UNA TUMBA EN SWAN POINT

Autorretrato 1 © 2003, Jorge R. Ogdon (a) Dogon

© DOGON [*]

Nunca me he dejado engañar
por las apariencias de este mundo;
he conocido sus dimensiones
verdaderamente malsanas y sé que
"todo puede existir de otro modo".

Barón Oxxon de Darkestshire *

(*) Recordando una frase de su contemporáneo,
el Sieur de Landaux-sur-Outrè,Maurice Renard,
antepasado del escritor homónimo que la cita
en su macabro relato "Voyage Immobile" (1909).

 

§ 1.

Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos días en que huí horrorizado del sótano de la antigua residencia. Aquel sótano que, hasta entonces, había sido toda la razón de mi existencia.

En aquellos días, me juré a mí mismo no volver a vivir jamás en una casa que tuviera uno. Tal era mi grado de aprensión y resquebrajamiento mental después del desgraciado y aciago episodio, que mi voluntad y razón se eclipsaron por completo, manteniéndome en un constante estado de alteración nerviosa aquejado por alucinaciones consecutivas durante el cual mis socios, al cabo de unas pocas semanas, sacando provecho de mi debilidad e inacción volitiva, consiguieron hacerme firmar en forma subrepticia la papelería que les permitió internarme en un sanatorio para desquiciados, en el que permanecí por más años de los que cualquier tratado de psiquiatría juzgaría saludable.

Pero los médicos fueron terminantes y se mostraron muy determinados a retenerme por cuanto tiempo quisieran ellos y desearan mis traicioneros y despreciables compañeros, a quienes odié con saña sin par a lo largo de ese período degradado de mi vida.

Obviamente, cuando al fin pude convencer, con astucia y remañidas artimañas - frutos de mi absoluto odio e inflamada locura -, a aquella banda de crueles medicuchos de la mente, que la mía había recuperado por completo la cordura, fui dado de alta y me zambullí de lleno en el desquiciado océano de la realidad mundana, sólo para encontrarme con que mis ex-asociados me habían pelado a gusto, dejándome sin trabajo y con nada en los bolsillos: los muy malditos hijos de perra me habían expropiado, por medios "legales", de toda herencia y me habían puesto de patitas en la calle. Hasta la - ahora para mí - siniestra y olvidable residencia familiar había pasado a engrosar el haber de sus ya de por sí abultadas arcas.

¿No es natural que mi odio hacia ellos se incrementara al punto de sugerirles, en el transcurso de aquella amarga reunión de revelaciones tan dañinas para mí, un recién salido del loquero, que la visitaran cuanto antes y que no dejaran de revisar a conciencia el sótano, puesto que desde mi última visita, años ha, reclamaba reparaciones ineludibles para evitar su derrumbe? Fue el primer acto de mi recuperación y el resultado no pudo estar más ajustado a la satisfacción de mi sed de venganza.

Como buenos patanes que eran, no dudaron en visitarla y tasarla para su inmediata venta; después de todo, era lo más valioso que poseía mi familia y, en verdad, era una propiedad que podía negociarse a un precio muy elevado por la enorme superficie de terreno en donde se levantaba. ¡Cómo no brincar de contento al enterarme, algunos días después, de la desaparición inexplicable de ese hatajo de miserables!

Seguí con interés obsesivo los comentarios de los periódicos, el desconcierto de la policía, las ominosas señales de una actividad poco natural que se hallaron en el sótano,... El suelo de tierra apisonada quebrado en varios lugares, como si varias personas hubieran surgido desde sus profundidades excavando con las manos; las manchas y gotas de sangre dispersas en el piso y por sobre las paredes; las huellas de pisadas de los evaporados visitantes y las de otras presencias menos explicables..., en especial, una serie de ellas de lo más extrañas, brillantes como hongos amarillentos y putrefactos bajo la luz de las linternas policiales. Y los túneles dejados por los atacantes o secuestradores, que parece presentaban tales características que ningún agente siquiera intentó meterse por uno de ellos en persecución de los raptores o para rescatar a los abducidos.

Es redundante repetir que nunca se pudo resolver el caso de la desaparición de cuatro personas al mismo tiempo y de las cuales no quedó otro rastro que la sangre que dejaron tras de sí y las ominosas oquedades por las que nadie quiso transitar. Algunas de las historias periodísticas fabuladas me hicieron reír a mandíbula batiente; un jovenzuelo metido a escritor de columnas que no sostendrían ni a un templo pagano en ruinas, hiló la graciosa historia de que los desaparecidos letrados habían sido capturados por una nueva especie de ratas gigantes que les habrían llevado a sus madrigueras, en las profundidades de la tierra, y reclamaba la atención del gobierno y la intervención del ejército para impedir la invasión del planeta a manos - o patas - de estas creaturas creadas por su febril imaginación juvenil.

En realidad, por las noticias más creíbles supe que verdaderamente los enterrados del sótano seguían allí abajo, aguardando a los incautos. Y que no era uno solo, sino varios. El dato de las huellas fungosas y amarillentas hizo que me replanteara si no era posible que, después de todo, fueran de mi padre aquellos dedos lívidos y mórbidos que, en aquella ocasión, venían en mi búsqueda, seguramente para estrujarme entre ellos y terminar teniendo el mismo final que ese grupete de petrimetres engreídos, usurpadores,... y estúpidos, por haber invadido "su mundo". Grandes letrados, ¡ja! Carne para los muertos, ¡ja, ja, ja! ¡ja, ja, ja!

Pero volviendo a lo mío, el saber que esos seres innombrables y agresivos seguían en el sótano de la residencia volvió a reafirmar mi intención de no regresar jamás a ella. Fue poco después cuando, luego de recuperar parte de mi herencia mediante inteligentes maniobras tribunalicias, convertí todos mis bienes en dinero contante y sonante y me marché a Providence, ciudad a la que consideré lo suficientemente alejada del deplorable pasado de mi vida como para poder recomenzarla.

§ 2.

Podría parecer una irónica broma del destino el que fuera a terminar comprando una casona que linda con el cementerio de la ciudad, un camposanto que lleva el curioso nombre de Swan Point, que nunca me decidí si entenderlo como "La Cima del Cisne" o "El Pico de Swan", quizá en recuerdo de una leyenda indígena o de algún personaje de la crónica colonial. Más tarde me enteraría que la segunda posibilidad era la cierta, pero que la "punta" o "pico" al que alude el nombre no tiene nada que ver con su cima y sí mucho con sus tumbas.

Pero es que de todas aquellas construcciones que me fueran ofrecidas y enseñadas, a tan exorbitantes precios y con tanta gentileza comercial, por el agente inmobiliario al que me refirieron si buscaba adquirir un lugar digno de mí, esa fue la que me cautivó cual si estuviera enamorado a primera vista de una doncella medieval. Caí en el estado de ensoñación de quien, estando a punto de iniciar una gesta caballeresca, es besado trémulamente sobre sus labios - por primera vez - por la damisela de sus sueños. ¡Ah, qué sensación de gloria volver a sentirme como en mi amada residencia!

Desde luego que ni presté atención a lo que el diligente vendedor me decía, en tanto me hacía desplazar de sala en cuarto y de cuarto en dependencia. Lo único que recuerdo haberle preguntado, porque la idea me asaltó como un salteador de caminos desde atrás de una mata, era si la casa tenía un sótano. Su pronta negativa - pues seguro que se dio cuenta al instante de que ese sería un escollo insalvable para la venta - permitió que volviera a sumirme en mi estado de caballero andante enamorado.

Fue luego de pasar al dormitorio principal, en el piso superior, y al acercarme a su gran ventanal para ver el panorama que, de comprar la casona, vería cada mañana, que me percaté de la presencia del cementerio. Al correr la pesada cortina de basta y desgastada tela marrón que la ocultaba, la extensión de los fríos y silenciosos panteones y de las marmóreas lápidas surgiendo de una alfombra de pasto verde cual blancos y negros dedos rígidos, hizo que me quedara de una pieza. Debo haber lanzado una exclamación, porque mi cicerone se aproximó prestamente a mí, inquiriéndome por mi estado.

- ¿Está usted bien, caballero?
- Oh,... por supuesto, señor, gracias.
- Me pareció notar que algo le ha disgustado.
- No, no, para nada. Si la casa no tiene sótano, todo lo demás es de mi agrado.

No sé porque le dije que la vista del cementerio de Swan Point era agradable; en realidad, me dio y sigue dando escalofríos con sólo asociarlo a mis experiencias pasadas. Y más ahora que he confirmado que los muertos pueden no estarlo, aunque no pueda llamarse vida a la existencia sombría y caníbal que sobrellevan.

§ 3.

Las llaves cambiaron de manos y el dinero de bolsillos. Me alojé en la pensión más cercana a la residencia, pues amueblarla me llevaría algunos días de compras y traslados. Empezaría con los muebles y luego de instalarme vería cómo decorarla. Cuadros, alfombras, espejos, pesados cortinados - tenía que cambiar esa espantosa y desgajada cortina del dormitorio -; en fin, todo lo que me envolviera nuevamente en el cálido abrazo de la "otra" residencia, pero sin su sótano.

No cometería el romántico error de reproducir exactamente el contenido de "aquella" residencia, pero sí me rodearía de una atmósfera familiar. Hubiera querido tener algún retrato de mi madre para ponerlo en uno de los cuartos y constituir allí su capilla ardiente - una mujer tan valiente y sabia merecía ser tratada como una santa -, pero volver a "esa" residencia en busca de uno me resultaba imposible; y, luego de pasar tantos años encerrado en el loquero, habiendo perdido o vendido el resto de lo que quedaba en nuestra casa de los últimos años, ya no quedaban ni los retratos, que se fueron con los marcos de plata. En fin, nada es perfecto y la perfección me aburre, ahora que sé que vivimos en un mundo imperfecto. Y temible. Un mundo al que los muertos pueden regresar. Gracias a Dios, lo hacen en "ese" sótano, ahora tan lejano en el tiempo y el espacio de mi existencia.

La dueña de la pensión resultó ser una anciana encantadora y charlatana, que se quedaba conmigo parloteando en la sobremesa o me atornillaba junto a ella en una silla a la hora del té. Muy británica toda ella, nacida en Bristol y traída a Providence de muy pequeña por sus padres - un estibador ateo y una fregona protestante impenitente -; se especializaba en hornear unas deliciosas tortas de fresas y "blueberries" que eran mi única excusa para oir el raconto de sus rememoraciones. En cierta forma - he de confesarlo también -, me hacía sentir como si estuviera con mi madre, aún cuando los desayunos con esta última no fueron exactamente cálidos ni estuvieron tan exquisitamente acompañados. Pero me gustaba imaginarme a esta dama como poseída por el alma de mi madre, quien, luego de su paso por el Valle de la Muerte, había vuelto para comportarse conmigo como no lo hiciera antes en este Valle de Lágrimas.

Pasé así una semana de placenteras tardes y entretenidas veladas, en las que me enteré de muchas cosas interesantes acerca de la ciudad, su historia y sus habitantes ilustres. Hasta que escuché las habladurías de otras vejetas inglesas, amigas de mi anfitriona, que vinieron a visitarla justo en la crepuscular tarde antes de que fuera a mudarme definitivamente a la residencia.

Me quedé sentado en un algo destartalado sillón junto al fuego de la chimenea del comedor, calentando en mi mano una copa de cognac y fumando un cigarrillo, hábito que adquirí después de muchos años en el manicomio. Era un escape, una fuga al placer por alguna cosa en medio de tanta locura propia y ajena. Un placer que calmaba la ansiedad de mi sed de venganza. Ahora lo seguía haciendo para regodearme en el recuerdo de esa venganza: cada vez que prendía un pitillo era como ver a uno de esos malditos bastardos consumiéndose en agonía. Una agonía que podía imaginarme cabalmente. Había estado en ese sótano, sabía bien lo que había visto y podía imaginarme su fin con una sonrisa placentera en los labios mientras exhalaba el grisazulado humo de una de sus desventuradas almas consumidas en el infierno.

Por momentos, los temas que trataban - cual si fueran un conciliábulo de adoratrices de Diana - la dama inglesa y sus amistades, tan añosas y arrugadas como ella misma, pero con ese aspecto de señoras afables y bondadosas - una máscara que siempre me aterró por las implicaciones que conlleva esa beatitud angélica afectada -, me tensaban los nervios. "El camino al infierno está lleno de buenas intenciones" corre el dicho, y estas "buenas damas" - sí, auténticas brujas - sin duda eran concientes de la influencia que ejercían sus palabras sobre mí, haciéndose las distraídas. Y si realmente creían que me estaban ayudando, se equivocaban por completo, porque con su conversación sólo conseguían despertar en mí los más horrendos recuerdos.

Como "nobleza obliga", tuve que escuchar su lata y torturarme en silencio y, como si fuera poco, con una sonrisa infantil en los labios y un "oh, no me diga" o un "ah, pero qué interesante", que en mi interior se traducían por un "Dios, ¿cuándo cerrarán el pico?", o en un otro "¡por favor! ¿no se dan cuenta de que me vuelven loco con esos cuentos?". Porque, ¿qué podía yo rememorar ante comentarios tales como "años ha, no había todo este barullo de los autos y las luces brillantes y la gente andando de noche de acá para allá. No, antes las personas oíamos los susurros que habitan el silencio y veíamos a aquellos que habían partido. Nos manteníamos en comunicación y éramos más unidos. Sí, hoy en día la gente es ignorante de lo que la rodea, y eso, quizá sea mejor para muchos, pero no es bueno para la convivencia con los otros. El espiritismo era una cosa buena para la gente y para ellos."? Y, ¿qué pensar al oir "Pero, claro, Miss Galahad, tiene usted razón. ¡Fíjese que ahora ya ni flores les llevan a los muertos!... ¡Qué obscenidad! En fin, querida, 'todo tiempo pasado fue mejor', ¿no les parece, chicas?"? ¡Cómo no empezar a gestar en mi mente la idea de que estaba en medio de una confabulación para volverme loco! Comunicación con los espíritus, flores en las tumbas... ¡Y yo que me mudaba justo al lado de un cementerio, cargando con mis ominosos recuerdos del sótano!

Por fin, pude zafar de la mal barajada circunstancia aduciendo que al día siguiente tenía que mudarme y debía levantarme muy temprano. Un coro de aflautados "buenas noches, señor", seguramente acompañado con sonrisas de dientes amarillentos desgastados por la edad, me siguió cuando iba subiendo los escalones. No vi las sonrisas, pero las imaginé, y eso aceleró mi paso hacia el cuarto, sumido en un sentimiento de aprensión que apretaba mi pecho como un guante de hierro. El guante del Caballero Negro que se me aparecía en mis pesadillas - que los ignorantes psiquiatras del loquero trataron siempre como síntomas de fantasiosos "terrores nocturnos" -, al que por un lado temía enfrentar y, por el otro, sabía que debía hacerlo para superar su presencia. No sé por qué irrazonable razón del inconsciente, en ese momento se me cruzó por la cabeza la inolvidable y terrible imagen de las huellas de los zapatos de mi padre, descendiendo hacia las profundidades del sótano.

Cerré los ojos y un escalofrío recorrió toda mi espina dorsal. Cuando los abrí de nuevo estaba parado frente a la puerta cerrada de mi cuarto, sumido en la oscuridad del corredor y oyendo las cascadas risas de unas viejas señoras que venían desde las profundidades de la escalera.

§ 4.

El día amaneció nublado, gris plomo, triste y desolado, las calles mojadas por una tenue llovizna que enlodaba el empedrado y las veredas sin llegar a lavarlas. De allí los pocos transeúntes y la escasa actividad que acompañaron mi trayecto en taxi hasta la residencia, en donde aguardé la llegada del camión de la mudanza con los trastos que amoblarían tanto la casa como mi nueva vida.

Mientras esperaba deambulando por los distintos ambientes de la casa, iba llenando mentalmente los espacios con los muebles que había comprado, repartiendo mesas, mesitas, armarios, estantes; sillas, sillones y sofáes, por aquí y por allá; camas, roperos, arcones y silletas en los dormitorios - el mío contenía más mobiliario, por ser el de mayores dimensiones,... y el que daba al cementerio -; escritorios, una chaisse longue acompañada de una buena lámpara de pie con una gran pantalla color marfil puro; largas y pesadas cortinas en color dorado mate para colgar por detrás y alrededor de la biblioteca, cuyos anaqueles había mandado construir a un carpintero, recomendado por la anciana inglesa, de acuerdo a mis propios diseños, pues debían albergar una singular colección de libros rescatados de la herencia materna de los que nunca quise desprenderme, aunque no supiera de qué trataban porque estaban escritos en lenguas que en apariencia se encontraban más allá de mi comprensión y, en realidad, porque nunca les había prestado atención. Ninguna, porque de niño no recuerdo haberlos visto jamás en la biblioteca de la residencia, y luego, porque mi madre los ocultó de mí hasta el día de su muerte. Después vinieron los largos años de encierro y locura, y fue recién cuando recuperé parte de los bienes familiares que los encontré, encerrados bajo llave en un viejo y pesado arcón de madera y herrajes de hierro mohoso. Tuve que romperlo debido a la resistencia inusual que opuso la madera, la que, por lo antigua, debió haberse quebrado de inmediato bajo el filo del hacha para leña con que la golpeé ; pero no, me costó tanto como si estuviera desvastando la roca de una montaña.

Por la educación letrada que poseo, alcanzaba a entender que algunos estaban redactados en latín o griego, e incluso que había un par de ellos en un árabe a todas luces muy arcaico. Por cierto, todos debían ser muy viejos y tratar sobre cuestiones muy añejas y oscuras, pues muchos estaban ilustrados con imágenes asaz raras y, por momentos, verdaderamente siniestras, al punto de provocarme un profundo rechazo acompañado de violentas arcadas, por lo que más de una vez me vi obligado a cerrar de golpe el ejemplar para evitar seguir mirando el contenido de lo que tenía entre mis manos y no vomitar sobre ello.

Con el tiempo, llegué a pensar que se trataba de una parte importante de la literatura de consulta de mi padre; probablemente, prohibidos y arcanos tratados de ciencias ocultas, alquímicas y hasta nigrománticas, a las que mi padre recurría en pos de su objetivo sin temer a las consecuencias: prolongar la vida del cuerpo físico en forma consciente más allá de la muerte. Me dije que, sin duda, los guardaba en aquel sótano siniestro y que por eso nunca en mi vida los había visto antes. Mis aprensiones y temblores, cada vez que tomaba uno de esos volumenes, trato ahora de olvidarlos, porque vienen asociados a aquellos que sentí cuando estuve en el sótano de la residencia,... y entonces ya no me cupo ninguna duda de que aquella mano que buscaba empuñarme debió ser la de mi propio padre. ¡Cuán equivocado me demostraron que estaba los eventos que se sucedieron luego con una velocidad pasmosa!

Alrededor de las siete treinta llegó el camión. Los peones descargaron uno a uno los muebles, los bultos y canastos con la vajilla y las porcelanas, los atados de alfombras y cortinados - que finalmente decidí comprar junto con los muebles y no esperar a decorar luego, en especial para evitar el mismo trajín dos veces. No podría haberlo tolerado. -, en fin, todo ese ajetreo propio del acto de alimentar las entrañas de una casa con abundantes trozos de comodidad y vanidad humanas, en un intento por saciar el gusto y la nostalgia de una vida atiborrando ambientes con objetos a los que el ser humano liga su propia existencia, quizá como reaseguro de que existe un futuro en el que podrá ser recordado alguna vez por alguien a través de ellos y de que, en ese instante, renacerá del olvido al que ha sido relegado por la muerte. ¡Ay, si fuera tan simple! ¡Si no fuera porque hay quienes han podido permanecer en mi recuerdo contradiciendo esta lógica, tan irracional ahora que sé que la verdad es lo contrario a lo que me dicta la razón!

Seguí con ojos atentos y voz áspera cada uno de los movimientos e instalaciones que hacían los peones, y me percaté de que debo haberles parecido un personaje gruñón e intratable, probablemente un trastornado solterón, agrio, mañoso y algo deschavetado, porque no paré de darles indicaciones, de reiterarles órdenes en forma obsesiva y de azuzarles con veladas amenazas de hacerles grandes descuentos en la paga en caso de que rompieran o dañaran cualquier objeto o mueble, - "ni tan siquiera rasparlos, ¿me oyen?" -, y que, en tal caso, les metería una demanda legal por daños y perjuicios. En fin, actuaba como un verdadero pisaverde o picapleitos en busca de una oportunidad por ganar un buen juicio. Pero es que ver sus maniobras bruscas y torpes, por momentos, me sacaba de quicio. ¡Con lo puntilloso que me he vuelto en el manicomio!

Por fin se fueron, felices más por dejar de soportarme que por haber terminado la ingrata faena de arrastrar por toda la casa, de arriba abajo, numerosos bultos de pesado porte bajo mi implacable dirección. Pero gracias a mi celo y afán, para las siete de la tarde todo estaba en su sitio; cada cosa en su lugar, tal como había llenado la residencia en mi mente mientras esperaba que llegara a concretarse lo que mi imaginación me mostraba.

El apetito comenzó a hacerse notar ya que no había comido nada en todo el día; no había provisiones en las alacenas ni en el refrigerador, y mirando el alcabor del horno no me vinieron las menores ganas de ir a algún mercado a proveerme de ellas para hacer una cena por mis propios medios. Tampoco conocía el lugar, ignoraba donde podría haber uno y, más aún, si a esas horas estaría abierto. Lo mejor era irse a un restorán del barrio y comer algo rápido para luego volver e instalarme en la biblioteca, leer un buen libro a la luz de la lámpara, echado en la chaisse longue, bien arropado y provisto de una copa de cognac Napoleon, que era lo único que había traído de la pensión a instancias de la viejita inglesa.

Y tuvo razón, porque con el transcurso del día se fue tornando más fría la temperatura del ambiente y más oscuro el color del cielo, prometiendo una de esas lluvias heladas que se vuelven un infortunio para una salud débil y quebradiza como la mía. Un buen cognac caliente a la temperatura justa es el mejor compañero para esas noches de lluvia, desvelo y lectura, en las que se busca entrar al mundo de los sueños de la mano de una dulce modorra y una bienvenida caída en la oscuridad sin sueños ni pesadillas.

Tomé mi "Perramus" y salí. Pronto fui orientado por un tardío y solitario transeúnte hacia el restorán más cercano a la residencia, hacia donde dirigí presuroso mis pasos bajo el azote de una fuerte ventisca que arrastraba minúsculas y danzarinas gotas de una molesta y persistente garúa. La tormenta se acercaba y yo ya lo hacía hacia esa fonda a la que me había mandado el paseante ese, que, de haber sabido que era esa, me hubiera pegado la vuelta y marchado a casa para morir de inanición, mas no de indigestión. Mi quebradiza salud incluye un estómago intolerante. Y como ahora las gotas caían del cielo más gordas, tupidas y amenazantes, mi decisión fue el resultado obvio ante el innegable hecho de que las fuerzas de la Naturaleza se hallaban en mi contra.

Apreté el paso y abrí la puerta de la fonducha con cara de resignación, la cual se me volvió de incredulidad al enfrentar el ambiente aceitoso y en brumas del lugar, que apenas podía entrever bajo la macilenta iluminación que arrojaban unas demasiado pálidas bombillas polvorientas y con telarañas donde reposaban, como en una entretejida morgue aérea, los cuerpos desecados y ovillados de decenas de moscas. Casi retrocedo involuntariamente, pero mi determinación de paliar el hambre y la para entonces copiosa y torrencial lluvia que se había desatado afuera, me impulsaron a seguir adelante, buscando con la mirada una mesa retirada, cosa que no me llevó mucho tiempo pues había apenas dos mesas ocupadas por personas que las sombras me ocultaban, pero cuyos quedos murmullos me llegaban con claridad aunque las palabras me resultaran incomprensibles. Me acomodé en una mesa rinconera cercana a la puerta, por las dudas que tuviera que salir apresuradamente de ese antro cuasi abandonado y tenebroso.

Tal como antes me había ocurrido al subir las escaleras seguido sobre mis hombros por las risas siniestras de un grupete de brujas británicas, en ese momento los murmullos de esos desconocidos y sombríos merendantes me daban chuchos de temor. Imaginaba que hablaban de mí y la residencia, y, por qué no, también de Swan Point; o algo así me pareció escucharle a uno que decía, aparentemente mirándome a pesar de no verle yo la cara ni los ojos. Pero afuera los truenos retumbaban como estampidos de cañones piratas y las polvorientas ventanas del lugar me permitían ver los destellos de los relámpagos y la densa cortina de la lluvia. Forzosamente, tendría que aguardar a que amainara. ¡No había llevado conmigo un paraguas siquiera! "Vaya tonto", me recriminé con la misma saña con que había manejado a los peones de la mudanza, y me pregunté por qué inconfesable razón estaba tan iracundo con el mundo y conmigo mismo. A pesar de que escarbaba en los niveles estratigráficos de mi memoria conciente, no encontraba la respuesta, "y a eso", me dije, "se debe gran parte de la ira que siento".

- Buenasss... ¿Qué desea? - la voz de quien me pareció era simultáneamente el dueño, mozo y cocinero de la fonda me arrancó de mis pensamientos, aunque ya había decidido abandonar la inútil pala con la que escarbaba en mis recuerdos.
- Ah..., buenas noches, si puede decirse así - le respondí con mi mejor media sonrisa y tono afable - ... Sí, quisiera el menú, por favor,... y entretanto tráigame un café bien negro, grande, sin leche ni azúcar.
- ¿Menú? Se lo resumo en dos palabras: huevos fritos y lonjas de tocino. Puedo recalentarle un guiso, también... Y queda algo de pan... del mediodía - me contestó con sarcasmo el que ahora, bien mirado, me parecía un desaseado y grasiento gordinflón de rostro rubicundo y mirada vidriosa de pupilas verdes del color de un reptil escamoso. Su vientre se descolgaba hacia adelante como la maleza sobre la entrada de una caverna, y era sostenido por unas retaconas pero muy macizas piernas que terminaban en unos exageradamente grandes pies enfundados en sendos zapatones de montaña. Cubría su pecho con una camiseta musculosa inimaginablemente manchada de cuanto se le pueda ocurrir a uno, encima de la cual echaba un repasador tan mugriento como el resto de su persona. Sus brazos tenían un lívido color blancuzco y, a la vista, parecían ser de una fofa y repelente consistencia; a tal punto me asqueó, que desvié la mirada.
- En fin - dije con nueva cara de resignación fatigosa, haciendo como que echaba un vistazo al lluvioso exterior -, tráigame lo que tenga. No he comido en todo el día y me muero de hambre.
- Bien, pero supongo que no será un vago de la calle y que tiene el metálico para pagarme... señor - agregó buscando mi mirada, para entonces mirarme con fijeza, ojo a ojo, mientras esgrimía una media sonrisa que imitaba a la mía.
- Por supuesto, ¿quiere que se lo muestre... señor? - le contesté, sosteniendo su vista con fiereza y acentuando mi propia sonrisa - Me acabo de mudar a Angell y Benefit Streets y no carezco de medios, si es lo que insinúa - declaré como si fuera un presuntuoso noble de otro siglo.
- Oooh, disculpe mi atrevimiento... caballero. Pero... ¿dijo usted a Angell y Benefit Streets? ¡¿La casona junto al cementerio?! - expresó al principio con sorna, pero luego cambió su tono con el rostro transformado en una máscara de incrédula sorpresa.
- Sí, eso dije, ¿le ocurre algo malo?
- No, no, señor, no... Disculpe, voy a traerle el café, así se va calentando el estómago. Mala noche, ¿no le parece? Cuando lo deseé, puede llamar por teléfono y le mandaré la comida por uno de mis hijos. Trabajan conmigo haciendo mandados - mientras hablaba, me parecía que lo que quería era cambiar de tema. Algo irritante, por cierto.
- Está bien - le dije, sin embargo, repitiendo como un autómata mi cuasi sonrisa -, hágame el favor, sí.

Le vi perderse en las penumbras de su mostrador y cocina, diciéndome que algo debía saber este hombre sobre la residencia y que tenía que sonsacárselo a como diera lugar. Y era mejor usar la sonrisa que el gruñido. Experiencias de leguleyo que nunca debería olvidar, pero, muchas veces, esa oleada interior de ira que me invade es incontenible y quisiera saltarle al cuello a alguien y estrangularlo. Debo volver a mis antiguas prácticas del manicomio, cuando aprendí a relajarme con aquel demente que se creía un lama tibetano.

Aunque, debo admitirlo, nada debía tener de loco porque todo lo que decía funcionaba u ocurría realmente. Creo que por eso le tenían allí: era demasiado verdadero y honesto. Y la verdad y la honestidad no están de moda en este mundo. Si se supiera la verdad que conozco...

§ 5.

Aprovechando que la tormenta había amainado salí raudamente de la fonducha aquella, rumiando mi enojo más que nunca por no haberle extraído a aquel sujeto mucho más que intangibles chismes sin sustento. Cuando le pregunté el por qué de su expresión de anonadamiento al decirle la dirección de la residencia, me contestó que no podía ser buena una casona tan vieja y, encima, construida junto a un cementerio. Le respondí que no veía por qué no habría de serlo y que precisamente su antigüedad garantizaba una sólida construcción, algo difícil de conseguir en estos días de carestía posteriores al desplome de la Bolsa de Comercio y la consecuente oleada de pobreza y deterioro que trajo aparejada consigo.

Me disgustó que entonces se riera en mi cara de la manera más grosera y descarada, pero luego dijo que no se refería a las bondades edilicias, sino más bien a las malignidades mortuorias que tenía por vecinos. Le pedí que fuera más explícito, pero el tunante sólo atinó a decirme que en Swan Point habían sido enterrados muchos criminales y dementes, ya desde la mismísima fundación de la ciudad, y que hasta de otros pueblos cercanos menos decentes - creo que mencionó unos nombres como Innsmouth y Kingsport -, y desde los tiempos más antiguos, habían traído "gente rara" para ser inhumada en ese lugar. Recuerdo ahora, al cerrar los ojos, sus terribles palabras y un estremecimiento irracional recorre mi cuerpo como una descarga eléctrica:

- No, señor, ese cementerio está maldito, se lo digo yo de buena fuente. Conocí a muchos sepultureros que venían a comer aquí, y... bueno, escuché muchas cosas que... Mire, si yo fuera usted, mejor estaría pensando en pasar la noche en cualquier hotelucho, antes que hacerlo bajo el techo de esa casa... No, no es que quiera espantarlo, me cae usted bien y por eso se lo digo... No, no me haga hablar de cosas que prefiero olvidar y que quisiera que nunca me las hubieran contado... No, no son cuentos de hadas, señor. Creo firmemente en todo lo que sé, aunque me lo haya dicho otra gente... ¡Trabajaban allí, señor!... Debían saber de lo que hablaban, ¿no le parece?... Puede pensar lo que quiera, pero ese lugar está verdaderamente maldito, señor.

"Verdaderamente maldito", ¿es que puede un lugar estarlo de otra manera? El énfasis con que remarcó la palabra verdaderamente me dejó un regusto amargo en la boca. O pudo haber sido el aguachento y recalentado café que tomé en esa pocilga. La idea, sin embargo, me acompañó por un rato mientras caminaba a paso vivo, temiendo que el cielo volviera a descargarse antes de que llegara a mi destino. Una ventisca, cortante como el filo de la navaja de afeitar de un Fígaro, puso mi piel tan fría como los mármoles de las lápidas que había contemplado desde la ventana de mi dormitorio. La imagen de la habitación, que ahora mi buen gusto había transformado en un confortable reducto de cálida intimidad, imprimió velocidad a mis pies y, al doblar por la esquina de Benefit Street, aparecieron ante mi vista la residencia y el cementerio bajo los nubarrones oscuros y amenazantes, juntos como enamorados abrazados en un gesto cual si se reconfortaran la una al otro en un convenio de... ¿alianza? Fue en ese momento que presentí... no, mejor dicho, que sentí en mis entrañas cuán estrechamente ligados estaban ambos lugares... y cuán familiar me resultaba el estilo de ambos, como si se tratara de un sello de familiaridad, una suerte de halo invisible, pero presente con una fuerza sobrenatural más allá de la comprensión del ser humano. Sentí entonces que estaba allí por una razón y que la razón tenía que ver conmigo. Esto no era casualidad.

Tomé conciencia de que me había detenido en la esquina y ausentado del mundo vigil por una fracción de segundo. El tiempo suficiente para que cada fibra de mi cuerpo temblara como una trémula hoja agitada por el viento, al comenzar a comprender la realidad de lo que me había sugerido inconscientemente el mesonero con su discurso balbuceante y entrecortado. La idea de que "esta" residencia y "aquella" pudieran, en el fondo y en cierta forma, ser parte de lo mismo, de la misma horripilante historia que me persiguió toda mi vida, me golpeó con la fuerza de un rayo y me dejó turbado. ¿Qué hacer si así fuera? Intenté sacudir esas alocadas voces que preguntaban con tono temeroso en mi cabeza, y me dejé seducir por aquellas otras que susurraban melosamente si no era el momento de enfrentarme al Caballero Negro de mis pesadillas y de librarme para siempre de su indeseable sombra. Unas voces me decían: "Pero el vendedor dijo que no hay sótano", en tanto otras clamaban: "Pero hay tumbas". Me debatí en esta disociación insoportable por no sé cuantos minutos, hasta que por sobre mi cara empezaron a resbalar las primeras gotas que anunciaban el regreso de la tormenta, mezcladas con las lágrimas que me hacían derramar la impotencia y la ira. Agotado, decidí abandonar mis aprensiones allí mismo y dejarlas plantadas para que se disolvieran con la lluvia, y corrí, corrí directamente hacia la puerta de la residencia, con la voz del mesonero aún repicando en mi cabeza: "Y algunos dijeron que en el sótano de esa casona pasaban cosas muy extrañas por las noches... sí, cosas que sólo un sepulturero podría conocer...".

§ 6.

Mis manos temblaban y apenas pude embocar la cerradura, para luego entrar agitadamente y cerrar la puerta de un golpe, cuyo estruendo retumbó sordamente por los ambientes de la vacía casona, hasta que terminó apagándose en alguna alejada dependencia. Apoyaba mis espaldas sobre la pesada puerta, cuya solidez, en ese momento, no sé por qué, me transmitía una cierta sensación de seguridad. Me volví jadeando y di doble vuelta de llave a la cerradura. Me aseguraba de que nadie entrara o saliera de la residencia, en tanto mi cerebro ardía febrilmente con una única idea: encontrar ese sótano... pensamiento que me devolvía a aquel "otro" sitio de horrores innombrables e impensables revelaciones. Pero tenía que hacerlo, tenía que asegurarme de que ese mesonero estaba delirando, de que se estaba divirtiendo conmigo, como suelen hacer los lugareños con los forasteros, y... No, tenía que saber que no existía tal sótano... ni que en él ocurriera lo que dijo que ocurría... ¡Oh, Dios! ¿¡dónde, dónde está!?

Me devanaba los sesos tratando de recordar cada paso que había dado con el agente inmobiliario por la casa, tratando de imaginar en qué lugar podría estar. Recordaba que la cocina no tenía ninguna puerta u otro acceso visible que pudiera llevar a un lugar como ese. Pero si no estaba allí, ¿dónde, demonios? Me dirigí hacia ella con pasos ligeros pero, al mismo tiempo, medidos, como si algo me forzara a retroceder. Mas mi ansiedad por develar la verdad me impulsaba a seguir adelante. En ese momento, me pareció que la casa había cobrado una atmósfera diferente, como si estuviera viva, como si, por un motivo inexplicable, me trazara un camino por el cual quería que marchara, y me dejé llevar por mis instintos, me libré a la corriente de esas oscuras aguas inconscientes que me guiaban a paso rápido por salones, pasillos y corredores en penumbras, que mi mente gritaba que nunca había recorrido antes, que, en realidad, nunca habían existido antes de ese instante. Tan desquiciada idea hizo que intentara despertar del irreal trance, pero, por más esfuerzos que hiciera una parte de mi ser, el resto estaba por completo rendido al mesmerismo ejercido por esa potencia invisible y autoritaria, que no cejaba en su propósito de arrastrarme hacia ella. Sin embargo, y pese a los denonados esfuerzos de aquella pequeña parte de mi ser por librarse de su influjo fascinador y huir sin más de lo que se anunciaba como una nueva pesadilla, las voces de la mayoría de mi persona me convencían de que la desconocida fuerza tan sólo deseaba conducirme a mi destino, a lo que quería ver con mis propios ojos y que me revolvía sin cesar las entrañas... a ver el sótano del que hablaba el mesonero.

Envuelto en un macabro halo de ensueño, habitado por sombras fugaces y atemorizantes, rincones sombríos y fungosos, insinuaciones insanas de un entorno de otro mundo, en el que los objetos cotidianos salían fuera de sus contornos para presentarse animados con una vitalidad imposible en su estado normal de "objetos", me vi llevado por escaleras de peldaños desgastados por los milenios y las pisadas de creaturas de existencia inconcebible, hasta que de pronto sentí como si todo el espacio convergiera en mí, dejándome aturdido, para encontrarme parado ante el ventanal de mi habitación, mirando al cementerio, cuyas lápidas parecían ondular como sierpes gorgónicas en una danza mistérica de olvidado significado. El efecto visual duró apenas una fracción de segundo, dando paso a una vista más natural que me mostraba la lluvia lavando tenazmente los nombres inscriptos sobre ellas, repiqueteando sobre las bóvedas de los panteones, coronadas de gélidos ángeles de níveo mármol que elevaban coronas de palmas hacia las agitadas nubes, las cuales habían cobrado una tonalidad pálida y refulgente. Me di cuenta que todo lo que había pasado hablaba de un rebrote de mis viejas dolencias, de la reaparición de síntomas que una persona en su sano juicio no debiera presentar, pero también sentía que la alucinación, en ese momento, era más real que mi propia vida; que no era una alucinación, después de todo, sino una señal, un presagio pasajero como las aves de los vaticinios augurales, y eso me devolvió la tranquilidad al cuerpo y al espírtu.

Eché una mirada hacia abajo por la ventana y vi la techumbre maltrecha de un refugio o trastero para las herramientas del jardinero, que se encontraba ubicado justo debajo del alféizar, algo que no había notado nunca antes, ni que el agente inmobiliario mencionara, al menos que yo recordara. Se levantaba miserablemente sobre la estrecha franja de terreno que separaba mi propiedad del cementerio. Mi mente se vio golpeada por un mazazo de lucidez: ¿qué mejor lugar para ocultar una entrada secreta a un lugar prohibido como un sótano, un sitio subterráneo en donde cualquier cosa puede ser realizada sin que nadie se entere? Excepto los sepultureros del cementerio vecino, claro. Los proveedores de cadáveres frescos. "¡Oh, Dios, que no sea lo que estoy pensando!", clamaba histérica una voz en mi cabeza, en tanto otra de tono insinuante me susurraba, "Vamos, ve a ver, ve a revisarlo... Ahora, ¿qué estas esperando? ¿Acaso no quieres... saber?". "¡No, no quiero!", decía la una; "Sí, sí,... es lo que deseaste siempre, ¿no?", decía la otra, cada vez más convincente. Otra vez la maldita disociación, insoportable, dolorosa,... morbosa. Y detrás, la ira, la furia, las ansias irrefrenables de acabar con todo el misterio... Me di vuelta y me dirigí con determinación hacia la escalera y comencé a bajar por ella cada vez más rápido. Me dirigía al son de voces que me reafirmaban más y más en mi deseo por saber.

§ 7.

Ni me mosquée por las ráfagas de viento polar y lluvia furiosa que se abatieron sobre mi rostro y persona, como tampoco me molesté en cerrar la puerta tras de mí al salir camino al maltrecho refugio. Di vuelta a la casona, patinando sobre el barro y el pasto empapado y cubierto de pequeños lagos traicioneros, que cada tanto reflejaban el paso de un desgarrado relámpago por los cielos, acompañado de atronadores truenos que parecían anticipar el infierno que mi mente obsesionada imaginaba me aguardaba en ese lugar.

Llegué ante la puerta del refugio, que era una miserable planchuela de madera reforzada con delgados tablones; retrocedí, para luego tomar impulso y patearla con fuerza y cimbró bajo mi patada, pero no alcancé a abatirla; en cambio, reboté como una pelota y caí sentado con un estrépito chapoteante sobre un lodoso charco, a la vez que la lluvia se volvía más densa y torrentosa. Exclamé una maldición e hice un juramento impío, de los que no me arrepiento, pues el golpe en el coxis me hizo ver las estrellas y me dejó echado bajo el incesante riego pluvial. Al par de minutos de mascullar mi dolor y enojo, me incorporé y me lancé con el hombro contra la puerta, con todo el peso de mi cuerpo concentrado en ese punto, tal como me había enseñando el lama tibetano del loquero. Y esta vez, la puerta cayó al suelo conmigo encima. Otro porrazo, nuevos dolores y quejidos. Por sobre mí sentí entrar al furibundo viento cabalgado por millones de líquidos jinetes en forma de gotas de agua helada, que me dejaron aterido y con los dientes entrechocando en mi boca; mi aliento salía fuera de ella como una niebla blanca y condensada, que quedaba flotando en el aire por un breve instante, danzando y disolviéndose en las ráfagas de la ventisca. Apoyé mis manos en el piso y me puse en pie, mirando a mi alrededor, buscando una posible puerta-trampa, pero sólo distinguía, a la luz incierta de relámpagos pasajeros, acumulaciones de grandes cajas de mudanza, bultos y paquetes de dudoso contenido y tiempo de almacenamiento, y, en ese momento, algo enorme y negro se agitó a mi lado, al punto de hacer salir a mi corazón por la garganta, ahogando un alarido de horror, hasta que un providencial relámpago me hizo ver que se trataba de una lona de aspecto asqueroso que era sacudida salvajemente por el viento que se colaba por los intersticios entre los tablones de las escuálidas paredes.

Ya repuesto de tamaño susto, me dediqué a tantear y a mover los trastos del lugar, cosa que hice a conciencia, hasta que mi indagación rindió sus frutos. Debajo de un cúmulo de grandes cajones de madera, muy viejos y enmohecidos por su prolongada estancia en sitio tan poco apropiado - vaya uno a saber desde cuando se estaban mojando con tormentas como la que había esa noche -, hallé la trampilla. Pequeña, no tendría más de un metro por un metro y pocos centímetros. Hasta se me pasó por la cabeza si no podía ser simplemente la tapadera de una cisterna o de una cloaca colectora de aguas. Parecía tan estrecha que, por un momento, dudé que alguien pudiera pasar por ella, ni siquiera yo mismo, con lo delgado que soy; pero lo hice.

La tapadera de metal tenía una argolla muy oxidada en el centro. La tomé y tiré de ella, una y otra vez la jalé con vehemencia y rudeza, sacándole agudos chirridos que me enfurecían más aún, hasta que saltó arrojando por su renegrida boca un aliento cinerario que me revolvió el estómago al punto de casi vomitar ahí mismo. Entonces, un vaho a todas luces insalubre, se elevó de ella como una silueta amenazante, como un enemigo de la vida misma, que el límpido y gélido viento que entraba por la puerta, y dominaba sus caminos a través de las tablas mal clavadas, se encargó de disipar en mi defensa. Tenía las ropas empapadas, goteando por todos lados, y oía claramente el entrechocar de mis ateridas mandíbulas. Una pulmonía era lo menos que contraería, así que daba igual internarse por la maloliente y oscura abertura que quedarse parado a morir de una pneumonía en ese trastero, por lo que no dudé más y comencé a descender por ese vacío oscuro como un gusano excavando su camino hacia el seno de la tierra mórbida... El secreto del gusano, ¿dónde había oído o leído eso?

Mis pies encontraron que había una escalerita de metal por la que se podía descender fácilmente, y así lo hice por un interminable trecho, hasta que por fin aquellos apoyaron sobre un firme suelo que, en realidad, como pude percatarme luego, era una carpeta de cemento gris degradada por la humedad y el inmundo detritus del basural que la regaba de pared a pared; parado allí, me vi en un corredor de techo abovedado y bajo de ambiente lóbrego en el que reinaba la más completa oscuridad y el más sepulcral silencio. Extraje una linterna de bolsillo de mi saco y la prendí, arrojando el haz de luz enfrente de mí y agitándolo de un lado al otro, llegando a iluminar escasamente el tétrico lugar en el que había venido a dar. A lo largo del túnel, más allá del patético brillo de la linterna, renegridas sombras parecían huir de su iluminadora presencia... y de la mía; porque, en verdad, podía distinguir una en particular que parecía difuminarse y tratar de confundirse con el resto, pero que resultaba notorio que avanzaba más rápido que yo y que, cada tanto, se volvía para verme. Diría que volaba, más que caminaba, como si intentara conducirme velozmente a algún sitio. Y, por mi parte, apreté el paso hasta encontrarme corriendo como un perseguido, cuando era yo el perseguidor; persiguiendo algo intangible, inasible... y del color de la noche cerrada, como el pesadillesco Caballero Negro que me acosaba en mis pesadillas. Esa idea exacerbó mis ánimos y emprendí una loca carrera en pos de... ¿qué? ¿de qué? De nada. Como un torpe, con todo el ímpetu de la carrera y con mi cara en pleno golpeé contra una recia puerta metálica, de la que salí disparado hacia atrás para darme un fortísimo porrazo. Parecía que mi destino en la vida fuera únicamente el de recibir un golpe tras otro. "Es una verdadera ordalía", pensé, resignado, y, todavía aturdido, me erguí apoyándome en las paredes y miré atónito la nueva valla. "No otra vez", me dije con voz desalentada. Mirando bien la puerta, noté que tenía corrido un pestillo del lado en el que me encontraba. "Otra vez alguien ha cerrado celosamente una puerta y dejado algo tras ella", rumié con cierto temor a que lo que hubiera quedado allí encerrado tuviera alguna relación con "aquellos" que lo habían sido en el "otro" sótano. Pero, tragando una pastosa saliva que inundaba mi boca, me alenté a mí mismo a no abandonar la empresa. Corrí el pestillo con cierta dificultad, tan herrumbrado estaba que casi se había soldado, pero bajo el denodado forcejeo al que lo sometí mascullando maldiciones, terminó cediendo. Abrí la puerta y me encontré en el interior de un recinto que, indudablemente, era un panteón.

§ 8.

Permanecí perplejo en el umbral de un criptopórtico labrado, sumido en un estado de estupor paralizante, más por el hecho de que la estancia a la que conducía estuviera iluminada. que por el arte desplegado en las columnitas, jambas y dintel de su acceso. Porque, si bien la luminosidad que prevalecía en el ambiente no alcanzaba a superar a la de una "luz de noche" en una habitación infantil, era suficiente como para provocar un abrupto contraste entre el oscuro basural del corredor que acababa de dejar atrás y la polvorienta y ordenada condición del lugar al que me daba paso.

Me alumbré algo más con mi linterna, a la que hice girar de arriba a abajo por las paredes, el suelo y, hasta donde alcanzaba a llegar, el techo de aquello que, de buenas a primeras, me impresionó como una capilla subterránea... o, más bien, como una cripta. Fue entonces también cuando me percaté de las dimensiones que tenía en realidad el lugar. No voy a exagerar diciendo que se comparaban con las de una catedral gótica, pero sí señalaré que distaban de las que podrían esperarse en una construcción destinada a tal fin. En efecto, eran muy amplias, a tal punto que el techo siempre permanecía en tinieblas debido a su desmesurada altura y las partes superiores de las paredes, se perdían fundiéndose con aquellas sin permitirme distinguir o seguir con la vista los intrincados relieves que las ornaban con miríadas de imágenes, a las que no pude reconocer con certeza, pero que, a su vez, no dejé de notar que no parecían corresponderse con los usos corrientes de la decoración funeraria humana. Sí, a tal grado me parecieron discordantes con cualquiera de las expresiones culturales de las civilizaciones, actuales o pasadas, creadas por el Homo sapiens.

Desde las columnas que sostenían la descomunal techumbre se desprendían, para quedar suspendidas en el aire, unas esculturas retorcidas y grotescas que me hicieron poner la piel de gallina, pues hasta darme cuenta de que sólo eran tales, mi febril y nerviosa imaginación las había tomado por seres de carne y hueso... si es que esos seres estuvieran hechos de nuestra misma materia, porque sus siluetas y aquello que entrevía en la media sombra reinante apuntaban a algo muy distinto e incalificable. ¿Qué lugar era éste? ¿Qué artistas - porque no me cupo duda que debieron ser varios o muchos - pudieron haber tallado semejantes representaciones, algunas de las cuales - y, seguramente, todas ellas - ya me habían comenzado a perturbar en demasía, cayendo en la cuenta, en ese preciso instante, de que todo mi cuerpo temblaba ligeramente cual si me hubiera parado ante una corriente de aire gélido?

Sacudiendo mi cuerpo para sacarme esa horrible sensación de encima, me aventuré a dar unos pasos más e internarme a lo largo de lo que todavía consideraba una simple aunque extraña confessio, arrojando haces de luz a diestra y siniestra. Ante mis ojos aparecieron, asomando entre cada una de las columnas, unas dependencias cuyos frentes presentaban altas y firmes rejas de algún metal ferroso oxidado por el tiempo, que habían cobrado un tinte y una consistencia desagradablemente fungosas. Me aproximé a una de ellas y, al alumbrar su interior, di un respingo y retrocedí con el rostro demudado por el horror: se trataba de una suerte de conditorio, cuyos nichos todavía contenían los ataúdes que estuvieron destinados a recibir hacía siglos. El pantallazo me bastó para distinguir maderas podridas y herrajes descolocados, pero lo peor fue el incompleto atisbo que alcancé a dar a las mortajas desgarradas y los huesos semiderruídos que los habitaban. Me recompuse más rápido al recordar que de esta clase de muertos no tenía nada que temer, porque en realidad lo estaban... pero los otros, los que conocí en aquel sótano excecrable, esos no.

Continué adelantándome hasta detenerme azorado en un punto dominado por una atlántica cúpula, similar a la de una basílica, sostenida por columnas formando arcos que terminaban uniéndose en su centro. Esta sección de la construcción me pareció que era mucho más baja que la que venía recorriendo, pues podía ver claramente el diseño de la cúpula y percatarme que hacia ambos lados, como si formara el travesaño horizontal de una cruz, se abrían sendas naves, más oscuras y ominosamente más silenciosas, si cupiera, que el resto del ambiente. Porque era tal la densidad de su oscuridad que ensordecía y ni siquiera podía escuchar zumbar mis oídos, fenómeno frecuente en mí desde que me apareciera un cuadro congénito de alta presión en el loquero - ¿herencia de mi madre? -.

Un par de nuevos vistazos a las columnas de la cúpula volvió a hacer que por mi espalda corriera un espasmo incontrolable, ya que las representaciones ofídicas multiformes que las decoraban me impresionaron más que todo el resto de lo que había visto hasta ese momento. Tal era su perfección y puntillosidad en los detalles que realmente hubiera jurado que estaban vivas, retorciéndose y emitiendo penetrantes siseos para descender de sus sostenes pétreos y arrojarse sobre mí y engullirme. Juro por la memoria de mi madre que desvié mi camino por una de las oscuras naves laterales con tal de evitar semejante suerte, pues no albergaba la menor duda de que eso era lo que ocurriría si me atrevía a desplazarme por debajo de la odiosa cúpula. Siempre me quedé con la intriga de que si hubiera tomado el camino recto no me hubiera conducido en verdad a algo peor todavía, "algo" que estuviera guardando un secreto innombrable. Pero, como dije, el miedo me impulsó a ponerme a cubierto de las sombras y, guiado de forma tan imprudente por mi temor, me puse a explorar el ala sombría que había empezado a recorrer.

No alcancé a dar diez pasos que la linterna pareció sufrir de agotamiento súbito, quizá por todo lo que ya había tenido que alumbrar antes. Enseguida me vino el pensamiento de que había sido tan, pero tan estúpido de no traer pilas de repuesto conmigo. ¡Ahora sí que la había fregado! Sin embargo, recordé que tenía una caja de cerillos, y aunque era de esas pequeñas, con apenas unos 30 o 40 de ellos, me pareció buena idea usarlas, por lo que decidí apagar el instrumento y volver a los tiempos de María Castaña alumbrándome con su mínimo destello. Al menos, ahorraría pila por un rato y podría seguir marchando; eso sí, con mayor cautela.

Una tras otra, tratando de aprovecharlas así me estuviera quemando la yema de los dedos, las cerillas se fueron consumiendo, pero gracias a ellas imaginé que me había internado bastante por esa nave, la que no presentaba hasta ese punto nada fuera de lo común. Sus paredes laterales y piso - el techo debía volver a elevarse aquí, ya que no tuve ni siquiera la sensación de tenerlo por sobre mi cabeza - estaban construidos con bloques de una roca que me pareció era granito negro, aunque la lumbre era tan trémula e insuficiente que no podría garantizarlo. Cuando volví a encender la linterna, al terminarse los fósforos, alcancé a ver más claramente que, de trecho en trecho, sobre la pared derecha aparecían unos nichos que asemejaban cajas de zapatos incrustadas en la mampostería. Arrojando luz en uno de ellos, lanzé un reprimido chillido de horror: sobre el fondo se apoyaba un cuerpo antropomorfo - al menos su silueta me sugirió tal cosa - completamente liado con unas fibras agrisadas por los siglos que parecían no estar confeccionadas en ningún tipo de tela que conociera, sino que su aspecto pegajoso y colgante me recordó a las telarañas. No pude evitar que el miedo cobrara forma en mi mente y, por un segundo, aluciné que ese horror se movía como una araña y quería atraparme en su malla de muerte. Retrocedí instintivamente y comencé a caminar velozmente, echando luces en cada nicho que cruzaba, para descubrir que todos ellos guardaban un morador similar al que ya había enervado mi temple por completo. ¿Qué era ésto? ¿Quiénes eran ellos? Nada tenía que ver lo que encontraba a mi paso con una confessio o una capilla subterránea normal. ¡Lo que veía era un mundo de terrores indescriptibles, de monstruosidades inimaginables en un cementerio de nuestros tiempos!

Me eché a correr sin darme cuenta, quizá tratando de alejarme de ese ámbito tenebroso que me infundaba los más grandes temores, y también sin darme cuenta me encontré pasando a una especie de vasta sala en la que, habiendo dado algunos pasos dentro de ella, me quedé inmovilizado ante la vista de algo que se había aferrado a mis pies desde el momento en que los puse sobre el suelo del lugar. Porque desde el umbral, y yendo hacia el centro mismo de la fantasmagórica sala estaban... ¡las huellas de las pisadas de los zapatos de mi padre, amarillentas, como hongos descompuestos y corruptos! "¡No,no, no es posible, no es posible! ¡Nooo, me estoy volviendo loco!", fue todo lo que las voces gritaban dentro de mi cráneo. Quise pegar la vuelta y volver a huir, como en aquella otra malhadada ocasión, pero una de esas voces destacó por sobre las demás, diciéndome: "¡Ahora! ¡Ahora es la oportunidad! ¡Ante el peligro, corre hacia él y abrázalo... hasta sofocarlo! ¡Derrota al Caballero Negro de una vez!". Y, como suele ocurrirme, mi inconsciencia pudo más que mis valederas razones para abandonar todo y fugarme como pudiera de ese infierno demencial. Inspiré profundamente, exhalé el aire y volví a respirar, para luego dar el primer paso que me conduciría al centro de la sala. Al centro de la verdad, al corazón del Mal.


§ 9.

Al momento de ir acercándome, noté con extrañeza que el centro de la sala estaba ocupado por la enorme boca circular de una fosa - que alcanzaría a tener varios metros de circunferencia - de la que exhalaba un verdoso vaho fosforescente que no ascendía hacia las alturas, sino que se mantenía a ras de la abertura y se deslizaba rodeando su borde, como si de tentáculos se tratara, pero sin extenderse mucho más allá. Fue cuando me di cuenta del minucioso labrado que adornaba esa nefasta garganta, representando objetos y seres que soy incapaz de describir, pero que eran repulsivos a la vista y a cualquier consideración que quiera hacerse de ellos. Mis pasos cobraron cautela y me fui aproximando con mayor lentitud que en mi inicial arrebato por llegar a ese punto de mi alocada aventura. Porque las huellas terminaban justamente allí, al borde de esa sima sin fondo, que era cómo me la imaginaba, y… ¡desaparecían en ella, como si la persona a la cual pertenecían se hubiera arrojado dentro de ese siniestro abismo insondable!

No habría dado siquiera cuatro pasos que me quedé petrificado en donde estaba, con la mirada desorbitada, viendo cómo ese denso vapor de consistencia viscosa y apariencia enfermiza comenzaba a cobrar la forma de una burbuja; una hinchada y oscilante burbuja en cuyo centro brillaba, con intensidad cada vez mayor, una luminiscencia verdosa que me obligó a voltear la cara y tapármela con las manos a la altura de los ojos para no quedar enceguecido por ella. La lacerante luz verde invadió el ambiente con su lívido color, en tanto la condensada nube se deshacía en jirones a ras del suelo y de ella… ¡surgían con lentitud unas… unas personas que…, oh, por Dios, por Dios… que no parecían tales, no podían serlo, porque…! No, no puedo decir cómo eran, no puedo… No eran cadáveres humanos comunes que habían vuelto a la vida, no… ¡Parecían humanos que no hubieran muerto nunca,… nunca bien digo! ¡Porque después de muertos siguieron vivos! ¡Ah, qué sentimiento de espanto, de horror cósmico, el sentir de un ignorante atrapado en la vorágine del universo real!

Pero el verdadero terror pánico me invadió cuando vi, surgiendo entre medio de esas monstruosidades mitad hombres y mitad fungosidades, a una figura que, pese a su actual condición transformada y casi irreconocible, no pude dejar de reconocer; señera, imperturbable y fría… ¡Sí, era mi padre! ¡Mi padre, Dios mío! ¡Oh, qué terrible fue enfrentarme a la verdad en ese momento! ¡Ver cara a cara al Caballero Negro de mis pesadillas! ¡Qué pavor inaudito podemos llegar a sentir los hombres ante la descarnada realidad! Mis ojos estaban fijos en su imagen, que no cesaba de acercarse a paso lento y desconcertante, como si sus piernas apenas pudieran sostener al resto de su enorme cuerpo, mientras parecía decirme algo, que mi mente no entendía. Sus abominables sirvientes, porque no dudé ni por un instante que él era el mandamás del grotesco grupo, hacían lo propio apenas unos pasos por detrás suyo. Se acercaban hacia mí, todos…

Las voces en mi cabeza gritaban ensordecedoramente y se entremezclaban tapándose la una a la otra, sin dejarme oir sus recomendaciones. No las entendía y no podría haberlo hecho jamás en esa circunstancia, pero lo que sí sabía es que nunca podría derrotarlo, nunca podría ganar en esta lucha, porque ¿cómo matar lo que no muere? No podía quedarme esperando a caer en las garras de esa gavilla de inmortales, que se alimentan de vivos y muertos por igual y que, ahora recién me daba cuenta, infestan los pasadizos que ellos mismos cavan con sus largas y afiladas uñas en todos los cementerios. ¡En todos! Por la forma en que no dejaban de fijar sus ojos muertos - pero encendidos con una llama vital incomprensible - sobre mí, era indudable que, o terminaba como plato principal de su festín o convertido en uno de ellos por mi padre.

Sin pensarlo por más tiempo, giré sobre mis talones y salí corriendo desesperadamente, mientras emitía, por primera vez en un largo rato, un alarido que siguió en mis oídos por mucho tiempo. Enfilé hacia el umbral por donde había entrado y me sumergí de cabeza en el oscuro túnel al que daba. No recordé que allí me esperaban otros espantos, peores quizá que aquellos de los que huía, porque, en efecto, las grisáceas y deslustradas momias vendadas habían comenzado a levantarse, en una escena que no imaginó ningún escritor de horror. Sin ruido, sin prisa pero sin pausa, las envueltas creaturas desplegaban sus telarañas para, como lo había presentido cuando las vi la primera vez, atraparme con sus tramposos hilos pegajosos y hacer conmigo… bueno, vaya a saberse qué.

Obviamente, no podía retroceder y tampoco dejar de avanzar, costara lo que costase, por lo que no hesité en trompear, empujar y golpear a cuantas de ellas se pusieron en mi camino. Di trompadas, que daban en narices que ya no estaban donde deberían y que arrancaban de cuajo mandíbulas y dientes descascarados; pegué rodillazos, que se hundían en vientres blandos y fofos, dejando jirones de piel y carne y líquidos malolientes sobre mi persona; arrojé patadas, aunque mis pies quedaran entrampados en pechos perforados, que sonaban bajo ellos con el crujir de huesos resecos y debilitados por los siglos. Estaba descontrolado, histérico; iba a los gritos pelados, sin ver nada, enceguecido por el horror y la furia que me azuzaban sin parar.

De pronto, percibí que estaba dejando atrás a mis perseguidores. Eran lentos, a pesar de todo. Y eso debería haberme traído algún alivio, pero no. Porque, aunque huyera de ellos en este momento, ¿qué haría después? ¿Quién me creería? Nadie. Con mis antecedentes lo más seguro es que me volvieran a encerrar en el manicomio. Y eso, no lo podía tolerar. Prefería morir a volver a ser encerrado allí. Prefería morir… Pero, ¡que loco! ¿no estaba huyendo de lo que tanto quería, de la muerte? ¿Y si…? Sí, me plantée la pregunta, pero mi instinto de conservación fue más fuerte y primó sobre ella; después de todo, no hay nada más fuerte en nosotros que los instintos básicos, animales. La pregunta se evaporó como si nunca me la hubiera planteado. Tenía que aprovechar la ventaja y llegar a la sala de la cúpula, desde donde podría alcanzar el corredor que llevaba a la salida. Aún podía oirlos tras de mí, sin cejar en su propósito de alcanzarme y echarme el guante.

Pero de repente, sin haber caído en la cuenta de inmediato, me encontraba llegando al lugar que anhelaba; podía ya ver la ominosa cúpula con sus pilares ofídicos, aunque esta vez no tenía ninguna intención de detenerme a analizarlos, sino que seguí mi frenética e imparable carrera hacia el exterior. Doblé el recodo de la nave que venía recorriendo y vi el corredor central abriéndose ante mí, cual si fuera la somnolienta boca de un animal en reposo. Me detuve jadeando por un segundo; el aire faltaba en mis pulmones, pero el incesante susurro de las monstruosidades que me perseguían hizo que retomara mi fuga con premura. No alcancé a verles tras de mí, pero eso no bastó para que me sintiera seguro.
Tomando un resuello fugaz, continué mi camino sin detenerme hasta encontrarme ante la puerta metálica que marcaba el final del pasillo. Llegué a ella y forcejée como un demente para abrirla; finalmente, cedió a mis desesperados esfuerzos y no pararía hasta dar con la escalera que conducía a la estrecha trampa salvadora que me llevaría al cobertizo. Al fin, la abrí violentamente, zapatée encima de los desperdicios e inmundicias que cubrían el suelo; resbalé varias veces entre medio de exclamaciones obscenas, que lanzaba cada vez que patinaba sobre esa basura en descomposición, pero no cesé de avanzar hacia aquella escalerilla que era la única salvación, la salida al mundo de los vivos. Trepé por los metálicos peldaños lo más aprisa que pude, maldiciendo que fuera tan estrecho el foso, más sin dejarme amilanar por ello, hasta que mi cabeza asomó por la cuadrangular y estrecha boca de acceso. Entonces, me quede tieso por el temor, puesto que "algo" había cerrado su mano sobre una de mis piernas; patée y sacudí mis piernas como si me hubiera atenazado un tigre viscoso, hasta que pude hacer que me soltara. Acicateado por renovados bríos, nacidos del miedo abyecto que me embargaba, logré salir por completo, resonando aquellos gritos inhumanos detrás de mí, y cerré la tapa totalmente aterrado, poniéndole cajas y cajas de madera encima para evitar que pudiera ser abierta. No sé cuántos trastos le puse, pero fueron muchos.

Sólo entonces me detuve para recuperarme, temblando como una hoja, pero no permanecí allí para comprobar si mis perseguidores intentaban levantar la tapa. Salí del cobertizo y me percaté de que ya no llovía. El cielo seguía cubierto de bote a bote, gris y amenazante, pero sin que cayera una gota de agua. Soplaba una brisa fría y penetrante, que me acarició como un fantasma pasara a mi lado. Con paso raudo, me dirigí a la casona y me metí en ella con una obsesiva idea en mi mente.

§ 10.

Ahora estoy en el cuarto de un hotel. Decidí marcharme para siempre de la casona de Providence y, también, que me deshacería de los libros de mi padre, esas obras abominables que no tenía ninguna duda eran en parte responsables de su destino. Se los envié a un viejo y querido amigo, el Dr. Henry Armitage, bibliotecario de la Universidad de Miskatonic, quien sabrá darles un mejor uso que yo. Igualmente, le he enviado el raconto de mis experiencias, tal como las puse por escrito, sabiendo que él comprenderá mejor que otros su contenido y sus implicaciones. Quizá no me tome muy en serio, pero pienso que sí, ya que conoce estas cuestiones como nadie. Quizá se crea que es otro de los juegos literarios que hacíamos cuando todavía éramos muy niños, pero espero que se dé cuenta que no hay nada de eso en ello, sino una verdad incontrovertible y tan contundente como una roca maciza.

He hablado con mi abogado, el señor Lafferty, a quien he comisionado el manejo de todas mis propiedades con la promesa de que cumplirá mis indicaciones tal cual se las dejo por escrito: que la vieja residencia debe permanecer como está, sin que se venda ni alquile bajo ningún concepto, aún después de mi muerte; y que la de Providence tenga el mismo destino: desplomarse por sí misma a causa del abandono absoluto.

No puedo hacer otra cosa; nada puede acabar con ellos porque no han dejado de estar vivos aunque estén muertos; nada puede terminar con aquello que está destinado a existir de otro modo, en otra vida, en otro mundo. Lo mejor es dejarlos tranquilos y que nadie sepa de su existencia; ni siquiera que se la imagine, porque no querrá morir nunca ni ser enterrado en ninguna parte, sabiendo que están en todos los cementerios.

Ahora, me he jurado no vivir en ningún sitio que tenga un sótano o un cementerio al lado, nunca jamás, lo juro. Seguramente, me mudaré a un bote; quizá flotando sobre las aguas no tenga que preocuparme por nada. Pero seguiré viviendo con miedo: el día de mi muerte puede que a alguien se le dé por sepultarme en algún cementerio desoyendo mi legado.

Entonces, seguramente mi padre volvería a expresar aquellas palabras que, desde ese momento, me persiguen con la misma saña que él y sus servidores lo hacían:

"Hijo… hijo… ven, ven con nosotros… aquí estamos, con tu madre… ven, seremos una familia de nuevo".



© 2004, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Derechos reservados. Es propiedad. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo.


 


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