Sir Cadogan
Sir Cadogan andaba como siempre tras la Dama Gorda, que, eufórica, cantaba palabras de amor mientras los estudiantes daban patentes muestras de dolor encefálico.
Intentaban taparse los oídos con los dedos, mientras corrían alejándose de allí ; sabían que no era posible volver a sus habitaciones hasta que Sir Cadogan dejara sola a la dama, que se volvía entonces menos dura de oído a las llamadas de aquellos que querían atravesar el cuadro.
La dama, sonriente y jugando con su pelo, le cantaba estrofas arrítmicas, y Sir Cadogan, con su extraño paladar, las saboreaba con los ojos cerrados, sentado descuidadamente sobre el mullido cojín que usaba la dama para comodarse.
De pronto, la dama dejó de cantar, y, enfurruñada, se aclaró la garganta mientras se frotaba vigorosamente los brazos.
- Cerrad la ventana! Quereis que me quede afónica? - gritó, volviendose hacia el origen de la corriente de aire.
Se le escapó un grito, y se pegó a Sir Cadogan, al que zarandeó para que se despertase de su habitual estado ausente.
Unos ojos enrojecidos brillaban maliciosamente, mirando fijamente al caballero de oxidada armadura, que, de un respingo, se puso en pie, intentando esconderse tras la dama, que lo empujaba hacia el fantasma que acababa de aparecer.
Tragó saliva con esfuerzo, y la armadura chirrió ante el brusco gesto del caballero que, de una zancada, se enfrentó a la neblina.
- No habeis sido invitado, así que abandonad este cuadro! - exclamó Sir Cadogan, intentando parecer valeroso.
A escasos centímetros de su rostro los labios céreos del barón sibilaron, y en un susurro apenas audible sentenció :
- Esta noche tendrás tu castigo. Yo te enseñaré con quién debes estar... - y a los pocos segundos, y para que no hubieran suspicacias, dijo vboz en grito :
- No se preocupe, Cadigan, nadie en su sano juicio desearía estar junto a dos fantasmas tan desesperados. Sólo que, ah, me estaban dando asco, y he venido a poner algo de orden. Adios.
Sin más, el Barón Sanguinario avanzó hacia ellos, y, atravesandoles, se hundió en el muro, dejando una estela de algo brillante y viscoso en la roca húmeda.
La Dama Gorda ahogó un grito de rabia, y miró al caballero nebuloso, reclamando justicia, que ya estaba mascullando amenazas contra el sanguinolento.
Sir Cadogan, tembloroso y asustado, dirigió una sonrisa de circunstancias a la Dama Gorda, y, con una reverencia, se despidió de ella con una vaga excusa ; atravesó el muro por el que había desaparecido el sangriento fantasma, y, lamentandose de su desgracia y de los celos exagerados del Barón, se deslizó por el pasadizo, en busca de su amante...
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