MUERTE EN ÁMBAR

Cobra real del rey Sesostris II.
Duodécima Dinastía. Ilahún (El-Lahun)
Museo Egipcio de El Cairo

© DOGON [*]

George Hutterton salió a la galería con un vaso de limonada fría - al que le había agregado una abundante medida de escocés - en una de sus manos y con la otra metida en el bolsillo izquierdo de sus pantalones. Mientras llevaba la copa a sus labios y se demoraba dándole un prolongado sorbo, echó un vistazo a los densos nubarrones grisáceos y oscuros que pendían como ominosas masas rocosas que, en cualquier momento, fueran a derrumbarse sobre su cabeza. Torció una media sonrisa en sus labios, mofándose de sí mismo ante lo absurdo de la idea. Chasqueó la lengua, degustando el sabor de su mezcla favorita y volvió a beber un trago, ahora más rápidamente. Al tiempo que el refrescante y embriagador líquido pasaba por su garganta, pensó que hacía semanas que el cielo estaba cubierto, pero que la lluvia no llegaba nunca. Sólo el sofocante calor húmedo y pegajoso estaba presente en todas partes; era imposible huir de él. No importaba cuántos sirvientes se afanaran por hacer batir los abanicos de techo en un vaivén incesante, porque el viscoso calor se aferraba al cuerpo como una garrapata a una tortuga. Y era bien sabido que, con el tiempo, la tortuga moría desangrada por el parásito hasta quedar reseca como una momia egipcia.

En ese instante, George recordó sus años previos en la tierra del Nilo, cuando servía como un joven cabo de fusileros en el ejército de Lord Abbercombrie, ante quien Napoleón Bonaparte había huído - impelido quizá por la que, dicen, fue una fatídica premonición que soñó dentro de la Gran Pirámide de Jizaah - y abandonado su debilitado ejército a cargo del general Kléber. Fugaces imágenes - no sólo de los combates en los que había exhibido su hombría con creces, sino también de sus tareas como parte de la maquinaria burocrático-militar británica que buscó reformar todo el sistema socio-político de un país musulmán durante la década de 1840 -, cruzaban por su mente. Eso había sido hacía mucho tiempo, allá por 1802, la primera vez. Y, luego, cuando volvió a pisar las ardientes arenas de Saqqara y acomodarse al ritmo de El Cairo, entre 1841 y 1844.

Ahora, corriendo el año de Nuestro Señor de 1850, se encontraba ostentando el grado de general y viviendo en las inmensas e igualmente desconocidas regiones de la India, en el corazón del todopoderoso British Indian Empire, como gustaban en llamarle todos sus compatriotas e incluso hasta un buen hatajo de nativos que trabajaban felices de ser considerados "súbditos de Su Majestad"; hacìa apenas dos años, la Compañía de las Indias Orientales había llevado a cabo otras tantas y cruentas campañas militares para terminar de someter el último reino independiente del subcontinente al dominio de la Corona: el reino de los sijs.

Fue en una de esas ocasiones que, por su arrojo y desempeño, fue meteóricamente ascendido de grado y condecorado por la mismísima reina en el curso de una pomposa y adecuada ceremonia en el Palacio de Buckingham. Y, a causa de la herida que recibió en combate y le dejó una pierna tiesa - por lo que usaba un bastón de madera oscura y pomo de plata liso, que había dejado sobre su sillón reservado, como hacía siempre -, su propia majestad le encomendó en su actual puesto: presidente honorario del Club de Altos Oficiales de Su Majestad en Adyar, la villa cerca de la cual se encontraba el mayor cuartel británico de la provincia de Madrás y de toda la India.

Nada pudo haberle satisfecho más que ese destino. George era un típico producto de la Inglaterra victoriana, colonialista, moralista y racista que lo había parido y criado. Su vanidad se sentía en la cúspide de su gloria y su abultada renta anual, religiosamente depositada en el Westminster Bank de Londres, tan sólo era comparable a la relación personal y directa que había construido con su majestad y la casa real. Sin hablar de la riqueza incalculable que le trajeron las antigüedades y joyas que hurtó, en esa misma oportunidad, de las cavernosas profundidades del aberrante templo consagrado a esa diosa, más espeluznante todavía que su hábitat, a la que los asesinos tugs adoraban bajo el nombre de Kali, quien, según decían, era la Muerte misma. Para su mentalidad británica, todo eso sólo se trataba de supersticiones y paparruchadas para justificar el asesinato y la matanza masiva en aras de una supuesta liberación del pueblo, al que, además de matarlo a su gusto en nombre de una pagana religión, los tugs incitaban a rebelarse contra sus amos ingleses.

Perdido en sus divagaciones, no se percató de que alguien se había parado junto a él, también sosteniendo un vaso en una mano, pero con la otra descansando, no en un bolsillo de sus pantalones, sino sobre el pomo de un sable enfundado. George apenas le miró de soslayo y dijo:

- Buenas noches, Pumbye. ¿Usted también salió a respirar lo que no hay, aire fresco?
- Oh, no, Hutterton, eso sería un verdadero milagro... Y ya no soy un tan firme creyente como para pedirle a Dios por uno.
- Vamos, vamos, Pumbye. Cualquiera que le oiga pensará que se ha vuelto ateo. ¡San Jorge no lo permita! Usted bien sabe cuánto nos protege el Señor en nuestra cruzada, ¿no es así?
- Claro, Hutterton. En realidad me refiero a que mi fe a veces flaquece después de haber visto tantas cosas horribles en estas regiones alejadas de la mano de Dios.
- En eso le doy la razón, Pumbye. En mis años aquí he visto, escuchado y leído sobre las más grotescas formas de lo que yo no me atrevería a llamar "religiones". ¡Es una ofensa a Dios!
- Por supuesto, Hutterton. Aunque hablaba acerca de la inhumanidad, la brutalidad... Pero, dígame, ¿no ha visto a nuestros otros camaradas? ¿Berlingham, Abrams,… Lord Kutternorth?
- Ah, sí. Están en el salón azul. Podríamos reunirnos con ellos. Me parece que están de noche de recuerdos y resultará entretenido oir sus cuentos... chinos, claro, ¡ja, ja, ja!
- ¡Je, je! Vaya, Hutterton, está usted de humor esta noche. Vamos, presiento que será una velada divertida.

>~<

Entraron al salón de tertulia, ricamente alfombrado con tapetes del Turkistán, sillas y sillones de ratán, jarrones y biombos malayos; mesitas árabes de tapa redonda en plata cincelada y pie cruzado en madera de sándalo, juegos de té de porcelana china e inglesa, jarritos nativos en cobre; en fin, una extensa lista de objetos de las más diversas procedencias orientales y nativas, todos ellos en la gama de tonalidades de los colores azul y dorado, que convertían al ámbito en el sitio ideal para que los oficiales evocaran sus anécdotas y memorias de cuanto destino hubieran recorrido en sus carreras, que solían terminar en este lugar del imperio. El aire ya estaba saturado por el humo de los cigarros y el aroma embriagante del brandy, porque a nadie le faltaba ni lo uno ni lo otro, agitando ambos en sus manos mientras gesticulaban pomposamente acompañando la animada conversación.

Hutterton observó a un amplio grupo de personas que hacía corrillo alrededor de alguien que llevaba la voz cantante, seguramente relatando algo muy interesante, al punto de fascinar a su audiencia, entre la que se contaban numerosos oficiales recién incorporados a los cuadros superiores en la India, como percibió con rapidez y perspicacia. Oyó murmullos y comentarios que pasaban de labios a oídos, pero no alcanzó a distinguir si eran de admiración u otra cosa. Que el relator causaba revuelo entre los oyentes le resultó harto evidente y, entonces, escuchó que Pumbye le decía junto a su oreja izquierda:

- Venga, Hutterton, parece que esa reunión está de lo más interesante. Vamos, acerquémonos y veamos quién tiene tan alborotado a este distinguido grupete de novatos. ¡Dios, qué humareda! ¡Si pareciera que estamos cruzando el umbral de un fumadero de opio!
- ¡Ja, ja, ja! Vamos, Pumbye, usted bien sabe que si así fuera toda esta gente estaría soñando en otro mundo y no tan excitada como parece a primera vista, ¿no es cierto?
- Sí, es cierto. ¿Me acompaña?
- Por supuesto, no me perdería ésto por nada del mundo, Pumbye.

Al aproximarse, Hutterton se percató, al escuchar el tono de voz que no dejaba de dominar la atmósfera, que el relator no era otro que el mayor Richard Williams, y, al ponerse a oir lo que estaba relatando, se dio cuenta que hablaba sobre cómo había perdido todo su regimiento al ser emboscado por los tugs cuando se dirigían a atacarlos en su guarida, oculta en las profundidades de una caverna en las cadenas montañosas del Punjab, desastre militar del que había sido el único sobreviviente; un superviviente al que él mismo, Hutterton, había rescatado a tiempo en el contrataque que siguió inmediatamente a la catástrofe y que terminó exitosamente la labor que Williams ni siquiera había podido empezar. En efecto, el regimiento de Hutterton fue el que masacró a los tugs y tomó la guarida y el templo de Kali, procediendo no sólo a exterminar a los degenerados adoradores de una cruenta y sangrienta deidad, tanto o más degenerada y pagana que sus cultores, sino también a apropiarse de los valiosos tesoros que guardaban allí. Hutterton siguió las ahora balbuceantes frases de Williams con una mirada penetrante y el oído atento:

- Sí, como les digo... Y aquí hay algunos que saben que es la pura verdad, claro que sí. Hice lo posible por retirar el regimiento de manera ordenada, pero esos demonios, porque no son hombres, sino demonios... ¡Esos demonios salían de todas partes! Aparecían de debajo del suelo, de atrás de las rocas, desde las ramas de los árboles... ¡Qué digo, parecía que hubiera uno en cada hoja de cada uno de esos árboles! ¡Dios mío, mis muchachos, mis...! ... No tuvieron ninguna chance, no... ¡les veía caer uno por uno bajo mis propios ojos! ¡Oh, cómo me arrancaría estos ojos!... ¿Me entienden, no?... Claro que no, lo veo en sus miradas... ¡Malditos ojos!...

Algunos alzaron unas voces de compasión, como para confortarlo y hacerle creer que, comprendiendo lo inimaginable, se solidarizaban con sus amargas rememoraciones. ¿Qué oficial a cargo no se sentiría derruído por dentro después de haber vivido semejante hecho? Y, más que eso, ¿cómo no entender cuán culpable se sentía por ser el responsable directo de lo ocurrido? Peor aún, ¿Qué otra cosa podía sentir sino esa enorme culpa por ser el único hombre que sobrevivió? Hutterton oyó que el general Sir Patrick Dunsany le decía, en un susurro, al coronel Peter Stevenson, ambos a unos pocos centímetros de distancia de él:

- Todavía no me explico cómo nadie le ha enviado un sobre con la pluma blanca. Yo no soportaría seguir vivo con semejante carga sobre mis hombros y tamaña vergüenza ante mis pares. Yo me hubiera pegado un tiro en la sien. Es lo que cualquier hombre de honor haría, ¿no le parece, Stevenson?
- Estoy plenamente de acuerdo con usted, Sir Patrick. Esto es vergonzoso, voy a retirarme, si usted me excusa. No tolero permanecer bajo el mismo techo que este cobarde. Encima, es un borracho melancólico. Intolerable, Sir Patrick, intolerable. Todos hemos sufrido pérdidas irremediables, pero no hemos terminado deshonrando la memoria de nuestros muertos de esta manera bochornosa. Con su permiso, Sir Patrick. Buenas noches, que descanse usted - dijo el bigotudo coronel, dejando su copa vacía sobre una mesita taraceada, al tiempo que se retiraba inclinando la cabeza.
- Oh, sí, vaya tranquilo, Stevenson. Yo me voy a quedar un rato más, tengo que conversar con Lord Kutternorth cuando termine este drama griego. Tenemos que viajar juntos a Nueva Delhi y hay temas que tengo que arreglar con él. Buenas noches... y que tenga un sueño agradable, si los mosquitos y la humedad se lo permiten - respondió Sir Patrick, levantando su copa de brandy con una sonrisa afable, para luego llevarla a sus labios.

Hutterton tragó saliva e intentó hacer caso omiso de esa conversación que le pareció ser como una lápida sobre la reputación de Williams en boca del influyente Sir Patrick. Mas no podía negarse a sí mismo que, después de todo, expresaba la misma opinión que tenía la gran mayoría de los presentes, él incluido. Entre tanto, el viejo mayor continuaba diciendo, con su voz cada vez más tomada por el alcohol y sus ojos cada vez más rojizos y obnubilados:

- Yo les digo... Sí, les digo que nos estaban esperando, esos chacales... Chaca... calesss... ¡Cof, cof! Hum... ¿Nadie va a ser tan gentil como para hacerme servir otra copa, eh?
- Mayor, por favor, le ruego que deje de beber. ¿No cree que ya es suficiente? Los nuevos oficiales le han escuchado atentamente y por un rato largo, y los viejos, bueno, ya conocemos lo ocurrido y todos estamos de su parte. No se sienta culpable, usted no podía saber que llevaba al regimiento a una celada, eso lo entendemos todos ¿No le parece que es hora de irse a descansar? La noche está muy calurosa y pesada y no es bueno excederse cuando el tiempo está tan poco confortable para dormir, mayor Williams - atinó a decirle el mayor Charles "Tricky" Dickinson, tratando de que el abatido hombre terminara con el triste espectáculo que estaba dando y dejara en paz al resto como para enfrascarse en otra cosa más alegre y entretenida. Ansiaba armar la mesa de bridge y arrancar la noche de juerga.

- De ninguna manera, ¡qué se piensa, Dickinson!... ¿Acaso es usted mi nodriza? O quisiera serlo, ja... Vamos, mayor, que algunos le conocemos bien... ¡Cof,cof! ¿Dónde está mi copa?
- ¿Qué insinúa, Williams? Pero, ¿cómo se atreve...?
- Vamos, vamos, mayor, ¿no ve que está pasado de copas? A ver, Williams, venga conmigo, vamos, venga... - intervino Pumbye con voz conciliadora, tomando del brazo a Williams y obligándolo a levantarse y acompañarlo, casi a la rastra, hacia la salida.

En ese momento, Hutterton no pudo contenerse más y comenzó a espetar a Williams, ya que no podía dominar su naturaleza camorrera y su aversión hacia el oficial que había dejado que su tropa fuera asesinada de forma tan brutal:

- Pero cómo va a abandonarnos el héroe de la batalla más importante que se haya librado en todo el Imperio. Vamos, Pumbye, déjese de molestar al mayor Williams. Deben ustedes saber, señores recién llegados, que fui yo quien le rescató de manos de esos despreciables fanáticos y que fue gracias a mí que no perdió la vida junto con la de sus hombres. Así que, ¿a qué viene todo este asunto? Venga, Williams, acérquese y reúnase de nuevo con nosotros.
- Oh, Hutterton, no creo que... - alcanzó a decir Pumbye, cuando fue interrumpido intempestivamente por Williams.
- ¡Eso, eso!... El general Hutterton tiene razón... ¡He aquí a mi salvador! ¡Sí, caballeros!... Este es el hombre, el valiente, el verdadero héroe de la batalla del Templo de la Sangre... Me rescató... Sí, es cierto, señores, a él le debo estar con vida... ¡Una vida que me tortura, que me...!
- ¡No, no, no, Williams! No debe usted decir esas cosas. Vamos, venga aquí que ya tengo las copas llenas con las que brindaremos, una vez más, por el feliz final.
- ¡¿Final feliz?! ¿Fue feliz el final de mis hombres dice usted, eh?
- En absoluto, no me malinterprete. Me refiero a que pude salvar su vida y es lo que nos permite tenerlo entre nosotros. Sé muy bien que usted es un gran militar y que sólo ha tenido mala suerte... Bueno, si es que la suerte existe, ¿no?
- ¡¿Qué quiere decirme?! ¿Que la suerte acaso tuvo algo que ver?
- Siempre hay algo de ella en los acontecimientos de la vida, ¿no es cierto, caballeros? - respondió Hutterton, mirando alrededor en busca de la aprobación de los demás, cosa que, lógicamente, obtuvo.
- ¡Déjese de hablar sin sentido, Hutterton! ¡Nada tuvo que ver la suerte en ésto! ¡Fue...! ¡Fue...! Pero, ¡no, no puedo decírselo!... ¡Mas no fue la suerte, qué bah!
- No se altere, Williams, no sea cosa que le dé un infarto y lo haya salvado antes para que ahora termine muriéndose a causa de unos banales comentarios.
- ¡Usted es un descarado y un pedante, Hutterton! ¡Mejor cállese y deje que me marche!... Pumbye tiene razón, no me estoy sintiendo bien... no...me... ssss... naa...da bien...
- Pero si se le ve de buen semblante, bien rojiza la nariz y tembleque la mano, Williams. ¿Es consecuencia de la ebriedad o de la cobardía que dicen algunos que le es propia?
- ... -
Williams empalideció y se quedó mudo, apretando los labios en un rictus de ira contenida, los ojos encendidos y brillantes. Empezó a temblar, moviendo la boca como si intentara responder la afrenta, pero imposibilitado de hacerlo por la furia que era notorio invadía su persona. Pumbye se interpuso entre ellos, temiendo que todo terminara en una grave trifulca, por lo que le dijo a Hutterton:

- No sé qué es lo que se propone con ésto, Hutterton, pero me parece muy desagradable su actitud para con un hombre que, en este momento de su vida, lo que necesita es el apoyo de todos nosotros. Ha sufrido bastante ya con su desgracia, no somos quiénes para aumentarla. Me extraña en usted, Hutterton, lo hacía más humano.
- Pero si soy de lo más humano que existe, Pumbye. No va usted a decirme que no piensa lo que la mayoría de los que estamos aquí. ¿O ustedes no lo creen así, caballeros? - miró Hutterton a su alrededor, encontrando el contínuo apoyo y simpatía de la audiencia que, por momentos, dejaba oir sus risas ante las palabras del general y el curso que había cobrado la conversación.
- Pues me place decirle que estoy en total desacuerdo con esa mayoría, Hutterton - le espetó Pumbye secamente - Ahora, venga conmigo, Williams, deje de exponerse ante esta gente, por favor. Le acompañaré hasta afuera. Buenas noches, señores, supongo que ahora podrán terminar la velada a su gusto.
- Buenas noches, Pumbye,... Williams - Hutterton hizo una pantomima de inclinación de cabeza en dirección al último, dejando escapar una sonrisa de burla y desprecio desde sus labios - Espero que en el trayecto no se topen con ningún problema. En cualquier caso, griten, como Williams lo sabe hacer tan bien... para que les rescatemos. Ya lo hice antes y lo puedo hacer de nuevo, ¡ja, ja, ja!

Williams tuvo el impulso de darse vuelta para golpear a Hutterton, pero Pumbye lo impidió, obligándolo a salir del salón. Una vez fuera, Williams se apoyó contra uno de los postes que sostenían la techumbre de la galería. El aire estaba habitado por una innumerable cantidad de seres evanescentes y sonoros de inidentificable origen y naturaleza, que parecían formar un fondo de música monótona, susurrante e inquietante. Las sombras cohabitaban con la oscuridad vegetal del entorno, moviéndose apenas o deslizándose unidas a las siluetas de los árboles, los arbustos, las plantas. El césped, prolijamente cortado por los jardineros indios, centelleaba como hebras de plata en una alfombra sin arruga alguna, pero plagada por millares de diminutos y tiesos tentáculos que brillaban con la luminiscencia selenita de una luna ausente, oculta desde hacía días tras las opacas y tenebrosas nubes que no traían la lluvia.

Pumbye permanecía en pie junto a Williams, sosteniéndole por un brazo, en tanto éste movía su cabeza de un lado al otro, con los ojos cerrados, apoyada sobre el poste, y balbuceaba incoherencias que no podía entender, aunque comprendía que no podía dejarlo allí, por lo que decidió llevarlo hasta su residencia y dejarlo en manos de la servidumbre. Miss Williams había regresado a la Madre Patria luego del desastre; un duro golpe para el mayor, que terminó por derrumbarlo en la pena y la depresión alcohólica. Desde que ella partiera, sus visitas al mostrador del Club y su apego a la botella de brandy se volvieron legendarias. Habían pasado siete meses. Siete siglos en el infierno del borracho.

Sin meditarlo por más tiempo, Pumbye pasó el hombro de Williams por sobre los suyos y lo tomó por debajo del otro brazo para, luego de acomodarle lo mejor posible, iniciar la lenta y beoda caminata. Por un segundo, Pumbye sintió escalofríos y se detuvo para escuchar el creciente y lóbrego zumbido siseante con el que la Naturaleza les acompañaba en su trayecto. Un retumbar sordo y lejano de truenos le sobresaltó y elevó sus desorbitados ojos hacia el cielo, expectante ante la perspectiva de que llegara la ansiada lluvia; pero la bóveda celestial seguía gris y rocosa, imperturbable como siempre.

>~<

Ya era bien pasada la medianoche cuando, luego de erigirse en el centro de atención de los nóveles oficiales, en el bien ponderado camarada de los viejos y, una vez más, en el héroe de la toma del Templo de la Sangre, y después de beber, jaranear y jugar un par de partidas de póker abierto, Hutterton cruzó la puerta del salón azul y salió al bochornoso clima exterior.

Sintió como si su garganta se cerrara y se negara a suministrar oxígeno a sus pulmones, no sólo por la pesadez del aire, sino porque parado frente a él, apoyado contra uno de los postes de la galería, estaba Williams mirándolo fijo, con el ceño profundamente fruncido y los ojos brillantes, como ausentes. Al verle, se detuvo en seco y, en su mente, se le encendió una luz de alarma. ¿Lo estuvo esperando todo este tiempo? ¿No le había llevado Pumbye a su casa? ¿Dónde estaba Pumbye? Y, ¿qué hacía allí Williams, esperándolo en la penumbra? ¿Para qué? Hutterton llevó su mano derecha al pomo del sable que pendía del cinturón, cuando Williams le sorprendió moviendo hacia adelante su rostro, cobrando una vivacidad inesperada, al tiempo que le decía:

- Hutterton, es usted un verdadero desgraciado. ¿Qué necesidad tenía de humillarme de esa manera ante los "nuevos"? De ustedes, los "viejos", no puedo esperar otra cosa que su hipocresía, pero los "nuevos"... Se lo digo y se lo repito, Hutterton, es usted un maldito hijo de perra...
- No se atreva a insultarme, Williams, porque le juro que le ensarto mi sable en el vientre, ahora mismo - replicó el aludido, dando un paso atrás y sacando hasta la media hoja el sable de la funda.
- Oooh... Vamos, Hutterton, no tengo intención de batirme con usted, ahora o nunca. ¿Lo ve usted? Usted es un asno, Hutterton. Por fin me doy cuenta de que usted no entendió nada entonces y sigue sin entenderlo ahora, ¿no es cierto?
- No sé de qué demonios me está hablando, Williams. Ahora, apártese de mi camino y no vuelva a dirigirme la palabra en privado o en público, ¡nunca más! ¡¿Me entiende?!
- ¡Ja, ja, ja! Maldito infeliz... Se cree que por haberme salvado a último momento tiene usted el derecho de atribuirse honores… de humillar y gozar del malestar ajeno. ¡Maldito imbécil! ¿Quiere sacar la espada, eh? El muy cobarde aquí parece ser otro que no soy yo... ¿Va a matarme estando desarmado? ¿No sería realmente humillante, general? ¿El héroe, el valiente, el asesino que mata en un arrebato de furor? ¿Qué dirían de usted los "viejos",… qué le contarían a los "nuevos", eh?
- Usted me da asco, borrachín, y sólo por eso no pienso ensuciar mi nombre y mi honor matándole. Usted lo hace por mí, bebiendo como lo hace. ¿Por qué no se bebe un barril de un trago y se muere cirrótico de una buena vez, Williams? Usted es un hombre destruido,… es hora de enterrarse en algún lugar profundo, bien profundo, ¿no cree, Williams?.
- ¡Ja ! ¡Más quisiera, Hutterton!... Je, je, je... Sí, ¡cómo desea usted que desaparezca, que me muera! ¿No?... Sólo los muertos saben guardar secretos, ¿no es así, Hutterton?
- ... - Hutterton notó que venía saliendo del salón, a sus espaldas, un grupo de personas, por lo que no respondió el acicateo de Williams, aprovechando para volverse y, uniéndose a ellas, alejarse rápidamente del viejo mayor, que se quedó mirando cómo su figura se entremezclaba con el resto y se perdía rápidamente por el camino de salida del Club.

Por fortuna para Hutterton, algunas de esas personas eran vecinas, de modo que llegó a su residencia particular acompañado por la algarabía de todo un cortejo de oficiales tan alegres como él mismo. En verdad, la velada había resultado de lo más divertida y el episodio con Williams había alentado numerosos y prolongados comentarios, sazonados con chanzas y bromas un tanto subidas de tono acerca del "desempeño" del mayor en la guerra y "otros campos... fértiles... ¡Ja, ja, ja!", recordó esa intervención al comentar sobre la vida matrimonial de aquel y un asomo de sonrisa se prefiló en la comisura de sus labios.

Luego de despedirse de todos y ser recibido por dos de sus diligentes servidores, Hutterton fue directamente a su dormitorio para acostarse; al día siguiente había tarea que hacer: Sir Patrick y Lord Kutternorth debían irse a Nueva Dheli y él estaba a cargo de ultimar los preparativos para su viaje. En especial, el papelerío burocrático, tarea para la cual estaba muy bien preparado. Lo había demostrado en Egipto.

Esa noche la pasó inquieto, dando vueltas y vueltas por la cama, arrobándose con las sábanas, arrojándolas a sus pies; abrazado a las almohadas o tirándolas al piso, no había caso, no podía dormir. El bochorno era demasiado intenso y notaba cómo se encontraba transpirando entre las sábanas, húmedas con su propio sudor. Debió tardar más de media hora en caer en el abrazo de Morfeo, atontado por el licor y el calor.

Y en poco menos tiempo ya estaba teniendo su primer sueño. Un sueño extraño, en donde se veía amenazado por enemigos que salían por doquier, pero que gallardamente repelía, espantaba, mataba … Con el rostro sudoroso y el sable en su mano, nadie era capaz de detenerle, un tiro aquí, un sablazo allá. Saltaba de roca en roca, disparando su pistola y rasgando el aire con su espada, y a su alrededor se despolomaban sus adversarios. Buscaban acabar con él, pero él era invencible; espadachín experto y excelsa pistola de balas que no acaban, como en los sueños. Pero ahora el sueño ha pasado a convertirse en esa cueva de ratas en la que ve a Williams. Sí, es Williams, rodeado por turbantes impiadosos que hacen lo imposible por clavarle una lanza, un kriss malayo o una daga turca… por matarlo. Y se ve, arrastrándose tras una roca, apuntando hacia sus cuerpos, disparando, disparando. El sonido de los disparos resuena en su cabeza como el trueno de la lluvia que no llega nunca. Una mano se levanta en agonía; otro cuerpo, allí, cae herido de muerte; unas corridas, alguien trata de escapar de la balacera, apunto, apunto y tiro, tiro de muerte. ¿Y Williams? Giro en redondo y veo a Williams que se me acerca, mirándome fijo con ojos de muerto, y… y… "¡Oh, Dios mío! ¡Estás… estás muerto!".

Saltando sobre su cama, Hutterton despertó conmocionado, bufando como un buey y nervioso, muy nervioso. "¡Santa madre de Dios, qué pesadilla! Bah… fue sólo eso, ya. De todos modos, a Williams no lo encontré así, ¡no, que va! Estaba rodeado de tugs, pero no estaba muerto. Gracias a Dios, no estuve allí cuando lo rodearon. Pero luego,… ¡Ja, ja, ja! Pero, ¡qué tontería absurda!", pensó para sí. Echó una ojeada al reloj y, viendo que faltaba poco para tener que levantarse, Hutterton decidió hacerlo en ese momento. Se puso en pie, tomó sus ropas y empezó a vestirse con la parsimonia que le caracterizaba.

Luego de tomar un frugal desayuno - el calor seguía siendo el mismo de siempre, aún cuando apenas rayaba el alba -, Hutterton salió de su casa camino a su cuartel general, la oficina del Club.

>~<

Con paso vivaz, Hutterton entró en su despacho, luego de recoger la correspondencia de la madrugada de manos del sargento Sutterland. Dejó su sombrero sobre una silla, su bastón favorito apoyado contra una esquina de la pared y se despatarró sobre su sillón de ratán con mullidos almohadones marroquíes. Una vez acomodado, comenzó a pasar sobre por sobre ante su vista, uno tras otro, con la misma rapidez con que los iba dejando caer en el cestillo de la basura. Hasta que, de pronto, se quedó congelado con uno tomado en la punta de sus dedos. Su mirada centelleó por un instante, para volverse acerada y vidriosa al siguiente.

"Pero, ¡cómo se atreve este badulaque! ¡Lo voy a matar!", se dijo a sí mismo en un arrebato de ira mental. Su cabeza bullía como un caldero del infierno. ¡Cómo tenía el coraje, ese Williams, para enviarle una nota después del episodio de la noche anterior! ¿Es que ya no entendía nada, este borracho empedernido? ¡Debía hacer algo! ¡Sí, y rápido! Williams le había echado una velada amenaza que, de volverse realidad, le podía costar su actual y remunerativo (en todos los sentidos) cargo de presidente del Club. ¡No se dejaría amilanar por este necio, este maldito mal nacido!

Mientras así pensaba, su cuerpo pareció actuar por sí mismo, puesto que en un santiamén se vió a sí mismo leyendo el contenido del sobre sin recordar haberlo abierto. La impolutamente blanca hoja que tenía ante los ojos, sin embargo, le decía que asì lo había hecho en algún momento. Y su mirada parecía no poder apartarse de lo que le comunicaba aquella misiva, hasta que estuvo bien conciente de lo que decía su texto:

Estimado Gral. Hutterton,

Ruego sepa disculpar mi imperdonable comportamiento de anoche. Deseo expresarle mis apologías en persona y, para ello, le ruego encarecidamente acepte mi invitación para cenar, los dos solos, en mi bungalow esta noche. Haré preparar los manjares más exquisitos - ya sabe Usted que a Sajib no hay quien le pueda ganar en la cocina local o inglesa - y podremos hablar detenidamente mientras fumamos unos puros en la galería.

He reflexionado mucho sobre mi situación y considero que Usted es la única persona lo suficientemente centrada y ecuánime como para poder ayudarme a salir de ella. Le imploro que no rechace mi invitación y que concurra a las veinte horas para cenar y ver que puede Usted hacer por mí; se lo pido en aras de nuestra antigua amistad, aunque ahora me considere un cretino. Sé que todavía debe guardar algún sentimiento por nuestra relación amistosa, después de tantos años.

Mayor Williams

Hutterton dejó la carta sobre el escritorio y llamó a los gritos al sargento Sutterland.

- ¿Cuándo llegó esta nota de Williams, Sutterland? - le espetó con cara de pocos amigos.
- ¿Del mayor Williams? No vi ninguna de él dirigida a usted, señor. - contestó Sutterland, algo cariacontecido y pensando que no era posible que algo así se le hubiera pasado por alto.
- ¿Es usted sordo, Sutterland, o me toma de idiota? ¿Qué es esto, entonces? - adujo Hutterton, al tiempo que recogía la hoja de papel y se la refregaba en las narices.
- No tengo la menor idea, señor. Esa nota no estaba con las que yo le entregué hace un rato, se lo juro, señor.
- Oh... ¡Vamos, Sutterland! ¿Quiere usted jugar conmigo? ¿Es que se quedó dormido anoche, eh? Es eso, ¿no? Alguien vino, seguramente uno de sus sirvientes, y como lo encontró durmiendo, la puso en la pila con las otras y se marchó. Sí, es eso, ¿no es cierto, Sutterland? - replicó el general con el ceño fruncido y en uno tono de suficiencia irritante.

- No es posible, señor. No me dormì en la guardia. Tengo testigos. El teniente Douglas y el sargento Tristani estuvieron conmigo toda la noche. Ninguno se durmió, señor.
- Llámelos, quiero que corroboren su historia. Sería increíble que se durmieran los tres juntos, ¿o no?
- Así es, señor. Voy a buscarlos, señor.
- Vaya y vengan enseguida. Esto es muy extraño y voy a desentrañar el misterio, así tenga que hacerlos encerrar a los tres hasta que alguno confiese la verdad.
- Sí, señor. Lo que usted diga, señor.

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Se quedó mirando la carta que todavìa aferraba en una mano. Sus manos transpiraban. Arrojó la nota sobre el escritorio con un gesto furibundo y tomó un pañuelo para secárselas. Había terminado de interrogar a los tres guardias nocturnos y todos coincidieron en que era imposible que alguien hubiera podido dejar el mensaje escrito sin que ninguno de ellos se percatara. A él le resultaba imposible creerles. Pero prefirió dejar pasar el hecho, no fuera que comenzaran a circular rumores impropios y supersticiosos. Las habladurías era con lo que se entretenía la tropa y, después de ella, cuando los chismes de la chusma abandonaban el cìrculo del cuartel, pasarían a los comerciantes, los sirvientes, y terminarían llegando a los círculos en los que no debían entrar: los círculos aristocràticos que frecuentaba. Y ni qué decir si alguno de ellos llegaba hasta los oídos regios.

Despachó a los soldados destempladamente y se puso a revisar papeles. Tenía que asegurarse de que el viaje a Nueva Delhi fuera lo màs cómodo y seguro para Sir Dunsany y Lord Kutternorth. Habría pasado unos veinte minutos ocupando su cabeza con números, cifras, tablas, destinos y vituallas, cuando pensó, involuntariamente, en la carta. La idea de cenar con el mayor Williams se le presentó como en un sueño diurno; de pronto, dio un respingo en su sillón y se encontró gritando "¡No, no iré!", solo, en medio de su oficina. Sudaba a mares y la humedad ambiente le resultaba sofocante. Sacudió su cabeza atónito y se mostró algo sobresaltado.

Volvió a sumergirse en la mar de tareas que tenía que chequear y, al cabo de una media hora, cayó en un sopor que le impidió mantener abiertos los ojos. Entre la bruma del cabeceado entresueño, alcanzó a ver a un Williams de mirada muerta que buscaba entregarle un papel. Él lo tomaba de sus manos y... ¡era de nuevo la invitación para cenar! Despertó agitado y aspirando el aire a bocanadas. Sus ropas estaban empapadas en sudor. Llamó a uno de sus mucamos y le ordenó que le preparase un baño tibio y ropas nuevas, diciéndole que el calor ese día estaba insoportable. El sirviente, sin decir palabra excepto un parco "Sí, sahib", partió prestamente a dar curso a sus deseos, en tanto Hutterton volvía a caer dormido en su sillón.

Se vio en medio de las montañas, desnudo, recibiendo el embate de fuertes vientos bajo un cielo de negrura excepcional. Parecía estar a punto de descargarse una tormenta tropical, pero, sin embargo, reinaban tan sólo el silencio y el ulular del viento furioso. En eso, desde atrás de una roca, se le apareció Williams, con buen semblante, y se le aproximó corriendo como un adolescente, para poner en sus manos un papel doblado y seguir su carrera hasta desaparecer tal como había aparecido. Desdobló el papel y leyó, otra vez, el conocido texto de la invitación. Esta vez, su despertar fue marcado por las sacudidas leves que le daba en el hombro su sirviente, que venía a decirle que sus órdenes se habían cumplido y que, si lo deseaba, podía tomar su baño.

Se desvistió con una extraña sensación y se metió en la humeante tina. Se sentó, estirando las piernas y tomándose de los bordes con las manos y los brazos extendidos, mirando fijamente hacia delante. Por su mente cruzaban mil imágenes, de las cuales novecientas eran de la carta de Williams, ensobrada, desplegada, torcida hacia un lado o hacia el otro; el texto de su invitación para cenar pasaba incesantemente por su cabeza, iba y venía, subía y bajaba. Estaba obsesionado. Y seguía sintiendo esa molesta sensación indefinida, atosigándole desde alguna parte oculta de sí mismo.

Salió del baño, habiéndose vestido nuevamente y volvió a su oficina. Se dirigió al escritorio, tomó la misiva y se quedó leyéndola y releyéndola por un buen rato, al cabo del cual exhaló, como en un suspiro, las palabras "Basta con esta locura. Iré, sí, iré a ver que tiene que decir, después de todo… ¡Maldición!".

Con voz estertórea, llamó al sargento Sutterton y le dijo que mandara a un sirviente a la casa del mayor Williams para avisarle que aceptaba su invitación y que estaría en su bungalow esa noche a las ocho.

Con la toma de la decisión, pareció como si le quitaran un peso de la espalda; la desagradable sensación se esfumó, llevándose consigo su negativa a concurrir a esa cena.

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Llegada la hora, Hutterton se presentó ante la puerta de la casa de Williams, siendo recibido por un sirviente silencioso, que inmediatamente lo condujo por un corredor hasta una sala ricamente decorada, en donde le dejó esperando mientras anunciaba su arribo al sahib. Hutterton paseó la mirada por el recinto, notando bastantes cambios desde la última vez que había estado en el bungalow, cuando todavía estaba Mrs. Williams y en la atmósfera se respiraba un aire más femenino y delicado. Ahora, el ambiente estaba dominado por retorcidas estatuillas de dioses paganos, tapices con diseños curiosos, que atraían la vista tanto como eran rechazados por el espíritu; algunas sillas y taburetes presentaban igualmente pavorosos detalles o rebuscadas e inidentificables representaciones, y algunas, en el lugar de las patas, tenían las imágenes de groseras y agresivas garras con amenazadoras uñas y desagradables tentáculos. Hutterton pensó si realmente Williams no se habría vuelto loco, cuando, en medio de esas cavilaciones, escuchó que a sus espaldas entraba al salón su anfitrión:

- Buenas noches, Hutterton, ¡cuánto me alegro que haya aceptado usted mi invitación! - exclamó el mayor con una amplia sonrisa iluminando su rostro.
- Oh… Buenas noches, Williams… Sí, decidí venir finalmente. Le confieso que dudé mucho y estuve todo el día analizando su propuesta. Pero vine en recuerdo de nuestra antigua amistad y a que usted me ha pedido ayuda para superar su actual trance. Es comprensible. Y, le confieso, nunca he dejado de apreciarlo, pero su comportamiento de los últimos tiempos… ¡lo único que ha logrado es que todos se aparten de usted, Williams, vamos, hombre! - respondió el general, con cierto dejo de hipocresía, aunque no malintencionadamente. La mentira estaba arraigada en su naturaleza.
- Bien, bien. Pero… venga, Hutterton, venga, tomémos asiento mientras esperamos que nos avisen los sirvientes que está la cena servida. Le prometo que hoy comeremos como los dioses - agregó Williams, mientras con un gesto le invitaba a sentarse en uno de los sillones de ratán.
- Gracias, Williams, gracias. Hablando de dioses, le quería preguntar a qué viene esta decoración tan… folclórica, por decirle algo - adujo Hutterton, mientras se acomodaba.
- Ah… eso,… no es nada especial, Hutterton… simplemente objetos que he ido recogiendo a lo largo de mi estadía en la India. Usted bien sabe que, cuando usted llegó a este destino, yo ya llevaba viviendo unos años aquí - le contestó Williams con el rostro más inocente del mundo.
- Sí, cierto, claro que lo recuerdo. ¿Eran cinco o seis años?
- Ocho, para ser exactos. Bueno, usted sabe también que siempre fui un aficionado a estudiar las costumbres locales y, en especial, las religiosas - siguió Williams.
- Es verdad, siempre fue una pasión suya. Una de esas pasiones que nunca comprendí cabalmente, debo confesarle ahora. Si uno es un creyente católico, no veo para qué quisiera enfrascarse en conocer esas supersticiones primitivas y salvajes, en vez de dedicar el tiempo a convertir a los nativos a la verdadera religión - acotó Hutterton, adoptando su habitual voz de suficiencia.
- Bueno, no voy a discutirlo con un creyente católico. Sería del todo inútil, ¿no le parece, Hutterton? ¿Por qué lo pregunta, en primer lugar? ¿Cree que me he vuelto hinduísta? - inquirió Williams buscando con su mirada a los ojos del general, que los rehuyó haciendo que dejaba su espada a un lado del sillón.
- Ya me estaba incomodando, je - fue toda la respuesta de Hutterton.
- Oh, pero qué poco cortés estoy… ¿Desea beber algo, un brandy? - le ofreció Williams, como si se hubiera olvidado de sus preguntas y desinteresado por las posibles respuestas.
- Hum… un poco de brandy no estaría mal. Con limonada y hielo, por favor, si no es molestia, Williams.
- En absoluto… no cambia los hábitos, ¿eh, Hutterton?
- "Genio y figura hasta la sepultura", es lo que dicen, ¿no es así?
- Claro,… "hasta la sepultura", je, je… es usted divertido, Hutterton.

Williams fue hasta un aparador de mimbre, abrió una tapadera levadiza y tras ella surgió el brillo de las botellas de bebidas alcoholicas. Tomó una botella de "Coddigann's" y escanció dos vasos, a uno de los cuales agregó hielo, para luego echarle limonada hasta el borde.

- Era así cómo era su trago, ¿no es cierto, Hutterton?
- Tiene buena memoria, Williams. Es exactamente así, gracias.
- Por favor, Hutterton, no hay de qué… pero volviendo a lo que estábamos hablando… ¿cree usted que mis estudios de las costumbres locales han sido sólo un pasatiempo? No, Hutterton, para nada. Me he compenetrado con aristas tan oscuras y terribles de lo que llamamos "religiones primitivas" en estos años, que puedo contarle muchas cosas que usted ignora, pero no es eso lo que nos ha juntado hoy aquí.
- Sí, la verdad me gustaría que se deje de andar con tantos rodeos y me diga en qué y de qué modo puedo ayudarlo. Creo que para eso me convocó a esta cena, ¿no es cierto?
- Sí, sí, claro… pero, para qué apresurarnos si podemos conocernos un poco más de lo que ya nos conocemos. Después de todo, fueron muchos años de amistad. Me parece que lo que pueda contarle de mí, por otro lado, le permitirá asistirme de mejor manera, ¿no piensa lo mismo?
- Bueno… sí, claro. En fin, cuénteme lo que quiera, Williams. - El mayor, entretanto, volvió a llenar la copa de Hutterton.
- Bien, entonces, le decía que desde hace tiempo que me dedico al mejor conocimiento de las creencias nativas y, actualmente, creo ser uno de los mejores eruditos en la materia. Oh, sí, Hutterton, a pesar de todas mis desgracias parece ser que en casa, en la Sociedad Real de Estudios Antropológicos, me tienen en muy alta consideración por mis aportes… Claro, usted de eso no sabe nada, me imagino.
- Francamente, nada, Williams. Me congratulo por su éxito, aunque más no sea en algún área de su actividad.
- Gracias, Hutterton. De todas las cosas de esta tierra, lo que más me atrajo fue el culto a la muerte.
- ¿Cómo?
- Sí, el culto a Kali. La diosa cuyo templo usted expolió con tanta buena fortuna, al punto de que, encima, lo disparó hasta el generalato.
- Williams, no empiece usted a mofarse de mí otra vez porque…
- Oh, no, para nada, Hutterton. Sólo me limito a señalar un hecho que a nadie más que a nosotros puede importarnos y que nadie más conoce. Vamos, no sea irascible. No todo lo que digo es chanza, usted lo sabe bien, ¿no?
- Está bien, se lo concedo, algo de verdad hay en sus palabras, pero, ¿es necesario mencionar lo que los dos ya sabemos que pasó?
- Bueno, es que ahí radica parte de nuestra conversación. Le decía que me involucré muy profundamente en el culto y las creencias del mismo, al punto de entrar en contacto con algunos tugs de alto rango… sí, como lo oye, Hutterton, conocí a algunos de nuestros mortales enemigos, pero eso fue cuando todavía no lo eran y el reino de los sijs estaba en buenas relaciones con nosotros y los otros principados, años ha. Después, con la declaración formal de la guerra, dejé de verlos por un tiempo. Hasta que los volví a encontrar en mi contra en el Templo de la Sangre, el santuario de la diosa de la muerte, la mansión de Kali, la diosa a quien durante tantos años había dedicado mis estudios y mis sueños.
- ¿A qué se refiere, Williams? ¿Acaso estaba obsesionado con esa superchería?
- Podría decirle que sí, pero volvamos a esos tugs que conocía y volví a encontrar. Ellos me revelaron algo esencial en ese momento, algo que abrió mis ojos y mi mente y que los mantiene abiertos desde entonces… abiertos para no quitarlos de encima de los traidores.
- ¿Traidores?
- Sí, hubo dos traidores aquella vez del templo, ¿no lo sabía usted, Hutterton?
- No, pero tampoco imagino de qué traición puede tratarse ni de quiénes podrían ser esos hombres que menciona.
- Ah… la traición fue doble, Hutterton. Por una parte, me traicionaron a mí, enviándome a esa celada tan bien urdida que destruyó mi brigada por completo; por la otra, a los tugs mismos, que por entretenerse conmigo fueron a su vez exterminados por usted, que llegó retrasado… sí, demasiado tarde como para salvar a mis hombres.
- Yo marché cuando me fue ordenado por Sir Sullivan. Él mismo desapareció del campo de batalla y no se le ha vuelto a ver después de la refriega en el templo. Pero no fue culpa mía, en todo caso, sino de Sir Sullivan.
- Sir Sullivan… un personaje de alcurnia. En realidad, un verdadero Maquiavelo, Hutterton, un conspirador de palacio, eso es… o era.
- ¿Por qué lo da por muerto? Sólo está desaparecido y lo seguimos buscando. Pudo haber sido hecho prisionero y llevado consigo por los pocos tugs que escaparon. Ahora nos estan dando alguno que otro problema menor con su forma de pelear: "golpeo y me escondo", ¿le parece caballeroso eso, Williams?
- Porque sé de lo que hablo. ¿Quiere que le muestre algo en lo que me baso para hacer mi afirmación?
- ¿Cómo es eso posible, Williams?
- Venga, vamos, no se niegue, venga y le mostraré. Es una prueba cabal de lo que digo: Sir Sullivan está muerto.
- Válgame el cielo, ¿los tugs le enviaron un mensaje?
- Oh, no, no es eso, Hutterton. El mensaje es de Sir Sullivan mismo.
- Pero… ¿cómo es eso?
- Venga conmigo, Hutterton, y lo verá por usted mismo. ¿Me acompaña? - dijo el mayor, al tiempo que dejaba el vaso de brandy sobre una mesita y se levantaba de su asiento.

Hutterton titubeó un segundo, pero inmediatamente dejó su propio vaso y se puso en pie, dispuesto a seguir a Williams. Con una amplia sonrisa, éste le hizo una seña con la mano y se encaminó hacia el interior del bungalow; pasaron por un par de habitaciones, decoradas tan estrambóticamente como la otra, y de allí salieron a un patio a cielo abierto, para alcanzar unos recintos de ladrillo y paja, en uno de los cuales funcionaba la cocina, en otro el almacén y en un tercero una especie de depósito. Entrando a este último, Williams condujo a su invitado hasta una trampilla en el suelo, la cual abrió y por la que descendió prestamente; Hutterton hizo lo propio, extrañado del destino al que el mayor le conducía y pensando si, realmente, no estaría loco de remate. Una vez abajo, se encontró en una especie de túnel artificialmente excavado que se prolongaba en dirección oeste hasta donde alcanzaba su mirada.

- Es bien largo este túnel, Williams. ¿Se puede saber a dónde me lleva? - no pudo evitar preguntarle, con cierta inquietud.
- Oh… no se preocupe, Hutterton. Si bien es cierto que el pasadizo es extenso, nos llevará a dónde le quiero llevar.
- Pues es lo que quisiera saber… ya, Williams, dígamelo de una vez.
- Vamos a ver a Sir Sullivan y su mensaje, Hutterton.
- ¿¡Está aquí!?
- …
- ¿No oyó lo que le pregunté? ¿Sir Sullivan está aquí, en este sótano?

Antes de que llegara la respuesta de Williams, Hutterton vio que habían arribado a su destino: una maciza puerta de madera y hierro se erguía ante ellos, esgrimiendo su herrumbrosa pero todavía útil cerradura. Williams extrajo una llave de su bolsillo y procedió a abrirla, ofreciéndole el paso al general.

- Adelante, general, ahora sabrá todo.

Hutterton ingresó a la estancia que se abría tras la puerta, la que se encontraba completamente a oscuras, e iba a hacérselo notar al mayor, cuando éste ya adelantaba una antorcha en su interior. A la luz chisporroteante y ondulante de la misma, Hutterton echó una mirada alrededor y se detuvo en un bulto que yacía sobre un montículo de paja. Su vista quedó congelada en ese bulto, que parecía tener jirones de una chaqueta militar… ¡sí, era un uniforme! Raído, deteriorado, rasgado, pero se le reconocía como tal… Fue cuando Hutterton, por las medallas semi derretidas que todavía colgaban de ella pudo reconocer… ¡el uniforme de Sir Sullivan! Mas lo peor fue cuando miró en dirección a su rostro: estaba semi derretido, enseñando los blancos dientes a través de los disueltos carrillos, la nariz hecha un bodoque informe y sanguinolento, las cuencas de los ojos vaciadas y desbordadas de sangre y fluídos… Y todo el resto estaba igual, allí donde podía verlo: sus manos agarrotadas, mitad huesos resquebrajados y mitad carne lacerada… Ahogó un grito de pavor, pero atinó a decir, alelado:

- ¡¿Qué es esto?!... ¿Qué le ha pasado?... ¿Cómo…?
- ¿Ve que está muerto? Se lo dije. Así es como deben morir los traidores, Hutterton. Lo dicta la Ley de Kali. - oyó que le decía Williams junto al oído, con la voz cargada de odio.
- ¿Qué quiere insinuar? - expresó Hutterton, imaginando temerosamente la respuesta y atenazado por el miedo.
- Lo que oye. Usted también cae bajo esa regla, Hutterton… Traidor…

En ese momento, Hutterton sintió un profundo vahído que hizo que toda la habitación girara en torno suyo, al tiempo que unos fuertes calambres paralizaban sus piernas, su pecho le oprimía y su lengua estaba anudada: le resultaba imposible emitir un solo sonido. Cayó al piso como un saco de papas, en donde permaneció bajo la ígnea mirada de Williams, que sonreía mefistofélicamente.

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Cuando salió de las brumas de la inconsciencia, Hutterton vio que tenía enfrente suyo, y a la misma altura, al desgraciado cadáver de Sir Sullivan. Intentó en vano levantarse; estaba echado boca arriba en el suelo y engrillado de pies y manos muy ajustadamente.

- ¡Williams, maldita sea! ¿Qué pretende? ¿Por qué a mí, eh? - alcanzó a gritar, interrogando al oscuro ambiente que le envolvía.
- Oh… vamos general, no se haga el inocente. Sir Sullivan me vendió a los tugs con su connivencia para robar el tesoro de Kali. - surgió la voz de Williams desde la oscuridad, hasta que, de pronto, se hizo una penumbra algo más visible. El mayor había vuelto a encender la antorcha.
- ¿Con mi…? ¡Oh, no, Williams, se equivoca, se equivoca conmigo!
- Para nada, Hutterton. Usted sabía muy bien que me estaban masacrando mientras esperaba el tiempo que Sir Sullivan le indicó, antes de entrar en acción. Para cuando usted llegara, mis hombres y yo seríamos tan sólo pasto de los buitres, y usted lo sabía. Me lo contó Sir Sullivan mismo, antes de terminar como puede verlo.
- ¡No, no es verdad, no es verdad, Williams, por favor!
- Oh, sí, claro que es verdad, Hutterton. ¿Acaso cuando se enteró de que Sir Sullivan no aparecía por ninguna parte, usted no brincó de alegría? Todo ese tesoro para usted solo… Vaya, Hutterton, ¿quién no lo habría hecho? Esas gemas, zafiros, rubíes, esmeraldas, perlas, oro… mucho oro… sí, yo también me hubiera alegrado por la desaparición de mi socio. Con lo que no contaba era conmigo, con que estuviera vivo todavía. Pero, bueno, no hay mal que por bien no venga, ¿no es cierto?, mi rescate supuso convertirlo en héroe, por si el saqueo hubiera sido poca cosa. Amigo de la reina en persona. ¡Ja! Me gustaría que su majestad contemplara cómo va a morir el héroe del imperio.
- ¡Le juro que no sé de qué habla, Williams! ¡Sáqueme de aquí, inmediatamente, se lo ordeno!
- ¡Órdenes!... ¿Usted quiere darme órdenes?... ¿No ve a su asociado, el estado en que se encuentra? ¿No le parece algo extraño? ¿No se pregunta cómo fue que terminó en ese estado… disuelto?

Hutterton tomó conciencia definitiva de que Williams iba a matarlo allí mismo, y que iba a hacerlo del mismo modo que había terminado con la vida de Sir Sullivan, lo que, por lo que podía apreciar, no podía ser de ninguna manera rápida ni fulminante. No, el mayor se traía algo terrible entre manos, algo que ni siquiera podía imaginar.

- Vamos, Williams, ¡suélteme, maldito mal nacido!
- ¡Ja, ja, ja!... Mejor pregúntese cuánto será capaz de aguantar el sufrimiento antes de expirar, Hutterton… porque no va a salir vivo de este cuarto.
- ¡Aaah… desgraciado, hijo de perra!
- ¿Sabe? Quizá el saberlo le sirva para comenzar a rezar en vez de insultarme de ese modo, Hutterton. ¿Quiere saber lo que le pasó a Sir Sullivan y lo que va a ocurrirle a usted?... Bueno, se lo diré de todos modos, para que se torture mentalmente por un rato… hasta que empiece el suplicio.
- ¡Socorro, auxilio!... ¡Alguien que me ayude, por favor!
- No se gaste más, general, nadie le va a escuchar encerrado en este cuarto subterráneo y bajo el terreno del pleno campo. Sí, el corredor es muy largo, usted ya lo sabe, Hutterton. Bueno, el asunto es muy simple: en el techo, se pone un entramado de cañas de bambú formando escaques, y luego se ata de los travesaños a una buena cantidad de cobras reales por las colas, dejándolas pender cabeza abajo. Unas cien son suficientes para el propósito. Como usted sabe, la naja naja es una serpiente muy venenosa y muy irritable. Colgarlas cabeza abajo las vuelve locas, y comienzan a sisear y a escupir veneno que da miedo. El veneno de la cobra real no sólo es un veneno fulminante sino también altamente corrosivo, como una especie de ácido, ¿sabe? Recibir un baño del veneno de cien cobras juntas es algo terrorífico, Hutterton, especialmente si es durante unos cuantos días seguidos. Y eso es lo que va a recibir usted: unas buenas duchas de ese veneno del color del ámbar… ¿Le he dicho que es mi color preferido?
- ¡No, no, aaah…!...

Desde lo alto, una centena de cobras reales se retorcía furiosamente, arrojando el corrosivo veneno desde los colmillos de sus bocas abiertas. El primer rocío de esa lluvia ácida cayó como millares de agujas penetrantes y candentes sobre el cuerpo de Hutterton. Algunas alcanzaron a deslizarse por sobre su rostro cual dorado ámbar, camino hacia esa boca que no dejaba de gritar de espanto y agonía.


[*] © 2004, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Derechos reservados. Es propiedad. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo.

 

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