Desde las Profundidades

Enricus in Inferos, mortuorum magna regna, descendit.

 

Monstruo del Arco © 2002, Foto de Henry Armitage

 

© Henry Armitage

 

Después de pasar la infancia y parte de la adolescencia como amigos inseparables, Roberto se marchó muy lejos. A la muerte de su padre en extrañas circunstancias, su madre truncó nuestra amistad y se lo llevó a Buenos Aires [1] donde empezó a estudiar arquitectura [2] y, por las noticias que me llegaron por terceras personas, acabó estudiando derecho. Siempre pensé que acabaría por ser un escritor de prestigio, fueron muchas las veladas que pasamos juntos leyendo a los clásicos e intentando escribir como ellos; pero, según parece, el pragmatismo de su madre le inculcó la idea de que ese Oficio de Tinieblas, el de escritor, apenas le hubiera dado para vivir.

A pesar de que Roberto ha sido uno de mis mejores amigos y de que yo pensaba que le conocía muy bien y aunque nos hacíamos esas confidencias que entonces casi considerábamos tan secretas como selladas con pactos de sangre, para mí fue un gran descubrimiento leer su relato Los enterrados del sótano que, de hecho, no era más que una novelización de su documento jurídico Informe para el Patrimonio Familiar. Nunca hubiera podido imaginar que mi eterno compañero de juegos infantiles y de aventuras juveniles era en realidad el heredero de la Baronía Oxxon en el Darkestshire de Oxford. Sabía (siempre por referencias de otras personas) que Roberto se había hecho cargo de las empresas familiares y en especial de la Oxxon Pharmaccines Ldt. , prestigiosa empresa farmaceútica que lleva a cabo una importante labor de investigación sobre la hepatitis febril procedente de virus sintéticos.

Siempre le gustó dibujar tal y como lo declara en su relato:

Guardo todavía montones de dibujos que hice de ella en aquellos tempranos días de mi vida, cuando el sótano era toda mi vida. Dibujos hechos con crayones, lápices de colores o negros, carbonilla, tiza, cola de carpintero teñida, témperas, acuarelas,... qué sé yo, infinidad de texturas, líneas, garabatos,... y huellas de dedos pequeños; mis pequeños dedos de niño, que acompañaron mi locura incipiente para plasmar lo que ella me dictaba obsesivamente a ritmo febril.

y mucho le ha quedado de esa afición como se puede observar al contemplar su De Profundis que ilustra su relato Los enterrados del sótano

Roberto relata sus fantasmagorías infantiles sin ocultar su estirpe británica, que corresponde al Más Oscuro de los condados ingleses en el centro mismo de la Baronía de Oxxon. Los versos iniciales, que se citan al comienzo del relato, ya presagian la gran revelación en el solar de sus mayores. Este artífice de la palabra, como Orfeo, Eneas y el propio Jesucristo, desciende a los infiernos de su infancia y deja la impronta de una locura incipiente para plasmar lo que le dictaba obsesivamente a ritmo febril [3]

Lo cierto es que al final volvimos a encontrarnos, aunque no fue posible recuperar aquella amistad, que antaño había creado una unión realmente visceral entre nosotros. Nosotros ya no éramos los mismos y nunca, por muchos años que yo viva, dejaré de arrepentirme de haber aceptado su invitación para un reencuentro en lo que él llamaba su Residencia, la Mansión de los Ogdon. Tenía que haber vuelto sobre mis pasos, cuando la enorme puerta de roble se abrió con un chasquido mecánico, como si hubiera sido accionada por control remoto. Nadie se presentó para recibirme y poco a poco el miedo empezó a apoderarse de todos mis sentidos. Ante mis ojos se abrió un enorme salón completamente vacío. No había puertas que me pudieran desviar del camino que se supone que tenía que seguir, ya que en medio de la estancia no había más que unas escaleras de mármol y alabastro, que descendían por una especie de foso hacia las profundidades de la Mansión. No había oscuridad, ya que las paredes de alabastro daban una especie de luminosidad lechosa. Durante unos minutos, que me parecieron intensas eternidades, descendí por esos peldaños por vericuetos que me daban una impresión claustrofóbica. Podía haber salido corriendo, deshaciendo el camino, ya que ningún ruido sordo indicaba que la puerta de entrada se hubiera cerrado a mis espaldas. Continué bajando hasta que me topé con una puerta tapada únicamente con un pesado cortinaje de terciopelo color malva. La puerta estaba rematada por un arco coronado por un extraño bajorelieve que representaba una monstruosa criatura alada, que sobre unas extremidades de tritón se mostraba amenazante y lascivamente sonriente con la boca llena de dientes inquietantes, deformes, cancerosos y, en cierta manera, hirientes. En el momento que crucé el umbral de esa puerta terminó mi cordura, ya que a partir de ese preciso momento perdí toda la sanidad de mi cuerpo y de mi espíritu. Al apartar las cortinas me encontré con un lugar muy difícil de definir, describir o imaginar. La primera impresión era la de un espacio completamente abarrotado con un auténtico bosque de columnas, columnas sin ninguna utilidad ya que no sujetaban más que unos arcos flotantes. Las mismas columnas no parecían tener demasiada consistencia, ya que parecían contorsionarse dando en ocasiones la impresión de que adoptaban una textura gomosa. Al caminar entre ellas llegué a pensar que tenían la capacidad de observarme, vigilar mis pasos. Esto me llevó a mirar el suelo que estaba pisando. No podía creer a mis ojos, ya que de pronto percibí con asco que la superficie del suelo estaba hecha de materia orgánica, algo que me recordó el color y posiblemente el tacto y hasta el sabor del hígado, los pulmones o alguna otra víscera de ésas que mi madre me obligaba a comer de pequeño. Por fin, apareció Roberto y todo pareció desvanecerse al comprobar que mi buen amigo, el querido compañero de mi infancia y parte de nuestra juventud se había convertido en el Monstruo del Arco, que yo había visto representado en el abominable bajorrelieve.

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[1] En el relato Los enterrados del sótano se observan palabras y expresiones de sabor local como por ejemplo matungos (vocablo utilizado en Cuba y Argentina para referirse a un caballo endeble y con mataduras, es decir un jamelgo o rocín), las expresiones nomás y acá , tan habituales en América desde Méjico hasta Argentina o la palabra saco para referirse a la chaqueta o americana.
[2] Es posible que sea un eco de estos estudios la precisión técnica de la ventana de arco angrelado. Es decir, un adorno característico de arquitectura que rematan en forma de picos o dientes.
[3] Véase Los enterrados del sótano Presentía que era un descenso ad inferos - No sé qué hay de verdad en la historia de mi amigo Roberto, pero lo cierto es que el descenso a los infiernos era un tema que siempre le había interesado: Intentó entender las alegorías de La Divina Comedia de Dante. Siempre contaba el episodio de La Eneida de Virgilio, cuando Eneas baja a los infiernos en busca de la reina Dido y que al encontrarla, ésta despechada le vuelve la cara con desprecio. Recuerdo que juntos solíamos buscar en los Evangelios Apócrifos las interpretaciones especulativas sobre el descenso de Jesucristo a los infiernos e incluso solíamos hacer cábalas sobre significados ocultos de los poemas, que tenían el mismo título, Desde las profundidades, y que nos llegaban en las voces poéticas de Lorca y Alberti, buscábamos inútilmente interpretaciones crípticas tras el patetismo de la carta que escribió Oscar Wilde desde la cárcel a su amante o en las mismísimas obras plásticas de Dogon. Recuerdo que por entonces nuestro autor preferido era H.P. Lovecraft y sobre todo sus relatos Las ratas en las paredes o La declaración de Randolph Carter, donde se actualizaba el mito del Descenso ad Inferos. A este respecto, incluso quisimos seguir los modelos de estos relatos, actuando como sus personajes y hasta tuvimos la osadía de bajar al Panteón de mis antepasados, los Armitany. Recuerdo que fue apasionante leer aquella antiquísima y casi borrada incripción en la lápida de Enric d'Armitany, el tatarabuelo de mi abuelo: Enricus in Infer[o]s, mortuor[um] magna regna, descendit.

 

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