Los ritos de sangre

© Gala Lovecraft de Celephaïs


La sangre es más dulce que la miel © Salvador Dalí

La ciudad estaba silenciosa desde la caída de la noche. Sólo una figura se movía en esa extraña soledad azul. Sus pasos resonaban en el silencio exagerado de los callejones, fusionándose en un eco de pisadas casi melodioso.

Al atravesar la avenida que daba paso a los parques algo lo sobresaltó. No sabía muy bien qué era realmente, un instinto, una duda lejana e irracional que pugnaba por surgir hacia su conciencia desde las oscuras regiones de su mente. Los árboles luchaban contra el viento frío y cortante de la temporada, tiñendo la atmósfera de un pálido azul brillante a través de la luz de la luna. Qué misterios, qué oscuridades ocultaban esos muros, que, a medida que caminaba, iban tomando forma ante sus ojos. Era la tenebrosa y afilada sombra de la iglesia que coronada el cielo hiriéndolo con sus afiladas agujas.

Una congregación de seres se agolpaba en la entrada del edificio pugnando por ingresar a sus entrañas infectas por el paso de los años. La iglesia y sus inmediaciones, semejante a un gran cadáver de dragón, ciclópeo y medieval, albergaba la corrupción en su forma más inocente. Los ancianos, los enfermos, pululaban en esas entrañas como gusanos de carne arrugada, blanda, opalina… el joven entrecerró los ojos de emoción, pensando en el ser al cual debía de hallar, antes de que fuera tarde, sus ojos azules de pestañas negras y tupidas. Presentía el encuentro, entre aquellos seres que adoraban al dios muerto de yeso… hizo avanzar su esbelta figura a través de la congregación, mas aquel rebaño de huesos frágiles y cabelleras blancas de corderos se lo impedía.

Abriéndose paso entre la multitud, casi con una sutileza monstruosa, sintiendo que podría quebrar esos cuerpos débiles como un niño lo haría con las hojas de otoño. Mientras las cabezas arrugadas y crujientes se elevaban para observar ese rostro tan magnífico, tan clásico, no sin un dejo de admirada resignación. Los ojos del joven estaban helados como planetas distantes. Continuó avanzando, y, a medida que lo hacía, el rebaño enfermo del dios de yeso se abría ante él, formando una senda entre sus consumidos cuerpos, permitiéndole continuar su marcha.

Mientras tanto, dentro del templo, la raza débil se nutría de lastima y compasión en su enfermedad. El joven se movía con tanta rapidez, sus movimientos eran tan gráciles, que no podría nunca pasar desapercibido entre los seres débiles.

Llegó la madrugada sorprendiéndolo. La niebla envolvió la ciudad en sus opacos y pálidos velos. Y, mientras el disco dorado emergía a través de las nubes, tan plomizas esa madrugada, hiriéndole con su cegadora luz, el joven comprendió que, por ese día, la búsqueda había terminado… por ese día…

Comentarios a esta Colaboración