UNA FOTOGRAFÍA DE LA REALIDAD

© DOGON [*]

Foto Única de Nyarlathotep fotografía © 2001, Jorge R. Ogdon (a) Dogon

Aquello que debe ocurrir,
no ocurre siempre;
y aquello que ocurrirá,
no es necesariamente
aquello que debiera ser.

Barón Oxxon de Darkestshire

Mi nombre poco importa.
Ya no.
Ahora me encuentro en este asilo para dementes.
Aquí, uno deja de ser lo que era y se convierte en alguien sin nombre.
Nadie quiere verte, nadie viene a visitarte.
A veces, no lo permiten. Es mi caso.
Aquí, los que te rodean son de dos tipos: o viven por fuera del milagro de la realidad o se ocupan de "normalizarte" si tu milagro es incomprensible para ellos.
El mío lo es.
Como todo lo imposible o impensable.
Como el universo, que creemos inmutable y perfecto.
Pero no lo es.
Mucho menos es como suele pensar la mayoría de la gente.
Pero más vale que así lo crean.
Pienso que si supieran la verdad, enloquecerían.
Los casos de suicidio o locura irreversible serían tan numerosos...
Yo sé cómo es realmente.
Por eso permanezco aquí.
Porque es mejor estar por fuera del milagro de la realidad.

Todo comenzó cuando me inscribí en el seminario de fotografía del que, por entonces, se hacía llamar "Profesor Bryan Harlat Hotpe", aunque su nombre fuera muy otro.

Uno que trato de olvidar y no puedo.
Un nombre que no es de este mundo.
Un nombre que no debo escribir.

En fin, que el supuesto profesor Harlat Hotpe iba a dictar una importante conferencia - al decir del anuncio de la Sociedad Real de Fotografía y Filmografía, que me llegó una semana antes de la lectura inagural -, acerca de un tema muy novedoso y revolucionario. Se trataba de un descubrimiento de la óptica y la física de los cristales, que cambiaba radicalmente todo lo conocido hasta el momento en la tecnología para la captación y retención de la realidad objetiva.
Como fotógrafo profesional del Consejo del Distrito, no pude menos que inscribirme y apersonarme en el lugar de realización el día de la inauguración. La disertación tenía por sede el local de la Unión Obrera de Empleados de Cine y Televisión, en el barrio de San Nicolás Vidente. En el bolsillo de mi abrigo llevaba oculta una cámara fotográfica. Quizás pudiera vendérsela a algún periódico. Necesitaba el dinero.

Nunca llegué a usarla. Esa vez, porque...
No puedo..., no debo escribir sobre la foto.

Cuando llegué, quince minutos antes de que comenzara el evento, casi no encontré estacionamiento en los alrededores; tan así era la atracción que había provocado el anunciado seminario. Y, al ingresar, la sala de conferencias estaba llena de bote a bote. Cuchicheos murmurados en voz queda se esparcían por la atmósfera penumbrosa del salón. Como vi que no había quedado un asiento libre y que ya había gente en pie, apoyada contra las paredes, hice lo propio. No tuve que aguardar mucho. A los cinco minutos, las luces parpadearon y la masa de concurrentes se silenció y acomodó en sus asientos. El profesor estaba por aparecer.
Seguido por un reflector, que iluminaba una figura de andar desconcertante y que proyectaba una desgarbada sombra, Harlat Hotpe se dirigió directamente al podio y, mirando fijamente de punta a punta del recinto, moviendo su cabeza como lo hace una serpiente que estudia el terreno, comenzó a hablar sin preámbulo alguno ni presentación por parte de ninguna autoridad de la casa. Su voz tenía un ligero tono metálico y siseante que, por alguna razón y contrariamente al desagrado que debiera producir, nos envolvió a todos los presentes cual si fuéramos víctimas de algún tipo de hipnotismo o embeleso, si es que creyera en la magia.
Cuando pude despegar mi atención del fascinante discurso de Harlat Hotpe, habían pasado cuatro largas horas durante las cuales sólo tuve oídos para la voz del profesor. Curiosamente, no sólo había perdido la noción del tiempo en forma absoluta, sino que tampoco sentía ninguna fatiga mental o física, lo que hubiera sido de lo más natural.
Confieso que me retiré de la sala con una extraña y curiosa sensación, luego de que se anunciara que el maestro volvería a hablar al día siguiente a quien quisiera escucharlo. No me cupo la menor duda de que podían contar conmigo y, luego me vino la idea, podían esperar un éxito mayor que el que habían experimentado en la fecha. Lo más raro de todo, es que no recordaba una sola palabra de lo que el eminente profesor había dicho.

Durante toda una semana, día tras día, acudí a las cada vez más largas charlas de Harlat Hotpe, al igual que una creciente multitud de curiosos, académicos, periodistas, ¡y hasta descubrí a unos agentes secretos!; sin duda, espiando para el gobierno. Y es que los discursos del desconocido erudito no dejaban de fascinar a sus oyentes, aunque luego de marcharse no recordaran absolutamente nada acerca del tema, contenido y naturaleza de sus conocimientos. Hasta que terminó el seminario. Porque, desde entonces, por las noches, en medio del sueño profundo, en ese lapso bloqueado por la negrura más absoluta y de la que no recordamos nada al despertarnos al mundo de la vigilia, los recuerdos comenzaron a acudir en tropel.

¡Oh, Dios, no hagas que vuelvan a mí!
¡No aquí, en este asilo!
¡Me volvería realmente loco!

El caso es que, al levantarme por las mañanas, lo hacía como un autómata. Todas las acciones cotidianas proseguían sin variaciones, pero no las realizaba concientemente. Era un zombie, un títere. Y un obsesivo. Mi cabeza únicamente pensaba en procurarse ciertos elementos, determinadas sustancias químicas,... y arena, mucha arena...
De eso me ocupaba durante el día, hasta que caía el sol, y me comenzaba a sentir vagamente temeroso por algo; algo que no podía describir, pero que me obligaba a mirar por sobre mi hombro; a observar de soslayo si no era seguido por alguien; a desconfiar hasta de mi propia sombra, que se proyectaba contra las paredes como una silueta cambiante; casi se diría que era poseedora de una vida propia. ¿Era yo mismo, nomás, quien parecía tan...? O, como reflexionaba en esos momentos, ¿era ella independiente de mí? ¿Era posible tal desprendimiento?
Cenaba como un robot y me cambiaba para acostarme como un pelele digitado. Por instantes, me resistía a dormir y caer en sueños; esos terribles y blasfemos sueños que, después de todo, me conducían siempre a la inconsciencia, más aterradora que los sueños mismos. Era cuando rememoraba las palabras de Harlat Hotpe. Y, a la mañana siguiente, volvía a repetirse todo.
Hasta que un día salí de mi laboratorio de fotografía con un sospechoso paquete bajo el brazo. Sabía que era un instrumento que había estado armando según las recordadas instrucciones de Harlat Hotpe. Abandoné mi casa y me dirigí a la zona portuaria, en la bahía de Buenavista. Allí, en esa desaconsejable y poco visitada área de la ciudad porteña, vivía el misterioso maestro.
Llegando al 777 del Paseo Prefectura Naval, noté que muchas de las personas que habían asistido al curso también tenían el mismo destino que yo; y que cada uno llevaba bajo el brazo un sospechoso paquete. ¡Incluso reconocí a los agentes secretos del gobierno! Me quedé desilusionado. Creía ser el único beneficiado con el don del recuerdo; pero no, éramos cientos.
Cuando nos hubimos congregado a las puertas del edificio - que, en realidad, era un conjunto de depósitos aduaneros abandonados -, por una ventanuca superior asomó la familiar imagen del profesor, sonriendo y exclamando algo en una lengua extraña y desconocida,... alienígena.

¡Ph'nglui mglw'nfh CTHULHU R'lyeh wgah'nagl fhtagn!

Y me escuché repitiendo las enigmáticas palabras junto a decenas de gargantas, respondiendo al llamado como un solo hombre. La cabeza de Harlat Hotpe desapareció de la ventanuca y, simultáneamente, las puertas del depósito se descorrieron por sí mismas, invitándonos a entrar en su oscuro y silencioso interior. Lo hicimos como si fuéramos ganado; como el ganado que es conducido al matadero.

No debería seguir escribiendo esto.
A ellos no les gusta que escriba sobre lo ocurrido.
No les gusta conocer acerca de la realidad.
De la única realidad que existe.
A ellos les gusta creerse su milagro inexistente.

Una vez dentro todos, las puertas volvieron a cerrarse por sí solas y permanecimos, algo asustados, lo más juntos que pudimos. Al minuto, una luminiscencia fosforecente y enfermiza brotó del techo y las paredes, una radiación insana y de una tonalidad ultramundana que nunca pude ni podré describir, porque no existe en esta tierra. Cuando repasé el entorno con la mirada, recuerdo haber gritado de manera aberrante, desenfrenada y descontroladamente,... mis acompañantes no lucían ya como humanos, sino como un hatajo de las criaturas más indescriptibles y monstruosas que he visto en mi vida y que espero no volver a contemplar jamás.
Lo peor de todo fue cuando vi mis manos y mis piernas que... ya no eran tales. Pseudópodos fungosos y de una textura esponjosa y pulsante les habían reemplazado, o era que se habían convertido en esas asquerosidades, insoportables para toda concepción biológica que un ser humano pueda imaginar. No estaba rodeado de horrores, ¡era uno de ellos! Fue un golpe rotundo a todo lo que pensaba de mí mismo, una revelación inconmensurable en la conciencia dormida.
En ese instante, apareció a través de una de las paredes - que, en realidad, ya no era tal, sino una especie de hueco turbulento que se abría a una sima de profundidad y fondo desconocidos - la figura más espantosa de todas. Primero, fueron lo que puedo describir solamente como millares de colas de serpientes, que se sacudían, restallaban y agitaban febrilmente en el aire, expandiéndose en todas direcciones a una velocidad increíble; luego, un cuerpo que no era parecido a nada, de un volúmen y forma tan inmensos como informes y desproporcionados, del que surgían gigantescas patas - o lo que interpreto eran tales -, cilíndricas, como de elefante, cuyo número no podía contar; y, coronando esta imagen descabellada, un rostro humanoide con ojos luminosos e hipnóticos, como los de las serpientes fascinadoras, que arrojaban destellos verduzcos como rayos. No era una cara humana, aunque tenía algo que vagamente la recordaba... Ahora que lo recuerdo bien, debían ser los ojos, unos ojos humanos atrapados detrás de un rostro y un cuerpo repulsivos, como si estos mantuvieran a un ser humano prisionero dentro de ellos. Algo que estaba dejando de ser genuinamente humano desde hacía tiempos inmemoriales.
Nos miró a todos desde la monumentalidad de su presencia y emitió un discurso que nos impelió a deshacer los paquetes y a enseñarle, uno a uno, los retorcidos y siniestros aparatos que habíamos construído para él, sin conocer sus usos ni fines y, mucho menos, las intenciones del "profesor", quien ahora se nos revelaba en toda su realidad esplendorosa. Porque, y lo recuerdo temblando en medio de incontrolables escalofríos, en ese momento todos adorábamos a ese ser de otro mundo. Nos parecía - y sé muy bien que todos los que allí estaban sentían exactamente lo mismo que yo - que era un dios.

No debo recordarle así.
No debo mencionar Su Nombre.
No debo escribir sobre la foto.
¡Shhhhh, loco! Te estás volviendo loco...

Depositamos los instrumentos de acuerdo a las indicaciones que...

¡No debo escribir Su Nombre!... ¡maldición!

... Harlat Hotpe nos iba desgranando instrucciones con una voz que no era voz, pero que sonaba audible, con sonidos rarísimos y que poco y nada tenían que ver con los que podrían salir de las cuerdas vocales de un humano. No sé por cuántas horas estuvimos armando los aparatos, pero cuando culminamos la obra, ante nuestros ojos - o nuestros órganos visuales, cualquiera fuera su naturaleza en esa circunstancia - tuvimos la más maravillosa de las máquinas que el intelecto pueda concebir. Ninguno de nosotros terminaba de entender - ni que decir, de explicar - la intrincada y compleja estructura de los millares de lentes cóncavos, convexos, reflexos, vidriados, espejados, transparentes, opacos, traslúcidos, que constituían tal logro de la ciencia óptica.
Harlat Hotpe permaneció detrás del enorme aparato, desgajándose en millares de imágenes reflejadas o absorbidas por los lentes y, lanzando un chillido atronador que nos obligó a cubrir nuestros órganos auditivos, vi con ojos desorbitados por el miedo que, de cada uno de los lentes, comenzaba a brotar una forma que iba cobrando corporalidad material a medida que penetraba más y más en nuestro mundo.
A pesar de mi estado desquiciado, no pude menos que manotear la cámara de fotos, compañera inseparable de mi fanatismo por ese pasatiempo, que había pasado subrepticiamente en uno de los bolsillos de mi abrigo, como siempre; y, aullando cual perro rabioso, con los dientes entrechocando en mi boca, como alguien a punto de morir congelado, me eché el visor al ojo derecho y, apuntando en dirección a Harlat Hotpe, apreté el disparador.
El resplandor del flash me deslumbró por completo, a medida que rebotaba o era absorbido por millares de lentes. Un sonido estrepitoso, parecido a un trueno que estallara sobre la propia cabeza de uno, invadió el sitio, que se llenó de una humareda espesa, una niebla densa y oscura como el carbón. Inmediatamente, gritos y gruñidos inhumanos se sumaron al estruendo y, sobresaliendo de entre ellos, uno muy alto, grave y profundo, me hizo volver la cabeza hacia donde había estado parado Harlat Hotpe; lo que vi me obligó a repetir la operación y es el único testimonio de la realidad que he vivido y visto.
Fuera lo que fuera aquello que estaba apareciendo desde las lentes, había desaparecido ya; al menos, las formas anormales no se habían materializado, como sin duda era su propósito. Pero todavía Harlat Hotpe no había terminado de desaparecer por completo. Pude verle y fotografiarlo claramente, desmenuzándose como una figura de polvo seco arrastrado por el viento. Y, si bien no puedo afirmarlo rotundamente, me parece ahora que entonces me sonreía. Me sonreía con sus ojos humanos, en tanto su rostro y su cuerpo le odiaban tanto o más que a mí. Habiendo retenido dentro suyo y por tantos eones al humano que aparecía en sus ojos, su rostro y su cuerpo odiaban su liberación, odiaban que sacudiera el yugo sobrenatural al que le sometían; y me odiaban por liberarlo. Y por liberar a la raza humana de un nuevo intento por recobrar su imperio en esta tierra.
Ellos fueron los dueños del mundo muchos millones de eras antes de la aparición del ser humano sobre la faz del planeta; pero ahora, los dueños somos nosotros. O así lo creemos, cuando en verdad somos míseras criaturas que, en su inconsciencia, esperan ser pisoteados por los verdaderos amos. Ellos volverán cuando el momento sea propicio, como se ha profetizado desde la época del hombre de las cavernas.
El depósito quedó totalmente destruído por un incendio de grandes proporciones. Todos mis acompañantes murieron a causa de las llamas o el humo. Yo, no sé cómo pude escapar con vida de allí. Me encontraron desmayado en las cercanías. Los paramédicos me llevaron al hospital Santa Lucía, en donde tardé bastante en recuperarme. Los policías me acusaron del desastre y me encarcelaron, luego de recobrarme lo suficiente como para sacarme del hospital. Después de someterme a juicio, el juez determinó que estaba totalmente chalado y me encerró en este asilo de dementes.

Nadie cree lo que cuento.
Nadie lo creerá jamás.
Nunca mostraré su foto.
Nada ni nadie me obligará.
Es mejor quedármela.
Guardarla.
Y mirarla,
a veces,
para recordar
cuál es el milagro de la realidad.


>~<

 

[*] © 2003, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Especialmente para la Nueva Logia del Tentáculo. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Es propiedad.

 

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