When the Sun Goes Back

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IV. Tumba inmemorial


Ya nos habíamos adentrado en el estado de Virginia cuando abandonamos el cauce del Powell y penetramos en el seno de la floresta. La información que Tobby nos había dado era suficientemente detallada como para que sepamos en qué punto exacto debíamos alejarnos del río y continuar por una pista abierta en el bosque. Los restos de fuego de campamento reciente que hallamos allí confirmaban que íbamos por buen camino.

A medida que nos internábamos en aquel bosque la tensión entre mis compañeros subía.
Primero, los rumores susurrados en voz baja por campesinos ignorantes, luego el disparatado relato de Tobby y por fin, la historia de Mr. Huntington narrada con su erudición característica, y que parecía venir a confirmar todo aquel galimatías, habían sin duda alguna influenciado a mis compañeros. Bueno, también he de reconocer que aquel bosque tenía un no se qué de inquietante, tal vez la forma en la que la vegetación filtraba la mortecina luz de fin de otoño… o, tal vez, la vegetación en sí: ahora que recuerdo, había algo anormal en los árboles cuyas ramas nudosas sugerían formas imposibles y cuyo troncos degenerados parecían secretar una sustancia esponjosa y pútrida.
Un solo día de marcha por aquel sitio bastó para poner histéricos a dos de nuestros compañeros. Nos disponíamos a preparar nuestro campamento cuando George Ripley y Charly Southgate, los hombres de mano de Mr. Sommerset, nos hicieron saber que no pasarían ni una noche en aquel bosque maldito. Aquella misma noche pegarían media vuelta y regresarían a Alabama sin perder mas tiempo. Ningún argumento pudo convencerlos de seguir adelante ni de esperar por lo menos a que el día se levante para marcharse de allí. Aunque sabía que eran perfectamente capaces de orientarse y de encontrar el camino de regreso sin mayor inconveniente, la idea de que viajen solos por esos parajes, y además de noche, no me agradaba en lo más mínimo y no estaba dispuesto a largarlos tan fácilmente. Pero por otro lado, me parecía inhumano retenerlos más tiempo allí, viendo el terror cada vez más evidente que les inspiraba aquel lugar.
Nuestra compañía quedó, pues, reducida a cuatro y pronto no seríamos más que dos.

Tres noches mas tarde, cuando nos hallábamos a menos de un día de marcha de nuestro destino, el miedo de mis compañeros parecía haberse apaciguado y nadie más había vuelto a hablar ni de Bannocksville ni de todos los mitos que se le asociaban, ni de nuestros dos compañeros que habían abandonado la partida.

Habíamos ya instalado nuestro campamento y cenábamos con frijoles, tocino y café, cuando una brisa del oeste, hacia donde nos dirigíamos, se levantó trayendo consigo algún olor imperceptible que nuestros caballos y nuestros perros no parecían encontrar de su agrado.

Primero fueron los perros que comenzaron a husmear al aire, se incorporaron erizando los pelos de su lomo y empezaron a emitir un sordo gruñido. Luego fueron los caballos que empezaron a agitarse y entonces, vino el estallido. Los perros comenzaron a ladrar con frénesi y los caballos empezaron a relinchar, y agitarse enérgicamente hasta quebrar las sogas que lo retenían a un árbol y desaparecer en la noche. Logramos retener los perros antes que ellos también logren zafarse, pero nuestros esfuerzos por calmarnos fueron en vano.

En medio de ese escándalo fueron mis compañeros Johnson y Webster los que tomaron la decisión de abandonar. Hicieron todo lo posible antes para que yo también abandonase la partida pero ante mi abnegada negativa se resignaron a cargar con lo que pudieron y marcharse, llevando no sin gran dificultad, los perros consigo. Aparentemente, tendríamos que dividir la recompensa en dos, solamente.

Jamás sabré con certeza qué es lo que nos empujó a Pat y a mí a continuar solos. No sé si fue el afán de lucro avivado por la elevada recompensa que se me había ofrecido o la curiosidad; curiosidad de saber cómo terminaría todo esto, curiosidad de conocer los motivos reales que había conducido a aquellos esclavos a emprender tan insólito viaje, o la curiosidad de ver las ruinas de aquella ciudad. Sí, yo creo que aquello fue lo que, en lo más profundo de mí ser, me motivó a seguir adelante: deseos de saber qué había de particular en aquella ciudad fantasma, como para inspirar un tal terror a centenares de millas a la redonda. Después de todo, los extraños rumores acerca del aborrecido sitio nos habían acompañado desde que entramos en el valle del Tennessee.

Salimos el mismo día en el que mis compañeros decidieron abandonar la partida, cargando solamente con lo esencial y sin molestarnos en levantar el campamento. Tomé mi fusil Paterson serie 164 y mis dos pistolas Colt-Paterson con sus respectivas municiones, una pequeña reserva de pólvora y víveres para unos tres días. Levantaríamos el campamento en el camino de regreso. O, al menos, cargaríamos con lo más indispensable.

El sol ya empezaba a ocultarse cuando apercibimos los primeros vestigios de la ciudad perdida en el fondo de un boscoso valle. Las ruinas de la aglomeración principal se hallaban un poco mas adelante, en una zona vasta, plana y relativamente despejada de árboles. Esta zona reposaba al pié de una montaña que ascendía suavemente, para terminar en un abrupto peñón rocoso. Al pié del peñón yacía un campo de bloques rocosos que el hielo y el deshielo habían arrancado a lo largo de los siglos.

De las viejas construcciones coloniales quedaban tan solo los rastros de los cimientos que apenas afloraban de entre la maleza y que sin embargo permitían apreciar vagamente los contornos de los edificios que habían sostenido en otros tiempos. Pude constatar que la mayoría de las viviendas se componían en su planta baja - suponiendo que estas comportasen una planta superior, como solía ser en los años 1600 - de dos piezas con una chimenea central. Su fachada frontal de diseño simétrico con la puerta de entrada al medio y una ventana a cada lado (de las ventanas no quedaba ni el menor rastro pero lo deduje de mis nociones de arquitectura colonial).

Pero pronto distinguí que había algo más en aquel sitio. Esparcidos entre los restos de numerosas viviendas coloniales se erguían los restos de edificios en piedra que, sin lugar a la duda, debían ser anteriores a la llegada de Sir Joseph Bannock. A pesar de su antigüedad evidente, éstos habían resistido con mayor eficacia al tiempo, a las intemperies y a la destrucción por mano de los indios, que los ladrillos, la paja y el armazón en madera de roble que constituían antaño las casas coloniales. Entonces me acordé de lo que había oído acerca de la antigua colonia, que había sido edificada sobre los restos de una urbe infinitamente más antigua.

Olvidando momentáneamente el objeto de nuestra misión nos acercamos a unos de los bloques de piedra y nos entregamos a su estudio. Era un bloque tallado en granito que medía 15 pies de largo por 9 de alto y 6 de espesura.

Tenía incrustado en uno de sus lados (lo que debía ser la pared interior de un muro) una sólida placa de caliza sobre la cual hallamos trazas de un bajo relieve que otrora habría representado los misteriosos habitantes de la arcana ciudad. No pudimos aprender gran cosa de ellos, pues las inclemencias del tiempo y del clima, más la furia devastadora de los indios que habían puesto fin a la impía colonia los habían borrado casi por completo. Los bajos relieves llevaban en toda su superficie la marca del incendio que había arrasado con la ciudad y las trazas de impactos violentos. Se notaba que los indios habían querido borrar las impías imágenes grabadas a grandes golpes de tomahawk. Aún así no me di por vencido y me puse a observar cuidadosamente los contornos confusos que sobrevivían aún, y al cabo de un rato comenzaron a insinuarse ante mis ojos las vagas siluetas de seres indescriptibles, que ninguna imaginación humana se hubiese atrevido a concebir.

Lo que creí percibir en aquel antiguo muro no podía compararse con ninguna criatura de ninguna mitología, ni con nada conocido de los zoólogos. Ni siquiera en los trabajos de Cuvier y de Owen he podido hallar algo que se les parezca.

Estábamos muy absortos en la contemplación de las ruinas de piedra cuando un toque de tambores lejanos y una extraña música acapararon nuestra atención. El sonido parecía venir de una zona boscosa y elevada, un poco mas allá de las ruinas de la ciudad, del lado opuesto a aquel por el cual habíamos llegado. Comenzamos a seguir sigilosamente la música de mas en mas nítida y por fin creímos divisar un cierto movimiento en la sima de un promontorio boscoso, encima del cual parecía haber un claro.

Dirigimos nuestros cautelosos pasos en aquella dirección cuando, repentinamente, una serie de alaridos casi inhumano desgarraron el frío atardecer. Olvidando toda prudencia nos precipitamos hacia el lugar de donde provenía el grito y comenzamos a ascender la loma. Una vez en la cúspide nos detuvimos a escasos pasos del amplio claro que ocupaba la sima. El espectáculo que nos esperaba allí era digno del más macabro cuadro de Goya. Superaba en horror a su célebre Aquelarre.

Francisco de Goya, Aquelarre

En medio del claro había una mesa de piedra que debería de andar en los ocho pies de lado por cuatro de alto. Detrás de la misma vimos dos columnas de piedra, altas de dieciocho pies y separadas entre sí por una distancia de diez pies.

Sobre la mesa de piedra, que de altar hacía oficio, yacía el cuerpo de una víctima agonizante, a la cual le habían infligido cortaduras que sería mórbido describir. Pat y yo retuvimos una exclamación de espanto cuando reconocimos en la víctima a George Ripley. ¿Cómo había llegado hasta allí? No era aquello la preocupación del momento.

A un costado del altar estaba Elijah, vestido con extraños atavíos rituales, salmodiando palabras ininteligibles. En su mano tenía el cuchillo con el cual había cometido el imperdonable acto. Debía haber siete u ocho individuos a cada lado del monumento, blancos como negros, sentados en el suelo. Algunos tocaban una indescriptible cacofonía con tambores, flautas de Pan y extraños instrumentos de cuerda. Todos parecían estar en trance y los que no tocaban instrumentos de viento, salmodiaban insoportables sonidos guturales.

Desde un ángulo más o menos alejado de la escena, el extraño individuo de ancho sombrero y rostro cubierto observaba impasible el ceremonial. Las columnas y el sacrificio celebrado ante ellas me trajo en mientes una de las estrofas de la canción que Tobby nos había cantado, grotesca parodia de The Drinking Gourd:

When the sun sets down
on the solstice day
stone piles shall show you the place
where the blood of sacrifices
will arise the undead Old One,
follow the drinking gourd

Recordé con espanto que aquel día era el 21 de diciembre. La tarde tocaba a su fin y constaté que el sol, al ponerse, pasaba por el medio de las dos columnas.

"La magia del ritual de sacrificio solo funciona cuando la tierra y el sol entran en perfecto alineamiento con la estrella donde mora su padre…"

Recién en ese momento terminé de comprender el velado mensaje de Tobby. Las columnas de piedra eran en realidad un reloj astronómico que indicaban el momento preciso en el cual la tierra, el sol y la lejana estrella sin nombre se alineaban. Esta efemérides astronómica no debía suceder más que una vez por siglo.

Pat y yo reaccionamos súbitamente y como por acuerdo tácito, como si supiéramos que no debíamos permitir que el ritual se complete. Presté a Patrick uno de mis Colt-Paterson (su viejo fusil no podía disparar más que un tiro a la vez) y, sin tener en cuenta ni el peligro ni la ventaja numérica de nuestros oponentes, nos lanzamos al ataque.

La rapidez con la cual surgimos de entre los árboles y el trance en el cual se encontraban los oficiantes, nos permitió beneficiarnos plenamente del efecto sorpresa. Jamás en mi vida hice prueba de tanta precisión: mi primer disparo dio de lleno en la cabeza de Elijah y los otros cinco - uno tras de otro - dieron cuenta de otros cinco oficiantes. Patrick de su lado había matado cuatro de ellos.

El resto de los oficiantes huyeron despavoridos hacia los bosques. En cuanto al hombre de rostro oculto, había reaccionado apenas habíamos surgido de la vegetación y emprendido la fuga. Traté de perseguir a los demás oficiantes al interior del bosque disparando con mi fusil a todo lo que veía moverse delante de mí. Estoy seguro de haber matado uno más, por lo menos.

Regresé al claro, me detuve al lado del cuerpo de Elijah y consideré su rostro unos instantes. Algo en sus rasgos me resultaba desagradablemente familiar. De pronto, oí que Pat me llamaba y vi que señalando, con el brazo extendido, algo que parecía encontrarse en los terrenos bajos, al oeste del promontorio donde nos hallábamos.

Miré en la misma dirección y percibí los restos muy degradados y a mitad carbonizados de lo que debería de haber sido antaño la estructura de madera de una gran casa. A poca distancia por detrás de las ruinas vimos un camino que se internaba al interior del bosque, en dirección del pie de la montaña. El camino conservaba aún los restos de lo que debió ser una elegante calzada.

Nuestra curiosidad logró imponerse sobre nuestros deberes y decidimos que aprovecharíamos los últimos rayos de luz para ver a donde llevaba aquella senda. El pobre Ripley ya no se movería más de allí, así que podíamos darle una sepultura cristiana una vez caída la noche. Teníamos nuestras linternas con nosotros.

Los restos carbonizados de una inmensa mansión surgieron majestuosos de entre los árboles, como un siniestro preludio a lo que aún nos quedaba por descubrir. Reconocí, por la disposición de las vigas que quedaban aún en pie, el típico plano en forma de E de las mansiones de la época de Elizabeth I. Frente a nosotros se alzaban las ruinas de la residencia Bannock.

Nos encaminamos sin perder tiempo por la calzada que se internaba en el bosque profundo hasta llegar al pie de la montaña.

Ante nuestros ojos desorbitados apareció la entrada semicircular de una impresionante galería que se internaba en la montaña y que medía unos 30 pies de alto por 40 de ancho. La abertura estaba parcialmente cubierta de vegetación y de rocas desprendidas de la montaña pero, aún así, había suficiente lugar para permitirnos entrar cómodamente.

Encendimos nuestras linternas y nos aventuramos al interior del túnel, como animados por una poderosa fuerza hipnótica. El interior de la galería estaba cubierto con inmensas placas pétreas decoradas de bajo relieves deteriorados e inscripciones pertenecientes a una suerte de escritura desconocida. El tiempo y las sacudidas sísmicas habían debilitado toda la estructura interna y el edificio podía desplomarse en cualquier momento.

El túnel terminaba cien yardas mas allá, en un gran bloque rectangular de piedra que, de toda evidencia, bloqueaba la entrada a una cámara más amplia. Constatamos que la puerta había permanecido sellada durante mucho tiempo, pero los sellos habían sido quebrados recientemente. El bloque se presentaba en posición ligeramente diagonal con respecto a las paredes del túnel, por lo que dedujimos que éste se hallaba apoyado en equilibrio, y que ya habían tratado de empujarlo.

Nos miramos sin pronunciar ninguna palabra y empujamos la monstruosa puerta. Yo creo que si salimos con vida de aquel lugar, fue gracias a la intervención de tres milagros sucesivos. Apenas logramos abrir la cámara secreta, salió de dentro una poderosa ráfaga de aire pestilente que nos tiró al suelo y que casi apaga nuestras linternas.

Fue un verdadero milagro que no hayamos muerto de intoxicación súbita. Pues aquel aire estaba cargado de la pestilencia y la descomposición de carne impura acumulada de varios milenios.

También considero milagroso el hecho de no haber volado por los aires; aquel aire debía tener una tal concentración de gases de descomposición, que la mínima chispa de nuestras linternas, o el mínimo contacto con sus llamas, hubiera podido provocar una explosión capaz de enviar nuestros pedazos hasta el Missouri.

Una vez disipados los efectos del choque, nos incorporamos, avanzamos al interior de la gigantesca cámara que se abría ante nosotros y levantamos nuestras linternas en alto.

Hoy día ya no me cabe la menos duda: fue un providencial instinto de conservación, preciosa reliquia de un lejano pasado animal, lo que nos contuvo de pegar el alarido más espantoso que jamás haya oído un mortal. Ciertamente, fue aquello lo que nos evitó de alertar sobre nuestra presencia a la cosa blanquecina, hinchada e incorrupta que yacía en el centro de aquella bóveda tan espaciosa como una catedral, y que manifestaba signos evidentes de vida.

Salimos precipitadamente de allí y solo una vez afuera dimos rienda suelta a nuestras emociones. Apenas alcanzamos la salida del túnel, pegamos un estridente alarido y salimos huyendo, cada uno en una dirección distinta.

Solo me queda un recuerdo confuso de lo que sucedió durante las horas siguientes. Recuerdo haber corrido toda la noche, con las ramas rasguñando mi rostro y mis miembros. No me pregunten cómo no me perdí en la noche, la cuestión es que antes del alba ya había llegado a nuestro campamento y, animado de un coraje casi suicida, cargué lo máximo que pude con las reservas de pólvora que nos quedaban, y regresé a la maldita ciudad fantasma.

A eso de la media tarde me sorprendí avanzando en el túnel y cuando me encontraba a pocos pasos de la entrada de la bóveda, deposité la carga de pólvora que traía conmigo. Viendo el estado de la galería, había suficiente pólvora para bloquear por lo menos la entrada de la galería. Regresé sobre mis pasos dejando una larga hilera de pólvora detrás de mí y no me detuve hasta que no estuve a unos treinta pasos de la entrada. Encendí la pólvora que había dejado detrás de mí y salí corriendo en dirección de la colina donde el ceremonial había tenido lugar la víspera.

Debo decir que la explosión sobrepasó todas mis expectativas. El arcano mausoleo se hallaba en un estado tal que se desplomó por completo. La onda expansiva de la explosión, sumada a la onda del derrumbe, se expandieron montaña arriba con tanta intensidad que produjo una avalancha de piedras provenientes del campo de bloques más arriba y que sepultó más de la mitad de la ciudad fantasma. En aquel momento yo ya me encontraba a una altura lo suficientemente segura.

Una vez arriba del promontorio di a Ripley la respetable sepultura que le había prometido. Varias semanas después me hallaron delirando y cubierto de harapos a poca distancia del lugar donde comienza el río Tennessee. Una vez más, el ancestral instinto animal me había salvado, evitando que, en mi estado segundo, errase sin rumbo y me perdiera.
Nunca más se supo nada de Patrick Middleton. Mis dos compañeros llegaron sanos y salvos a buen puerto. Charly Southgate, el compañero del desdichado Ripley, también llegó bien. Parece ser que la noche después de aquella en la que nos separamos, habían acampado a unos doscientos pasos de un arroyo. Ripley había ido a buscar agua y nunca regresó.

El misterio del hombre de rostro cubierto jamás fue ni será aclarado. Nunca sabremos quién era ni de dónde venía. En cambio, creo saber quien era realmente Elijah.

Como ya he comentado, había algo en su rostro que me resultaba conocido. Al observar con cuidado sus rasgos comprendí que debía tener una lejana ascendencia europea.

Recién un par de años mas tarde me di cuenta que tenía un cierto parecido con el retrato grabado en la portada del libro que Mr Huntington me mostró. Si, Elijah no era otro que el descendiente directo de Sir Joseph Bannock, cuyo saber prohibido debió haberse trasmitido oralmente, de padre en hijo.

Ahora llego a un momento crucial de mi relato, ya que he de hablar de lo que descubrimos en aquella arcana tumba.

Ya saben todos lo difícil que me resulta describir las criaturas que parecían representar los deteriorados bajo relieves de las ruinas de piedra. Pues bien, lo que yacía en el interior de la bóveda era mil veces peor. Nada en el mundo sabría describirlo. Si tuviera que describirlo con términos del lenguaje humano, o compararlo con cosas que nos son conocidas, diría que era semejante a … ¡No! ¡No! ¡No! ¡Es imposible! ¡He leído todo libro que ha caído entre mis manos, he devorado literalmente la Enciclopedia Británica, he adquirido nociones de lenguas de todos los continentes habitados por el Hombre! ¡Todo esto he hecho, con el único objeto de poder hallar palabras capaces de describir a aquella visión de horror último, mas ha sido en vano!

Hay un autor, oriundo de Virginia, cuyos cuentos macabros conocen un gran éxito en estos momentos. Las visiones que en ellos narra denotan, en gran parte, una inspiración de origen etílico. Pues ni siquiera él, en el colmo de su delirium tremens, podría ver el mínimo bosquejo de lo que yo vi aquel en aquel fatídico 21 de diciembre.

Tal vez algunos lectores habrán ya adivinado que lo que yacía en aquella bóveda era, ni más ni menos, el vástago maldito que reinó durante incontables milenios sobre aquella raza extinta. Sí, el engendro degenerado de una deidad abominable, ajena a nuestro mundo y a las leyes de la materia y de la vida que rigen el universo que nos es conocido.

 

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