LA CIZAÑA
© TYNDALOS
Es Cizaña, Dibujo original de © Tyndalos
Habían transcurrido treinta años y mi regreso no fue, precisamente, triunfal. Me había ganado el desprecio de los míos. Yo era el culpable de su ruina. Y la ruina, para muchos, era definitiva, irreversible, total. Treinta años después, ellos vieron llegar al maldito. Antes, hace tanto tiempo, había sido un ser querido. No el peor. Alguien grato y eficaz. Uno más, un hombre de provecho. Y ahora mis artes ocultas habían sembrado para siempre su declive. Habían plantado la raíz del mal.
Al cabo de treinta años, el camino de acceso se camuflaba por la acción de malas hierbas, espesos matojos y redes inextricables de zarzas, ortigas y espino. El boscaje colindante se había hecho más espeso, implacable su crecimiento contra todo signo de civilización. Los moradores ya habían renunciado a su dignidad. La naturaleza feraz, siempre indómita, extendía sus brazos por todo el monte y comprobé que el aislamiento de la aldea era total. Tenebredo [*], que no hay que confundir con el Tenebredo que está cerca de Villanueva o de Pedroveya, ni guarda relación con ningún Tenebredo que figure en los mapas modernos, éste del que hablo, nunca había sido el centro del mundo, ni tampoco mi pueblo quiso saber de ese orbe exterior que no traía a los aldeanos más que desgracias. Pero ahora el cierre de la aldea a todo lo exterior parecía completo. El propio recuerdo de la existencia de esa localidad se había desvanecido. Había otras aldeas en el contorno, ciertamente. A treinta o cuarenta kilómetros, yendo hacia abajo, subsistían Llovís, Tarandi y alguna otra, pero en esos sitios nadie quería oír hablar de Tenebredo. "Allí no vive nadie", me decían en el chigre [1] de Tarandi. "Los comieron los bichos". Y el hombre que debía ser mi informante se reía muy para dentro, con risa estomacal. Pero yo no comprendía nada.
Hace treinta años habían venido unos señores de Madrid, "foriatos" [2] como les decían en Tenebredo. Y con aparatos y miles de preguntas trastocaron la vida, literalmente bucólica, de mi aldea. La causa de aquella invasión: unas declaraciones que una pobre deficiente había revelado indiscretamente delante de un turista. Marga, que así se llamaba la chica retrasada, era la octava hija de Falo y Juana. Como a sus padres, una deficiencia física y mental había apartado a Marga de esa bienaventuranza que llamamos habitualmente "normalidad". Marga era prima o sobrina de casi todo el mundo en la aldea, excepción hecha de sus propios padres y hermanos. Era un secreto a voces la existencia de una escandalosa consanguinidad, la constante unión sexual entre parientes que se daba en estas alturas, tan lejos del mundo [**]. La familia de Marga era conocida en los montes con el apelativo de "los fatos" [3] pero, realmente, ¿qué diferenciaban a estos pobres infelices de muchos otros moradores de las caserías de Tenebredo? Apenas una cuestión de grado. Los "fatos" poseían rasgos más monstruosos, ojos saltones y una acusada prominencia bucal. Pero estas características abundaban en las demás aldeas de otras montañas colindantes. Lo decisivo es que Marga empezó a contar historias muy raras sobre sus paseos por el bosque. Allí deambulaba esta infeliz, dejada de la mano de Dios, sin remedio para sus taras, ni padres, ni religión, ni escuela. Ella cantaba, lloraba y reía, solita, como hacen los animales salvajes y los indios. Ella sola mantenía coloquios con los árboles, las plantas y las alimañas. Un día se encontró con ese turista. El hombre se había empeñado en alquilar la ruinosa Casa de los Americanos. Esta familia, en otro tiempo acaudalada, había venido no sé si de Cuba o de Caracas. Habían dejada la casa a un sobrino llamado Rufín, que vivía en Oviedo, y nunca quiso saber nada sobre mantener aquel caserón, en otro tiempo, un palacio. Y entonces resultó que ese verano Rufín la había dejado en alquiler al turista "¡Pero si lo van a comer los aguarones! [4] " - decían en la aldea.
Don Matías, el turista, se ponía sus sandalias con calcetines y un imprescindible ridículo sombrerete; cogía el cayado y hacía kilómetros por los alrededores de la Quinta de los Americanos. La gente de la aldea veía cómo sus pantalones de safari hasta la rodilla, y sus piernas blancas, muy blancas y sin pelo, a diario se ensangrentaban con los espinos. Pero don Matías se entusiasmaba con el paisaje. Miraba durante horas a través de sus anteojos, y el flash de la cámara le delataba a leguas de distancia. Y en estas excursiones Matías se encontró con Marga. El foriatu [2] había tenido varias oportunidades para encontrarse con la chica. Pero aquella tarde él la encontró ida, descompuesta. Sabía que ella era rara, pero en ese encuentro tuvo la certeza de estar ante algo fuera de lo común. El rostro simiesco de Marga, habitualmente repulsivo, se encontraba desencajado, con las órbitas oculares a punto de salir de su molde. La respiración agitada hacía que sus enormes senos indujeran ondas espasmódicas por todo el cuerpo. La lengua en que hablaba no era cristiana. Más bien emitía un chasquido incesante de la lengua, similar al de ciertos pueblos beréberes y negros. Tan sólo este era su nuevo vehículo de comunicación.
- Hija, dime, ¿qué te pasa?
Solo al cabo de un largo lapso de tiempo, ella pareció serenarse. En el bosque reinaba ahora el silencio. Todas las criaturas parecían escuchar.
- Son malos... Vienen aquí... Al principio eran amigos de Marga. Ya no los quiero.
- ¿Quiénes? - Interpelaba don Matías - Dime ¿cómo eran?
Y la chica miraba sin ver nada hacia la espesura. Se diría que uno de ellos haría su aparición entre los helechos.
- Llevan luces. Son malos. La luz hace daño a Marga. Quieren llevarme. Y también a los hermaninos.
Marga "cuidaba" a menudo de dos niños pequeños, que a menudo le acompañaban al bosque en sus vagabundeos.
Matías acompañó a la chica hasta su casa. Bajo el hórreo, Falo, ya un poco viejo y alcoholizado, le mostró su saludo acostumbrado.
- ¡Hola-oh, Hola-oh, Hola-oh!
Y el turista comprendió que sería inútil hacerse entender con aquella familia de retrasados. No le cupo ninguna duda de que Marga, una muchacha sin imaginación, había tenido un encuentro fuera de lo ordinario. Todo el verano le dio vueltas a la cabeza.
A partir de ese día, Matías no le quitó ojo a la chica, y en general a toda la familia, que parecían unidos por vínculos que iban más allá de lo físico, y, por supuesto, de lo intelectual. El turista empezó a dormir mal. Meditaba por todo lo que acontecía en la aldea. Las vacaciones en Asturias se le estaban ya haciendo muy largas pues las noches en vela eran intervalos penosos de silencio que se sumaban a los ya de por sí solitarios paseos por el bosque. La casa de Don Rufín, fría incluso en verano, era un triste monumento a la desidia y al afán cobarde del morirse lento, sin mediar derrumbes definitivos ni suicidios repentinos. Había días de agosto en que no cesaba de llover, y la fina niebla iba cobrando propia vida, como un semoviente del tamaño de un monte, arrastrando su blanca cola. Entonces los huesos de hombre de secano se hacían los quejumbrosos, y la atascada chimenea debía suplir el poco calor que aquel verano triste no daba.
Y Matías, arrebujado en su bata, miraba hacia el jardín de su arrendada casa de indianos. Nadie se había presentado a limpiarlo, ni por todo el oro del mundo. Los de Tenebredo jamás habrían aceptado cobrar por trabajar para otro. Y era tétrico divisar las sombras de aquellas palmeras gigantes, cubiertas de zarzas y una rara hiedra casi hasta la mitad de su altísimo tronco. Inquietaba el mero hecho de pensar qué especies de aves nocturnas emitían aquellos cantos fúnebres cada noche. "Son las curuxas [5], que hay por miles en el monte" - me había informado Falo en cierta ocasión. "Las de aquí son enormes y antiguamente se llevaban a los niños". Matías miraba con sarcasmo su vida anterior. Se había pasado la juventud temiendo que le pidieran dinero en el metro de Madrid, o le asaltaran en su propio garaje. Jamás le había sucedido nada, pero aquí, en esta supuesta tranquilidad rural, se pasaba la noche en vela por miedo a no sabía qué clase de seres. Y sin cesar pensaba en el "ellos" de Marga. ¿A qué se refería? ¿Acaso podrían, estos habitantes retrasados pero tan compenetrados con su ambiente, percibir entidades que a él se le escapaban? Pero no era del todo exacto: a Matías no se le escapaba que la Quinta de los Americanos sufría de un mal generalizado, tanto como la propia aldea en la que se encuadraba.
Allá lejos todavía se distinguían algunas lucecitas, con niebla y todo. Los "fatos" estarían cenando, y quizá más allá, otros vecinos, aún más herméticos en el trato. Tras un baño y un bocadillo, Matías se volvió a asomar a su balconada favorita: las luces de toda la aldea ya se habían apagado y Matías sólo percibía el viento que agitaba toda clase de ramas y la fina lluvia en ráfagas que iban arañando el cristal.
Y poco a poco les sintió.
Sí, ellos estaban cerca.Con el corazón en la garganta, corrió escaleras abajo hacia la puerta principal. Su único afán: asegurarse de haber cerrado el portal con el doble cerrojo. A Dios gracias, esta noche se había acordado. Pero no todo estaba bien asegurado. Por detrás, la cocina poseía su puerta de servicio. Atravesó el enorme vestíbulo, e irrumpió en la enorme cocina oscura, cuya cocina de carbón aún ofrecía su escasa amistad a la estancia. La puerta de servicio era de cristal, mucho más endeble que la delantera. ¡Y el pestillo sin echar! Ellos podrían haber entrado en ese tiempo. Matías tomó cuchillos del cajón de los cubiertos, echó el pestillo y arrinconó un pesado armario alacena contra esa maldita puerta. Pero las luces ya habían entrado. Las luces y las voces [***]. Fugazmente las sintió atravesar el umbral del cuarto de enfrente, otro negro trastero. No se comprendía nada de cuanto ellos decían. Desde luego, algún medio interpuesto deformaba sus cualidades acústicas. Estaban y no estaban en el Caserón de Indianos. Puede que sólo se rieran. Es posible que tan sólo se mofaran de la absurda y solitaria condición de Matías.
Armado de valor, las persiguió por toda la enorme casa. Cadavérica, húmeda y negra, la casa le era en aquel momento una criatura enteramente hostil, un ser que se negaba a acoger a un humano extraño por completo a todas aquellas formas de vida consciente que, desde siempre, habían morado por allí. Entonces, las luces se desperdigaron. Y tras un revoloteo por doquier, cayeron repentinamente sobre él, en formación de ataque. Una vez. Y otra. Y otra más. Al pasar junto a su cara, un gélido aliento a muerte y distancia le hizo gritar. Las luces absorbían espacio a su paso volador. Las sombras de las lámparas, las colgaduras y los muebles, todo objeto fantasmalmente iluminado por ellas quería retirarse, huir de ellos, de una presencia que no debiera pertenecer a este mundo y que daba muerte incluso a los objetos inertes y a las cosas que nunca tendrán vida.
Encerrado en su propio castillo, el turista lazó cuchilladas al aire. Vociferó como los poseídos de Satán. Derribó muebles y lanzó jarrones al aire, pero de nada servían esos actos desesperados contra ellos, las luces y las voces que, procedentes del bosque, habían irrumpido en el caserón. Cuando al fin el pobre hombre logró abrir los pestillos que él mismo había afianzado, sus voces resonaron por el inmenso jardín, con gran mella y susto entre las alimañas que por allí dormitaban o cazaban. Atravesó el sendero y pasó junto a la gran panera de madera achacosa y enemiga de las líneas rectas. Y las luces ya le estaban aguardando allá arriba, como apoyadas en la baranda del corredor. Matías enloquecía por momentos. Con furia y sin cesar de gritar, descolgó un apolillado apero de labranza, y zarandeó a las luces sólo para percibir aún más de cerca el fétido aliento a muerte, lejanía y no-ser que despedían desde sus entrañas. Y a sus oídos llegaron los coros de risas y de almas en pena, gemidos inhumanos que harían quebrar para siempre a las ansias de vivir. También se fijó en el contenido que las luces y las voces ofrecían a sus pupilas. Los más espantosos monstruos y maldiciones encarnadas, las más blasfemas alucinaciones que puedan destrozar para siempre los cerebros racionales, eso fue lo que Matías vio dentro de sus esferas de luz.
Cuando llegó a la verja, el turista ya se había vuelto loco. A mitad de su carrera por la caleya [6] Matías había perdido todo instinto de supervivencia y se dejó vencer. Llamaba a las luces con raros cánticos y súplicas en lenguas que jamás había oído, como dicen que los apóstoles hicieron. Y así, en aquel frenesí en el que un humano pierde su condición, y comienza a volverse abyecto, llegó hasta casa de los "fatos", y cuanto se encontró no hizo más que agravar su estado de demencia irreversible. Pues allí le aguardaba toda la familia, en la corrada que había delante de casa, empuñando teas encendidas, despojados de sus vestimentas y acentuados sus grotescos rasgos con pinturas en la piel, simulando el aspecto de horrendos sátiros. Y en el momento en que un resquicio inconsciente de la perdida humanidad de Matías les imploraba ayuda, piedad o protección, Marga se le acercó obscenamente. Con una insoportable emulación de los encantos femeninos, ella se fundió con el forastero en un febril acto erótico mientras las luces revoloteaban por encima de sus cuerpos y convocaban con sus chillidos a toda la vecindad. Docenas de figuras deformadas accedían a la corrada de los "fatos", venidas de la aldea o de las profundidades del bosque. Se congregaban mudos o con extraños gritos sincopados y febriles. Eran felices al poder disfrutar de aquel festival de fanerogamia. Su estirpe no moriría. Pronto serían más.
Esto es lo que se pudo sonsacar al paciente, varias semanas más tarde en el Hospital Psiquiátrico de Madrid. Los médicos aún no pueden discernir el delirio de los elementos reales de su relato. Para mayor dificultad, Matías entró poco después en un estado catatónico profundo que le impide toda comunicación con el prójimo. Algún residente del sanatorio debió irse de la lengua, y entonces fue cuando Tenebredo se llenó de estúpidos gacetilleros que no sabían en absoluto lo que buscaban. Los rumores y las noticias sensacionalistas de la prensa fueron en aumento. Al principio sólo habían subido a la aldea unos cuantos guardias civiles y un inspector, que acosó a todos los aldeanos con sus preguntas, no hallando nada anómalo en ellos, salvo la decadencia biológica y mental de sus moradores, "incapaces de dañar a nadie", como ratificó el policía en el juicio. Pero al afluir tantos periodistas, fotógrafos, ocultistas de tres al cuarto y curiosos en número creciente, los aldeanos se encerraron en sus casas a cal y canto y se sumergieron en el mutismo más total. La Sociedad Metafísica acudió a Tenebredo con un furgón, tres tipos de bata blanca y un sinfín de cachivaches. Los "medidores de energías" y las cámaras de "ultraimagen", y otros artilugios fueron encontrados rotos de forma violenta una noche de invierno. Se habían instalado en la Quinta de los Indianos, de forma ilegal, sin permiso alguno de Don Rufín. Los rumores en los círculos de la parapsicología y la teosofía experimental se incrementaron aún más, pero poco a poco todo el mundo se fue olvidando de aquella aldea perdida en el espacio y el tiempo. Para fortuna de todos, estos temas del ocultismo fueron perdiendo su atractivo entre la gente vulgar, y el país entró de lleno en nuevas décadas de pragmatismo y una mediocre pero constante preocupación por el mundo material.
Nadie, en todo el mundo civilizado, sospecha de mí ni de mis malas artes. Puedo vivir tranquilo pues el pobre Matías ya apenas es un ser vivo, un vegetal atendido por los médicos. La policía no pierde su tiempo en "fenómenos ocultos", y aquellos periodistas y pseudocientíficos hoy han pasado a cultivar otras actividades más lucrativas. Casi todos ellos eran gentes sin seso, y Tenebredo apenas es hoy un leve recuerdo en sus mentes o una rápida mención en ciertos programas radiofónicos de madrugada. Pero los aldeanos me recuerdan a mí. ¡Vaya si me recuerdan!
Casi era un niño cuando salí de mi aldea. Entonces Tenebredo era un delicioso rincón de Asturias, poblada por gente muy sana y honrada a carta cabal. La abundancia de leche vacuna y los ricos pastos eran las claves de una vida digna, aunque sin lujos. Los bosques conservaban toda su pureza, y todos, animales, vegetales y hombres vivíamos en una santa amistad, complementándonos a diario, haciendo del mundo un verdadero sacramento. Pero salí del paraíso, y en cierta universidad una horrible serpiente, un maestro del ocultismo amparado tras sus oropeles académicos, me mordió en mi ingenuo cuello. Y el mal que me transmitiera, el conocimiento de las verdaderas artes ocultas, fui transmitiéndolo a todos los míos. Empecé por mi familia, a quienes antaño amaba. Luego, no tardé en inocular mi maldad a los vecinos y a los amigos. En unos pocos años la aldea toda y sus alrededores fue postrándose ante la diabólica verdad que yo iba expandiendo en mis veraneos como estudiante. Yo les enseñé a ser incestuosos y degenerados. Yo reintroduje los más viejos cultos a las serpientes de la profundidad. Yo les mostré que se podrían criar nidadas ingentes de luces y voces en el interior de húmedas cuevas y en los corazones impenetrables de los bosques. Ahora soy viejo, y ellos esperan su venganza. Ahí delante tengo a Marga, insinuante, ya muy vieja y horrenda. Falo y Juana, que parecen inmortales, arrastran su hambre o su lascivia. Y una veintena de ellos más bajan, escoltados por sus luces, por todas las caleyas. Me quieren a mí, un anciano que les ha hecho tanto mal, pero un anciano...al fin y al cabo... ¡Esperad! ¡Dejadme! ¡No!
NOTAS DEL AUTOR
GLOSAS ENRIQUEÑAS
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2004