TIERRAS MUERTAS
Una colección de breves espantos
Escrito
a la luz de la Lámpara de Al-Hazred
© 2002, J.R. Ogdon (a) Dogon [*]
§ 1. Omina
Puede ocurrir en cualquier momento, ¡Cthulhu ftaghn!
Cuando lo vi escrito en el cielo me di cuenta. Eché una mirada hacia las calles debajo de mí, donde la gente hacía lo que siempre hace, sin sospechar siquiera aquello que ocurría con los siniestros astros que comenzaban a alinearse en el aire gélido del más frío y catastrófico invierno que conociera el hemisferio norte de la Tierra.
Suspiré cerrando los ojos y eché mi cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en el marco de la puerta del balcón, con mis largos bucles negros cayendo sobre mi bata de seda, haciendo arabescos con los diseños de dragones y esferas taoístas de la tela. No sentía frío, a pesar de todo. Me había insensibilizado con una sesión de acupuntura auto aplicada hacía menos de treinta minutos.
Mis manos se guardaban en los bolsillos, apretadas, tensas hasta tener los nudillos blancos. Porque sabía lo que había visto y leído en el cielo.
Giré con gesto desconsolado y me aproximé a la mesita de mimbre sobre la que se encontraban la botella y el vaso. Eché suficiente como para que rebalsara y se desparramara sobre el tapete floreado, sin importarme un comino. Después de lo que había visto, ya nada importaba. Todo sería como un derviche giróvaro, un remolino que arrastraría todo y a todos como un torbellino voraginoso y destructivo. Apuré un largo trago.
En alguna parte sonaba una música primitiva y sensual, como una mezcla de sones con aires arábigos y tambores selváticos. Pensé que podría ser lo último que escuchara. Porque no había indicios en ninguna parte de lo que se avecinaba. Me resultaba intolerable no saber exactamente cuándo lo haría, cuándo llegaría aquí, hasta mí. Podía empezar conmigo mismo.
La idea me apuró a acercarme al espejo. La imagen que me devolvía era la mía, la de mi cara desencajada por la morfina, el tabaco y el alcohol. La cocaína se había terminado esta mañana.
Porque no es de esta noche que conozco los signos ominosos del cielo. Hace varios días que están allí, alineándose como los iconos del Zodíaco. Un bestiario diferente al de la pobre imaginación humana. Un zoológico de existencias impensables aun en las pesadillas más grotescas de cualquier mente enloquecida.
Sí, por eso me voy a sentar en el balcón, ahora que confirmé que sigo siendo el mismo; me voy a sentar a emborracharme y drogarme hasta que lleguen desde donde sea que se encuentren, porque van a llegar, ¡oh, sí!..., en cualquier momento y eso, eso quiero verlo. Será "un espectáculo para alquilar balcones", ¡ja, ja, ja! ¡Qué ironía!
Ahora que estoy sentado acá el aire helado se siente más, pero el whisky y el "fix" que me acabo de hacer antes de salir de nuevo al balcón me han puesto en un buen estado de ánimo. Tengo la botella y la jeringa a mano, por las dudas. Seguro que tendré tiempo para otro "pico" y otro trago antes de que todo acabe. Antes de que se caiga el cielo.
Echo otra mirada a las estrellas. Están casi a punto. Empiezo a enrollar la goma alrededor de mi brazo y a buscar la vena. Veré sus formas, pero ellos no podrán tenerme a mí. ¿Media jeringa,... toda? Toda...
§ 2. El camino recto
In Memoriam of The Dunwich Horror (1928).
Hubo en un tiempo una casa en la parte más alejada del caserío conocido con el nombre de Goldrive Spot, en el condado de Dampshire, al oeste de las tierras de los anglo-sajones; las "antiguas tierras".
En tiempos de la fundación de Goldrive Spot parece que la casa ya estaba en pie y habitada por una familia de apellido Thunderash, compuesta por una pareja de ancianos y dos jóvenes, un varón y una mujer. Los viejos eran viejos de verdad, nadie podría decir su edad; en tanto, los jóvenes eran, igualmente, muy jóvenes y de indefinida edad también, acercándose por momentos su porte a la infancia tanto como a la madurez. Así eran cuando se fundó el poblado.
Ambas parejas eran la noche y el día, pero lo que sí compartían era su idéntica maldad. Todos los habitantes de Goldrive Spot odiaban al par de parejas de igual modo y todos tenían alguna anécdota desagradable que contar respecto de ellos. Amén del extraño comportamiento que exhibían y de los más enigmáticos y siniestros hechos que, cada tanto en años, ocurrían y que siempre parecían apuntar en dirección a los Tunderash: niños que desaparecían cuando merodeaban en los alrededores de su propiedad; hombres que eran encontrados muertos a la vera de poco recorridos caminos en circunstancias muy sospechosas; mujeres grávidas que soñaban con los vejetes que venían y les decían, en una lengua ininteligible, cosas que les perturbaba el sueño y el descanso y terminaban pariendo neonatos deformes, algunos de los cuales tuvieron que ser sacrificados a espaldas de las parturientas por los médicos, en un acto de piedad que todavía agradecen los que presenciaron sus nacimientos blasfemos. Una enfermera no pudo soportar uno de esos trances y, huyendo despavorida del hospital Greendleton, terminó arrojándose de un despeñadero cercano a Goldrive Spot, allí donde comienza la cadena de colinas que son evitadas desde antaño por los pobladores de la villa. Esa serie de lúgubres colinas boscosas lleva hacia la propiedad de los Thunderash, con la que se entrelazan en una suerte de convivencia malsana.
Se dice que la pareja joven casi nunca salía de la propiedad y, de hecho, rara vez del caserón mismo. Los pocos encuentros que tuvieron con algún vecino solamente produjo desavenencias y más odio.
Llegó un tiempo en que parecía como que los dos vejestorios les mantenían recluidos por algún motivo que nunca se supo hasta que se pudo acceder a la vivienda, muchísimos años más tarde, ya veremos bajo cuáles circunstancias. El hecho que a Goldrive Spot solamente comenzaran a allegarse los viejos, juntos o por separado e igualmente de manera excepcional, para adquirir algunos víveres y enseres - que necesariamente tenían que comprar en el único almacén de ramos generales del pueblo - fue siempre tomado por la población como un rasgo de su odioso carácter y sus repulsivas maneras, así como de que ciertamente mantenían recluida a la pareja joven, que muchos especulaban si serían sus nietos - nacidos de una hija desconocida y muerta o viviendo su mala vida en alguna parte del mundo -, o si eran los hijos de la pareja anciana, lo cual no podían creer muchas de las mujeres de la villa; y, de eso, las mujeres saben más aquí y en todas partes.
Un día la vieja Thunderash se peleó con el despachante auxiliar de la tienda, un mozalbete medio lerdo de entendederas, que cometió la torpeza de querer pasar a la arpía en el peso de unos paquetes de harina; la anciana feroz le espetó con unas frases pronunciadas con acento duro y agresivo pero cuyo contenido jamás pudo entenderse. Al día siguiente el tendero encontró al muchacho en el baño de la pieza del fondo, que le había habilitado para quedarse a vivir, con el cuello rebanado de oreja a oreja y sosteniendo la filosa navaja de afeitar con la que, dijeron, se había suicidado. La cosa no hubiera pasado de eso si no fuera porque el tendero siempre juró y sostuvo contra toda opinión en contrario que, cuando abrió la puerta del baño, el espejo tenía su luna totalmente oscurecida y parecía reflejar lo que aparentemente era una neblina que se retorcía asquerosamente. Pero las autoridades no encontraron tal cosa sino un simple espejo plateado y normal, eso sí, algo descuadrado.
Como fuera, luego de que la pareja menor alcanzó lo que debía ser la adultez joven, debido al tiempo transcurrido, comenzaron a aparecer con mayor frecuencia por los espacios libres de la propiedad pero nunca pasaron del cerco derruido que la limitaba. Se contentaban con pasear, corretear y esconderse en los bosques que invadían el terreno por los cuatro costados, excepto por el camino recto de ripio que llevaba directo a la puerta de la casona. A los que entonces empezó a verse menos y luego terminaron por no aparecer más, fue a la pareja de viejos. Fue el primer síntoma de que algo raro y novedoso estaba ocurriendo en la familia Thunderash y era el bocadillo de todo el pueblo.
Un día, los atónitos lugareños vieron pasar a ambos jóvenes en una diligencia - aparecida vaya a saberse de dónde, posiblemente alquilada en algún otro villorrio -, cargados de baúles y equipaje; y cuentan algunos que llegaron a verlos que iban con los rostros animados y bebiendo de copas de champagne como si fueran dos recién casados que parten en luna de miel. Los que se allegaron hasta los lindes del terreno notaron que el antiguo caserón parecía cerrado a machote y que los que se habían ido no aparentaban tener deseo alguno por regresar. Pero, ¿y los viejos? ¿Habrían fallecido los detestables ancianos? ¿Por eso se habían marchado tan felices los jóvenes? ¿Habían recuperado su libertad y exultaban sus ganas de vivir?
La gente urdía las historias más contradictorias y disparatadas: unos alegaban que los malditos viejos estaban vivos y encerrados en la casa, en donde fueron abandonados a su suerte por los jóvenes; otros, que los vejetes eran los que se habían deshecho de los otros y se habían recluido a vivir sus últimos años, que todos esperaban fueran bien pocos.
Pasaron dos años de ese evento. Entonces, algunos mozalbetes revoltosos y atrevidos, haciendo caso omiso a todas las recomendaciones y consejos de sus padres y conocidos, decidieron que era hora de saber la verdad y entraron en la propiedad, atravesaron los cercos ya casi inexistentes, recorrieron el camino recto de ripio que conducía a la puerta de la destartalada pero todavía imponente vivienda y, a patada limpia, la echaron abajo.
Tuvieron la precaución de invadirla a plena luz del mediodía y con un nutrido atajo de curiosos que incluía al cura de la parroquia, un agente de Scotland Yard que casualmente estaba pasando unos días con unos familiares y al alcalde de Goldrive Spot.
La luz diurna penetró con dificultad en las penumbras de la casa tapiada y un polvo de añares se dispersó imposibilitando el acceso hasta su disipación. Un vaho mohoso y fungoso, casi tangible e insoportable de tolerar por cualquier nariz mortal, supuró por esa puerta hacia el exterior haciendo retroceder asqueados a los rapaces. Cuando también se dispersó en el aire fresco del día, se atrevieron a dar los primeros pasos a través del umbral.
Los observadores dicen que primero entró el más envalentonado, con actitud maleva y desplegando todo su miedo con gesticulaciones y palabrotas desafiantes. Luego le siguieron dos compinches, algo más atemorizados y menos bocones. El que salió disparando primero fue el valentón, bajo el abucheo de los testigos que, al principio, fueron movidos por la risa y la burla pero después lo hicieron velozmente sobre sus pies, pues detrás del muchacho venía apareciendo algo que superaba todo lo razonable y que contrariaba a la Naturaleza y a Dios mismo.
Una masa babeante y lustrosa, como de una goma gelatinosa y repugnantemente dotada de una vida sobrenatural, que brillaba con un color verde fosforescente, que sacudía miles de seudópodos succionadores y agitaba cientos de largos tentáculos menores como látigos restallando en el aire, emitiendo un rimbombante y gutural sonido que afectaba los tímpanos y mirando con decenas de ojos bulbosos y enormes para todos lados, buscando nuevas víctimas mientras terminaba de destrozar los cuerpos de los dos compañeros del atrevido fugitivo.
Ni que decir que los que no cayeron al suelo, aturdidos por el sonido que emanaba de esa criatura infernal y terrorífica o al ser atropellados por la muchedumbre que huía presa del terror pánico, fueron pocos y pocos los que consiguieron llegar a algún lugar seguro, si es que lo hubo. La mayoría cayó bajo el destructor paso de la tremenda bestia que mató a todos los que se pusieron en su camino.
Dicen que la monstruosidad surgida de la casa de los Thunderash se dirigió hacia los prietos y oscuros bosques al oeste de la propiedad y se perdió en los repliegues de las ominosas colinas. A su paso derrumbó edificios y se entretuvo un rato aplastando la iglesia del pueblo. Uno de los sobrevivientes llegó a confesar que mientras lo hacía una risa siniestra y sardónica invadió el espacio hasta perderse en dirección de los bosques.
A los tres días de ocurridos estos hechos tan espantosos, una comisión de las autoridades enviada desde Londres entró en el caserón. Cuando volvieron a salir lo volaron con dinamita y lo quemaron con gasolina hasta los cimientos. Primero se llevaron dos bultos en unas bolsas muy bien cerradas y lo hicieron con mucha prisa, evitando todo contacto con la gente del lugar o el par de esos siempre entrometidos reporteros locales. Uno había seguido a la comisión desde Londres, pero le valió de poco porque nunca consiguió obtener información sobre el contenido de esos sacos sellados. Hubo otros bultos más que también fueron trasladados con el mayor secreto y rodeados por medidas de extrema seguridad. Esa vez no hubo ningún periodista a menos de dos kilómetros.
Se corrió la voz que habían encontrado los cadáveres del par de viejos; otros decían, con mayor reserva, que en realidad era sólo "la piel" de esos dos demoníacos seres, porque ya sus antepasados relataban que en esa familia no eran humanos sino que se habían convertido en algo más debido a sus tratos con los demonios del Infierno mediante las negras artes. Pero todo eso eran sólo chismes y consejas de viejas chusmas y nada se supo de cierto.
Hasta que me topé en un café de París con el Dr. Samson, uno de los miembros de la comisión londinense quien, haciéndome jurar que jamás repetiría lo que me iba a decir, me relató lo siguiente:
"Lo que nos llevamos en las primeras dos bolsas eran sendos cuerpos,... Bueno, no exactamente cuerpos humanos muertos como los que se está imaginando, no. En realidad eran como dos caparazones vacíos. Sí, sé lo que está pensando. Que le estoy inventando un cuento o que repito chismes de viejas cotorras, pero se equivoca. Soy médico, anatomista para ser exacto y puedo confesarle con total seguridad que esos dos no eran los cadáveres de dos humanos. Eran capullos, dos larvas,... Y de eso tan solo puedo deducir una sola cosa: los Thunderash no han muerto, están tan vivos como usted y yo, en alguna parte, gozando de la vida,... de una nueva vida. Nunca salió en los periódicos porque Scotland Yard y el Primer Ministro supieron cubrir muy bien el asunto, pero en los cimientos de la casa había enterrados los cadáveres y esqueletos de no menos de una docena de niños; niños pequeños, de seis, siete, hasta diez años. A todos les faltaba la cabeza y las manos. Una cosa horripilante, se me pone la piel de gallina de tan solo recordar el cuadro que tuve que presenciar. Ya lo ve, amigo mío, 'hay más cosas en este mundo...'."
Como sabía de mi reciente estadía en Goldrive Spot me preguntó si había oído algún rumor sobre el monstruo del bosque, pero le contesté que no, que no había escuchado nada al respecto: "Es como si se hubiera esfumado", argüí. En verdad recordaba las palabras de aquel sobreviviente de la iglesia que no dejaba de repetir: "Su risa, su risa, la escucho por las noches, su risa espeluznante. Es el odio del viejo, su odio, sí, que está ahí, está ahí, riéndose de todos nosotros, acechando, acechando, su risa, ¡ja, ja, ja!, su risa,...", pero, ¡qué crédito dar a un desquiciado!
Me despedí del Dr. Samson y quedamos en vernos una noche de estas en la Ópera. Decidí caminar un poco antes de retirarme al hotel. Cuando di vuelta a la esquina, me quedé estupefacto. Ante mí pasaba un carruaje abierto llevando a una pareja de adultos jóvenes, rebosantes de vida y desparramando alegría a su alrededor con sus cantarinas voces y sus gestos displicentes.
No pude de dejar de reconocer los rostros que había visto en las fotografías de los archivos parroquiales de Goldrive Spot durante mi viaje: eran los Thunderash, los jóvenes y malignos señores Thunderash.
§ 3. Lasiren.
En recuerdo de por qué Lovecraft odiaba el mar.
La costa de Haití tiene un halo mágico que arrastró a mi amigo Luis Peña Colombres a experimentar un destino ineludiblemente trágico. Ha pasado tiempo de eso y puedo contarlo ahora sin temor a hacer resurgir la tristeza de la pérdida de un ser amado en el corazón de madre, esposa o hijos que pudieran haberle sobrevivido. Todos sus familiares ya están muertos y sepultados aunque no en el mismo cementerio ni cerca de la tumba de Luis, ya que él tiene por mundo el ancho océano y seguramente no ha muerto como aquellos. Nunca tuvo esposa o hijos, de todos modos.
¿Despierto su interés con lo que he dicho hasta ahora? Entonces déjeme continuar, porque su historia es de lo más extraordinaria y es el corolario de una leyenda que sigue tan vigente como cuando fue compuesta por primera vez, vaya uno a saber cuándo, pero que vino con los primeros esclavos negros a esta isla bendita de Dios y maldita por los hombres.
Luis era un muchacho pobre que trabajaba de sol a sol como pescador y que vivía con los magros ingresos que su oficio le procuraba en una choza maltrecha y mal hecha, construida con tablones desiguales de diferentes maderas mal cortadas y con un techo de hojas de palma puestos por los cambiantes vientos caribeños, un día para acá, el otro para allá.
Se imagina que no poseía nada en su interior aparte de un lecho de paja con una tela mugrosa encima, a modo de sábana y cobertor porque no tenía dos piezas sino esa sola; en un rincón había una marmita sobre cuatro ladrillos rajados y quebrados, el caldero renegrido como la boca del infierno de tanto recocido. Una vela sobre un plato roto era toda la lumbre que debía esperarse en esa tapera inmunda porque de electricidad ni hablar.
El orgullo de Luis era su bote. Un bote que era un lujo para tamaño desgraciado y muerto de hambre. Una barca digna de un rey marino. De larga eslora, hecha en madera dura y firme, bien calafateada y, créase o no, con motor fuera de borda. Lo había traído un día desde Puerto Príncipe en un alarde de vanguardismo al estilo de los artistas de principios del siglo veinte. Fue admirado por toda la villa y pronto se convirtió en el pescador más afortunado, ya que llegaba antes que nadie al lugar donde se juntaban los cardúmenes o podía seguirlos a una velocidad que se equiparaba a la de ellos y le permitía recoger sus redes llenas de plateados saltimbanquis que se convertirían en comida y en dinero.
Todo eso provocaba en sus vecinos tanto la admiración como la envidia, como siempre pasa con las personas. En cuanto se levanta la cabeza, ¡paf!, las lenguas, que son más veloces que las balas, ya están disparando sobre uno. Bueno, no le voy a distraer con lo que ya sabemos todos.
El asunto es que Luis continuó viviendo en su choza miserable mientras juntaba un buen dinero para construirse una casa de ladrillos con techo de tejas y ventanas y puertas de madera. Y para llenar su interior con muebles y algunas comodidades como un televisor color. Esas cosas, ya sabe, a las que puede aspirar todo muchacho pobre.
No le dije que Luis era joven; entonces tendría unos diecinueve, veinte años, creo. Bah,... como sea. Luis además de joven era lindo. Sí, uno de esos mozos bien plantados de rasgos atractivos y cuerpo de luchador de feria. Hay que ser así para ser un buen pescador. Hemingway nos habló de "El viejo y el mar". No hay viejo que aguante el mar. Los viejos son capitanes de barco, no pescadores, y los que lo son, están esperando que el mar se los lleve de una buena vez.
Pero no como se llevó a Luis. No es esa la forma en que quieren ser arrastrados a los abismos insondables que habitan otras criaturas. Mejor es que ellas vivan en su mundo y nosotros en el nuestro. Que no les pase lo que a Luis, Jesús, José y María.
Sí, ya voy a lo que pasó, no hay que impacientarse. Los detalles son importantes en este caso. Luis,... pobre muchacho.
En fin, la cosa es que una mañana temprano salió con su magnífico y colorido bote a motor y se internó profundo, más de lo habitual, persiguiendo unos apretados cardúmenes. Hasta desde la playa veíamos la estela de refulgente plata en pos de la que iba Luis a toda velocidad. De pronto, y esto lo vimos todos los que estábamos presentes, chuick-chuick - hizo ruido besando los dedos índices de ambas manos en forma de cruz sobre sus labios -, esa veloz estela plateada comenzó a elevarse por encima de la superficie del mar y desplegó unas alas amplias y gigantescas. Lo hizo una vez, velozmente, y volvió a sumergirse. ¡Dios!, exclamamos todos a la vez, nunca habíamos visto semejante cosa. Y, hete aquí, sí, señor, aunque no lo crea usted, que ese hecho se repitió varias veces: la estela alada ascendía súbitamente por un momento, se detenía inclinándose hacia el bote de Luis y volvía a sumergirse tan rápidamente como emergía de nuevo. ¡Virgen Santa!, clamaba el anciano que tenía a mi lado, ¡Es Lasiren!, gritaba con los ojos desorbitados. ¿Lasiren?, le dije, eso es una leyenda, Raúl. ¡No, no, es Lasiren! ¡Madre de Dios, libra a Luis de la muerte eterna!, volvió a exclamar preso de la excitación provocada por la emoción.
¿Y por qué no va a creerme, usted, señor? ¿Gano algo con inventar lo que no fue? No necesito que me paguen mis tragos, señor. Gano lo mío y bebo con mi dinero. Y si le cuento es porque quiero,... porque quiero recordar a Luis, mi amigo Luis, como era cuando... Bueh,... para qué decirle que lo llevo ahí, en mi corazón y mi memoria. Usted debe saber de qué se trata eso de la amistad entrañable. No está muerto, pero tampoco vive como nosotros ni entre nosotros,... ya no es de los nuestros, es de Ellos... ¡¿Cómo de quiénes?! ¡De Ellos y de Lasiren, su reina, la Reina del Mar!
No, no fue esa vez. Luis entonces volvió, pero su mirada ya no era suya. En sus pupilas, los primeros días podía todavía verse el hilo de plata de esa estela marina, emergiendo y sumergiéndose en la agitada superficie de sus ojos verdes. En esa época no podía mirársele a los ojos, tanta era la impresión atemorizante que esa imagen indeleble producía al hacerlo. Ni yo, su mejor amigo, sí, señor, su mejor y único, verdadero amigo, podía sostener su mirada lejana pero que penetraba hasta el caracú de los huesos, señor. Para cuando comenzaba a borrársele ese efecto sobrenatural, Luis volvió a sacar su bote, que había dejado abandonado durante ese tiempo, y se internó otra vez en pos de la estela plateada que, como si hubiera sido convocada por arte de magia, apareció ni bien puso la quilla del bote en el agua. Y allá se fue, se fue adentrando más y más hasta que el mismo sonido del motor desapareció.
Los que corrimos en pos de él para detenerle no pudimos hacer nada, las olas nos llegaban encrespadas como bajo una tormenta de invierno, cuando estábamos bajo el rayo del sol más caliente del verano y sin asomo de nubes en el cielo azul. Pero el mar, ah, el mar, señor, estaba picado como hacía mucho que no veíamos por aquí. Oh, sí, señor, algo completamente sobrenatural, digno del Diablo y sus secuaces.
Alcanzábamos a ver el bote de Luis siguiendo a la estela plateada que subía y bajaba y lo alejaba cada vez más de la costa, más y más adentro del embravecido mar. Nuestros gritos se acallaron pronto, uno por inútiles y dos porque el ruido del oleaje los volvía más fútiles aun. ¿Qué si no nos rendimos demasiado pronto? Usted no sabe lo que dice, señor. Éramos todos experimentados hombres de mar, qué se piensa.
No, es que no había nada, nada que pudiera hacerse. Luis no volvió, ni ese día ni nunca... Bueno, sí, llegué a verle una vez más, hace tiempo. Después, ya no... ¿Eh?... a sí, cuando lo vi en esa oportunidad fue mar adentro. Hay allá para el norte, unos diez kilómetros pasando la península pequeña cercana al promontorio que llaman "La Cima del Profundo", un grupito de islotes muy pequeños. Mi bote se había quedado al garete en medio de un feo principio de tormenta y el oleaje me arrastraba indefectible a incrustarme en esas rocas puntiagudas y peligrosísimas para los navegantes. Cuando ya encomendaba a Dios mi alma, porque iba directo a estrellarme contra una enorme, algo lo evitó y condujo mi bote hasta un lugar a salvo. Ya imaginaba que era la mano del Señor que me había rescatado por mis fervientes plegarias, cuando oí golpes a proa, como un golpeteo producido por los tentáculos de un pulpo recién sacado del agua. Cuando me volví hacia allí me quedé de una pieza, señor, efectivamente había dos tentáculos rosáceos y con ventosas de succión sacudiéndose sobre cubierta. Tomé un remo bien macizo y comencé a golpearlos creyendo que era uno de esos bichos, cuando se asomó por la borda un cuerpo humano, al que los tentáculos per-te-ne-cían; sí, señor, así como lo escucha, pero eso no es todo, oh no, señor, lo peor viene ahora, señor.
Sí, en efecto, tal como lo está imaginando ya, era Luis o en lo que Luis se había convertido. Un remedo, un recuerdo perdido, una semblanza humana adherida a una bestia impensable, una semejanza a lo humano que no puede nacer en un monstruo como aquel. Pero no cabía duda alguna, era mi entrañable amigo Luis quien, luego de emitir un largo y profundo quejido, agitó los tentáculos deslizándolos hasta que desaparecieron totalmente junto con él. Cuando me tiré sobre la borda para verle por última vez, lo único que alcancé a percibir era una estela plateada que pasaba por debajo de la quilla de mi cascarón y, ¿sabe algo, señor? Tenía el rostro de mujer más hermoso que hombre alguno pueda soñar. Sí, señor, era Lasiren, nomás. Lo eligió a Luis porque tenía el bote más bonito.
Y ahora, desde que los vi, he pintado mi bote y es el más lindo de todos. Salgo todos los días y las noches, ahora que le puse un motor fuera de borda. En una de esas, fue eso lo que le gustó a Lasiren de Luis; por ahí fueron los colores del bote. Lo pinté parecido, igual no. Las sirenas nunca se enamoran dos veces de la misma barca.
§ 4. Desaparición irrelevante.
A todos los espíritus desvanecidos en el olvido.
Se llamaba Juliette. Estaba en París. Sentada tras los pulcros cristales de un ventanal. La luz tenue y sin fuerza del sol otoñal apenas dibujaba su silueta sobre el piso de parqué de claro color roble. Allí sus formas se fundían con ella en un desvaído brillo dorado. Dorados apagados eran sus cabellos lacios y largos hasta su cintura de avispa, disimulada bajo la tela otrora blanca y ahora gris y vieja. Sus huesudas y sarmentosas manos lucían largas uñas bien cortadas y coloreadas en púrpura profundo. Su enflaquecido rostro permanecía conservando su níveo tinte de toda la vida; desde el día de su nacimiento fue bautizada como "la bebota de porcelana" y fue ensalzada por eso durante años. Un color de piel que acompañaba apropiadamente al de sus cabellos y al de sus almendrados ojos, marrones dorados como la miel más pura. Su respingada y fina nariz mantenía ese detalle que hizo tan atractivo a su rostro. Calzaba unas chinelas chinas de color "sang de bouef" con ribetes dorados bastante desgastadas. Y eso que difícilmente Juliette pudiera hacerlo. Ella no podía caminar.
La mustia luz de sus ojos estaba fija en el amplio parque de árboles deshojados y de ramas agitadas por levantiscas brisas que metían el frío por las rendijas de las puertas y ventanas y penetraba hasta los huesos. No había ninguna estufa encendida en la sala donde estaba sentada Juliette. Tampoco ninguna lámpara y el sol ya arrojaba sus últimos destellos por detrás de unas nubes oscuras sobre un cielo de plomo. La sala iba quedando a oscuras y Juliette en las sombras. Ella lo único que hacía era estar allí, en las penumbras cada vez más impenetrables, mirando fijamente el parque enmarcado por la ventana como si fuera un cuadro, una Naturaleza Muerta.
Cayó la noche y su mirada vio nacer la luminiscencia de las estrellas polares. Pronto vio aparecer la luna, la luna negra, la Luna Nueva. La boca de Juliette esbozó una ligera y trémula sonrisa y se abrió en un lánguido suspiro que aleteó por sobre sus labios carmesí para estrellarse contra el vidrio de la ventana, en donde no se dibujo ningún halo respiratorio a pesar de tener la cara casi pegada a él.
A medida que el astro iba ascendiendo, Juliette vio cómo ella misma iba haciéndose más volátil, más sutil, más evanescente... Y volvió a suspirar. Ya no estaría sentada allí, en París. Ahora partiría para el Largo Viaje. Cuando Selene alcanzó su cenit, Juliette emprendió su marcha. Una última mirada a su mansión, que no retendría a su fantasma, fue acompañada por un último pensamiento:"Después de doscientos años de estar prisionera en mi propia casa, ahora me doy cuenta que nadie notará mi partida. Pero claro, la desaparición de un fantasma es irrelevante para el mundo".
§ 5. Cartas que no has de leer.
A los maestros
Bram Stocker,
Edgar Allan Poe,
Howard Phillip Lovecraft,
en homenaje a su legado.
Olof vio cómo el cartero dejaba un sobre por debajo de la puerta de su casa. ¡Pobre diablo! Mira que estar repartiendo el correo con semejante nevada - pensó con una sonrisa irónica. Esperó a que el cartero se retirara por el sepultado portón de su enterrado jardín cubierto de nieve dura hasta la cintura de un hombre. Dejó caer la cortina de algodón blanco como los copos de nieve que afuera se acumulaban sobre el vano de la ventana. Hacía siete días exactos que nevaba sin parar en medio de una ventisca descomunal que zarandeaba las copas de los árboles cargadas de aguanieve y les hacía arrojar su fardo por sobre los techos de las casas.
Debe ser algo importante para que el viejo Eric se haya arrimado hasta mi casa bajo este ventisquero infernal - se dijo con el ceño fruncido, imaginando alguna desgracia familiar o algo parecido. Con paso presuroso se dirigió al recibidor y al llegar, yaciendo entumecido sobre el piso, estaba un sobre manila mediano, de color caqui, algo arrugado. Lo recogió y, primero, miró el verso del sobre: su nombre y su dirección estaban escritos por una mano delicada y culta y con rasgos que denotaban una personalidad fuerte y determinada; luego, dio vuelta el envoltorio y se fijó en el remitente: "Madame Demercier d'Amonte, Rue Moribius 23, droite, Ginebra, Suiza". ¿Quién era esta mujer y de dónde le conocía? ¿De Ginebra? Nunca había estado fuera de Noruega. Nunca se había cruzado con una dama llamada Demercier d'Amonte.
El único modo de develar este inicial misterio, tan desconcertante para él, era abrir el sobre. De lo más lógico, se dijo. Fue con él hasta el escritorio, tomó un abrecartas y procedió a hacerlo. Extrajo una hoja de un papel de tersura extraordinaria, muy fino, con filigranas en los bordes. ¡Una invitación! - pensó - Algún pariente lejano se casa.
Desplegó la hoja y leyó:
Ginebra, Agosto 5, 1894Estimado Señor Olof Norski:
Me dirijo a Usted aunque no nos conozcamos personalmente. Soy amiga de su prima Elka, a quien seguramente recordará a pesar de los años transcurridos desde que se vieran alguna vez (ella tenía entonces sólo seis años, es la hija de su Tía Barsash; y está casada con el Señor Franz Reichenbach, el prestigioso relojero de Ginebra, Suiza).
Me atrevo a escribirle a propósito de su prima Elka. Como sabe el Señor Reichenbach es un hombre rico y ella, por razones que todos comprendemos, le ha pedido que le costee el viaje y que le traiga a Usted a su lado inmediatamente. Usted es al único pariente que ha podido recordar y el llamado de la sangre, pienso, puede traerle enormes beneficios a su alicaído ánimo.
Debo confesarle que Elka sufre una extraña enfermedad que los médicos no pueden curar. Todos sus esfuerzos han resultado inútiles y ella se pone peor con cada día que pasa. Está poseída por una languidez indefinible e imparable que la ha dejado postrada por completo.
Yo me paso el día y la noche a su lado, haciendo de enfermera y atendiendo a todas sus necesidades, pero debo confesarle que la faena es demasiada para una mujer como yo; soy bastante mayor que ella y el Señor Reichenbach se ha negado terminantemente a que fuera cuidada por otra persona.
Ahora que Elka clama por Usted y el Señor Reichenbach ha accedido a sus peticiones, confío en que su compañía resulte un alivio para ella y para quien suscribe.
Como el tiempo que falte para que Elka se vea abandonada completamente por sus fuerzas y su alma no debe ser mucho, insisto en que venga sin dilación. El Señor Reichenbach ya ha tomado todas las previsiones y si parte de inmediato al recibo de estas líneas, seguramente podrá estar en Ginebra en tres días. ¡Por favor, venga Usted! ¡Su prima muere y le llama a su lecho de muerte!
Confiando en Dios y en su buen juicio de Usted, Señor Olof Norski, se despide atentamente y esperando su arribo,
Madame Demercier d'Amonte, una amiga de Elka
Desde la Mansión Reichenbach,
Rue Moribius 23, droite
Ginebra, SuizaP.S.: Diríjase Usted a la Estación del Ferrocarril en Malströmrad. Allí vea al Señor Rudick, el Jefe de la Estación, y dígale su nombre. Él ya sabe qué hacer: le entregará los billetes de tren hasta el puerto en el fiordo; allí preséntese al Capitán Hütten del barco "Norgastendorf", él le dará los pasajes y un paquete con dinero y un relato de la evolución de la enfermedad de Elka que he agregado. Léalo en el viaje. Llegará al puerto de Steindorf-Haussen, al norte de Alemania. Allí lo esperará un hombre llamado Gorck, le reconocerá por ser completamente calvo, tener un parche en el ojo derecho y estar vestido siempre de negro y con guantes de ese mismo color. Esta persona le traerá en su carruaje hasta Ginebra. No se preocupe por nada. Solamente traiga su ropa, todo lo demás corre por cuenta del Señor Reichenbach, absolutamente todo.
Olof se quedó perplejo. ¡La prima Elka estaba moribunda! ¡Ah, cómo olvidar a Elka! ¡Fue su primer amor imposible!... Desde los seis años,... tanto tiempo había pasado ya desde que viera aquel rostro de ángel de ojos azules titanio como el cielo despejado en un día de sol intenso, enmarcado por sus rizos rubios casi blancos, atados con una cinta rosa que conjugaba con su amplio vestido del mismo color. ¡Ah,... Elka! ¡Y ahora le decían que estaba...! No, se negaba a asumir que se estaba... muriendo irremediablemente,... ¡Y le llamaba! ¡Le recordaba a pesar de los años! Entonces... sí, entonces era cierto lo que pensó aquella vez, que ella no le era indiferente en el sentimiento que había nacido entre ellos al apenas cruzar una mirada. ¡Elka también le amaba! ¡A él, a su primo de apenas ocho años!
No lo dudó ni por un segundo, debía ir. De paso se alejaría de esta nieve que no cesaba de caer y que lo tenía preso en su casa como a todos los demás en el pueblo. Repasó las instrucciones de Madame Demercier, primero, ir a la estación de Malströmrad, ver al señor Rudick y tomar el tren hasta el fiordo.
Fue a su dormitorio, abrió el ropero, extrajo una maleta de cuero marrón bastante baqueteada y la tiró sobre la cama; luego comenzó a amontonar la ropa que llevaría. ¿Cómo estará el clima por Ginebra? Bah... pongo un poco de cada cosa. Del baño recogió algunos objetos como la navaja de afeitar, unos panes de jabón, un frasco de colonia inglesa "Lancaster" y un par de toallas de viaje.
Del escritorio tomó un libro delgado de la biblioteca: "Notas sobre Enfermedades Exóticas y Desconocidas del Mundo", un incunable escrito en el siglo X por un navegante llamado D'istefaño Al-Bamburque que redactó un tratado en árabe aunque se le supiera europeo. Olof había sido un librero anticuario de fama en Noruega pero había abandonado el comercio desde hacía una década, luego de fallecer su esposa Kristine.
Por eso sabía que el único ejemplar que sobrevivió a la Inquisición española en Andalucía fue el que acababa de coger del estante; una obra que puso los pelos de punta a más de uno de los inquisidores que llegaron a echarle un vistazo. Se decía en esos tiempos que Al-Bamburque había sido un discípulo del árabe loco Abdul Al-Hazred o Alhazred, el autor del muy temido "Al-Azif" o "Necronomicón", que igualmente fue condenado a la hoguera aunque siempre supo salvarse una copia en alguna parte y así continuar la nefasta tradición que permitía a ciertas personas abrir los umbrales de otras dimensiones para que regresaran de su exilio los Otros Dioses, aquellos que no tenían nada de divinos y que, comparados con la deplorable imagen católica del Diablo, resultaban verdaderamente temibles. Olof había leído el libro de Al-Bamburque de cabo a rabo y conocía su contenido al dedillo. También tenía una copia latina del "Necronomicón" de Olaus Wormius en su biblioteca, pero no consideró prudente llevarla consigo. Sabía que el manuscrito de Al-Bamburque contenía todo lo que necesitaba pues era exclusivamente un tratado de medicina oculta. El remedio que Elka necesitaba para seguir viviendo. Aunque tuviera que recurrir a lo peor. No permitiría que muriera, no se permitiría perderla de nuevo.
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Al tercer día le pareció resucitar de entre los muertos. Luego del fatigoso viaje, bajo el sonido del traqueteo de carruaje y cascos de caballo, Olof vio que su transporte se acercaba al galope hacia una verja alta y antigua, ornada cada tanto con un escudo de armas nobiliario que le hizo recordar ciertos dibujos del oscuro "Necronomicón". No puede ser - se dijo - que Herr Reichenbach sea otro conocedor de los blasfemos secretos. Pero como en este mundo todo es posible, adoptó un talante serio.
Habiéndose perdido en sus pensamientos no notó que el coche se había detenido, luego de cruzar todo el camino desde la verja a la mansión y entrado en una plazoleta empedrada con grises bloques de granito, delante de las puertas de la casa. Con un salto ágil e impropio para su cuerpo deforme, Gorck puso sus pies sobre la tierra y se apresuró a abrir la portezuela, al tiempo que le decía:
- Baje, por favor, Herr Norski, ya hemos llegado y se le espera impacientemente. Por favor, tan sólo golpee la puerta y le abrirán. Yo me ocupo de su equipaje -
- Gracias, señor Gorck, por el viaje y las atenciones -
- No tiene por qué, Herr Norski. Por favor, apure su camino. La Señora estaba en un estado terrible cuando partí a recogerle en Standorf-Haussen,... -
- Sí, claro, claro. Gracias de nuevo -Olof hizo su camino hasta la gran puerta doble. Ni bien golpeó dos veces con el llamador de bronce, cuyo rostro leonino le miraba fijamente, una de las hojas se abrió completamente y vio la cara leonina de un hombre que supuso sería uno de los tantos servidores de Herr Reichenbach. Le recibió con un corto y seco saludo que marcaba la distancia entre un invitado del amo de casa y uno de sus empleados. Le hizo pasar del recibidor - increíble recinto que, de por sí, parecía un salón de baile - hasta otra sala que, por sus dimensiones, no tenía nada que envidiar a uno de los grandes museos europeos. Ciertamente, al Herr le había ido bien con los relojes.
Sin detenerse a ver si le seguía, el mozo de librea y peluca blanca - una figura digna de los palacios de Versalles y la época de la Revolución Francesa - le condujo, luego de subir una inacabable escalera de mármol rosa, hasta una salita en el primer piso, en donde le hizo sentar. "El amo estará con Usted, Su Señoría, en unos momentos. Por favor, tome asiento donde plazca. ¿Gusta beber algo en particular, Su Señoría?". Le hubiera pedido una bodega entera, pero sólo pidió agua fresca. Se sentó y repasó la salita con su mirada. Escasa decoración: dos silloncitos estilo Luis XIV, unos cortinados gruesos, afelpados, verde musgo oscuro, opresivos a pesar de sus borlas y recamados dorados. Un cuadro tamaño imperio con el retrato de... ¡Elka! Olof se levantó y se acercó hasta estar frente al magnífico retrato de su amor de antaño. No recordaba otro rostro que el de Elka a los seis años y esa nueva imagen adulta lo desconcertó un poco, pero sólo un poco porque Elka lucía extraordinariamente hermosa. El artista debe ser felicitado si realmente ha captado esa fascinación que siempre ejerció su rostro - pensó - ¡Dios, que bella es!
Súbitamente sintió que una de las dos puertas de la salita se abría. Se volvió y vio que se le aproximaba un hombre de edad avanzada apoyado en un bastón de ébano, plata y marfil, con un pomo labrado que asemejaba la cabeza de un lobo, pero que no era tal. Su cuerpo fornido estaba encorvado sobre su prominente vientre, como si replegara toda esa fuerte musculatura del tórax y los anchos hombros por encima de su ombligo; arrastraba los pies lentamente, casi en el más absoluto silencio - si no hubiera sido por el chirrido de la madera al abrirse, ni habría notado su presencia -; su cabeza era típicamente alemana y su rostro era un marco rígido y cuadrangular alrededor de una pequeña nariz aguileña, dos ojos que parecían rendijas de un horno encendido y una boca caída de un lado y cruzada por un rasgo vicioso, que le daba un toque de crueldad a esa ya de por sí grotesca figura.
- Bienvenido, Herr Norski, bienvenido. El primo de Elka, ¡ah, un verdadero alivio tenerle con nosotros! - arrancó con una voz jovial y entusiasta, totalmente inesperada en persona tan siniestra.
- Gracias, Herr Reichenbach, encantado de conocerle - respondió perplejo Olof. Podía ser que su juicio fuera equivocado.
- Ah, amigo mío, dejémonos de formalidades. Somos familia y Elka me ha hablado mucho de usted. ¿Podemos tratarnos con la misma familiaridad? Como primos políticos, ¿eh? - siguió el otro.
- Oh,... claro, claro, cómo no, Herr Reichenbach - expresó Olof, viéndose obligado a reconocer la realidad del parentesco.
- Mi nombre de pila es Franz y así me llamarás,... ¿Olof? - replicó el relojero como dudando de si recordaba bien su nombre.
- Sí, sí, Olof, así es,... eh... Franz - contestó algo embretado.
- Bien, bien. Ahora, vayamos a lo nuestro, Olof. Elka está sufriendo un mal incurable por los medios usuales... - arrancó Franz, tomándole del hombro y acercando su rostro inmutablemente serio.
- Ya leí el cuaderno de notas de Madame Demercier, Franz... - alcanzó a decirle Olof, mientras retiraba ligeramente su cara para el otro lado, tratando de darle a entender que se estaba extralimitando con tanta proximidad.
- ... - Franz se quedó mirándolo con gravedad - ¿Dices que Madame Demercier te ha dado un diario de su enfermedad? - le espetó acercando más aún su rostro de bulldog germánico y con un brillo de furor en los pequeños y hundidos ojos.
- Eh,... sí - contestó Olof con el tono de voz de quien ha sido pillado in fraganti en algo que no debiera ocurrir.
- Esa mujer... ¡Bah, mejor así! Me ahorrará tiempo en explicaciones. Ejem,... si ya sabes los pormenores tendrás una idea de lo que se trata,... o ninguna, porque nadie ha podido saber de qué se trata. Ni yo - se exaltó Franz, para luego adoptar de inmediato una calma actitud.
- Confieso que tampoco tengo idea alguna. El relato de Madame se limita a describir inquietud, fiebres, delirios por la fiebre, palidez, languidez... Hace mucho hincapié en esa languidez, que la ha llevado a la postración más absoluta... Me figuré que usted, Franz, podría ponerme más al tanto de... - respondió Olof, un tanto sorprendido por la declamada ignorancia de un hombre tan culto en un tema que sin duda, si conocía el "Necronomicón", debía estar al menos un poco familiarizado.
- Oh, amigo mío, no soy médico y ni ellos me han sabido explicar qué le pasa a mi esposa - le interrumpió Franz con una amplia sonrisa que le señalaba cuán infundadas eran sus razones fantasiosas.
- ... - Olof se quedó en silencio ante esa palabra. Aunque salvara la vida de Elka, cosa ya de por sí difícil, lo haría para que volviera de nuevo a los brazos de este monstruo.
- ¿Qué me dice? ¿Cree usted que podrá hacer algo, no sé qué, alegrarla, digo? Los lazos de la sangre obran milagros, dicen los curas. Quizás hasta pueda hacer que sea la misma de antes, la bella Elka. Sí, la sangre familiar obra milagros. Sé que no es doctor. ¿Fue librero anticuario? Creo que eso fue lo que me dijo Elka - le interrogó con cierta inquietud su anfitrión, para luego seguir jovialmente por otros derroteros.
- ¿Eh?... Sí, sí, es cierto, vendía libros antiguos. En fin, no sé qué decirle, Franz, pero haré lo imposible por que, no quiero decirlo porque siempre hay que guardar las esperanzas,... los últimos días de Elka sean lo más llevaderos para ella y nosotros - atinó a decir Olof, tratando de poner entusiasmo en el tono de su voz.
- Gracias, amigo mío, gracias. Sabía que podía contar con usted. No se preocupe por nada. Mi fortuna está en sus manos; cualquier cosa, cualquiera que usted pida se le dará, no importa su costo, no importa nada, ¿me entiende, Olof?, nada. La vida de Elka es toda la vida que tengo, ya me ve usted... - dijo el monstruo.
- ¿Fue un accidente? - no pudo dejar de preguntar.
- ¿Esto? No, Olof, es de nacimiento. La maldición de los Reichenbach... La deformidad congénita. Nada que hacer, sólo evitar tener descendencia - contestó el que cada vez se le hacía más detestable y repugnante marido de Elka, el deforme Franz.
- ¿Por eso ustedes...? digo, Elka y tú no han tenido hijos - preguntó, arriesgándose a un justo y airado reclamo del Otro por entrometido.
- Cierto, es por eso. Sé que es muy personal lo que voy a decirte, pero tengo buen ojo para la gente y sé que eres un caballero,... Bueno, nunca he tenido relaciones con ella, relaciones carnales me refiero,... sexo - aclaró la Bestia con una frialdad carente de toda naturalidad - Nunca, ¿sabes?, desde que... - iba a seguir cuando Olof intervino.
- ¡Franz, por favor!... No hace falta que me cuente estas cosas, cada uno... - empezó a atajarle, pero un grito y el gesto de la cara de Franz hizo que se detuviera en seco.
- ¡Es!... necesario, es necesario, Olof. Hace mucho he asumido que mi cuerpo no es fuente de atracción para las mujeres, más bien lo contrario, diría sin temor a equivocarme. ¿Qué mujer bella como Elka querría yacer en el lecho con un hombre así? Un hombre, bah, un monstruo, un "hombre elefante", ¿recuerdas el caso? Mmm... -
- ... - Olof estaba de una pieza, oyendo las confesiones íntimas de esta deformidad humana y pensando ansiosamente cuándo podría ver a Elka. ¡Qué le importaba a él las intimidades de este grotesco figurón! Es más, tal era el rechazo que ahora le provocaba Franz que, en ese instante, pensó que le mataría. Sí, curaría a Elka y mataría a esta caricatura humana,... y viviría feliz con Elka, los dos juntos, lejos de allí. Sí, mataría a Franz. Al-Bamburque tenía muchas recetas ponzoñosas. Envenenarlo, eso era, así lo asesinaría. Podía hacerlo al mismo tiempo que Elka se fuera recuperando. Un veneno lento y que no se pudiera descubrir. Un veneno de los Otros Dioses.
- Mmm... Sí, discúlpeme, Olof, soy un sonso... En fin, supongo que ansías ver a Elka, ven conmigo, Olof, sígueme... - dijo Franz de repente, tomándole el codo.Con sus pies silenciosos y de andar cansino, Franz se aproximó a la puerta de la que había aparecido antes y la abrió de par en par. Un cuarto amplio y en penumbras, apenas iluminado por la trémula llama de un bujía, se abrió a la vista de Olof. Era el dormitorio de los Reichenbach donde Elka yacía en el lecho.
Olof se adelantó e ingresó en la titilante duermevela de la atmósfera pesada del cuarto. Sintió que Franz cerraba la puerta detrás suyo, se dio vuelta como para detenerle pero un suspiro profundo le hizo girar de nuevo hacia el interior de la habitación.
Entrecerrando los ojos alcanzó a distinguir un sillón de alto respaldo, ubicado en un rincón de la estancia, al lado de lo que le pareció una gran cama con dosel cerrado. Dio un par de pasos en esa dirección y apoyó su mano en el respaldo de madera labrada y dijo:- ¿Madame Demercier? -
Quien estuviera sentada no le respondió. Volvió a repetir la pregunta con voz trémula:
- ¿Madame Demercier? -
El silencio era sofocante y sepulcral. Se asomó por encima del respaldo y miró a la persona directamente a la cara. No pudo dejar de exclamar un grito atemorizado.
- ¡Ah!... Pero, ¡ah, qué le ha pasado a Usted! - gritó atenazado en su lugar por el pánico. Porque Madame Demercier efectivamente estaba sentada ahí, pero muerta. Su cuerpo rígido y esquelético estaba como si le hubieran sacado todos los fluidos del cuerpo y quedara una seca y quebradiza momia de piel y huesos, un pergamino estrujado, una vida rota. Toda la superficie de la piel, donde podía verla, era de un color blancuzco, grisáceo y ceniciento, y su cara, ¡Santa Virgen, su cara era como la de una estatuilla china de marfil antiquísima! Y sus ojos, ¡oh, sus ojos, Dios me libre y guarde! ¡Cuencas renegridas y hundidas hasta la nuca de su cráneo vaciado de cerebro!
Retiró su vista de ese despojo humano que permanecía a la espera de que su amiga y confidente le llamara para ayudarla y, en ese instante, recordó a Elka.
Y allí, apareciendo como un fantasma del pasado que ha crecido hasta hacerse adulto, estaba parada Elka delante suyo, sus ojos azul titanio fijos en los suyos, sus bucles blancos cayendo como un marco de oro deslustrado alrededor de un rostro de marfil chino antiguo, blanco y surcado por grietas negras y profundas que retenían su fealdad como un horripilante fósil eterno.
Olof gritó, espantado, pero era tarde.
Elka flotó hasta donde se encontraba petrificado por el terror y le tomó firmemente por los hombros mientras abría su boca, como las fauces de un lobo que no era tal, e hincaba sus largos y afilados colmillos en su garganta, en donde su grito quedó atrapado entre ellos, vibrando las cuerdas vocales desgarradas en una sola palabra: "¡El...kaaa...aghhh...!"
[*] © 2002, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Es propiedad. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo.
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