Desde
siempre el horror esencial del hombre es ser superfluo; la conciencia
es un exceso, es siempre conciencia de su propio exceso. El espíritu,
desde su comienzo mismo, ha ido ya demasiado lejos y esta contingencia,
que le define, le persigue juntamente y le tortura. Si su única
función es duplicar lo previamente existente, como cree
el materialista, la innecesaria redundancia de esta tarea debe
aplastarle: "A los ojos de la naturaleza, toda apariencia
es vanidad y mero ensueño, puesto que añada a la
sustancia algo que la sustancia no es: y no es menos ocioso pensar
lo que es verdad que pensar lo que es falso" [1];
si, por el contrario, el dictamen del idealista es cierto y la
fuerza del espíritu produce este mundo que no sabría
prescindir de él, la responsabilidad de tanta imperfección
y tanto sufrimiento no debe anonadarle menos. En cualquier caso,
el primer producto del espoíritu consciente de sí
es el arrrepentimiento; después, el horror de sí
mismo.
Pero
el espíritu, superfluo o/y arrepentido como sin duda es,
constituye al menos una defensa, un evanescente y amenazada muralla
frente a lo Otro, lo estrictamente Innombrable que acecha al otro
lado de la barrera de nuestros sueños y nuestros cálculos.
Cuando el andamiaje del espíritu se desplome seremos arrebatados
por algo que tememos sea más nosotros que nosotros mismos;
no es en verdad la diferencia lo que nos aterra, sino la sospecha
de un reconocimiento en lo Maldito; quizá la bestia ignota
que asedia las tinieblas de la caverna sea a fin de cuentas, el
hombre, nosotros mismos, como comprueba el protagonista de ese
cuento escrito por Lovecraft a los quince años de edad
[2]; o quizá sea una forma anterior y
más profunda de espíritu lo que nos acecha tras
el espíritu, y que guarde con éste una relación
similar a la que lo inconsciente guarda con la conciencia: "Ningún
ojo ha contemplado este libro, ninguna mano lo ha tocado, desde
el advenimiento del hombre a este planeta. Y no obstante, cuando
en el fondo de aquel abismo enfoqué la linterna sobre él,
vi que las letras trazadas con extraños colores sobre quebradizas
páginas de celulosa tostadas por el tiempo, no eran desconocidos
jeroglíficos de épocas remotas. Eran, por el contrario,
letras de nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos en
lengua inglesa, escritos por mi propia mano" [3].
La
creatividad del espíritu también se degrada, como
lo demás; incapaz de olvidar el temor mismo, olvida la
verdadera figura de sus temores; olvida, pero no totalmente: aún
sigue siendo, en su más honda raíz, memoria. Lo
que fue mito, conciencia objetiva, palabra intraducible escrita
en templos y en ceremonias, vasta escritura funeraria sobre la
piel de las antiguas rocas o sobre el mar, verbo contradictorio
de Heráclito (noche-día, hartura-hambre...), la
cautelosa doctrina de Lao-Tse que no retrocedía ante la
paradoja de enseñar que el verdadero sabio balbucea cvomo
el idiota o, aún mejor, calla, la genealogía batalladora
de Manes y su originaria dualidad irreductible, la matanza de
albigenses bajo la sombra activa de Montségur, el ritual
perdido de la locura, lo que más originalmente mereció
siempre inmerecido nombre de sabiduría hoy sólo
se conserva en el ocioso recreo del ocioso al que ya nada recrea:
arte, sobre todo arte de la palabra lujosa, pero ignorante, superflua:
literatura. Por eso Serge Hutin no retrocede - otros muchos lo
hubieran hecho - en hablar al final de sus libros sobre los gnósticos
de Baudelaire y Breton, de Lovecraft [4].
Y es que es difícil ungir heredero de la antigua tradición
sapiencial y de la más legítima inquietud moderna
a un escritor considerado "de segunda fila", incluso,
o especialmente, cuando la comercialidad le pone en primera. Es
cierto que Lovecraft es un soporte del espíritu que se
ignora y multitudinariamente apreciado (ahora) por razones mus
distintas que las que aquí valoramos; pero está
escrito que si los turiferariosoficiales de la ciencia y el saber
callan, sea en nombre de la eficacia o del rigor, las piedras
mismas se verán obligadas a gritar... y quizá a
mucho más.
Lovecraft,
el gnóstico, el que guarda el recuerdo de los antiguos
dioses que fabricaron el mundo por broma o por error, "by
jest or mistake". La hazaña improbable y necesaria
de escribir. Pero ¿escribir qué y ¿cómo?
Sobre todo, ¿para quién? Sería inexacto afirmar
que Lovecraft crea su propio público, pero aún lo
sería más opinar que es el público quien
le compone a la estatura de su demanda; ya antes de él,
Machen y Blackwood, Dunsany, Chambers y W.H. Hogdson [5]
habían preparado al público para un relato de terror
sin fantasmas ni vampiros, sustituyendo a éstos por antiguos
cultos prohibidos, libros malditos y amenazadoras entidades que,
sin ser sobrenaturales, tampoco son de este mundo; pero Lovecraft
se delimita claramente de los anteriores, uno a uno y en conjunto,
por su coherencia interna, que no es tan sólo ni principalmente
de temática, como otras veces se ha señalado, sino
fundamentalmente de estilo, de lenguaje; la palabra de Lovecraft
no se pliega a su contenido eventual, sino que dobleaga su contenido
a sí misma, hasta el punto de que se hace presente una
motivación extraliteraria que le mueve a escribir, motivación
que se convierte en origen más bien de agobio que de horror
para el lector, siempre remiso a compartir discursos cuya procedencia
no sea la búsqueda el efecto literario sino la manía
del autor (Sade, Céline), y que le deja una especie de
descampado artístico; más monstruoso y radicalmente
extraño que ningún vampiro anterior.
Los
demonios de Lovecraft (recreación de © Philippe Druillet).
Lovecraft
comparte con los escritores místicos y con Sade (alguno
pedirá de inmediato incluir por drecho propio a éste
entre aquellos; así debe ser, en efecto, pero sólo
a cierto nivel, pues en otro caeríamos en un error trivial
que éste no es lugar de extendernos para aclarar) el abrumar
a su lector con una monotonía producida por la multiplicación
del climax y esta monotonía es el precio que debe pagarse
por el imposible intento de introducir en el lenguaje algo que
no es lenguaje: sus textos comunican al lector la perpleja labor
con que han sido compuestos, la ingenua decepciónde quien
al fin advierte que con palabras no puede referirse uno más
que a palabras. Lo que se trata de hacer eclosionar en el espacio
verbal es, precisamente, lo que se considera indecible y, por
ende, máximamente importante: el éxtasis, el orgasmo,
el horror. El discurso se envisca sobre sí mismo, gira
tratando de abrir un hueco en su textura por donde se inserte
en él lo inefable; así, el adverbio cobra una importancia
primordial tanto en los sermones místicos como en Sade
y Lovecraft, discursos cuyo problema es esencialmente modal, no
precisamente por el modo de ocurrir lo que ocurre, sino más
bien el modo de insertarlo en el texto literario y dar cuenta
de ello. La imposibilidad de esta tarea radica en que se trata
de recrear la intensidad de lo puntual, un instante atemporal,
por medio de un proceso de símbolos cuya expresividad sólo
brota de su sucesión; el único recurso estilístico
al que puede recurrirse en este aprieto es la repetición
indefinida, en la que el tiempo se desvanece al convertirse el
futuro en imagen especular del pasado, que a su vez sólo
es prefiguración del futuro, quedando el presente como
lugar testimonial de la recurrencia incesante del efecto; el pasado
es, en este discurso, el contenido REAL del futuro, y viceversa.
Pero entre la repetición y el instante crece una fisura
que vicia tal discurso: la repetición no logra mimetizar
suficientemente lo intensivo, puntual, que no es simple acumulación
del efecto que retorna: el trasfondo más pregnante se escapa.
El texto sólo manifiesta el contenido más universal
e intersubjetivo de lo inefable, o sea, lo lingüístico
de ello; no el éxtasis, sino la identidad, no el orgasmo
sino la transgresión, no el horror sino la soledad; pero
la identidad que no sabe sino autoafirmarse, rechazando toda especificidad
como posible diferencia, y la transgresión que necesita
afirmar constantemente la ley que transgrede, para poder transgredirla
de nuevo, y la soledad que proclama su idefensión sin horizonte
son tres formas literarias de la monotonía y que sólo
pueden producir en el lector hastío, lo que lejos de ser
dicho aquí como reproche, que no faltará quien así
lo creyera, se anota como timbre de honradez y fuente de goces
más profundos, sensaciones más liberadoras que las
que otros artificios literarios alcanzan a suscitar: después
de tanta literatura moralizante, y oculta o abiertamente ensalzada
por tal, ¿cómo no aceptar con agradecido entusiasmo
estas obras plenamente desmoralizadoras? Pero los gustos de la
mayoría del público se orientan en dirección
distinta (¿debiéramos decir "se orientaban"?)
y Sade conoció la prisión, como San Juan de la Cruz,
mientras que Lovecraft vivía en la pobreza.
La
pretensión fundamental de Lovecraft, lo hemos dicho antes,
es la coherencia. Para él no son suficientes los terrores
fragmentarios y azarosos de lo sobrenatural, que por no tener
apoyatura material permanece informalizable; el terror debe ser
legislable, orgánico: debe depender no de un caprichoso
fenómeno aislado sino de una estructura entrevista, vislumbre
momentáneo de una trama oculta cuya inexorable determinación
constituye precisamente lo horrible. La cotidianidad está
minada; el tejido aparentemente inconsútil de lo que nos
rodea recubre imperfectamente una estofa mucho más sólida,
más real, cuyas aristas y abultamientos desgarran, haciendo
irrupción en el mundo que consideramos real, la verdadera
realidad, la de la pesadilla. Por diferentes que aparezcan las
manifestaciones de lo Oculto en sus intersecciones con el mundo
en que nos movemos, es siempre un mismo significado el que acecha
tras los eventualmente varios significantes; el Mal tiene su sintaxis
y su jerarquía; en último término, no es
Caos sino Cosmos.
La
tentativa de coherencia fantástica de Lovecraft sólo
tiene parangón válido en otra mitología contemporánea:
la de J.J. Tolkien. Podemos definir The Lord of the Rings como
la más extensa y coherente novela de hadas que jamás
se haya escrito [6]. También aquí
encontramos la estructura y la jerarquía de los seres fantásticos,
pero esta vez se ha desvanecido la frágil piel de la normalidad
que la recubría en las narraciones lovecraftianas: en Tolkien,
lo normal es lo extraordinario. Si admitimos la definición
que da Todorov de lo fantástico, y que a mí me parece
muy plausible, la trilogía de Tolkien no pertenece a este
género sino a la "feérie", a la novela
de hadas; dice Todorov: "Lo fantastico, como hemos visto,
no dura más que el tiempo de una vacilación; vacilación
común al personaje y al lector, que deben decidir si lo
que perciben pertenece o no a la "realidad", tal como
ésta existe para la opinión común"
[7]. Entre lo extraño, que es lo explicable
por causas naturales aunque inhabituales u ocultas, está
lo fantástico, crónica de una duda sobre si el suceso
chocante debe ser encuadrado en uno u otro campo. Desde este punto
de vista, la obra de Tolkien no puede ser considerada como muestra
de la literatura fantástica, porque en la utópica
"Middle Earth" lo natural es lo sobrenatural, y ante
los poderes mágicos o los seres monstruosos que la pueblan
cabe el desánimo o la exaltación, pero nunca la
duda. En Lovecraft, la vacilación era preservada por las
constantes alusiones a posibles estados psíquicos anormales
de los personajes que narran la historia; en Tolkien, el relato
se pretende fiel recensión de hechos ocurridos y verídicos,
o tales al menos para los personajes de la saga.
Pertenezca
al género que fuere, la obra de Tolkien es notable en muchos
aspectos; casi totalmente ignorada en España [N. del Tr.:
recuérdese que Savater escribía esto en 1973], ha
tenido notable influencia en las letras de Europa del Norte y
los "hippies" gozan llevando medallones con la inscripción
"Frodo Lives" ["Frodo vive"] y reclamándose
ciudadanos de Hobbiton [8]. No opino,
con C.S. Lewis, que sea comparable a Ariosto: me parece una de
las más indudablemente grandes creaciones de la literatura
popular de nuestro tiempo, como lo son el Sherlock Holmes de Doyle,
el Tarzán y el Carson de Bourroughs, o, más recientemente,
el Harry Dickson de Jean Ray (también desconocido en este
bendito país) * [*: N. del A.: Hoy ya no. Las aventuras
de Dickson han sido traducidas (mal) al castellano, en edición
de la editorial Júcar. (1973.)]. En cierta forma, su importancia
proviene de su coherencia, como sucedía en Lovecraft, pues
abundan los precedentes de su estilo que le superan en algunos
aspectos: Tolkien posee un estilo de magia inferior al de Robert
E. Howard y no es tan salvaje e inagotablemente imaginativo como
Edgar Rice Burroughs, por poner dos ejemplos del estilo "Sword
& Sorcery", como se ha bautizado a estas narraciones
que unen la fantasía (a veces científica) [9]
con la antigua tradición de espadas y caballería.
Pero The Lord of the Rings es una obra más trabajada y
consistente que las anteriores, con personajes muchísimo
mejor definidos y un poder evocador más duradero; parte
de su encanto proviene, a mi entender, de que aunque la cotidianidad
tal como nosotros la vivimos está abolida, pues se nos
describe un mundo de costumbres, paisajes y seres diferentes,
la fantasía nunca se hace nebulosa y gratuita, como a veces
le ocurre incluse a un escritor tan superior como Lord Dunsany,
ya que el hilo de la historia está preservado por un tratamiento
minuciosamente realista: Tolkien se recrea en describirnos las
comidas y "atrezzo" de sus personajes, llegando incluso
a soler acabar los capítulos cuando el personaje se duerme
por la noche y comenzarlos cuando se despierta al nuevo día.
En ciertos aspectos, pocos autores hay más naturalistas
que él. Por otra parte, la fabulosa "Middle Earth",
sus reinos y habitantes y la historia de éstos se nos describe
con gran copia de precisiones, planos y textos en antiguo lenguaje
céltico; nada se ahorra para dar verosimilitud a esta tierra
inverosímil.
Colin
Wilson, en su arbitrario y superficial El poder de Soñar,
proclamó que The Lord of the Rings es "la obra que
Lovecraft siempre aspiró a crear y nunca consiguió"
[10]; en otros párrafos del libro,
Wilson demuestra no captar el sentido de la obra de Lovecraft,
pero aquí se equivoca de manera aún más palmaria.
Probablemente lo que intenta decir es que el poeta de Providence
nunca hubiera sido capaz de mantener el interés del lector
a lo largo de tantas páginas, ignorando así que
el sistema de Lovecraft excluye esa posibilidad natural de tolkien
* [* N. del A.: Lo mismo le ocurre, en otro campo, a Borges (N.
de 1973)]. El error de Wilson es creer que la temática
de ambos autores es fundamentalmente la misma, a saber, la eterna
lucha del Bien y el Mal; nada más equivocado: el maniqueísmo
es indudable y claro en Tolkien, pero está ausente de la
obra de Lovecraft, pese a las posteriores mixtificaciones de August
Derleth, y esta circunstancia hace su mitología mucho más
rica y singular. Tolkien es inagotable y pedagógicamente
positivo: en su estilo arcaizante, cuya ingenuidad carga un poco,
canta la amistad, el valor, el honor, la fidelidad de los sirvientes
devotos y el amor asexuado de las altivas damas, la retirada vida
en los "cottages" donde se practica la jardinería
y las alegrías de pasear a caballo por el campo en primavera;
todo lo que pequeñoburgués victoriano imagina que
es la felicidad; el mal es lo que amenaza lo idílico de
este cuadro, la suciedad, la grosería en las relaciones
personales y los personajes cetrinos de ojos rasgados (aquí
sí, como Lovecraft). Precisamente porque el bien tiene
mucho cuerpo soporta mejor los embates del mal a través
de numerosas páginas, hasta vencerlo finalmente; pero en
Lovecraft no hay nada de esto: para él no tiene realidad
alguna la apariencia de bien que ocasionalmente pudiera darse,
sólo el mal es cierto. Las convenciones positivas son sueños
ilusorios que la irrupción de lo Otro desvanece; ¿qué
puede quedar, heroísmo o amor, fidelidad o amistad, cuando
lo desconocido que forma el subsuelo de nuestra existencia decide
al fin mostrarse y recuperar sus antiguos derechos? Nuestro fondo
es execrable; los personajes de Lovecraft viven enfermos, solitarios,
obsesionados por una sabiduría que sólo les revela,
una y otra vez, la certeza de su propia destrucción. En
español, la ambigüedad, tan sugestiva, de la palabra
"escatología" cubre bien el sentido del texto
lovecraftiano: escatológico es lo tocante al destino final
del hombre y del mundo y, juntamente, lo reference a temas excrementicios;
una misma palabra designa el estudio de nuestro destino y de la
mierda. La realidad más honda, la que sustenta lo demás,
es lo que, por bajo y sucio, más hiere nuestra dignidad,
pero también el podrido y maloliente detritus que prefigura
inequívocamente nuestra postrimería. Así
también, en Lovecraft, lo nauseabundo es lo que nos ha
precedido y lo que nos sucederá, cuando definitivamente
acabe con nosotros; no se finge que las ridículas canciones
bélicas, al amor de la lumbre, humeantes las pipas y regadas
con cerveza, lograrán vencer o retrasar siquiera la llegada
del horror esencial. Naturalmente, los relatos de Lovecraft no
pueden ser de excesiva longitud porque tratan del enfrentamiento
de un hombre con esa aborrecible realidad sustentadora que hemos
descrito, y el hombre, inexorablemente, cede ante un embate que
le supera con mucho. La historia sólo puede durar la extensión
de los antecedentes necesarios para explicar el enfrentamiento
entre el ser humano y lo Otro, encuentro terrible que dura tan
sólo un momento, tras el cual el hombre es destruido o
logra huir, aterrorizado y maltrecho: en cualquier caso, el combate
acaba, sin apelación posible. En The Lord of the Rings
se libran numerosas batallas, donde el Bien se enfrenta al Mal
de poder a poder y le vence en varias ocasiones, hasta en la definitiva;
los protagonistas de Lovecraft, que no suelen simbolizar el bien
sino mejor la fragilidad del ser racional del siglo XX, se contentan
con escapar con vida de la aborrecible pesadilla en que su curiosidad
malsana o el azar los envuelve. Los protagonistas de Tolkien luchan,
los de Lovecraft huyen o perecen. Los dioses benévolos,
para la mitología de Cthulhu, o han muerto o se despreocupan
totalmente de los avatares humanos; las inclusiones posteriores
de Derleth desvirtúan totalmente la fuerza de los mitos
con sus sosas ayudas celestiales, rebajándolos al edificante
nivel catequístico.
También
difieren ambos escritores en su apreciación del presente:
para Lovecraft, es un oasis de ilusoria solidez, amenazado por
el pasado que constituirá también el futuro; Tolkien,
en cambio, lo ve como irrmediable decadencia de un brillante estado
anterior: los ejércitos del bien logran triunfar con tropas
disminuidas y líderes envejecidos, fatigados, que saben
que ganen o pierdan, libran su última batalla; Sauron,
el Tenebroso Señor, también vuelve al combate mutilado,
sin su anillo y sin su dedo: el mal mismo se ha degradado en la
obra de Tolkien. Resumiento lo hasta aquí dicho: Lovecraft
es un escritor nihilista, uno de los pocos que en nuestro siglo
tienen derecho a tal calificativo, mientras que Tolkien es, solamente,
un pesimista nostálgico.
El
espíritu se busca, se pierde, se encuentra en el infierno
de las palabras: desearía no haberse encontrado jamás.
No es difícil señalar ahora las raíces sociológicas
que podemos suponer a Tolkien y Lovecraft, ambos obsesionados
por los oprimidos fantasmas de horadas inferiores, de piel diferente,
que amenazan sus actuales posesiones; o rastrear, con Freud en
la mano, la huella de la madre posesiva en el espíritu
profundamente desquiciado del joven Lovecraft; ambas tareas, aquí,
me parecen engañosas, no por brindar explicaciones inadecuadas,
sino por explicar a un nivel que no es el de los dos poetas, situados
ambos en el plano de la estética literaria. Lovecraft es
golosamente explicable por el marxismo o el psicoanálisis
y ambas ciencias pueden ser practicadas sobre él con fruto,
pero esto no debe hacer olvidar que el logro que le hace singular
SOLAMENTE nos lo revela la estética. Su discurso expresa
con fuerza insigne la sensación metafísica (por
favor, en el buen sentido de la palabra) de habitar un mundo irremediablemente
torpedeado, que escapa al control de nuestras acciones y de nuestro
conocimiento; revela una negrura, antigua y actual, que subyace
todas nuestras instituciones, haciéndolas ridículamente
superfluas, y lo revela por medio de la palabra. El espíritu,
antes de ser destruido por el espanto, juega con él y lo
transmuta en narración; el espanto que aparece en la narración
surge transfigurado en espíritu: ¿cuánto
tiempo puede durar aún este entretenimiento? "Hay
un elemento de repulsión y temor, como sucede cuando nos
encontramos ante ciertas formas vegetales o animales, ante ciertos
seres cuya expresión es una amenaza y una mueca. Pero esas
emociones furtivas permanecerían próximas del miedo
o del asombro, si no se especificasen por una estilización
que la integra en el orden estético" [11].
NOTAS
1.
G. Santayana, Diálogos en el Limbo, ed. Losada, p. 19.
2.
The Beast in the Cave, H.P.L. (1905).
3.
In the Night of the Times, H.P.L.
4.
Les Gnostiques de Serge Hutin, P.U.F.
5.
Sobre la importancia de la obra de Hodgson en la gestación
de la creación lovecraftiana, véase el artículo
"Lovecraft, Jean Ray, Hodgson" de Jacques Van Herp en
el número de L'Herne dedicado al poeta de Providence. También
la mención que le dedica el propio Lovecraft en su Horror
and Supernatural in Literature.
6.
The Lord of the Rings contiene: "The Fellowship of the Ring",
"The Two Towers", y "The Return of the King".
1077 páginas en la edición "paperback"
de George Allen & Unwin.
7.
T. Todorov, Introduction à la littérature fantastique,
Ed. du Seuil, p. 46; también Roger Caillois llega a parecidas
conclusiones en su excelente Images, Images... (trad. española
en Barral, "Biblioteca de Bolsillo").
8.
Vid. El nacimiento de una contracultura de T. Roszak (Kairos)
y Los Hippies de Stuart Hall (Anagrama).
9.
A esta última pertenece un personaje de lengua española,
"Nomanor", creado por Vigil & Santos, cuyo nombre
tiene clara homofonía con Numinor, la legendaria ciudad
céltica cuya leyenda sustenta las fantasías de Dunsany,
C.S. Lewis y Tolkien. "Nomanor" no carece totalmente
de calidad e interés. La colección "Nomanor"
desapareció tras su segundo número (N. de 1973).
10.
El poder de Soñar, C. Wilson, Luis de Caralt ed., p. 178.
11.
Essai sur le mal, Jean Nabert, Ed. Aubier-Montaigne, p. 32.
__________________
[*]
Fernando
Savater, Apología del sofista (Madrid-Buenos Aires-Méjico:
Santillana S.A.-Taurus, 1997 [ed.or.: 1973; reeds.: 1981 y 1986]),
pp. 176-187. Transcripto por Dogon (2003) especialmente para la
Nueva Logia del Tentáculo. Material didáctico
y de estudio para l@s Logi@s y visitantes.