El extraño - H.P. Lovecraft

Traducción de Rafael Llopis, 1963

Traducción Rafael Llopis. Taurus Ediciones. Madrid, 1963. Antología de cuentos de terror. 3. De Arthur Machen a H.P. Lovecraft. Alianza Editorial 914. Barcelona, 1982-1997

Relatos de Angustia y Terror. El Extraño de H.P. Lovecraft y otros relatos de terror. Ediciones Petronio. Editorial Ferma. Barcelona, 1969.

 

Desgraciado es aquél a quien los recuerdos de su infancia sólo traen miedo y tristeza. Maldito está el que sólo puede rememorar horas solitarias en cámaras vastas y lúgubres, de oscuras cortinas y enloquecedoras hileras de libros antiguos o aterradas vigilias en bosques sombríos de árboles grotescos, gigantescos, cubiertos de enredadera, que agitan silenciosamente sus ramas retorcidas en las alturas. Tal destino me han dado los dioses a mí. ¡A mí, al ofuscado, al frustrado, al estéril, al roto! Y, sin embargo, me aferro desesperadamente a estos recuerdos marchitos, cuando momentáneamente amenazan con despertar los otros que yacen en el fondo más secreto de mi memoria.

Ignoro dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente viejo e infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y techos altísimos en los que la vista sólo podía descubrir telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores rezumaban siempre malsana humedad, y en todas partes flotaba un aroma maldito, como de cadáveres apilados de generaciones muertas. Nunca había luz, de modo que yo, en ocasiones, encendía una vela para contemplar fijamente su llama y descansar de tinieblas; y tampoco había sol en el exterior, pues árboles terribles crecían hasta muy por encima de la más alta de las torres accesibles. Había una torre negra que sobrepasaba la altura de los árboles y llegaba al cielo desconocido del exterior, pero ésa estaba parcialmente derruida y no se podía subir a ella sino por medio de una casi imposible escalera, piedra a piedra, por una pared vertical.

En este lugar debo haber vivido durante años, pero yo no consigo recordar más persona que a mí mismo ni más seres vivos que las ratas silenciosas, los murciélagos, las arañas. Creo que quienquiera que fuese el que me atendiese, debió ser horriblemente viejo; pues mi primer concepto de una persona viva fue el de algo grotescamente parecido a mí, aunque distorsionado, marchito, ruinoso como el mismo castillo. No tenían para mí nada terrible los huesos y osamentas que yacían esparcidos en las criptas de piedra hundidas en lo más profundo de los cimientos. Para mí estas cosas fantásticas pertenecían a la vida cotidiana y las consideraba más naturales que las pinturas en colores representando seres vivos que encontraba en muchos de los libros enmohecidos. De tales libros aprendí todo lo que sé. Ningún maestro me estimuló ni guió mis pasos, y no recuerdo haber oído ninguna voz humana en todos aquellos años; ni siquiera la mía, pues aunque yo había leído cosas acerca de la existencia del hablar, nunca lo había intentado hacer en voz alta. Mi propio aspecto era igualmente desconocido para mí y sólo por instinto me consideraba semejante a las figuras jóvenes que veía dibujadas y pintadas en los libros. Tenía conciencia de mi juventud a causa de lo escaso de mis recuerdos.

En el exterior, más allá de los fosos pútridos y bajo los sombríos árboles mudos, solía yo tenderme durante horas y soñar con lo que leía en los libros; y apasionadamente me imaginaba a mí mismo en medio de alegres muchedumbres en el soleado mundo que se extendía más allá del bosque infinito. Una vez intenté escapar del bosque, pero, a medida que me alejaba del castillo, la sombra se hacía más densa y el aire más henchido de latente horror; de modo que volví corriendo fantásticamente, por miedo a perderme en un laberinto de noche y silencio.

Así, a través de los crepúsculos infinitos, yo soñaba y esperaba, aunque no sabía qué. Entonces, en la soledad sombría, mi anhelo de luz se hizo tan frenético que no pude ya seguir allí y elevé mis manos en súplica hacia la única ruinosa torre que, por encima del bosque, se hundía en el desconocido cielo exterior. Y, por fin, me decidí a escalar esa torre, aunque me pudiera caer: pues era preferible ver fugazmente el cielo y morir, que vivir sin haber contemplado nunca el día.

En el húmedo crepúsculo ascendí por los viejos y gastados peldaños de piedra hasta que hube alcanzado el nivel en que éstos terminaban; y, a partir de aquí me agarré peligrosamente a pequeños salientes que me fueron conduciendo hacia arriba. Lúgubre y terrible era aquel muerto cilindro rocoso sin escalones; negro, ruinoso y desierto y siniestro como sus murciélagos espantados de alas silenciosas. Pero más lúgubre y terrible aún era la lentitud de mi progreso: a pesar de los esfuerzos que hacía, la oscuridad de las alturas no menguaba: y una nueva ráfaga helada, oliendo como a moho encantado y venerable, me asaltó. Me estremecí al preguntarme por qué no alcanzaba la luz; y habría mirado hacia debajo de haberme atrevido. Imaginé que la noche había caído bruscamente sobre mí, y en vano busqué a tientas con una mano libre el marco de una ventana por donde mirar hacia fuera y calcular la altura a que había llegado. De pronto, después de trepar espantosa y ciegamente durante una infinidad por aquel cóncavo y desesperado precipicio, sentí que mi cabeza tocaba algo sólido, y supe que debía haber llegado al tejado o, al menos, a alguna clase de techo. En la oscuridad alcé mi mano libre y tanteé el obstáculo hallado, que era de piedra inamovible. Entonces, recorrí un circuito mortal en derredor de la torre, agarrándome a todo saliente que me pudiese reparar la resbaladiza pared, hasta que, finalmente, la mano que tanteaba descubrió que el obstáculo dejaba de hacer resistencia, y yo volví de nuevo a elevarme, empujando la trampilla de piedra con la cabeza para usar ambas manos en mi espantosa ascensión. Arriba no había luz alguna y, al alzar mis manos, supe que mi escalada había terminado por el momento; pues la pesada trampilla era puerta de una abertura que conducía a una superficie plana, de piedra, de mayor circunferencia que la parte inferior de la torre, que sin duda era el suelo de una altísima y vasta cámara de observación. Me arrastré cuidadosamente a través de la abertura e intenté evitar que cayese de nuevo la pesada trampilla, pero fracasé en este último intento. Mientras yo hacía, exhausto, en el suelo de piedra, oí los imponentes ecos de su caída, pero confié en que podría levantarla de nuevo cuando me fuese necesario.

Suponiendo que me hallaba ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las malditas ramas del bosque, me incorporé penosamente del suelo y busqué a ciegas alguna ventana por donde poder contemplar por vez primera el cielo, y la luna, y las estrellas, que conocía sólo a través de las lecturas. Pero no hallé nada por parte alguna; lo único que encontré fueron vastos estantes de mármol que contenían odiosas cajas oblongas de inquietante tamaño. Cuanto más reflexionaba, más me preguntaba qué viejos secretos podrían morar en esta habitación alta, separada por una eternidad del castillo de abajo. Entonces, inesperadamente, mis manos palparon una puerta, rodeada por un portal de piedra tosca extrañamente esculpido. Al intentar abrirla, vi que estaba cerrada, pero, con un supremo esfuerzo, vencí todos los obstáculos y la conseguí abrir hacia dentro. Al hacerlo me advino el más puro éxtasis que jamás había conocido; pues, brillando apaciblemente a través de una adornada reja de hierro y más allá de un corto pasadizo con escalones que ascendía desde la puerta que acababa de abrir, lucía la radiante luna llena, que nunca había visto yo antes, salvo en sueños y vagas visiones que no me atrevo a llamar recuerdos.

Imaginando haber alcanzado ya la verdadera cima del castillo, comencé a subir, corriendo, los pocos escalones que partían de la puerta; pero la súbita desaparición de la luna tras una nube me hizo tropezar; y continué mi camino a tientas y más despacio, en la oscuridad. Aún estaba a oscuras cuando llegué a la reja - que tanteé cuidadosamente y hallé entreabierta, pero que no abrí del todo por miedo a caer desde la asombrosa altura a que había trepado. Entonces salió la luna otra vez.

La más demoníaca de todas las impresiones es la que nos produce lo abismalmente inesperado y grotescamente increíble. Nada de cuanto había yo vivido anteriormente podía compararse, en cuanto a terror, a lo que entonces vi, a las maravillas que esta visión implicaba. La visión en sí había sido tan sencilla como asombrosa, pues era esto nada más: en vez de una vertiginosa perspectiva de copas de árboles vistas desde una altísima eminencia, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la reja, nada menos que el duro suelo, cubierto y adornado con losas de mármol y columnas, y sombreado por una vieja iglesia de piedra, cuyo ruinoso campanario brillaba espectralmente a la luz de la luna.

Medio inconsciente abrí la reja y salí, tambaleándome, a la blanca senda de grava que pasaba ante la iglesia. Mi mente, aturdida y caótica, conservaba sin embargo un frenético anhelo de luz; y ni siquiera el fantástico milagro que acababa de presenciar podía detener mi carrera. No sabía, ni me preocupaba, si mi reciente experiencia había sido locura, sueño o magia; pero estaba decidido a contemplar el esplendor y la alegría a cualquier precio. Yo no sabía quién o qué era yo, ni qué podía ser lo que me rodeaba; pero a medida que iba caminando, vacilante, fue haciéndoseme consciente una especie de aterradora reminiscencia latente, que hacía que mi marcha no fuese totalmente fortuita. Pasé bajo un arco, dejando tras de mí aquella zona de losas y columnas, y vagué por el campo abierto, siguiendo a veces la carretera visible, pero dejándola, otras, curiosamente, para caminar a través de prados en los que sólo ruinas ocasionales mostraban la antigua presencia de un camino olvidado. Una vez atravesé a nado un rápido río en el que agrietadas piedras cubiertas de limo hablaban de un puente hace mucho tiempo desaparecido.

Unas dos horas debieron transcurrir antes de que llegase a lo que parecía ser mi meta, un venerable castillo cubierto de hiedra en medio de un parque de espeso bosque, enloquecedoramente familiar aunque también lleno de confusa extrañeza para mí. Vi que el foso estaba cegado y que alguna de las bien conocidas torres estaba ya demolida; al mismo tiempo, existían nuevas alas en el edificio para confusión del observador. Pero lo que yo observé como principal interés y delicia fueron las ventanas abiertas - esplendorosamente iluminadas y exhalando música y risas, producto de la más alegre de las orgías. Avanzando hasta una de ellas, miré al interior, y vi una reunión de gentes extrañamente ataviadas ciertamente, que se divertía y conversaba con brillantez. Yo, al parecer, nunca había oído ninguna voz humana y sólo vagamente podía conjeturar lo que allí se decía. Algunos de los rostros parecían tener expresiones que despertaban en mí reminiscencias increíblemente remotas; otros me eran ajenos por completo.

Entré, saltando a través de la ventana, en la habitación brillantemente iluminada, saltando al mismo tiempo desde mi único momento resplandeciente de esperanza a la más negra convulsión de desesperación y horrible certidumbre. La pesadilla se abatió velozmente sobre mí, pues nada más entrar contemplé uno de los espectáculos más aterradores que nunca hubiera podido imaginar. Apenas había cruzado el alféizar, cuando descendió sobre toda la reunión un súbito e inesperado terror, de espantosa intensidad, que distorsionó todas las fisonomías y arrancó los más horribles gritos de casi todas las gargantas. La huida fue general y, en medio del clamor y el pánico, varios cayeron desvanecidos, siendo arrollados por sus compañeros en su fuga enloquecida. Muchos se cubrieron los ojos con las manos y se precipitaron torpe y ciegamente, en su ímpetu por escapar, volcando muebles y tropezando con las paredes antes de conseguir alcanzar una de las muchas puertas.

Los gritos fueron impresionantes y, cuando quedé en la brillante habitación, solo y aturdido, escuchando sus ecos que se desvanecían, me estremecí al pensar qué cosa no vista aún por mí podría estar acechante en la inmediata vecindad. En una inspección superficial, el salón parecía desierto, pero cuando me dirigí hacia una de las puertas, pensé que allí notaba una presencia - una insinuación de movimiento al otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, en cierto modo muy similar a aquella en que me hallaba. Al aproximarme al arco empecé a percibir más claramente esa presencia; y entonces, lanzado el primero y último sonido que emití en mi vida - un lúgubre ulular que me repugnó casi tan punzantemente como la causa que lo había originado -, contemplé la forma más total y espantosamente clara, la inconcebible, indescriptible y execrable monstruosidad que había transformado, con su simple aparición, aquella alegre fiesta en un tropel de delirantes fugitivos.

No puedo ni siquiera intentar describirlo, pues era una mezcla de todo lo que hay en el mundo de impuro, monstruoso, repugnante, anormal y detestable. Era una sombra espectral de podredumbre, vejez y desolación, la imagen pútrida y goteante de una malsana revelación, la atroz y desnuda realidad de aquello que siempre debiera ocultar la tierra misericordiosa. Saben los dioses que aquello no era de este mundo - o, al menos, ya no era de este mundo - y, sin embargo, para mi horror, yo vi en aquellas formas descarnadas y podridas que dejaban entrever el filo de los huesos, una turbia y aberrante parodia de la forma humana; y en sus ropajes mohosos, desintegrados, una cualidad indecible que me horrorizó aún más.

Yo estaba casi paralizado, pero no tanto que no pudiese hacer un débil esfuerzo por huir; di un paso atrás, y estuve a punto de quebrar el hechizo en que me mantenía aquel monstruo sin nombre ni voz. Mis ojos, fascinados por aquellos globos vidriosos que se clavaban fija y aborreciblemente en ellos, se negaron a cerrarse; pero, misericordiosos, hicieron su visión más confusa, mostrándome aquel terrible objeto en forma más vaga después de aquella primera impresión. Intenté levantar la mano para taparme la vista, pero tan aturdidos estaban mis nervios, que mi brazo no pudo obedecer plenamente mi voluntad. El intento, sin embargo, fue suficiente para hacerme perder mi precario equilibrio; de tal modo que tuve que avanzar, tambaleándome, unos pasos para evitar la caída. Al hacer esto, me di cuenta súbita y delirantemente de la proximidad de aquella carroña, cuya respiración hedionda y cavernosa casi llegué a oír. Medio loco, fui capaz sin embargo, de extender la mano para protegerme de la abominable aparición, tan próxima ya; y entonces, en un instante de cataclismo, de pesadilla cósmica y de infernal casualidad, mis dedos tocaron la corrompida zarpa del monstruo, extendida bajo el arco dorado.

No grité, pero todos los vampiros endemoniados que cabalgan al viento nocturno gritaron por mí, al tiempo que hacían estallar en mi mente un único y momentáneo alud de recuerdos aniquiladores. En aquel segundo supe todo lo que yo había sido; recordé lo que había más allá del castillo espantoso y los árboles; y reconocí el alterado edificio en que ahora me hallaba; reconocí lo más horrible de todo, a la impía abominación que permanecía ante mí, mientras retiraba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos hay un bálsamo, de la misma manera que hay amargura; y ese bálsamo es el nepenthe. En el supremo horror de aquel segundo olvidé lo que me había horrorizado, y la explosión de negros recuerdos se desvaneció en un caos de ecos de imágenes. En un sueño, huí de aquel edificio encantado y maldito y corrí, raudo y silencioso, a la luz de la luna. Cuando volví al cementerio de mármoles y bajé los escalones, hallé que la trampilla era inamovible; pero no lo sentí, pues siempre había odiado el castillo ancestral y los árboles. Ahora cabalgo en el viento nocturno, acompañado de vampiros burlones y amistosos, y juego durante el día en las catacumbas de Nephren-Ka, que se extienden bajo el secreto y desconocido valle de Hadoth, cerca del Nilo.

Sé que la luz no se ha hecho para mí, salvo la de la luna cuando cae sobre los sepulcros rocosos de Neb, ni tampoco la alegría salvo la de las innominadas fiestas de Nitokris, bajo la Gran Pirámide. Con todo, en mi nueva y salvaje libertad, casi doy la bienvenida a la amargura de ser un extraño.

Pues, aunque el nepenthe me haya calmado, ya sé para siempre que soy un extraño, extraño en este siglo y entre aquellos que todavía son hombres. Esto es lo que sé desde que extendí mis dedos hacia la abominación que permanecía encuadrada dentro del gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría superficie lisa de cristal pulimentado.

Ilustración de: Relatos de Angustia y Terror