pacientemente, que lo sabré, aún sin saberlo, que esa lápida
que florece entre tantas otras, no es sino la mía. ¿La mía?
¡Oh, dioses, dioses, oídme ahora, tan solo y apesadumbrado, que sueño
con mi muerte! ¡Si! ¡la
Muerte! Ahora comprendo, ahora todo toma sentido. El ser repugnante que me anunciaba
mi próxima desaparición, cuando el sol alcanzase su zenit en el
mes invernal, no era más que la respusta a mis plegarias. ¿Acaso,
no pedía yo siempre que sea liberado de esta miserable existencia? ¡Y
ahora comprendo que la sola liberación posible no es más que la
Muerte!. Pero no he de irme sin saber el por qué de esta condena. En
el tumultuoso río de mis pensamientos aparecen al instante tres figuras
que se acercan a mí. Visten ellas sendas túnicas blancas con un
cinto en la cintura y una capa roja. Llevan un yelmo en la cabeza que me impide
reconocer sus rostros y, bordado sobre la túnica, a la altura del pecho,
un blasón el cual lo reconozco enseguida, por ser el de la Logia Templaria
de la Naranja. Sé que así
yo no puedo seguir existiendo, pero ¿realmente existo? Hace tiempo que
no escucho ni mi propia voz, y no siento la motivación necesaria para realizar
el mínimo esfuerzo que para cualquiera supone poner en funcionamiento sus
cuerdas vocales. Hace tiempo que no realizo
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