I
Casi me abrasaba en la
mano ese objeto tan extraño, que Lord Curwen me trajo de
El Cairo y que ahora llevábamos con mucho sigilo al Departamento
de Lenguas Semíticas, en la Universidad de Miskatonic.
Era una especie de amuleto de un metal indefinido de color verdoso
y que emitía una extraña radiación. Se trataba
de una figurilla que representaba el cuerpo rechoncho de un faraón
acabado en una cabeza monstruosa con tentáculos que recordaba
El Kraken ancestral de las antiguas leyendas escandinavas.
Entramos en el
despacho de Don Gonzalo, Barón Dogon de Darkestshire, donde
nos recibió un hombre que carecía del hieratismo de
las pequeñas esculturas arcaicas del Antiguo Egipto y que
caracteriza al porte de las personas de su rancio abolengo. Su afabilidad
era extrema y solía intercalar en su erudita conversación
alguna expresión en lunfardo, que siempre la acompañaba
de una sonora carcajada junto con una traducción casi simultánea.
De repente, todo
cambió cuando tuvo el amuleto entre sus manos, ya que su
mirada se fue cargadando de un pavor reverencial, que acabó
congelando las pocas palabras que pudieron salir de sus labios.
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