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Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a tanta claridad. Estaba en un inmenso espacio abierto, en una infinita explanada, cubierta de barro. Intentó localizar el sol, o la fuente de tanta luz, pero parecía ser todo el cielo, de un azul muy pálido y muy brillante, el que desprendía tanta luminosidad. No había sol ni nubes ni nada de nada.
El muchacho, cada vez más perdido, miró a su alrededor, intentando encontrar algo diferente. Un río. Oía claramente el ruido del agua que corría. Un río. Tenía que ser un río. Mejor dicho, un riachuelo. A su derecha podía ver un pequeño torrente de agua cristalina. No se lo pensó dos veces y se abalanzó hacia él. Tenía una sed de muerte.
El agua, muy limpia y clara, estaba fresca, casi helada, y el muchacho bebió y bebió hasta saciarse. Se introdujo en el riachuelo, que no le cubriría por encima de la rodilla, y se lavó como bien pudo, con ropa incluida. Si unos minutos antes pensaba que estaba en el infierno, ahora creía encontrarse en el paraíso. Le costaba pensar racionalmente. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado a aquel extraño lugar, fuese lo que fuese, pero sí sabía que quería escapar, salir de allí. Quería seguir viviendo. Decidió avanzar en el sentido que llevaba el riachuelo, pensando que tarde o temprano desembocaría en algún sitio.
De nuevo estuvo andando durante horas, sin la más mínima novedad. El riachuelo corría en una línea recta perfecta, sin formar una sola curva en ningún momento. El muchacho también observó que en el lecho del riachuelo tan sólo había barro, como en toda esa inmensa explanada, sin rastro de vegetación ni animales. Ni siquiera había piedras.
De nuevo pensaba en su vida. La vida que tenía antes de llegar a este mundo ilógico y loco, una vida que le parecía muy lejana, como un sueño borroso. Pero también le parecía lejana la oscuridad, con aquella extraña voz, y el incidente con esa especie de gigantesca lengua babeante. Ahora, con la sed ya vencida, era el hambre lo que le estaba devorando. También había notado que la temperatura estaba aumentando poco a poco, hasta empezar a hacerse insoportable, obligándole a remojarse continuamente en el riachuelo.
De repente, empezó a soplar el viento, muy fuerte, y sin previo aviso, y amenazaba con derribarlo de un momento a otro. No tenía dónde sujetarse y finalmente el viento acabó por abatirlo. El muchacho cayó sobre el riachuelo y volvió a empaparse pero ahora ya no era agua lo que transportaba el torrente, sino un líquido rojo y espeso. Sin duda era sangre. Y el riachuelo comenzaba a crecer poco a poco, hasta convertirse en todo un río de sangre, cada vez más grande y caudaloso. El viento levantaba olas que arrastraban al muchacho, que había dejado de hacer pie. Intentaba nadar havia la orilla pero ésta cada vez se alejaba más. La corriente lo arrastraba y se mantenía a flote con dificultad. Notaba en su boca el sabor metálico y dulzón de la sangre y notaba cómo la pánico le recorría por todo el cuerpo. Lo veía todo rojo. En un momento dado, una enorme ola se lo llevó por delante, dejándole inconsciente.
(continuará)
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