COMO MOSCAS A LA LUZ
La Raza Dominante © 2002, Jorge R. Ogdon (a) Dogon
© Dogon *
El aspecto de la lámpara de Alhazred era poco corriente.
H.P.Lovecraft~A. Derleth **Aguzó la mirada a través de la inconmensurable lejanía del desfiladero helado, donde las plomizas nubes se agolpaban entre sí como una niebla tormentosa y el aire se agitaba en remolinos por debajo de ellas, azotando las copas de los retorcidos bosques de los valles y hondonadas que se extendían a sus pies. Nada percibía en la profunda negritud que se cernía desde un cielo que parecía haberse esfumado para dar paso a una hoquedad oscura que presagiaba la presencia del vacío.
Y, sin embargo, debiera estar allí, en el punto del accidentado horizonte donde convergían las dos cadenas de montañas de Yvr. Así decía el rollo manuscrito sobre piel de sofarg que había arrebatado al mago de Ptakr, esa ciudadela junto al Mar de los Tormentos que se había entretenido en destruir hasta sus cimientos, masacrando a todos sus pobladores. No había dejado humano ni animal sin matar. Era su política de siempre: tabula rasa con quienes se interponían en el camino de la expansión del Imperio de Gutba, el Inmisericorde. Era la mejor política, hacer que todo debiera volver a empezar en donde ya todo tenía que terminar en nombre de su gloria. No hay principio sin fin; y sus fines eran los de dominar los vastos territorios y los amplios océanos, los desolados desiertos y las exhuberantes junglas, el mundo entero, que terminaría siendo su Mundo.
Sabiendo esto muy bien, tanto sus más allegados consejeros y oficiales como toda la tropa y servidumbre de su ejército quedaron sumamente extrañados cuando recibieron la tajante orden de cambiar el rumbo de la expedición exterminadora y enfilar en dirección y con destino desconocidos, excepto para El Inmisericorde. El líder iba dejando caer las indicaciones pertinentes para recorrer trecho a trecho ese camino, como caen las gotas de un perfumero de Zïñ: gota a gota. Todo el que se atrevió a preguntarle las razones del desvío terminó con la cabeza en una bandeja y el cuerpo empalado a la vera del sendero que iban recorriendo. Nadie volvió a inquirir por sus motivos o por el destino final de esta inesperada y tan secreta decisión.
Gutba tenía muy poderosas razones para haber emprendido esta nueva y arriesgada aventura; sabía que sus hombres podrían atemorizarse, rebelarse y negarse a acompañarle a donde quería llegar ahora; hasta ese tesoro más increíble que todas las gemas vivas del Reino de Tjköñkül, hacia donde debió marchar desde el puerto de Ptakr para saquearlo. Pero luego de arrancarle al mago, en su último estertor después de la tortura inconfensable a la que le sometió, el secreto del Rollo de Pnakot, no dudó ni un instante en que era a la Meseta de Leng a donde debía ir.
Allí estaba la lámpara. Aquella cuya luz le abriría las puertas a otras dimensiones, a otros mundos. Millares de mundos por conquistar, cientos de millones de personas para matar y esclavizar, miríadas estelares de ciudades y riquezas para acrecentar su poder y extender su autoridad imperial hasta los más impensados confines del universo. La ambición de Gutba era solamente comparable a su afamada inmisericordia. Gutba quería ser el Único Dios.
Ahora, fruncía el ceño con preocupación y una cierta irritación. "¿Dónde está la luz? Esto es un páramo de negritud", se preguntaba iracundo. Se sirvió otro cálice de licor de belbekuz para despejar su mente y volvió a sentarse para repasar el Rollo. Había seguido fielmente los hitos que marcaba el mapa y de los que hablaban las escrituras pnakóticas. No, no estaba en el lugar equivocado. Pero habría que descender de la cima de esta montaña hacia los ominosos valles boscosos y atravesarlos para poder alcanzar aquel punto apenas visible a sus ojos. Eso le preocupaba. Los textos hablaban de intransigentes "custodios", los infranqueables y feroces guardianes de la lámpara, que poblaban esos bosques de aspecto siniestro bajo el furibundo ulular de vientos helados. Y los hombres no eran estúpidos, presentían que nada bueno les aguardaba en esas sombras. Pero la lámpara bien valía perder la mitad de sus doscientos mil hombres en la empresa. Los sobrevivientes sonreirían cuando les dijera que, entonces, quedaría más botín para repartir entre ellos. Conocía la ambición de su gente tanto como la suya. Bebió otro trago y, con una lucidez implacable, llamó a sus comandantes.>~<
El campamento brillaba a la luz de miles de hogueras, encendidas para prender doscientas mil antorchas, una por cada uno de sus hombres; tan inconmensurable era el espectáculo que parecía el reflejo del cielo estrellado en la superficie de un mar inmóvil, si hubiera habido tal cielo sobre sus cabezas.
Si la luz todavía no aparecía, él, Gutba, comenzaría a ejercer sus potestades divinas y la crearía. No era esta luz la que buscaba, pero sería su arma contra la oscuridad. Los textos no decían claramente quiénes o qué eran los temidos "custodios", pero a partir de las ambigüedades del Rollo dedujo que no eran humanos y que, muy seguramente, no tenían sangre. "Si lo que no sangra no puede morir, seguro que arderá hasta calcinarse en las llamas de mi furia", se dijo en ese momento de reflexiones acerca de cómo encarar de la mejor manera el enfrentamiento con los susodichos celadores. "Debiera haber dejado vivo a ese maldito mago de Ptark, seguro que conocía el Rollo mucho mejor que yo y tendría la clave para destruir esos obstáculos", se le cruzó por la cabeza, "Pero no, me hubiera traicionado. No podía dejarlo vivir, ¡y qué bien me vendría tenerlo ahora conmigo!".
Las fases marcadas por la clepsidra de agua pasaban lentamente para su ansiosa condición de estar a sólo un paso de su anhelada meta, pero debía ser paciente. Era necesario, indispensable, se dijo, que todos marcharan como una enorme llama para salvar el paso al otro lado, al lugar en donde se entraba a la Meseta de Leng y se llegaba a la prometedora lámpara maravillosa.
Por fin, oyó el tañir de la diminuta campana de metal de la clepsidra y, tomando su capote de piel de göûk y su casco de guerra imperial, se los puso apresuradamente y salió de su tienda sin siquiera hacer caso al saludo marcial de sus propios guardias de élite. Marchó con paso decidido hasta la tribuna desde la que solía arengar a su tropa. Al verlo, sus comandantes y oficiales superiores se acercaron con prisa y formaron un nutrido grupo a sus pies, en tanto la tropa se agrupaba como hormigas, rodeándolos. Gutba les echó una mirada cargada de fiereza y habló, diciendo:- ¡Mis fieles y valientes comandantes! ¡Mis bravos oficiales y soldados! Estamos a un tris de obtener algo tan grande y maravilloso que ni siquiera yo imaginaba que podía existir. Este es un momento de enorme trascendencia y que no volverá a repetirse nunca jamás en toda la historia del Imperio. La empresa no será fácil y muchos morirán hoy en este lugar. Pero aquellos que sobrevivan y obtengan la victoria verán colmados todos sus sueños de riqueza y gloria, más allá de todos sus sueños. Ha llegado la hora y debemos marchar a través de esos bosques oscuros y enfrentar a quienes los custodian para impedirnos que lleguemos a nuestro objetivo. ¡Deberán matar o morir! No puedo decirles a qué nos enfrentamos, porque desconozco a nuestros enemigos, pero sé muy bien que han lidiado con toda clase de oponentes y armas y que han salido airosos y triunfantes de todas las batallas. ¡Esta es la Madre de Todas las Batallas! Si todo sale bien y conseguimos lo que nos proponemos, les juro que habremos ganado la guerra en nuestro mundo y que nos aguardan otros muchos más para ser conquistados y destruidos bajo nuestro invencible brazo. ¿Están listos y ansiosos para encarar la campaña más grande de todas cuantas hemos realizado?... Bien, veo en sus rostros que no retrocederán hasta obtener lo que queremos, así que, si las antorchas ya están dispuestas, que los comandantes den la orden de avanzar y, ¡maten, maten, hombres! ¡A la victoria!
Un creciente murmullo, que terminó volviéndose un rugido atronador, cerró el discurso del Inmisericorde. Gutba sonrió, con la seguridad de contar con doscientas mil estrellas cuya luz le llevaría a su objetivo. Aunque llegaría sólo él, Gutba, porque, en su interior, sabía que ni siquiera lo lograría la mitad de esa masa de carne y sangre de sacrificio. Pero la lámpara bien lo valía, ya que no sólo le abriría las puertas a otros mundos, sino que le convertiría en el Único Dios y, al serlo entonces, ¿para qué necesitaría un ejército de inmundos esbirros? ¡Crearía legiones de dioses-demonios para sus conquistas venideras! ¡Sí, tendría a su servicio innumerables bandadas de terroríficos e imparables demonios divinos para conquistar todo el universo!
La tropa empezó a moverse, como una gigantesca ola única que se irguiera desde un vasto océano en dirección a una playa. Gutba contemplaba cómo el torrente de luz iba bajando por la falda escarpada y se imaginó que era el cuerpo de una sinuosa y venenosa serpiente-dragón, cuyas ondulaciones luminosas eran como millares de escamas brillantes; como un cuerpo resbaloso y contoneante que se iba desparramando por el camino que conducía a los agitados y lúgubres bosques. Al mirar hacia estos, le pareció, por un instante, que un ejército arbóreo había empezado a tomar posiciones en la espesura, a la espera de que sus soldados alcanzaran un determinado punto para caerles encima y destruirlos sin piedad. Pero solamente se oía el ulular de los inclementes vientos y se dejaban imaginar los golpes de las ramas entrechocando bajo su incesante castigo. La oscuridad del cielo no había menguado un ápice; de hecho, todo a su alrededor era una impenetrable tiniebla sin fin, excepto por las doscientas mil luminarias que se arrastraban sorteando todos los obstáculos en su camino hacia aquel distante punto del horizonte.
Cuando vio que la avanzada de cinco mil hombres proseguía sin encontrar oposición, habiendo ya penetrado la masa espesa de los bosques, empezó a sentir cierta tranquilidad. El experimento funcionaba, al menos hasta ese momento. La luz de las antorchas se abría paso por las impenetrables sombras, dispersándolas y trayendo seguridad a sus sin duda atemorizados soldados. Dejó que siguieran avanzando hasta que calculó que habían recorrido por lo menos trescientos díngäls en el interior de esa negritud abismal, que parecía unirse con el invisible cielo nocturno a fin de tragárselos por completo en un movimiento de pinzas. "Una usual estrategia del pasado, no por ello menos eficaz", pensó con un dejo de preocupación. Pero sabía que no era a los Elementos a los que debía temer; era a los guardianes de la lámpara a quienes debía tenerse miedo.
Uno de sus comandantes se aproximó a él y le informó que la punta de lanza comunicaba "sin novedad en el frente" y que la primera fuerza de cincuenta mil infantes estaba presta para ingresar. Gutba autorizó que lo hiciera y siguió la maniobra con ojos expectantes. Mandaría otros tantos hombres casi inmediatamente; con la mitad de su ejército abriendo el camino y la otra protegiendo su retaguardia, bien podía considerarse protegido si iba en medio de ambos contingentes. Volvió por un momento a su tienda de campaña y revisó el Rollo, rememorando algunos encantamientos que le parecieron resultarían útiles, llegado el caso. Se aseguró de no olvidar una sola sílaba de cada uno de ellos y, luego, tomó de una caja de wtrêl un anillo labrado con extraños y olvidados signos, ornado con una gema viva de Tjköñkül, que se agitaba encerrada en una esfera de cristal transparente de las canteras de Yatäñ. Después regresó a su sitio de observación y ordenó que partiera el segundo grupo de cincuenta mil; según fue informado por sus comandantes, toda la tropa seguía "sin novedad en el frente" y ya llevaba recorridos setecientos díngäls dentro de los bosques. Gutba se sintió complacido. Ignoraba exactamente la extensión de esas zonas arboladas desconocidas para todos, pero tenían que terminar en alguna parte, así tuvieran que marchar por un millón de díngäls.
Al comunicársele que ciento cinco mil hombres estaban por completo dentro de las arboledas, Gutba mandó traer su carro de guerra y sus comandantes hicieron lo propio: los líderes del Imperio se agruparon y comenzaron a descender la ladera montañosa seguidos de dos cuerpos de caballería de zongüz, nativo animal cuadrúpedo de gran alzada, cuerno único y cuerpo cubierto de largos pelos acerados y filosos.>~<
Acercándose el grupo hacia el camino que a llevaba los bosques, Gutba distinguió claramente la gran luminiscencia producida por las ciento cinco mil antorchas que iban más adelante. Sobre ambos lados del camino se habían apostado, cada diez pasos, portadores de lumbre que, cual una avenida de lámparas, iluminaban claramente el paso que debían seguir.
Al comenzar a pasar ante los primeros alumbradores, Gutba indicó a sus comandantes que dieran la orden para que el resto de los cien mil soldados se enfilaran detrás de ellos y marcharan prestos a cualquier intento de cerrarles la retaguardia.
La avanzada seguía adelante sin detenerse, dejando alumbradores como si se tratara de un jardinero gigante plantando flores de iluminadoras corolas. Nada parecía perturbar su marcha y ningún sonido, excepto el de la marea humana moviéndose en pos de su objetivo, se dejaba oir en toda esa inmensidad sombría que se rompía solamente por la fuente luminosa de las decenas de miles de antorchas.
Los ojos de Gutba parecía inquietos insectos que revoleaba de aquí para allá sin pestañar siquiera, tan atento y alerta se encontraba a medida que se internaba más y más en esos bosques de negritud inconcebible. Notó que, como por arte de magia, la ventisca que los azotaba sin clemencia había cesado por completo y ya no escuchaba el ruido de las ramas entrechocando, que tan claramente le había acompañado en la cima de la montaña y antes de unirse a su ejército. Una campana de alarma sonó en su mente. Con voz de trueno, en la que no transmitía ninguna de sus aprensiones, Gutba ordenó a los comandantes que mantuvieran unidas a las tropas, que el que diera un paso más largo o más corto que lo ordenado fuera muerto por sus compañeros en el acto; los comandantes retransmitieron sus órdenes y muchas campanas sonaron en muchos cerebros, alertando a quienes percibieron el trasfondo del mandato. Cerraron filas y miraron más atentamente y con ojos penetrantes hacia la oscuridad reinante.
Gutba fue informado que todos ya se encontraban dentro de los límites conocidos de los bosques y que habían llegado noticias de que el primer contingente se encontraba a tan sólo ciento cincuenta díngâls del punto de reunión de las cadenas montañosas; resultó ser que el área boscosa no era tan extensa, después de todo. La desconfianza fue lo primero que nació en el corazón de Gutba, "Esto es demasiado fácil. ¿Dónde están los temibles guardianes del Rollo?".
Como si el recuerdo hubiera sido suficiente para despertarlos a la existencia, sus oidos comenzaron a llenarse de gritos de terror y alaridos de muerte y dolor; sus ojos empezaron a inundarse con el espectáculo de miles de antorchas que se iban apagando inexplicablemente y a una velocidad increíble, desde el punto de reunión de las cadenas montañosas de Yvr en su dirección. Gutba vociferó órdenes a sus comandantes, para darse cuenta que la tropa huía en desbandada y que sus oficiales y consejeros abrían la carrera para convertirse en otras apagadas luminarias, porque, desde la retaguardia, venían huyendo cientos de miles de soldados, perseguidos por la misma negritud que venía devorando a los del frente.
Gutba daba giros en redondo con su carro, pisoteando a cuanto desesperado caía bajo sus ruedas y los cascos de los zongüz; su rostro estaba desencajado por el temor, la ira y la sorpresa. "¡Abrid paso, malditos bastardos, dejádme pasar!", aullaba desaforadamente, intentando un escape inútil. Ni siquiera recordaba una sílaba de los encantamientos de Pnakot, ni que tenía el anillo de la gema viva de Tjkönkül en su dedo. Su mente estaba invadida por el pánico y la idea de salvar la vida.
Pronto, la oscuridad que todo se tragaba se extendió por todas partes, estrechando el círculo alrededor de Gutba. Estaba frenético, aullando como un perro herido; no había salida, estaba completamente rodeado y esa negrura opaca e insaciable se aproximaba a la velocidad del rayo hacia él, devorando cuanto encontraba a su paso.
Cuando los zongüz mismos fueron deglutidos por la negrura voraz, y un segundo antes de ser absorbido en ella él mismo, alcanzó a oir una voz maligna e inhumana que le decía:"¿Creías que la Luz de la Lámpara te alumbraría? ¡Loco, la Luz de la Lámpara es la Oscuridad!"
[*] © 2002, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Es propiedad. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo.
[**] H.P. Lovecraft~A. Derleth, "La lámpara de Alhazred", en La habitación cerrada y otros cuentos de terror (Madrid: Alianza Editorial, 1976), pp. 133-45; frase citada en p. 135 in fine.