofocaran a la fuerza. Se hablaba de abrir una investigación, pero la idea acabó desechándose tras verse un día a Asenath por la calle charlando en tono vivaz con un numeroso grupo de conocidos: se disculpaba por su reciente ausencia, refiriéndose de pasada al ataque de histeria y crisis nerviosa que había sufrido alguien que vino a verla de Boston. Lo cierto es que nadie vio a la persona en cuestión, pero la presencia de Asenath bastó para acallar todos los rumores. Sin embargo, alguien vino a complicarlo todo al indicar que en una o dos ocasiones los sollozos procedían, sin lugar a dudas, de un hombre.
Una tarde de mediados de octubre, oí el familiar sonido de los tres timbrazos seguidos de otros dos en la puerta. Al salir a abrir yo mismo me encontré a Edward en la escalinata, y al instante advertí que su personalidad era la de los viejos tiempos, aquella que no había vuelto a ver desde el día en que se puso a desvariar durante el horrible viaje de vuelta desde Chesuncook. Su rostro se hallaba crispado, pudiendo apreciarse en él una mezcla de contrapuestas emociones en las que el temor y el triunfo parecían finalmente imponerse, y echó una mirada de soslayo por encima del hombro mientras yo cerraba la puerta tras él.
Torpemente, me siguió hasta el estudio y me pidió algo de whisky para calmar los nervios. No quise preguntarle nada, en espera de ver por dónde quería empezar. Al cabo de un rato se puso a hablar con voz sofocada.
«Asenath se ha ido, Dan. Anoche estuvimos hablando un buen rato aprovechando que los criados no estaban en casa, y le hice prometerme que dejaría de acosarme. Naturalmente, cuento con ciertas... con ciertas ocultas defensas de las que nunca te he hablado. No tuvo más remedio que ceder, pero sólo tras poner el grito en el cielo. Así que hizo las maletas y salió hacia Nueva York... llegó justo a tiempo de coger el tren de las ocho y veinte para Boston. Supongo que empezarán a correr toda clase de rumores, pero me trae sin cuidado. No tienes por qué mencionar para nada que tuvimos un enfrentamiento, bastará que digas que Asenath se fue a un largo viaje de estudio.
«Es muy probable que se quede con uno de esos terribles grupos de fanáticos. ¡Ojalá se vaya a la costa oeste y pida el divorcio! En todo caso, la hice prometerme que se mantendría lejos de mí y me dejaría en paz. Era espantoso, Dan... estaba robándome el cuerpo... me estaba suplantando... había hecho un prisionero de mí. Me quedé quieto e hice como si la dejara llevar la iniciativa, pero tenía que estar continuamente en guardia. Si obraba con cuidado podía conseguirlo, pues ella no puede leer ni imaginar mis pensamientos, o cuando menos en detalle. Todo lo más que podía conocer de mis planes era que se estaba gestando una rebelión, pero de siempre creyó que yo era un pobre ser indefenso. Nunca imaginé que podría llegar a dominarla... pero tenía en reserva uno o dos conjuros que funcionaron.»
Derby echó una mirada por encima del hombro y, tras beber algo de whisky, prosiguió su relato.
«Esta mañana despedí a esos malditos criados cuando volvieron. Protestaron airadamente tras inquirir el por qué de semejante decisión, pero finalmente se fueron. Son como Asenath agente de Innsmouth a la postre, y eran como uña y carne con ella. Espero que me dejen en paz, pues no me gustó nada la forma en que se echaron a refr al irse. Trataré de que regresen corinaigo los antiguos criados de mi padre, pues pienso mudarme a casa inmediatamente.
«Pensarás que estoy loco, Dan, pero la historia de Arkham da pie para pensar en cosas que respaldan lo que acabo de decirte... y lo que oirás a continuación. Tú mismo presenciaste una de esas mutaciones... ¿recuerdas? Fue en tu coche, tras hablarte de Asenath aquel día al regreso de Maine. En un momento dado se apoderó de mí... me obligó a salir de mi cuerpo. Lo único que recuerdo es. que en aquel instante iba a decirte qué clase de criatura infernal es Asenath. No pasó ni un segundo cuando ya se había apoderado de mí, y en un abrir y cerrar de ojos me encontraba de vuelta en casa ~n la biblioteca, donde aquellos malditos criados me encerraron bajo llave- y en el interior de aquel diabólico cuerpo... que ni siquiera es humano.... Era ella, y no yo, quien te acompañaba en el camino de vuelta... con ese lobo de presa en el interior de mi cuerpo... ¡Debiste advertir la diferencia!».
Sentí un escalofrío mientras Derby se interrumpía un momento para cobrar aliento. ¡Claro que advertí la diferencia! ¿Cómo no hacerlo? Pero, ¿podía admitir tan demencial explicación? Mi perturbado interlocutor prosiguió su cada vez más increíble perorata.
«Tenía que salvarme, ¡tenía que hacerlo, Dan! Asenath tenía intención de apoderarse de mi de una vez el día de Todos los Santos; en esa fecha celebran un aquelarre algo más allá de Chesuncook, y el sacrificio habría puesto fin a todo. Se habría . apoderado de mi para siempre... ella habría sido yo y yo habría sido ella... para siempre jamás... demasiado tarde... Mi cuerpo habría sido suyo de una vez por todas... Y ella habría sido un hombre, un hombre de carne y hueso, exactamente lo que ansiaba ser... Imagino que se habría desembarazado de mi... había dado muerte a su ex-cuerpo conmigo en su interior, ¡condenada mujer! igual que hizo en la anterior ocasión... igual que él, ella o lo que quiera que fuese hizo anteriormente... » En ese momento el rostro de Edward tenía una expresión atrozmente descompuesta, e inclinándose hasta adoptar una incómoda postura su cara casi rozó la mía mientras su voz bajaba, no pasando de un tenue susurro.
«Debes saber lo que me vino a la cabeza en el coche: que ella no es ni mucho menos Asenath, sino el viejo Ephraim en persona. Lo sospeché hace año y medio y estoy convencido ahora. Puede verse en su caligrafía cuando no está atenta -a veces escribe cosas con una caligrafía exactamente igual que la de los manuscritos de su padre, trazo por trazo, y a veces dice cosas que no se le ocurriría decir a nadie sino a un anciano como Ephraim. Este adquirió la forma de su hija cuando sintió la muerte próxima ~lla era la única persona que pudo encontrar con el cerebro que buscaba y una voluntad lo suficientemente débil- posesionándose de su cuerpo de modo permanente, al igual que estuvo a punto de hacer ella conmigo, y luego envenenó el anciano cuerpo en el que la había metido. ¿No has visto relucir docenas de veces el alma del viejo Ephraím a través de los diabólicos ojos de Asenath, e incluso de los míos en las ocasiones en que ella se apodera de mi cuerpo?».
Derby, jadeante, se detuvo unos momentos para recobrar aliento. Ni siquiera me atreví a despegar los labios. Al reanudar el relato, el tono de su voz era casi normal. Pensé que mi interlocutor estaba loco de atar, pero no sería yo quien le enviase a un manicomio. Quizá todo volviese a su cauce con el paso del tiempo, una vez desembarazado de Asenath. Podía ver muy bien que no deseaba por nada del mundo volver a meterse en horribles prácticas de ocultismo.
«Más adelante te contaré otras cosas que no sabes. Ahora necesito descansar. Te diré algo sobre los tremendos horrores en que me vi metido por culpa de Asenath, algo sobre seculares horrores que aún siguen al acecho en los más recónditos lugares y que unos cuantos fanáticos sacerdotes se encargan de mantener vivos. Hay gentes que saben cosas que nadie debería poder hacer. He estado metido hasta el cuello, pero todo se acabó para mí. Si fuese el bibliotecario de Miskatonic quemaría hoy mismo ese maldito Necronomicón y todos los libros de su calaña.
«Pero ahora Asenath ya no podrá atraparme. Voy a salir de esa maldita casa en cuanto pueda y regresaré a mi antiguo hogar. Sé que me echarás una mano si te lo pido. Ya sabes lo que pasa con esos endiablados criados... sobre todo si la gente no para de hacer preguntas acerca del paradero de Asenath. Pues, ¿comprendes?, no puedo darles la dirección de ella... Luego están esas gentes que se ponen a indagar ~iertos cultos, ya sabes- y que podrían malinterpretar nuestra separación... algunos de esos tipos tienen unas ideas y métodos realmente de lo más extraño. Sé que estarás de mi lado si ocurre algo... aun en el caso de que me vea obligado a decirte muchas cosas que te causarán una gran impresion...
Edward se quedó en mi casa y durmió aquella noche en una de las habitaciones de huéspedes, y al levantarse por la mañana parecía encontrarse más tranquilo. Estuvimos discutiendo los planes para su regreso a la mansión de los Derby, y lo único que deseaba yo es que no perdiera tiempo en trasladarse. No vino a verme la tarde siguiente, pero tuve ocasión de encontrarle con relativa frecuencia durante las semanas posteriores. Apenas hablábamos de cosas extrañas y desagradables, sino que discutíamos sobre las obras de restauración que habrían de hacerse en la vieja casa de los Derby y sobre los viajes que Edward pensaba hacer conmigo y con mi hijo el verano siguiente.
A Asenath casi no la mencionábamos, pues comprobé que el tema no era del especial agrado de Derby. Naturalmente, no cesaban de correr rumores por la localidad en relación con la extraña pareja que habitaba en la vieja casa de Crowninshield, pero eso no era ninguna novedad. Algo que no me gustó fue lo que el banquero de Derby dejó escapar un día, en tono jocoso, en el Club de Miskatonic: Edward enviaba periódicamente cheques a ciertos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y Eunice Babson. Todo inducía a suponer que aquellos malévolos criados estaban aprovechándose de él y le hacían pagar un chantaje, pero fuera lo que fuese Derby no me lo había mencionado para nada.
Tenía ganas de que llegase el verano -y, con él, las vacaciones de mi hijo que estudiaba en Harvard- para irnos con Edward a Europa. Pronto pude comprobar que la salud de mi amigo no mejoraba con la rapidez que hubiera deseado. Algo había de histerismo en sus raros momentos de alegría, mientras que sus estados de depresión y temor se sucedían con harta frecuencia. Para diciembre la casa de los Derby ya estaba en condiciones de habitarse, pero Edward demoraba constantemente su traslado a ella. Aunque detestaba y parecía temer la finca de Crowninshield, algo le hacia sentirse extrañamente ligado a ella. No parecía tener intenciones de empezar a trasladar sus cosas al antiguo hogar familiar, e inventaba toda clase de excusas para retrasar la mudanza. Cuando se lo hice observar pareció inexplicablemente asustado. El anciano mayordomo de su padre ~ue se encontraba entre los criados readmitidos- me dijo un día que los merodeos de Edward por la casa, y sobre todo por el sótano, no le sugerían nada bueno. Pregunté si había recibido alguna carta de Asenath que pudiera haberle inquietado, a lo que el criado me respondió que últimamente no había visto ninguna carta de ella en el correo.
Sería hacia la Navidad cuando una tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.
« ¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mío, Dan!... tira con fuerza... desde la lejanía... golpea... desgarra... esa bruja... ahora mismo... Ephraim... ¡Kamog! ¡Kamog!... ¡El averno de los shaggoths!... ¡ Iä! ¡ Shub-Niggurath! ¡El Chivo con las Mil Crías!... La llama . . la llama... más allá del cuerpo, más allá de la vida... en las profundidades de la tierra... ¡Oh, Dios mío!... »
Volví a sentarle en la silla y le obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar sus débiles palabras.
«Otra vez, otra vez... trata de volver a hacerlo... debía suponerlo... nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía, ni los conjuros, ni la muerte... se abalanza una y otra vez, sobre todo por la noche... no puedo escapar... es horrible... ¡Oh, Dios mío! Dan, si te hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo ....... »
Luego cayó en una especie de sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza... si es que aún podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se había ido ya. Había salido sin hacer ruido, y cuando le llamé por teléfono en su casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca.
La salud de Edward se agravó mucho a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en cólera. Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de los cuales llegaba a producirse lesiones.
Tras consultar detenidamente con su médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curatela y le visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavorosos murmullos y su terrible e insaciable repetición de frases como «Tenía que hacerlo... tenía que hacerlo... se apoderará de mi... se apoderará de mí... allá abajo... allá abajo en las tinieblas... ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme!... ¡ Salvadme! », casi me hacían saltar las lágrimas.
Si había posibilidades de que se recuperase es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no perder el optimismo. Si lograba salir de aquélla, Edward iba a necesitar una casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninsbield, con su ingente mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que encendiera la caldera en tales días.
La contrariedad definitiva tuvo lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero, telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.
Loco de contento por la noticia que acababan de dar me, me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente la misma mirada abrasadora -la misma de Asenath y del viejo Ephraim- y la misma expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico.
Me estuvo hablando en tono afable de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda, estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido? De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward? ¿ Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcasmo en todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath, reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es que me alegré al salir de allí.
Aquel día y el siguiente no cesé de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema. ¿Qué había sucedido? ¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward? Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa -un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia.
V
Fue por la noche -tras aquella segunda tarde- cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré verme libre. Todo comenzó por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto de colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro extremo de la línea. ¿Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo semilíquido -un «glub... glub... ....... »- que daba extrañamente la impresión de evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas entrecortadas. Seguidamente, pregunté « ¿ Quién es?», pero por toda respuesta volví a oír aquel «glub... glub... glub... glub». No me quedó más remedio que suponer se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él peto no hablar, añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.
Esto, como decía, sería sobre la medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowriinshield, pese a que aún faltaba media semana hasta el día en que le correspondía a la criada it por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se encontró al entrar en la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idiotas de ~ licias se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y dicen que me incluyeron a mí en ella por ser el mejor amigo y consejero de Edward.
Serán majaderos! ¿Cómo pueden pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward? Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derhy me dijo. Hay horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a nuestro alcance. Ephraim... Asenath... el diablo los atrapó en sus redes, y ellos acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo.
¿Acaso tengo garantías de estar a salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente -por la tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr ponerme en pie y articular algunas palabras coherentement~ fui al manicomio y le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero ¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé. Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mí los monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward, ¿quién de los tres vive? Pero a mí no me arrebatarán mi cuerpo... ¡No dejaré que me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!
Pero trataré de contar coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico, grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se han encontrado en ciertos lugares. Sólo diré que se-rían las dos cuando el timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas de otras dos.
Tras despertar de un profundo sueño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta... ¡y recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla... ¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar con mi ayuda!
Al abrir la puerta a aquellas tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podía haberse metido Edward en tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo antes de abrir yo la puerta.
Quien llamaba al timbre llevaba encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido semilíquido semejante al que había oído por teléfono -«glub... glub. . . y, espetado en la punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel y traté de leerlo bajo la luz de la puerta.
No había la menor duda, aquella era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía perfectamente llamar al timbre? ¿y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me seguía maquinalmente a duras penas, dete-niéndose una vez traspuesto el umbral. El olor que des-pedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se viese frente a semejante criatura.
Luego, a medida que leía el papel, sentí que mis pier-nas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que se habla apoderado de ml. He aquí lo que decía:
«Dan, ve al sanatorio y mátalo. ¡Aniquílalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apodero de mi, pero hace tres meses y medio que esta muerta. Mentí al decirte que se había ido. La mate. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero en aquel momento estabamos solos y me encontraba en mi autentico cuerpo. Vi un candelabro y le descargue un fuerte golpe con el en la cabeza. De haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mi el día de Todos los Santos.
La enterré en el trastero mas recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borre todas las huellas. A la mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron a ir a contárselo a la policía. Los despedí pero solo Dios sabe que intentaran hacer, al igual que otros sectarios de su culto.
Por unos instantes pense que todo iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro. Sabia perfectamente de que se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como la de Asenath -o la de Ephraim- se separa a medias pero sigue con vida hasta después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de mi -intercambiaba su cuerpo con el mío-, estaba usurpando mi cuerpo al tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano.
Sabia muy bien lo que me esperaba, por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese presente... Ella estaría sana, recuperada y lista para cerner su amenaza sobre el mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arregle para escapar de allí.
Me encuentro demasiado débil para intentar hablar -ni siquiera pude hablar por teléfono-, pero aun me quedan fuerzas para escribir. Confío en que me recuperare y en que sean escuchadas las siguientes palabras y recomendación que te hago: Mata a ese taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del mundo. Y asegúrate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces, seguirá viviendo, ira pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo comentario sobre que pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo. Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes cuanto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho mas. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!
Tuyo, Ed.»
Sólo al cabo de un buen rato acabé de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, pues al final del tercer párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia.
El mayordomo, hombre bastante más duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.
Lo que encontraron a la postre dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una monstruosidad licuada. Encontraron. también unos cuantos huesos... y un cráneo aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo identificarse aquel cráneo como el de Asenath.
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