El boleto negro
© Harley Warren
Entes © Harley Warren
La agobiante tarde de la capital caía sobre mí con una húmeda corriente fétida mezcla del humo de los vehículos y la peste emergente de la masa de transeúntes fluyendo por las calles de la ciudad en sendas direcciones. Era yo un extraño en aquella urbe, hacía poco que había iniciado mis viajes semanales por motivos de trabajo y aún no me acostumbraba a los caóticos tiempos de la ciudad insomne. ¡Qué bizarro y repulsivo encontraba ese mundo de grises fachadas y torres ciclópeas, recreando un horizonte surgido de una mente enferma! El solo hecho de recorrer sus calles atestadas provocaba en mi interior una aversión próxima a la náusea. Añoraba mi tierra natal, tan lejana en la memoria, aunque sólo se encontrara a un par de horas de viaje en subterráneo y ferrocarril, la distancia formaba un manto de tinieblas en los recuerdos de la infancia.
Desde pequeño siempre disfruté recorriendo sus angostas callejuelas, el aroma de la hierba fresca, la humedad del rocío, cada fragmento de mi existencia estaba ligado a este entorno. Las pequeñas casas con cercas de madera abrazando espesos jardines repletos de flores aromáticas, arbustos de bayas ornamentales y todo tipo de árboles, desde las cortinas vivientes de los sauces llorones hasta la perfumada belleza del aromo, un paseo por las calles de La Ciudad de los Jardines representaba un increíble gozo bucólico para mi ser. Había transcurrido gran parte de mi infancia y adolescencia en recorrer esas intrincadas y laberínticas calles, que según escuché de mi ahora difunta madre, habían sido diseñadas según los parámetros de una otrora floreciente urbe alemana.
Mi madre me enseñó el valor de la belleza, así como también me dio la capacidad para apreciarla. Ella era una dama admirable, de una estirpe ya desaparecida, sus valores distaban harto de los convencionalismos sociales de nuestra era. Fue una mujer muy hermosa, pero siempre despreció los intentos de acercamiento por parte de cualquier individuo, nunca tuvo el menor interés en socializar con aquellos extranjeros a nuestra reducida familia.
Jamás conocí a mi padre; recuerdo haber preguntado por él cuando niño; sólo obtuve una mirada vacía por respuesta y una expresión de dolor. No volví a mencionar el tema en el tiempo que compartí la vida con ella. Tal vez fuera por ese motivo, por su dolor, por el que mi madre nunca sonriera; sus labios siempre mantenían una línea vertical carente de emoción, aunque sus ojos reflejaran intensa tristeza.
Mi infancia fue solitaria, nunca me relacioné con niños de mi edad, prefería la compañía de mi madre y los libros que se amontonaban en los cuartos de la antigua casona que habitábamos. La única compañía que compartía fuera de esas paredes era la presencia de la ciudad, casi como un ente consciente sentía su presencia junto a mí, tranquilizadora y familiar siempre junto a mí.
En la antigua casona solo habitábamos mi madre y yo, y poco más tarde quedé solo. Pero la soledad nunca tocó mi alma ya que siempre tuve la presencia de la ciudad a mí alrededor, su belleza me mantenía en pie y nutría mi interior.
Fue mi madre quien me presentó La Ciudad de los Jardines; de su mano recorrí rincones y plazas que luego fueran parte integral de mi vida e identidad. A través de sus ojos aprendí como elevar el velo que cubre la vista del ser humano a las maravillas que encierran los misterios de la naturaleza.
Ya que la mayor parte de sus habitantes atravesaran los mismos bulevares sin experimentar esa increíble hermosura, llegué a la temprana conclusión de que una clase diferente de ceguera afligía al ser humano, mientras que también, impedía experimentar el horror de la pestilente urbe. No podría existir otra explicación a la proliferante comunidad que se gestaba en su seno.
Me encontraba sumido en mis pensamientos y nostalgias, en el ensueño de la memoria al descubrir que en el recortado espacio entre las torres, el cielo obscurecido se tornaba amatista y purpúreo. En ese instante, cuando el disco rojizo comenzó a menguar, entre las monolíticas construcciones, supe que era tiempo de regresar. Mas el alivio de mi añorado destino fue opacado por una realidad más inmediata, la abismal imagen que se plasmaba frente a mí en una invitación de imposible renuencia. Pensar en la profundidad de mi destino, en aquel agujero de gusano, me ponía la piel de gallina. Como una gran herida abierta, una profunda estocada imposible de cerrar, aquellos abismos terrestres se abrían en el mundo de la urbe infecta. Muchas veces había realizado ese viaje, mas nunca lo había considerado más que una estricta necesidad; si hubiera tenido otra elección no creo que hubiera descendido a esos infiernos de humana factura, o tal vez era el destino el que ligaba mi camino a sus galerías.
El pozo del subterráneo semejaba la boca de un inmenso hormiguero de donde los trabajadores insectos brotaban y eran tragados en un festín de bizarra coreografía. Pronto me vi incluído en aquella danza de pasos arrítmicos y brazadas hostiles que fluían, por debajo de la metrópoli hacia el interior de la tierra. Los borbotones de calcinante viento, que surgían de la caverna, detenían mi avance; pero la inercia de aquellos cuerpos me obligaba a continuar. Era una experiencia horrible; aunque ya no me parecía en extremo desagradable, la noción de acostumbrarme a un aspecto de esa rutina moderna, de formar parte de la maquinaria de esa urbe como un engrasado engranaje más me mantenía despierto por las noches; debía aprovechar cada instante que La Ciudad de los Jardines me brindara su apoyo.
Al caer en el fondo del túnel me sentí descolocado en el estrecho recinto de la estación. Cada ser que penetraba en su interior parecía estar dotado de un propósito inherente, que lo guiaba a través de las entrañas de la ciudad. Estaba perdido en un mundo extraño, ajeno a mi naturaleza, y mientras avanzaba sobre las grises y ásperas losas, una sensación comenzó a apoderarse de mi ser. Más allá, al otro lado de la estancia una fuerza desconocida se erguía sobre mí alma como una sombra mortuoria acechando para devorarla. Me sentía entumecido, todo mi cuerpo estaba paralizado, pero debía moverme, el solo hecho de permanecer otro segundo en ese espacio desconocido hizo brotar en mí nuevas fuerzas que me permitieron avanzar.
Fuera del sopor que me invadía me dirigí al cubículo de la boletería donde los seres autómatas que habitaban la ciudad se formaban en línea esperando ser atendidos por un hombre de apariencia siniestra y repulsiva.
Aunque ya había viajado varias veces en esa misma estación, no lograba recordar su rostro y este era imposible de olvidar. Era pálido, como es de esperar de una criatura que habita el reino subterráneo y sus rasgos angulosos le daban la apariencia de una criatura ajena a este tiempo, o tal vez a este mundo. Su mirada congelaba mi espíritu, la sentía llegar hasta mí, atravesando carne y hueso, no podía ocultarme de su presencia. Al llegar mi turno me dirigió una mirada despectiva, como si pudiera ver a través de mí y de la fachada tranquila que intentaba demostrar. Traté de mantener la calma pero me descubrí temblando frente a él. Al verlo a los ojos, al cruzar nuestras miradas, fue donde perdí momentáneamente la cordura, había en ellos un brillo inexplicable, un refulgir como el fuego, llamas vivientes brotaban de esos ojos. Estaba aterrado por ese personaje burlesco que se limitaba a observarme con una sonrisa fría, desde el estrecho cubículo, detrás de la lámina de vidrio que lo mantenía contenido. Por más que lo intentaba, no podía alejar la vista de sus ojos, el fuego crecía en su mirada, parecía alimentarse del horror que provocaba en mí. Finalmente en un gesto de cansancio fingido cubrí mi rostro con la mano izquierda y apartando la vista de su rostro marmóreo, alcance a soltar las opacas monedas que mantenía firmemente aferradas en el puño, tomé el boleto que el horrible hombre me tendía y pude alejarme de él. El alivio me invadió al apartarme de la fila y al acercarme al molinete; aunque sin saberlo entonces mi pesadilla acababa de comenzar.
Debe haber sido una acción completamente automática, el hecho de insertar el boleto, luego tomarlo por la ranura superior de la maquinaria. Una acción ordinaria repetida hasta el hartazgo. Hasta ese momento no lo había notado, pero siempre me tomaba un instante en realizar esa tarea, era una anticipación al viaje que estaba por realizar, un respiro antes del tormento que representaba para mí aquella pesadilla claustrofóbica de metales retorcidos atestados del rebaño humano. Esa vez fue diferente, la acción fue instantánea a tal punto que no tengo recuerdos de la misma. Esto suele suceder al interiorizar una acción, al repetirla tantas veces que forma parte de nuestra programación personal, de nuestro ser. La sola noción de esa idea me aterraba, no quería que esa situación se perpetuara en mí, que ninguna parte de esta experiencia impregnara mi personalidad, solamente esperaba que mi condición económica mejorara para poder volver a la tranquilidad de mi suburbio natal y dejar atrás la horrible capital infecta de un ambiente gris y muerto, que el viaje terminara para volver a la plácida rutina de casas de ladrillo rojo y techos de tejado a dos aguas, de sauces llorones y brisas frescas, de tardes y ocasos rojos y amatistas en las plazas de La Ciudad de los Jardines.
Más allá de los brazos giratorios que sellaron mi suerte, aquella sensación que tanto había perturbado mi semblante creció, la sombra expandía sus tentáculos de penumbra sobre mi cordura y comenzaba a agrietarla.
Los hechos que siguieron esa cadena de pensamientos fueron aun más confusos. Una fuerza externa me manipulaba como una marioneta forzándome a avanzar. Sentía las piernas derretirse como mantequilla caliente, fluía a través de los escalones descendientes como una cascada, mi cuerpo respondía a una programación por completo ajena a mi conducta normal. Al llegar al fondo de aquel tramo subterráneo un respiro de aire me sobresaltó. Las leyes de la lógica humana comenzaban a resquebrajarse en el interior del túnel, ya que mientras el pavimento aún se calcinaba con los últimos rayos del abrasador sol estival, el aire del túnel escarchaba la humedad de las paredes. Un vaho frío se extendía en mi interior, el aire helado me congelaba las entrañas. El aspecto general de la estación también había cambiado, la luz se había vuelto azulada incrementando la gélida sensación glacial y un hedor pútrido dominaba el ambiente. Primero creí que alguna cañería de desagüe habría estallado, o tal vez sería producto de un nuevo sistema de refrigeración; pero mis pensamientos pronto se alejaron de cualquier explicación racional para los sucesos que se desarrollaron esa tarde, mi mente se enfocaba en mi destino y en salir de la pútrida urbe de construcciones monolíticas.
Llegó de improviso, sin un sonido o señal que advirtiera su presencia, desde mi perspectiva fue como si siempre hubiera estado allí, esperándome. El vagón del subterráneo aguardaba, sus puertas abiertas en una invitación que no pude rechazar. Como si las dimensiones se torcieran caí hacia su interior. La misma fuerza que me arrastró hacía el gélido recinto me había jalado al interior del coche. Antes de que pudiera reaccionar el tren comenzó a murmurar al mismo tiempo que las puertas se cerraban tras de mí en una sacudida estentórea.
El movimiento fue casi instantáneo, no estaba seguro de la velocidad que adquiría el tren, ya que la oscuridad devoró por completo la poca perspectiva de movimiento que pudiera tener a través de las pequeñas ventanillas del coche, pero sentía una gran fuerza en mi cuerpo creciendo exponencialmente. No lo noté al principio, luego fue demasiado tarde, en el interior pude ver claramente que el carro del subterráneo no se correspondía con ninguna de las líneas ferroviarias que recorrían la ciudad capital, aunque tenía una ligera similitud con los anticuados carros de la línea A, solo que su madera era incluso más oscura que el ébano. Estaba recubierto de un tipo de marquetería como nunca antes había visto. Los diseños en sus molduras reflejaban un extenso conocimiento de la geometría fractal, las curvas y ángulos que surgían de la madera creaban complicados patrones arquetípicos que escapaban a mi comprensión; estos eran visibles, aún en la penumbra del vagón por cierta fluorescencia innata del material. En una hilera cruzando el medio del techo caían suspendidas unas tulipas de vidrio iridiscente con forma de gota, que aun siendo numerosas no iluminaban correctamente el espacio interior, solo creaban una atmósfera aún más ominosa con su luz tornasolada y apagada que parecía ser devorada por completo por la negra madera de las paredes. El aire en ese vagón era aún más frío, ahora creo que era el origen de la gélida atmósfera que reinaba en el andén de la estación. No podía detectar ningún otro pasajero, aunque el movimiento de las sombras daba la sensación de varias presencias ocultas.
Luego de una inspección visual pude comprobar que todas las estructuras en el interior de aquel tren de pesadilla parecían estar formadas por la misma madera oscura que había observado en las paredes. Al comienzo creí, era algún tipo de madera laqueada al estilo de la laca japonesa, en mis recuerdos era lo que, en apariencia, se acercaba más al aspecto del material. Pero esa madera era opaca carecía de brillo aunque parecía emanar cierta luz propia de un espectro ajeno a la luz visible común a este mundo. Tampoco tenía ningún tipo de veta, aunque juraría que de soslayo pude ver una silueta dibujarse en la pared, algo como un rostro de líneas onduladas, aunque sus proporciones no se comparaban a los cánones conocidos.
El aire era pesado, como un fluído, el solo hecho de mantenerse en pie en aquel espacio anormal resultaba extenuante, pero la alternativa tenía implicaciones que no podía contemplar. Las bancas del tren se continuaban con las paredes en el mismo material, al acercar la palma a su superficie mi corazón pego un salto de terror, su tacto no era en nada similar a la madera, más bien, me recordó el repugnante toque de la correosa piel de un anfibio. Húmeda y resbalosa, mi mano atravesó su superficie gelatinosa dejándola fría y rígida con una sensación hormigueante, como un miembro dormido. Decidí mantenerme en pie hasta que el tren se detuviera, no pensé que el viaje se demorara mucho, pero este se sentía extenderse en el tiempo de una forma que mis palabras no pueden contemplar. Cada segundo la pesadez del ambiente se incrementaba y el aire se enrarecía nublando mis sentidos al punto que creí desfallecer.
Una sola imagen mantenía mi mente alerta, pendiente de los hechos que se sucedían a mi alrededor. Era el rostro de aquel hombre, el empleado de la estación. No podía borrar de mi mente aquella mirada fatal que, ahora sabía, plantó la semilla de la perdición en mi destino. Había algo en su expresión más allá de la simple burla que captara en aquel instante, ahora comprendía el significado oculto de su semblante. Este era el destino que había sido escrito para mí, sellado por mi inusual visión de un mundo que jamás debió ser descubierto por ojos humanos.
Mi mente ya no soportaba la tensión a que se veía expuesta en el sobrenatural recinto, como pude pensar en algún momento que aquel vehículo me llevaría al mundo conocido solo lo puedo justificar como la única esperanza de mi desesperada mente. Sin duda el sitio al que se abrieran esas puertas sólo tendría paralelo con los lugares que había conocido a través de las páginas de mis libros. La oscuridad se cerraba sobre mi mente, el esfuerzo de mantener la conciencia era demasiado para mí. Mis parpados se fueron venciendo y lentamente perdí el conocimiento.
Entes en negativo © Harley WarrenAl despertar me encontraba en un lugar que jamás había visto, pero aún así resultaba extrañamente familiar, producía nostalgia en mi interior. El lugar parecía una caverna de paredes lisas pero de estructura obviamente natural, aunque la fluorescencia de sus paredes le brindara la apariencia de un gigantesco tubo de neón. Si bien las paredes se veían a corta distancia era incapaz de alcanzarlas, estas rechazaban mi contacto alejándose indefinidamente de forma inmediata.
Me encontraba perdido, mi cuerpo y mente se sumían en un mundo absurdo de fuerzas extrañas, de fenómenos que no comprendía, y más allá de todo escuchaba la voz de mi madre; reconfortante, acogedora como un mar de suave algodón recibiendo mi dolor, mitigándolo.
"Siempre estaré contigo"
Fueron sus últimas palabras y no pasa un día en que no escuche su voz, fuerte y clara repitiéndolas en mi oído como hiciera en su lecho de muerte.
El dolor recorría todo mi cuerpo, como ligeras punzadas de incontables agujas que se clavaran simultáneamente en cada rincón de mi piel. No tenía noción del tiempo transcurrido desde que perdiera el conocimiento. Rápidamente repuse mi compostura y decidí atravesar aquella prueba. A través del túnel, el que me resultó menos prolongado de lo que a simple vista había deducido, desemboque en un gran valle abierto al cielo nocturno que ya iluminaba el mundo con su tétrica luz estelar. Al instante mis pasos se volvieron titubeantes ante el camino que se perfilaba frente a mis ojos. A apenas unos pasos de donde me encontraba unas grandes rocas comenzaban a elevarse hacia la oscura inmensidad; adquiriendo al mismo tiempo su frialdad y su negrura. Junto a mí la primera de esas rocas parecía un guijarro, como los que solía arrojar a la antigua fuente que se alzaba en el parque tras mi hogar. Cada centímetro en que me adentraba en el mundo onírico nuevas sensaciones como esa rodeaban mis sentidos intoxicándome con una dulce nostalgia. Al adentrarme entre las monolíticas rocas debí armarme de mucho coraje y cuidado; detrás de cada dolmen se encontraban restos de pesadillas ocultas acechando entre sombras de su propia sustancia. Brazos de insustancial materia; transparentes como el aire pero aun así dotados de características que despertaban sentidos, dormidos en mí hasta entonces. Extrañas formas tentaculares que succionaban el aire exhalado por mis pulmones. Sombras maquiavélicas y chillonas inundando la atmósfera con agudos gritos de murciélago. Con cada paso mi ansia se incrementaba; la abominación producida por el cementerio de negras lápidas ciclópeas solo era superada por la expectativa que crecía exponencialmente.
Luego de avanzar lo que creí horas por esos pasajes; cada vez mas cerrados, que se formaban a través de los monolitos, accedí al centro de la infernal ciudadela. Una enorme plaza se abría allí rodeada por una impresionante muralla que formaban las piedras al fusionarse; dejando solo unas rendijas para acceder a modo de entradas. En el centro mismo de todo aquel caos se elevaba el mayor de los dólmenes; una pieza única de altura incalculable que fusionaba su cima con la bóveda celeste. Allí, de pie observándome con la misma mirada ardiente se hallaba el hombre de la estación.
Los ojos del ser eran faros en la penumbra de aquel paraje. Brillaban a lo lejos con la cualidad de las eternas llamas del averno. Su cuerpo lánguido caía suspendido contra la monstruosa mole negra, en ese momento creí, y ahora se, que eran sus ojos los que lo mantenían a flote en ese mundo de penumbras. El cuerpo ondeaba como un sucio trapo al viento mientras sus ojos permanecían fijos en los míos. Trate de acercarme; si había alguna respuesta al demencial viaje que emprendiera esa tarde, ésta estaba encerrada en su ser, mas no pude avanzar ni siquiera unos metros cuando mi anfitrión comenzó un proceso que aún ahora me es difícil el describir.
Al ver mi movimiento como si entendiera de antemano mis intenciones esbozó una sonrisa, abriendo sus fauces de pesadilla que pronto alcanzaron la figura de una enorme hipérbola; cubriendo y devorando ambos ojos, las llamas formaron parte de su sonrisa. Toda su cabeza pronto no fue más que una enorme fogata en forma de una gran luna gibosa. El horror me paralizaba los miembros, no podía retroceder ni apartar de mí la monstruosa imagen con las manos; ya que el boletero comenzaba a acercarse. Su cuerpo como una efigie iluminada inicio una transformación digna de una deidad abominable. Su cuerpo consumido por la antorcha reducía su masa gastando el combustible que la alimentaba; al tiempo que una densa ceniza comenzaba a crear formas tentaculares a su alrededor, como una enorme cabellera de medusa. A su vez las formas serpenteantes continuaron con el acto de autofagia devorándose constantemente al tiempo que nuevos apéndices, más sólidos que los anteriores, tomaban su lugar para ser devorados a su vez. El horror de este espectáculo sobrepasaba su fascinación. La cosa se consumía rápidamente y pronto se vio reducida a un puñado de cenizas flameantes; más aún su clara dirección estaba marcada con el fuego de su esencia, tras una fracción de segundo que pareció una eternidad pude ver como se estrellaba contra mi rostro y consumía su materia para alimentar el fuego de su ser.
No hubo un desmayo, ni siquiera un lapso de inconciencia; inmediatamente pude sentir la abominable visión que había sido brindada a mí a través de la llama. Al incorporarme después del sobresalto mi cuerpo se elevó de forma casi antinatural como si solo mi voluntad fuera necesaria para ello.
Pude ver más allá del monolito y su completa negrura los oscuros mundos que se hallaban ligados a éste, inmensidades ignotas pobladas por alimañas descarnadas; universos de carne pútrida y aún así viviente, pulsante. Ese instante en que me hallé conectado a la infernal lápida que coronaba ese mundo de horrores infinitos, mi conciencia fue arrastrada a cientos de orbes de dolor y caos en torrente imposible de asimilar para una mente humana.
Mientras me encontraba encerrado en estas visiones pude sentir otra presencia más allá de las formas protoplasmitas que pululaban en derredor; esta presencia había estado siempre allí observándome en silencio e inmovilidad absolutos, pero ahora que la portentosa presencia del anfitrión se había consumido podía sentirla tan fuertemente como los latidos de mi corazón. Su esencia me era tan familiar como el delicado perfume de La Ciudad de los Jardines. Allí, frente a la inmensa torre oscura se encontraba mi madre.
El tiempo y la muerte no habían mellado su apariencia; el rostro pálido, marmóreo, limpio y coronado por la larga cabellera negra azabache que rivalizaba con la oscuridad de la nada. Su mirada fría posada sobre mí, sus labios delgados como líneas en el eterno rictus de mis memorias. Quise correr hacia ella, y separarla de la necrópolis. Quería que juntos volviéramos a la ciudad que antaño habíamos amado, el reino de la belleza que llamábamos hogar."Este es mi hogar y también el tuyo, hijo"
Las palabras brotaron de sus labios formando llamas en el aire nocturno, al tiempo que su boca formara la primera risa que había visto estamparse en su rostro; la misma sonrisa que minutos antes devorara al boletero comenzaba a extenderse sobre la efigie mi madre.
No sé a ciencia cierta que sucedió tras mi último encuentro con quien fuera mi madre. La imagen debió ser demasiado para mi mente ya enferma por los espectros que la inundaran esa noche. Pronto me encontré deambulando por infinidad de túneles ignotos; atravesé cámara tras cámara hasta encontrar el camino que me condujera fuera del hormiguero. Pase el resto de la noche oculto, esperando la apertura de las rejas que me liberaran de esa prisión de horrores arcanos.
Quisiera creer que todo fue un sueño, que jamás ocurrió ninguno de estos eventos que he relatado a través de las últimas páginas, pero la póstuma imagen de mi madre aún acecha en mis pesadillas; a través de cada recoveco, detrás de cada rincón, su rostro ya no es el mismo, las llamas lo recorren desfigurándolo, retorciéndolo en un rictus de alegría agónica. Y detrás de su rostro puedo ver el del boletero, sus ojos son aún llamas de maldad aún más brillantes y corrosivas que el resto de la flamígera efigie. Pero las llamas se apartan y ahora es mi fisonomía la que observo envuelta en una mirada sardónica, mis labios se apartan esbozando palabras que se dibujan en el éter con sanguinolentas líneas:
"Regresa, regresa, regresa "
No he vuelto a las profundidades de ese averno artificioso desde entonces y no creo que vuelva jamás en lo que me quede de vida.
Es en las noches cuando más añoro mi antigua ciudad. Ni en mis sueños la vislumbro y con cada día su imagen se difumina como una ilusión velada. No volví a ella desde entonces, sé que de hacerlo solo encontraría una necrópolis extraterrena coronada por la oscura aguja que se entierra profundo en todos los abismos siderales.