Ciento cincuenta años después de la muerte del rey Pailad, el palacio real estaba en plena ebullición preparándose para el nacimiento del primer hijo del rey Falchaid y la reina Blodyn.
Aún faltaban algunas semanas para tal acontecimiento, así que el rey organizó un banquete al que invitó a todos los nobles de los reinos circundantes. La bebida y la comida corrió a raudales, y la música y la alegría llenaban la gran sala de banquetes del palacio. La reina, prudente, sonreía y respondía con educación a los que la felicitaban por su estado, pero no comía ni bebía más que lo necesario para mitigar un hambre que hacía meses le corroía las entrañas. La reina no había querido aumentar ni un kilo más del necesario en su embarazo, ya que su fama siempre había sido la de una mujer esbelta y delicada.
Hacia el final de la fiesta, cuando todos los nobles estaban borrachos, los guerreros se escapaban con las doncellas a los rincones más oscuros, y los perros roían los huesos, la reina se puso de parto.
Poco se pudo hacer por su esbelta figura y su delicado cuerpo. La hermosa Blodyn de cabellos como oro bruñido y mejillas rosadas se marchitó rápido, como una flor en un jarrón. Al cabo de varias horas de laborioso parto, la reina murió, pero su hijo vivió. Los médicos que la atendieron salieron de madrugada de las habitaciones de la reina, con un pequeño envuelto en paño y una negativa en los ojos. El rey no se derrumbó, pues aunque amaba a su esposa lo más importante para el reino era tener un heredero. Preguntó por el pequeño bulto que el más joven de los médicos llevaba entre los brazos, y éste le dijo que su hijo había sido un niño, y que vivía, pero que había algo en él era preocupante: había nacido con estrellas en los ojos, y por lo que se sabía, las personas que nacían con aquella extraña peculiaridad nunca vivían una vida que se pudiera adaptar a los cánones de la normalidad.
El rey hizo que el Gran Sabio estudiara a su hijo, y para alegría del monarca este verificó que el niño llevaba la sangre de Pailad, lo que le hacía apto para ocupar el trono. Pero el Gran Sabio no supo encontrar una cura para la extraña enfermedad del niño, y tampoco ninguno de los sabios, médicos o curanderos del reino. El niño fue bautizado con el nombre de Astar y se le rodeó de niñeras, maestros y compañeros de juegos.
Pese a toda la atención que el rey puso en la crianza de su hijo, el niño era extraño. Tendía a la soledad, y en ocasiones se quedaba durante largos ratos en trance, con los ojos abiertos, mirando a ninguna parte, lo que asustaba considerablemente a sus niñeras y amigos de su edad. Poco a poco el príncipe se fue quedando solo, pero no parecía importarle: no necesitaba la compañía de los demás seres humanos para parecer feliz.
El rey, preocupado por el futuro de su reino, envió a tutores y maestros a que intentaran enseñarle a su hijo algo de cómo gobernar un país, ya que él algún día faltaría y no podría velar siempre por el reino del Diamante. Pero al niño no le interesaban esos temas, ni ninguno que se pudiera encontrar en los libros de historia o política. El pequeño era feliz mirando el cielo, escuchando cuentos en las rodillas de su padre o persiguiendo insectos en los jardines.
Los consejeros de Falchaid le insinuaron que se volviera a casar, por si alguno de sus hijos heredaba también la sangre de Pailad y resultaba más apropiado para ocupar el trono, pero el rey se mantuvo siempre fiel al recuerdo de Blodyn, y parecía empeñado de hacer de su único hijo un rey provechoso y capaz.
El príncipe Astar creció y su interés se fue centrando en sus labores de heredero, no por interés, si no porque sabía que a su padre le hacía feliz que él se preocupara por aquella parte de su educación. El rey le rodeó de los consejeros más sabios y el príncipe se aplicó en sus estudios, aunque nunca dejó de tener ese espíritu soñador y evasivo que le acompañaría hasta el fin de sus días.
Una mañana de otoño, el rey salió de caza. Su hijo se quedó en palacio, observando los remolinos de hojas secas que se formaban frente a su ventana. Tres horas después el rey volvió a palacio, con el estómago atravesado por un colmillo de jabalí. Murió minutos después. Ni una lágrima fue derramada por Astar, pero su melancolía y su carácter cerrado se acentuaron aún más. El joven subió al trono vestido de luto, y las estrellas de sus ojos rivalizaban en brillo con las joyas de su corona.
Sorprendentemente, el reinado de Astar fue tranquilo y sensato. El príncipe se mantuvo rodeado de sabios consejeros que le ayudaban a tomar las decisiones más complicadas, y en los que él confiaba plenamente y a menudo delegaba las tareas más pesadas. Astar se casó con la joven que le fue otorgada, Iaogydd, una princesa de las tierras del norte, fría como el hielo de sus lagos, y de una palidez seca que nada tenía que ver con la lánguidez de la blanca piel del príncipe. La joven, de cabello tan rubio que parecía blanco, era igual de delgada y esbelta que la reina Blodyn, pero carecía del sano color de sus mejillas o de su alegre temperamento.
En el reino se decía que hablar con la reina era como comer nieve a puñados. Tenía veinte años pero por su formalidad y su manera de comportarse aparentaba cuarenta. Nunca amó a su esposo, y se tomó su vida como un empleo. Por fortuna, Iaogyd demostró ser mucho más resistente que la hermosa y frágil reina Blodyn, y la reina parió tres hijos, todos varones. Nadie supo jamás como una mujer tan fría como Iaogyd y un hombre tan desinteresado por las cosas mundanas como Astar pudieron compartir el lecho tres veces, pero así fue.
El segundo de los hijos de Iaogyd y Astar, Amdiffad, nació con el fuego en la sangre, y fue nombrado heredero, lo que haría pensar que sería el niño más amado y protegido por sus padres. Pero Iaogyd parecía no tener capacidad para amar a nadie, ni siquiera a sus hijos, y Astar se pasaba la mayor parte del tiempo solo, embelesado con cualquier nimiedad, o perdido en uno de sus cada vez más frecuentes trances.
La noche en que nació su tercer hijo, Astar salió a dar un paseo por los jardines de palacio. Sus ojos relucían con una intensidad que parecía querer rivalizar con la de las estrellas, y en uno de los momentos en los que los alzó al cielo, vio algo que le dejó asombrado. Lo que parecía ser la silueta de un hombre surcaba el cielo, tan suavemente como un pájaro o un barco en un lago. Astar se quedó asombrado, y apenas reaccionó cuando le dieron la noticia de que tenía un nuevo hijo varón. Las semanas siguientes se las pasó escrutando el cielo continuamente, deseando volver a ver al hombre volador. Ignoró las demandas de cariño y afecto de su hijo mediano, y se apartó cada vez más del mundo.
Los rumores y cotilleos se multiplicaban, y la gente comenzó a llamar a Astar el Rey Loco, por su obsesión y su extraño comportamiento. Los brujos de pueblo decían que no podía ser de otra forma, ya que las estrellas en sus ojos eran un signo claro de locura, y sus súbditos evitaban mirarle a los ojos en su presencia para no contagiarse de tan extraña enfermedad.
Tras varias semanas en las que los estados de trance se sucedían dejando apenas una o dos horas al día de lucidez, Astar decidió que él también aprendería a volar. Ansiaba surcar los cielos como la misteriosa silueta que había visto en la noche. La reina pensó que había enloquecido y no le prestó ninguna atención, dejándole continuar con su obsesión. Pero el pequeño Amdiffad no entendía por qué su padre no jugaba con él, ni le leía cuentos, ni por qué su madre jamás le abrazaba o le besaba. El niño fue creciendo, y su odio por sus padres creció con él, hasta el punto de despreciar a su padre y temer a su severa madre.
Astar hizo llamar a los inventores y los magos más grandes del reino, y les pidió que construyeran para él algo que le permitiera volar. Muchos de ellos se negaron e intentaron quitarle de la cabeza tan peregrina idea, pero las estrellas de los ojos del rey brillaban con tal fuerza que le cegaban a todo lo que no fuera su ansia por volar. Uno a uno los magos e inventores se fueron dando por vencidos, pero con cada fracaso Astar se ilusionaba más y más.
Un día, el rey Astar tuvo una visión que le hizo comprender. No necesitaba de nadie para conseguir sus propósitos: con la simple fuerza de su voluntad sería capaz de volar. Así que el rey se vistió con sus mejores galas y se dirigió a uno de los acantilados más altos del reino. Las estrellas de sus ojos eran tan brillantes que la luz le rodeaba con un halo mágico, y muchos de los que se cruzaron con el rey aquella mañana aseguraron haber visto un hada. Astar llegó al borde del acantilado y observó el verde mar bajo él, y el cielo azul sobre él. Arriba y abajo dejaron de tener sentido y el rey saltó.
Unas horas después unos pescadores encontraron el cuerpo del rey, destrozado por las rocas. El cadáver había perdido todo color en sus ojos. Ni iris ni pupila rompían el blanco inmaculado de sus globos oculares. Lo llevaron a palacio y en seguida se puso en marcha la organización de los funerales. Iaogyd no lloró, y ni siquiera esperó a la coronación de su hijo para abandonar el palacio y recluirse en un monasterio para viudas en una remota región. Amdiffad odió más a su padre por alimentar su leyenda de loco, y tomó la corona, prometiendo que sería infinitamente mejor rey que Astar el loco.
Aquella misma noche, los habitantes del pueblo costero cerca del que Astar había saltado, vieron emerger del mar una luz que subió hasta el cielo y se quedó en un espacio libre entre varias estrellas. La nueva estrella era más luminosa que todas las que la rodeaban. La leyenda de los ojos vacíos del rey corrió como la pólvora, y poco a poco todo el mundo llamó Astar a la nueva estrella, y pese a que en los anales de la historia Astar figuró siempre como el Rey Loco, para su pueblo fue conocido como Astar, el Rey Estrella.
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