Durante siglos el reino del Diamante había estado sumido en una guerra sangrienta. Las hermosas ciudades que habían dominado la tierra del Diamante desde antes que nadie pudiera recordar, habían sido destruidas y sumidas en el caos. Las sangrientas batallas habían sembrado el suelo de huesos y cadáveres, de sangre de culpables e inocentes.
Pailad era un joven campesino que vivía en uno de los pueblos más remotos del reino del Diamante. Había crecido en la miseria causada por la guerra, lo que había convertido a su familia en creyentes temerosos del Dios. Desde muy niño, Pailad aprendió a rezar, a luchar y a sobrevivir. Cuando cumplió dieciseis años fue reclutado para el ejército del León, uno de los ejércitos que dominaban la zona. Su destino que no sorprendió a nadie, pues todos los jóvenes eran obligados a alistarse en cuanto podían concebir algún hijo y matar a algún enemigo.
Pailad fue un buen soldado. Rezaba al Dios cada día y cada noche, y eso parecía que le ofrecía una invulnerabilidad casi mágica. Poco a poco fue subiendo de rango. Las miles de muertes entre los hombres que formaban su ejército le fueron ayudando en su escalada hacia la gloria, y con veinticinco años llegó a convertirse en General. Su nombre era temido y respetado, sus órdenes cumplidas sin la menor vacilación, sus victorias grandiosas e impresionantes.
El granjero convertido en líder militar fue imponiendo el orden palmo a palmo en el convulsionado reino del Diamante. Su ejército crecía día a día, ya que cada vez eran más los jóvenes que se alistaban voluntarios simplemente por servir a las órdenes del famoso Pailad. Las gentes de los pueblos comentaban que Pailad tenía el favor del Dios, que estaba tocado por su gracia infinita y que no había enemigo que pudiera vencerle.
Tras años de batallas, Pailad asumió el mando de todos los ejércitos del León y entró triunfal en Torrelera, la capital del reino. Obligó a los sacerdotes del Dios a coronarle Rey, y estos no pudieron oponerse pues en sus sueños habían visto que el Dios estaba de acuerdo con aquella decisión.
Pailad tenía treinta y tres años, y era Rey.
Una vez instalado en el trono, comenzó a organizar a sus ejércitos para reconstruir el reino. Todos los rebeldes fueron apresados y ajusticiados en una ejecución sumaria en la plaza principal de Torrelera. Las baldosas blancas de la plaza quedaron teñidas de rojo para siempre jamás, a causa de los ríos de sangre que corrieron por ellas.
Pasaron siete años, y algo que parecía ser paz comenzó a instaurarse en el reino. Cumplida su función, Pailad se centró en la necesidad de dar un heredero al trono, alguien de su sangre que mantuviera el orden en el reino cuando él muriera. Se casó en tres ocasiones, y ninguna de ellas su matrimonio dio frutos. Acudió a los sabios del templo del Dios, que le dijeron que su simiente era infértil. Pailad sintió que el Dios le había abandonado, y cayó en una profunda depresión.
Pero la sangre de Pailad era demasiado fuerte para perderse en un solo destello, y su destino era más grandioso que el mayor sueño de gloria que cualquier hombre hubiera podido imaginar. La Diosa se había fijado en Pailad cuando éste aún era un muchacho, y había sentido el fuego que ardía en su sangre. Pero él jamás se había dirigido a ella, y la Diosa se había limitado a observarle. Cuando vio que Pailad se derrumbaba ante la idea de no tener descendencia, y que el Dios no podía hacer nada para ayudarle, tomó una decisión.
La Diosa llamó a una de sus hijas, Màthraichean, y le habló. Le dijo que ella, de entre todas sus hijas, era la más adecuada para ser la madre de los hijos de Pailad y perpetuar su estirpe. Ya que el Dios no tenía suficiente poder como para rehacer los caminos que habían sido cortados, sería tarea de la Diosa ayudar a Pailad en tan terrible momento. La Diosa gobernaba sobre los ciclos de la vida y la muerte, y dominaba el poder de la sangre: por eso era su misión dar continuidad a la sangre de Pailad para evitar que el mundo se sumiera de nuevo en el caos, pues solo una sangre tan brillante como la de Pailad podría mantener la oscuridad alejada del reino del Diamante. Màthraichean aceptó su papel y bajó a la tierra, con el cuerpo de una hermosa joven.
Màthraichean se presentó ante Pailad, y éste quedó cautivado de inmediato por su presencia, y la amó desde el primer momento en que la vio. La joven parecía estar rebosante de vida, y cuando la vieron, todos los consejeros y nobles que acompañaban al rey pensaron en ella inmediatamente como en una madre. Màthraichean reveló quién era, y le dijo al Rey que si deseaba tener descendencia debía tomarla en matrimonio, y darle a la Diosa la misma importancia que al Dios. Los sacerdotes del Dios se ofendieron, y le dijeron a Pailad que era sacrilegio alzar a la Diosa al mismo nivel que el Dios, que era evidentemente superior, pero Pailad aceptó sin dudarlo, pues sentía que en aquel momento sólo la Diosa podía ayudarle.
La boda se celebró poco después. Pailad inició la construcción de un templo a la Diosa en la ciudad, por petición de su esposa. Pero durante la ceremonia, Pailad, aconsejado por sus sacerdotes, sacrificó cientos de cabezas de ganado para aplacar la ira del Dios, y demostrarle que pese a que había aceptado las exigencias de la Diosa, aún era fiel al culto masculino.
Pailad y Màtraichean tuvieron siete hijos. El primero de ellos, Ceud, heredó el fuego en la sangre que tenía su padre. Los otros cinco fueron hombres y mujeres espléndidos, pero no a tan alto nivel como su padre y su hermano. La última hija, Seachdamh, nació con una gota de sangre marcada en la frente: había sido escogida por la Diosa. Sus descendientes fueron hombres y mujeres que siempre adorarían a la Diosa, y de entre ellos surgirían las más grandes Sacerdotisas que hubiera visto jamás la historia.
Màtrichean explicó a Pailad que cada generación, el mejor de sus descendientes, el más válido para ser rey, tendría esa caracterísica, lo que ella llamaba fuego en la sangre. Aquellos hombres y mujeres verían sus nombres escritos en los libros de la historia, y perpetuarían su estirpe durante siglos. Por fin la vida de Pailad parecía completa.
Pero el Dios no iba a perdonar tan fácilmente la traición de Pailad. Envió a uno de sus emisarios para maldecir al Rey, y le otorgó una profecía. El emisario, un asceta demacrado y vestido con harapos, profetizó al Rey que en el momento en que su estirpe dejara de ocupar el trono de Diamante, todos sus descendientes morirían, y el reino se vería sumido de nuevo en el caos. Su nombre sería maldecido durante el resto de la eternidad, los hombres escupirían sobre su tumba y orinarían sobre las de sus descencientes, y su espíritu abandonaría su descanso para vagar, desconsolado y sin descanso.
Pailad se sintió abandonado por el Dios. Después de haberle dedicado todas su victorias, haber erigido en la capital el mayor templo del mundo y haber rezado cada día y cada noche agradeciendo todo lo que el Dios le había otorgado, éste le maldecía. Pero Màtraichean se alzó frente al emisario y pronunció duras palabras contra el egoísmo y la injusticia del Dios, que había abandonado a su hijo y no soportaba que otros hubieran llegado a un lugar que él no podía ni tan siquiera vislumbrar.
El emisario se lanzó sobre la Reina, apuñalándola, y gritando que las herejes adoradoras de la Diosa debían morir. Màtraichean, que había aceptado la mortalidad cuando bajó a la tierra para casarse con Pailad, quedó herida de muerte. Los guardias de Pailad destrozaron al asesino, y dejaron sus restos irreconocibles sobre el suelo de la Sala del Trono. Pailad se lanzó sobre su esposa, pero a ella se le apagaba la vida en los ojos. Pailad, lloroso, le pidió que no le abandonara. Ella, moribunda, le pidió a su marido que la sentara en el trono. Él así lo hizo, y ella cerró los ojos mientras su sangre manaba de la herida mortal y empapaba el trono real. La Reina le susurró a su esposo que le iba a otorgar un último don.
Màtraichean le dijo a su marido que aquel trono, regado por su sangre, sería su regalo. Desde que el mundo fue creado, aquel que se sentaba en el trono del Diamante había sido aceptado por todos como el gobernante del reino. Con su sangre, Màtraichean estaba impregnando un hechizo en el trono: sólo aquellos descendientes de Pailad que tuvieran el fuego en la sangre podrían ocuparlo: cualquier otra persona que quisiera sentarse en él ilegítimamente sería fulminada en el acto.
Màtraichean murió tras pronunciar el hechizo, y Pailad quedó destrozado. Ordenó que los restos del emisario fueran enterrados en el templo del Dios, como petición de perdón hacia su señor, y proclamó el luto general en el reino. El Dios, viendo que el futuro de los herederos de Pailad le otorgarían más gloria de la que nadie había sido capaz de darle, perdonó a Pailad, pero no pudo retirar la maldición. En el momento en que su familia no ocupara el trono de Diamante, su estirpe desaparecería. Pero gracias a Màtraichean, la maldición no preocupaba a Pailad. Sus herederos ocuparían aquel trono hasta el fin de los tiempos.
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