HELIOS

© Abdul Alhazred


El Rostro en la Cascada @ Harley Warren

En su día, Lady Mesalina Bolangera, Dame de Blois, tomó prestada la sugerencia del H. P. Lovecraft que dice:

Ocurre cambio en el sol: los objetos se ven con formas extrañas, quizás recomponiendo paisajes del pasado.

Abdul Alhazred contemplado la soledad de sus versos, en Crepúsculo, ha decidido acompañar una letrilla a su musicalidad.

Helios se nutre engullendo miles de estrellas y en la pesadez de la ingestión, mientras el firmamento se oscurece en la somnolencia, destila su boca fétidos vapores, como calostros de ubres secas por las cavernosidades magmáticas. El viento ulula cánticos ancestrales de métrica metálica y suspiros interminables y agónicos, desgarradores como los rastrillos que peinan los desiertos cada madrugada para borrar los caminos erráticos de los nómadas.
Algo ocurre que en la panza ulcerosa de Helios. Una transformación binaria como el encadenamiento de un acontecer sin fin en el que no quedan radicales libres, sino una sucesión de infinitud decrépita, una sucesión de amasijos ensartados en el bieldo tridentino de la Muerte.
Helios bebe ante mi mirada eléctrica y estática sólidos mares de pedernal con los que diluye la pesadez de tanta luminaria en sus entrañas. Alterna el bebedizo con tragos de vitriolo azul que le hacen regurgitar babas acosadas de espesor viscoso y refulgente, parecidos a los tornasoles irisados en descomposición por decantación amorfa. Se limpia la comisura de los labios con algodones de cirros, aterciopelados en su fulgor y de sutileza ingrávida como la duda pertinaz que le proporciona los deleitosos cuidados de un jaspe oleoso con gotas de angostura.
Atusa sus calcáreos cabellos con alumbre y sus dedos van dejando guedejas filamentosas como estalactitas de alabastro que filtran su mirar violento. Ante el acontecimiento, los insectos se enardecen y los monstruos marinos escapan de sus recónditos abismos buscando un pecho amante en el que protegerse. La noche y el día se hacen un emparedado de anarquía y se suman a la algarabía del banquete, donde las migajas alimentan para siempre el hambre endémica de tanto rescoldo haciendo cola flamígera. Se recomponen ante mi agónica euforia los escarpados valles y las templadas escarpaduras: la fatigosa planicie hace pálpito con arneses fulgidos en mil abruptas batallas, y las suaves simas son el respiro de un tránsito sosegado, mientras las simas se elevan por cotas celestes de antaño guiadas por la escapista estela de las cometas.
Al carro de Helios lleva uncido un descomunal arado de media docena de tejas que voltea la tierra como pavesas de un fuego frío y evanescente. A su paso, tirado con parsimonia por ángeles negros, la vegetación hace piruetas ensortijadas, de modo que los tallos y copas buscan afanosos el subsuelo y las raíces florecen con nervudas exigencias hacia el firmamento, en tanto la maleza se injerta en flor insípida de ultratumbas.
Es un viaje a los ancestros, en el que la luz se hace opaca; la tierra incorpórea; de las profundidades del océano surten las campanillas enroscándose en las olas; los peces han testado sus branquias en favor de las aves y las fieras picotean las semillas con la delicadeza del pianista autodidacta. En el calidoscopio de tanta vidriosa visión, contemplo cómo lo creado se hace caos y la confusión imagina formas apocalípticas.

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