LOVECRAFT Y TOLKIEN


© Philippe Druillet

© Fernando Savater *

Desde siempre el horror esencial del hombre es ser superfluo; la conciencia es un exceso, es siempre conciencia de su propio exceso. El espíritu, desde su comienzo mismo, ha ido ya demasiado lejos y esta contingencia, que le define, le persigue juntamente y le tortura. Si su única función es duplicar lo previamente existente, como cree el materialista, la innecesaria redundancia de esta tarea debe aplastarle: "A los ojos de la naturaleza, toda apariencia es vanidad y mero ensueño, puesto que añada a la sustancia algo que la sustancia no es: y no es menos ocioso pensar lo que es verdad que pensar lo que es falso" [1]; si, por el contrario, el dictamen del idealista es cierto y la fuerza del espíritu produce este mundo que no sabría prescindir de él, la responsabilidad de tanta imperfección y tanto sufrimiento no debe anonadarle menos. En cualquier caso, el primer producto del espoíritu consciente de sí es el arrrepentimiento; después, el horror de sí mismo.

Pero el espíritu, superfluo o/y arrepentido como sin duda es, constituye al menos una defensa, un evanescente y amenazada muralla frente a lo Otro, lo estrictamente Innombrable que acecha al otro lado de la barrera de nuestros sueños y nuestros cálculos. Cuando el andamiaje del espíritu se desplome seremos arrebatados por algo que tememos sea más nosotros que nosotros mismos; no es en verdad la diferencia lo que nos aterra, sino la sospecha de un reconocimiento en lo Maldito; quizá la bestia ignota que asedia las tinieblas de la caverna sea a fin de cuentas, el hombre, nosotros mismos, como comprueba el protagonista de ese cuento escrito por Lovecraft a los quince años de edad [2]; o quizá sea una forma anterior y más profunda de espíritu lo que nos acecha tras el espíritu, y que guarde con éste una relación similar a la que lo inconsciente guarda con la conciencia: "Ningún ojo ha contemplado este libro, ninguna mano lo ha tocado, desde el advenimiento del hombre a este planeta. Y no obstante, cuando en el fondo de aquel abismo enfoqué la linterna sobre él, vi que las letras trazadas con extraños colores sobre quebradizas páginas de celulosa tostadas por el tiempo, no eran desconocidos jeroglíficos de épocas remotas. Eran, por el contrario, letras de nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos en lengua inglesa, escritos por mi propia mano" [3].

La creatividad del espíritu también se degrada, como lo demás; incapaz de olvidar el temor mismo, olvida la verdadera figura de sus temores; olvida, pero no totalmente: aún sigue siendo, en su más honda raíz, memoria. Lo que fue mito, conciencia objetiva, palabra intraducible escrita en templos y en ceremonias, vasta escritura funeraria sobre la piel de las antiguas rocas o sobre el mar, verbo contradictorio de Heráclito (noche-día, hartura-hambre...), la cautelosa doctrina de Lao-Tse que no retrocedía ante la paradoja de enseñar que el verdadero sabio balbucea cvomo el idiota o, aún mejor, calla, la genealogía batalladora de Manes y su originaria dualidad irreductible, la matanza de albigenses bajo la sombra activa de Montségur, el ritual perdido de la locura, lo que más originalmente mereció siempre inmerecido nombre de sabiduría hoy sólo se conserva en el ocioso recreo del ocioso al que ya nada recrea: arte, sobre todo arte de la palabra lujosa, pero ignorante, superflua: literatura. Por eso Serge Hutin no retrocede - otros muchos lo hubieran hecho - en hablar al final de sus libros sobre los gnósticos de Baudelaire y Breton, de Lovecraft [4]. Y es que es difícil ungir heredero de la antigua tradición sapiencial y de la más legítima inquietud moderna a un escritor considerado "de segunda fila", incluso, o especialmente, cuando la comercialidad le pone en primera. Es cierto que Lovecraft es un soporte del espíritu que se ignora y multitudinariamente apreciado (ahora) por razones mus distintas que las que aquí valoramos; pero está escrito que si los turiferariosoficiales de la ciencia y el saber callan, sea en nombre de la eficacia o del rigor, las piedras mismas se verán obligadas a gritar... y quizá a mucho más.

Lovecraft, el gnóstico, el que guarda el recuerdo de los antiguos dioses que fabricaron el mundo por broma o por error, "by jest or mistake". La hazaña improbable y necesaria de escribir. Pero ¿escribir qué y ¿cómo? Sobre todo, ¿para quién? Sería inexacto afirmar que Lovecraft crea su propio público, pero aún lo sería más opinar que es el público quien le compone a la estatura de su demanda; ya antes de él, Machen y Blackwood, Dunsany, Chambers y W.H. Hogdson [5] habían preparado al público para un relato de terror sin fantasmas ni vampiros, sustituyendo a éstos por antiguos cultos prohibidos, libros malditos y amenazadoras entidades que, sin ser sobrenaturales, tampoco son de este mundo; pero Lovecraft se delimita claramente de los anteriores, uno a uno y en conjunto, por su coherencia interna, que no es tan sólo ni principalmente de temática, como otras veces se ha señalado, sino fundamentalmente de estilo, de lenguaje; la palabra de Lovecraft no se pliega a su contenido eventual, sino que dobleaga su contenido a sí misma, hasta el punto de que se hace presente una motivación extraliteraria que le mueve a escribir, motivación que se convierte en origen más bien de agobio que de horror para el lector, siempre remiso a compartir discursos cuya procedencia no sea la búsqueda el efecto literario sino la manía del autor (Sade, Céline), y que le deja una especie de descampado artístico; más monstruoso y radicalmente extraño que ningún vampiro anterior.



Los demonios de Lovecraft (recreación de © Philippe Druillet).

 

Lovecraft comparte con los escritores místicos y con Sade (alguno pedirá de inmediato incluir por drecho propio a éste entre aquellos; así debe ser, en efecto, pero sólo a cierto nivel, pues en otro caeríamos en un error trivial que éste no es lugar de extendernos para aclarar) el abrumar a su lector con una monotonía producida por la multiplicación del climax y esta monotonía es el precio que debe pagarse por el imposible intento de introducir en el lenguaje algo que no es lenguaje: sus textos comunican al lector la perpleja labor con que han sido compuestos, la ingenua decepciónde quien al fin advierte que con palabras no puede referirse uno más que a palabras. Lo que se trata de hacer eclosionar en el espacio verbal es, precisamente, lo que se considera indecible y, por ende, máximamente importante: el éxtasis, el orgasmo, el horror. El discurso se envisca sobre sí mismo, gira tratando de abrir un hueco en su textura por donde se inserte en él lo inefable; así, el adverbio cobra una importancia primordial tanto en los sermones místicos como en Sade y Lovecraft, discursos cuyo problema es esencialmente modal, no precisamente por el modo de ocurrir lo que ocurre, sino más bien el modo de insertarlo en el texto literario y dar cuenta de ello. La imposibilidad de esta tarea radica en que se trata de recrear la intensidad de lo puntual, un instante atemporal, por medio de un proceso de símbolos cuya expresividad sólo brota de su sucesión; el único recurso estilístico al que puede recurrirse en este aprieto es la repetición indefinida, en la que el tiempo se desvanece al convertirse el futuro en imagen especular del pasado, que a su vez sólo es prefiguración del futuro, quedando el presente como lugar testimonial de la recurrencia incesante del efecto; el pasado es, en este discurso, el contenido REAL del futuro, y viceversa. Pero entre la repetición y el instante crece una fisura que vicia tal discurso: la repetición no logra mimetizar suficientemente lo intensivo, puntual, que no es simple acumulación del efecto que retorna: el trasfondo más pregnante se escapa. El texto sólo manifiesta el contenido más universal e intersubjetivo de lo inefable, o sea, lo lingüístico de ello; no el éxtasis, sino la identidad, no el orgasmo sino la transgresión, no el horror sino la soledad; pero la identidad que no sabe sino autoafirmarse, rechazando toda especificidad como posible diferencia, y la transgresión que necesita afirmar constantemente la ley que transgrede, para poder transgredirla de nuevo, y la soledad que proclama su idefensión sin horizonte son tres formas literarias de la monotonía y que sólo pueden producir en el lector hastío, lo que lejos de ser dicho aquí como reproche, que no faltará quien así lo creyera, se anota como timbre de honradez y fuente de goces más profundos, sensaciones más liberadoras que las que otros artificios literarios alcanzan a suscitar: después de tanta literatura moralizante, y oculta o abiertamente ensalzada por tal, ¿cómo no aceptar con agradecido entusiasmo estas obras plenamente desmoralizadoras? Pero los gustos de la mayoría del público se orientan en dirección distinta (¿debiéramos decir "se orientaban"?) y Sade conoció la prisión, como San Juan de la Cruz, mientras que Lovecraft vivía en la pobreza.

La pretensión fundamental de Lovecraft, lo hemos dicho antes, es la coherencia. Para él no son suficientes los terrores fragmentarios y azarosos de lo sobrenatural, que por no tener apoyatura material permanece informalizable; el terror debe ser legislable, orgánico: debe depender no de un caprichoso fenómeno aislado sino de una estructura entrevista, vislumbre momentáneo de una trama oculta cuya inexorable determinación constituye precisamente lo horrible. La cotidianidad está minada; el tejido aparentemente inconsútil de lo que nos rodea recubre imperfectamente una estofa mucho más sólida, más real, cuyas aristas y abultamientos desgarran, haciendo irrupción en el mundo que consideramos real, la verdadera realidad, la de la pesadilla. Por diferentes que aparezcan las manifestaciones de lo Oculto en sus intersecciones con el mundo en que nos movemos, es siempre un mismo significado el que acecha tras los eventualmente varios significantes; el Mal tiene su sintaxis y su jerarquía; en último término, no es Caos sino Cosmos.

La tentativa de coherencia fantástica de Lovecraft sólo tiene parangón válido en otra mitología contemporánea: la de J.J. Tolkien. Podemos definir The Lord of the Rings como la más extensa y coherente novela de hadas que jamás se haya escrito [6]. También aquí encontramos la estructura y la jerarquía de los seres fantásticos, pero esta vez se ha desvanecido la frágil piel de la normalidad que la recubría en las narraciones lovecraftianas: en Tolkien, lo normal es lo extraordinario. Si admitimos la definición que da Todorov de lo fantástico, y que a mí me parece muy plausible, la trilogía de Tolkien no pertenece a este género sino a la "feérie", a la novela de hadas; dice Todorov: "Lo fantastico, como hemos visto, no dura más que el tiempo de una vacilación; vacilación común al personaje y al lector, que deben decidir si lo que perciben pertenece o no a la "realidad", tal como ésta existe para la opinión común" [7]. Entre lo extraño, que es lo explicable por causas naturales aunque inhabituales u ocultas, está lo fantástico, crónica de una duda sobre si el suceso chocante debe ser encuadrado en uno u otro campo. Desde este punto de vista, la obra de Tolkien no puede ser considerada como muestra de la literatura fantástica, porque en la utópica "Middle Earth" lo natural es lo sobrenatural, y ante los poderes mágicos o los seres monstruosos que la pueblan cabe el desánimo o la exaltación, pero nunca la duda. En Lovecraft, la vacilación era preservada por las constantes alusiones a posibles estados psíquicos anormales de los personajes que narran la historia; en Tolkien, el relato se pretende fiel recensión de hechos ocurridos y verídicos, o tales al menos para los personajes de la saga.

Pertenezca al género que fuere, la obra de Tolkien es notable en muchos aspectos; casi totalmente ignorada en España [N. del Tr.: recuérdese que Savater escribía esto en 1973], ha tenido notable influencia en las letras de Europa del Norte y los "hippies" gozan llevando medallones con la inscripción "Frodo Lives" ["Frodo vive"] y reclamándose ciudadanos de Hobbiton [8]. No opino, con C.S. Lewis, que sea comparable a Ariosto: me parece una de las más indudablemente grandes creaciones de la literatura popular de nuestro tiempo, como lo son el Sherlock Holmes de Doyle, el Tarzán y el Carson de Bourroughs, o, más recientemente, el Harry Dickson de Jean Ray (también desconocido en este bendito país) * [*: N. del A.: Hoy ya no. Las aventuras de Dickson han sido traducidas (mal) al castellano, en edición de la editorial Júcar. (1973.)]. En cierta forma, su importancia proviene de su coherencia, como sucedía en Lovecraft, pues abundan los precedentes de su estilo que le superan en algunos aspectos: Tolkien posee un estilo de magia inferior al de Robert E. Howard y no es tan salvaje e inagotablemente imaginativo como Edgar Rice Burroughs, por poner dos ejemplos del estilo "Sword & Sorcery", como se ha bautizado a estas narraciones que unen la fantasía (a veces científica) [9] con la antigua tradición de espadas y caballería. Pero The Lord of the Rings es una obra más trabajada y consistente que las anteriores, con personajes muchísimo mejor definidos y un poder evocador más duradero; parte de su encanto proviene, a mi entender, de que aunque la cotidianidad tal como nosotros la vivimos está abolida, pues se nos describe un mundo de costumbres, paisajes y seres diferentes, la fantasía nunca se hace nebulosa y gratuita, como a veces le ocurre incluse a un escritor tan superior como Lord Dunsany, ya que el hilo de la historia está preservado por un tratamiento minuciosamente realista: Tolkien se recrea en describirnos las comidas y "atrezzo" de sus personajes, llegando incluso a soler acabar los capítulos cuando el personaje se duerme por la noche y comenzarlos cuando se despierta al nuevo día. En ciertos aspectos, pocos autores hay más naturalistas que él. Por otra parte, la fabulosa "Middle Earth", sus reinos y habitantes y la historia de éstos se nos describe con gran copia de precisiones, planos y textos en antiguo lenguaje céltico; nada se ahorra para dar verosimilitud a esta tierra inverosímil.

Colin Wilson, en su arbitrario y superficial El poder de Soñar, proclamó que The Lord of the Rings es "la obra que Lovecraft siempre aspiró a crear y nunca consiguió" [10]; en otros párrafos del libro, Wilson demuestra no captar el sentido de la obra de Lovecraft, pero aquí se equivoca de manera aún más palmaria. Probablemente lo que intenta decir es que el poeta de Providence nunca hubiera sido capaz de mantener el interés del lector a lo largo de tantas páginas, ignorando así que el sistema de Lovecraft excluye esa posibilidad natural de tolkien * [* N. del A.: Lo mismo le ocurre, en otro campo, a Borges (N. de 1973)]. El error de Wilson es creer que la temática de ambos autores es fundamentalmente la misma, a saber, la eterna lucha del Bien y el Mal; nada más equivocado: el maniqueísmo es indudable y claro en Tolkien, pero está ausente de la obra de Lovecraft, pese a las posteriores mixtificaciones de August Derleth, y esta circunstancia hace su mitología mucho más rica y singular. Tolkien es inagotable y pedagógicamente positivo: en su estilo arcaizante, cuya ingenuidad carga un poco, canta la amistad, el valor, el honor, la fidelidad de los sirvientes devotos y el amor asexuado de las altivas damas, la retirada vida en los "cottages" donde se practica la jardinería y las alegrías de pasear a caballo por el campo en primavera; todo lo que pequeñoburgués victoriano imagina que es la felicidad; el mal es lo que amenaza lo idílico de este cuadro, la suciedad, la grosería en las relaciones personales y los personajes cetrinos de ojos rasgados (aquí sí, como Lovecraft). Precisamente porque el bien tiene mucho cuerpo soporta mejor los embates del mal a través de numerosas páginas, hasta vencerlo finalmente; pero en Lovecraft no hay nada de esto: para él no tiene realidad alguna la apariencia de bien que ocasionalmente pudiera darse, sólo el mal es cierto. Las convenciones positivas son sueños ilusorios que la irrupción de lo Otro desvanece; ¿qué puede quedar, heroísmo o amor, fidelidad o amistad, cuando lo desconocido que forma el subsuelo de nuestra existencia decide al fin mostrarse y recuperar sus antiguos derechos? Nuestro fondo es execrable; los personajes de Lovecraft viven enfermos, solitarios, obsesionados por una sabiduría que sólo les revela, una y otra vez, la certeza de su propia destrucción. En español, la ambigüedad, tan sugestiva, de la palabra "escatología" cubre bien el sentido del texto lovecraftiano: escatológico es lo tocante al destino final del hombre y del mundo y, juntamente, lo reference a temas excrementicios; una misma palabra designa el estudio de nuestro destino y de la mierda. La realidad más honda, la que sustenta lo demás, es lo que, por bajo y sucio, más hiere nuestra dignidad, pero también el podrido y maloliente detritus que prefigura inequívocamente nuestra postrimería. Así también, en Lovecraft, lo nauseabundo es lo que nos ha precedido y lo que nos sucederá, cuando definitivamente acabe con nosotros; no se finge que las ridículas canciones bélicas, al amor de la lumbre, humeantes las pipas y regadas con cerveza, lograrán vencer o retrasar siquiera la llegada del horror esencial. Naturalmente, los relatos de Lovecraft no pueden ser de excesiva longitud porque tratan del enfrentamiento de un hombre con esa aborrecible realidad sustentadora que hemos descrito, y el hombre, inexorablemente, cede ante un embate que le supera con mucho. La historia sólo puede durar la extensión de los antecedentes necesarios para explicar el enfrentamiento entre el ser humano y lo Otro, encuentro terrible que dura tan sólo un momento, tras el cual el hombre es destruido o logra huir, aterrorizado y maltrecho: en cualquier caso, el combate acaba, sin apelación posible. En The Lord of the Rings se libran numerosas batallas, donde el Bien se enfrenta al Mal de poder a poder y le vence en varias ocasiones, hasta en la definitiva; los protagonistas de Lovecraft, que no suelen simbolizar el bien sino mejor la fragilidad del ser racional del siglo XX, se contentan con escapar con vida de la aborrecible pesadilla en que su curiosidad malsana o el azar los envuelve. Los protagonistas de Tolkien luchan, los de Lovecraft huyen o perecen. Los dioses benévolos, para la mitología de Cthulhu, o han muerto o se despreocupan totalmente de los avatares humanos; las inclusiones posteriores de Derleth desvirtúan totalmente la fuerza de los mitos con sus sosas ayudas celestiales, rebajándolos al edificante nivel catequístico.

También difieren ambos escritores en su apreciación del presente: para Lovecraft, es un oasis de ilusoria solidez, amenazado por el pasado que constituirá también el futuro; Tolkien, en cambio, lo ve como irrmediable decadencia de un brillante estado anterior: los ejércitos del bien logran triunfar con tropas disminuidas y líderes envejecidos, fatigados, que saben que ganen o pierdan, libran su última batalla; Sauron, el Tenebroso Señor, también vuelve al combate mutilado, sin su anillo y sin su dedo: el mal mismo se ha degradado en la obra de Tolkien. Resumiento lo hasta aquí dicho: Lovecraft es un escritor nihilista, uno de los pocos que en nuestro siglo tienen derecho a tal calificativo, mientras que Tolkien es, solamente, un pesimista nostálgico.

El espíritu se busca, se pierde, se encuentra en el infierno de las palabras: desearía no haberse encontrado jamás. No es difícil señalar ahora las raíces sociológicas que podemos suponer a Tolkien y Lovecraft, ambos obsesionados por los oprimidos fantasmas de horadas inferiores, de piel diferente, que amenazan sus actuales posesiones; o rastrear, con Freud en la mano, la huella de la madre posesiva en el espíritu profundamente desquiciado del joven Lovecraft; ambas tareas, aquí, me parecen engañosas, no por brindar explicaciones inadecuadas, sino por explicar a un nivel que no es el de los dos poetas, situados ambos en el plano de la estética literaria. Lovecraft es golosamente explicable por el marxismo o el psicoanálisis y ambas ciencias pueden ser practicadas sobre él con fruto, pero esto no debe hacer olvidar que el logro que le hace singular SOLAMENTE nos lo revela la estética. Su discurso expresa con fuerza insigne la sensación metafísica (por favor, en el buen sentido de la palabra) de habitar un mundo irremediablemente torpedeado, que escapa al control de nuestras acciones y de nuestro conocimiento; revela una negrura, antigua y actual, que subyace todas nuestras instituciones, haciéndolas ridículamente superfluas, y lo revela por medio de la palabra. El espíritu, antes de ser destruido por el espanto, juega con él y lo transmuta en narración; el espanto que aparece en la narración surge transfigurado en espíritu: ¿cuánto tiempo puede durar aún este entretenimiento? "Hay un elemento de repulsión y temor, como sucede cuando nos encontramos ante ciertas formas vegetales o animales, ante ciertos seres cuya expresión es una amenaza y una mueca. Pero esas emociones furtivas permanecerían próximas del miedo o del asombro, si no se especificasen por una estilización que la integra en el orden estético" [11].

NOTAS

1. G. Santayana, Diálogos en el Limbo, ed. Losada, p. 19.
2. The Beast in the Cave, H.P.L. (1905).
3. In the Night of the Times, H.P.L.
4. Les Gnostiques de Serge Hutin, P.U.F.
5. Sobre la importancia de la obra de Hodgson en la gestación de la creación lovecraftiana, véase el artículo "Lovecraft, Jean Ray, Hodgson" de Jacques Van Herp en el número de L'Herne dedicado al poeta de Providence. También la mención que le dedica el propio Lovecraft en su Horror and Supernatural in Literature.
6. The Lord of the Rings contiene: "The Fellowship of the Ring", "The Two Towers", y "The Return of the King". 1077 páginas en la edición "paperback" de George Allen & Unwin.
7. T. Todorov, Introduction à la littérature fantastique, Ed. du Seuil, p. 46; también Roger Caillois llega a parecidas conclusiones en su excelente Images, Images... (trad. española en Barral, "Biblioteca de Bolsillo").
8. Vid. El nacimiento de una contracultura de T. Roszak (Kairos) y Los Hippies de Stuart Hall (Anagrama).
9. A esta última pertenece un personaje de lengua española, "Nomanor", creado por Vigil & Santos, cuyo nombre tiene clara homofonía con Numinor, la legendaria ciudad céltica cuya leyenda sustenta las fantasías de Dunsany, C.S. Lewis y Tolkien. "Nomanor" no carece totalmente de calidad e interés. La colección "Nomanor" desapareció tras su segundo número (N. de 1973).
10. El poder de Soñar, C. Wilson, Luis de Caralt ed., p. 178.
11. Essai sur le mal, Jean Nabert, Ed. Aubier-Montaigne, p. 32.

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[*]
Fernando Savater, Apología del sofista (Madrid-Buenos Aires-Méjico: Santillana S.A.-Taurus, 1997 [ed.or.: 1973; reeds.: 1981 y 1986]), pp. 176-187. Transcripto por Dogon (2003) especialmente para la Nueva Logia del Tentáculo. Material didáctico y de estudio para l@s Logi@s y visitantes.

 

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